La mujeres siempre triunfan



Yo tenía catorce años y debía trabajar, por eso mis padres me enviaron a lo del doctor Monteleone, a su casa, a su estudio a ver si me ganaba los garbanzos en la escribanía. ¿Qué hacía yo allí? Diría que nada y todo. No limpiaba. Era mandadero. Solía atender el portero eléctrico que se multiplicaba en sus rings por toda la mañana. Luego, al mediodía, iba a los bancos a realizar pagos o trámites y pasada la hora pico me dejaban ir a almorzar a mi casa. Al otro día rendía los papeles y seguía la rutina. Creo que el doctor me descubrió y me pidió: había visto mi esmero entre ceja y ceja, mi seriedad y claro, la necesidad en los muebles de mi casa, las pocas veces que estuvo retenido en el living, por mi madre y un café torrado.
Allí habrá comprobado los cuadros imitación, las paredes sin reboque, el olor a comida y se le habrá ocurrido darle una mano a mi papá. Al que puntualmente le cobraba el crédito por la casa. Yo le hice creer que era aplicado, mi padre exageró "-Un técnico propiamente", dijo absurdamente para definir mi precisión. No pudo ser más desubicado. El DT que me dirigía habíame echado la semana anterior. Fue en un córner, marqué el primer palo y un negro -Pelé le decían- me anticipó y cabeceó a la red, -"¿Pero usted es puto que no marca?", gritó. Un fracasado de apellido Gamez. Lo cierto es que me saqué la casaca y me fui al vestuario. Nunca más pisé el club. Y me había puesto raro: Un huracancito rojo, lleno de humo y apisonada violencia me empezaba a ladrar en los intestinos.
Al otro día me trompée con Claudio, el gordo de la imprenta por una pavada. Por esas jornadas en que andaba en pie de guerra me pidió Monteleone. Los adultos confunden seriedad con contracción al trabajo. Laburaba en su estudio?casa de luna oval con entrada de vitreaux, una servidumbre extensa, especie de familia portátil que el doctor había fabricado tratando a todos bien, pagando en término, regalando de vez en cuando camisas para el chofer, cuadernos para la hija de la mucama, ropa nueva para Sarita la secretaria que se decía andaba con él a pesar de estar casada.
Un dios malefico, ponzoñoso, cobrizo y maloliente me condujo hasta la verdad, esa ganzúa que abre el cofre personal cuando solo uno tiene la réplica, pues se sabe, para la verdad nunca hay una llave original: La tal Sarita resultó ser la esposa del técnico que me habia echado. En el cordón de Castellanos dirimíamos la escena mientras una luna rojiza subía por los álamos. López razonaba como ante una batalla. "Si la mandás en cana lo jodés al técnico, pero también al doctor que decís es buen tipo, y tiene la hipoteca de la casa". Toledo extendió su mano con el gesto de los cuernitos. "Además de que se enteren que está coronado también te ponés en evidencia". Lo miramos, usaba una jerga magnífica. "Un técnico en el arte del análisis de los casos policiales", dictaminó Antonioni. "Termínenla con la palabra técnico", rogué yo. La cuestión es que se venía la noche, encendimos el primer cigarrillo y buscamos aquello que significaba hacer el daño sin que se sepa el causante.
-"¿Está buena la Sarita?", ofertó Lopez. -"Unas tetas así grafiqué". -"Bueno, con esas tetas y mi labia vamos a hacer el negocio", levantándose, magnífico con la idea, cerrándose la campera y feliz en haberle encontrado la vuelta al asunto. Al día siguiente suena el portero y abro. Lo veo a Lópecito con un morral al hombro como los que usan los carteros. Vacilé, lo miré como a un zombie. "Qué..¿qué haces acá vos?" -"!Carta para la señora Sarita Zampapietro de Gámez!", chilló estruendosamente. Al oir su nombre vino por el corredor, con sus labios rojos, su perfume a naranjas y su escote. "Sí, precioso, ¿qué es?. Qué raro ¿acá?".
-"Soy correo privado, señora. Suyo", extendió la bic sin dejar de mirarle los pechos; firme acá y alargó un papel. Los dejé en la puerta y me metí en el estudio. Regresó Sarita y no pude soportar verla abrir el sobre asi que salí como alma que lleva al diablo para los bancos. El sábado por la mañana me llamaron del club que vuelva a entrenar porque "Ese bruto de Gamez se rajó sin avisar y usted, mi viejo, sabemos si que abandonó el club fue por él y ahora lo necesitamos ya!", me urgía el Señor Floritti, el propio presidente del Horizonte Club. Jugué, hice un gol y por el atardecer vimos a López que venía fumando y nos invitaba a sentarnos al cordón. Contó todo, el anónimo escrito en la máquina de su hermana, la obligación que deje el club su marido caso contrario se iba a enterar que ella lo gorreba con Monteleone. Una luna enorme y perfecta crecía tras él."¿Y cómo habrá hecho para convencer al cornudo?", inquirió Toledo. Lopecito, mirando el humear de su pucho susurró. Estaba sobre el tobogán, las manos en la nuca. "Ah, las mujeres. Cuando quieren algo lo logran.. las mujeres. Qué tetas lindas que tiene la señora Sarita. Las mujeres, para que vayan sabiendo siempre triunfan, che".

En las alturas




El Chango Gazznick jugaba en las alturas, las de su metro ochenta y sus catorce años; lo empleábamos para los partidos difíciles y se dejaba llevar, coronado de gloria, homenajeado con una gaseosa y el regalo de una camiseta que le quedaba inexorablemente a la altura del ombligo. Se conformaba con poco. Le sobraba dinero, coraje y bonhomía. Aceptaba todo para no desairarnos, creo. Y sonreía, siempre sonreía. Nos protegía. Dejaba hacer. Era de una familia de gentiles, de puertas abiertas, con hermanos formidables y hembras esplendorosas en su pubertad, de culitos aéreos bajo las polleritas tableadas escocesas de la escuela. Todas mayores que nosotros. Allá en la superioridad de las alturas. Una familia constituida con frontón de lajas, casa de dos plantas, auto coludo en la puerta. El papá dentista y la mamá bioquímica. Familia de alta clase que desentonaba con nosotros, los del llano del obreraje. Lo habíamos conocido en un carnaval cuando disfrazado de extraterrestre nos acorraló en una bocacalle: sus hermanos salieron de las tapias con embudos de colores en la cabeza y nos cagaron a bombitas de agua. Luego se rieron hasta más no poder y nos pidieron disculpas, gesto desconocido para nosotros. Luego del refrigerio nos hicimos como hermanos. La cordialidad en nuestra conversación de gladiadores desconfiados casi no existía. Pero aquella tarde fuimos amables, felices y plenos. El padre nos sirvió naranjada y la mamá torta. Eran bondadosos en aquella casa. Y el Flaco Gazznick, un poco más grande que nosotros y patadura, nos hacía el favor de pararse en el área contraria y allí esperar la carambola de algún centro que le dispensaran para salir a festejar como si el cuadro fuese suyo y el campeonato del mundo estuviese allí, esperando al filo. El papá venía a buscarlo y por ende a los que entráramos en su Kaiser Carabella gris tiburón que le hacía juego con su boquilla plateada y el molar como un escudo refulgente. Nos dejaba en las casas o se empeñaba en que tomemos chocolatada fría, allí -en los fondos- según decía él, pero era un jardinazo, con almenas, fuente, innumerables ventanas, plantas exóticas y dos mucamas. Pero había eso que los chicos descubren en el aire rápidamente y se llama potencia del vivir, alegría de saltar o festejar por cualquier tontería. Eramos brillantes, imaginativos, elocuentes e inspirados a pesar de sentirnos un poco cohibidos, allí en la galería con adornos y helechos gigantes. Una negra de busto enorme en bronce nos mostraba sus prodigios; más allá una Venus delicada dejada entrever un pubis alado entre los nenúfares de yeso. En el aire había olor a jazmines. Fue el gordo Azuli el de la tontería. Sin que nadie lo viera se deslizó por algún hueco y se robó aquello, esa prenda que ostentó flameando en un palo al salir y dejarla entrever cuando ya estábamos de regreso, lejos de la familia Gazznick: una bombacha rosada, con bordecitos espumosos que se llevaba a los labios y debía pertenecer a alguna de las hermanas del Chango. Lo espantamos, se la quitamos y le dijimos que era un pelotudito sin clase, un negro tarambana pata sucia. ?Eh, ¿Que pasa?, gimió buscando ayuda pero nadie le apoyó la broma. ?Andá a devolverla, se plantó López. ?¡Y ahora!, terminó torciéndole la muñeca detrás donde los huesitos parecen quebrarse. Estaba rojo y le sacudía el brazo. Nadie intervino. Hubo un crujido. El coche frenó. Era el Kaiser y su dueño impidió la quebradura de un empellón. Parecía un lord amortiguando las batallas de sus criados. Nadie explicó, la prenda la sostuve hecha un bollo en mi mano, escondida para que no se enterara. ?No hay que pelear entre amigos, alargó el dentista a modo de sermón.
Por la noche, mientras la luna filosa largaba algo de claridad en mi pieza la hice oscilar entre mis dedos. Olía a jabón caro y vainillina. A prodigio, milagro, dinero, romance y melancolía: nunca tendríamos a su dueña dentro de ella, nunca ninguna dama que vistiera aquello osaría mirarnos siquiera, nunca oleríamos en la cama matrimonial aquel aroma. Nunca triunfaríamos en suma, ni accederíamos a los castillos que en las ventanas cuadriculadas custodiaban princesas vírgenes. Todo estaba lejos, en las mismas alturas como la testa del Chango que nos hizo ganar el último desafío, aún cuando nos ladrara, sonriente como siempre. ?Dice mi hermanita que los vio, que no pisen más la casa, que son unos choritos de mierda, ¿saben? Y que si lo hacen les dice todo a mis viejos o yo voy y los cago bien a trompadas, pero no me den bola, guiñó un ojo desde su montaña y nos zurró la cabeza yéndose. Yo la había llevado envuelta en un papel strassa para devolvérsela, pero ni me animé. Terminé arrojándola en una huerta.
Habíamos perdido el reino y al Flaco Gazznick que ya no vino ni a cabecear ni nos atendía cuando a través de la verja, como presos del otro mundo, le gritábamos si por favor quería cabecear para nosotros.

Islas a la deriva




Y pensar que tenía un poema tuyo acerca de una isla escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Lo lograste, enloqueciste, que es la mejor de todas. Trabajabas en una casa de repuestos y escribías poemas a máquina, sobre las cartulinas de archivo. Pegué uno de ellos sobre la puerta del lado de adentro de mi pieza, junto a Jimi Hendrix, Kempes y la chica Clairol. Y vos te aparecías bajando del 218, escapando de la villa con el bolsito de cuero al hombro y silbando. Vos, el que escribías poemas y querías jugar en el puesto de Ramón César Bóveda. Levantaste los ojos de tu condena previsible de oler eternamente los zanjones, el agridulce aroma del viento cuando se levanta en el barrial y trae eso que ahora odiás: pobreza de vivir en la zona estrafalaria para siempre. Ahora que habías conocido el techo con guardas de yeso, cuadros de verdad,el aire acondicionado y la heladera casi siempre repleta. Dormías en una casa distinta cada noche, esquivabas regresar a tu caverna de Godoy al 6000 alargando el encuentro con tu pasado que estaba ahí a quince minutos del 218. Dejaste la práctica de Central por las tumbadoras. Tocabas para todos, escribías en esos cartones celestes del trabajo que conservaste un poco más, hasta que lo abandonaste y empezaste a vivir la bohemia en serio: no trabajar, fumar de prestado, dormir de sentado en un bar de músicos que salían de tocar en Radio Nacional y se mezclaban con los pelilargos, los primeros de jeans apretados. Vos y tus cartuchos con palitos de batería, vos que me conociste serio, empeñoso en olvidarme también de quién había sido hasta hace poco. Yo también había dejado el expreso donde despachaba estúpidas cartas de porte con olor a ratón y también escribía poemas con remitente impreso. Poemas sobre islas igual que vos. No seguíamos la campaña de Central, estábamos perdidos en otros territorios. Yo también había desertado de la gimnasia y el orden de los entrenadores fracasados. La jugada genial, el codazo entre amigos, la promesa de llegar a jugar en primera, el olor a meada de los vestuarios, la lucha contra uno mismo y la sensación que había otro mundo mejor, basado en una nada expectante: sin trabajo, sin club, sin futuro. Eso también era una vocación. Escribir sobre islas. Pegar los papelitos en la puerta hasta que los padres se cansaban de uno y nos tiraban el diario recién amanecido sobre las colchas, abierto como una mariposa gigante blanquinegra en la página de los clasificados. Y pensar que yo alcancé a entenderte pero te saqué de mi vida porque necesitaba andar sin companía; hacer el camino hacia arriba a la inversa como vos, pero no precisaba de la complicidad ni la camaradería, dos cosas que debilitan el trabajo en solitario. Redención o victoria. Porque se apuesta, es así: uno deja el trabajo, la familia y el fútbol, los amigos y la novia. Todos estigmas de salitre en la llagas, todas estampas peligrosas, todas casas cómodas donde echarse a cambio de una que es eso sobre lo que escribíamos: islas a la deriva. Familias diezmadas por un mal de cobijo que nos ahogaba: esa familia de pertenencia a una divisa o a un amor nos había dado la espalda y la negábamos. Pero, yo decidí que cada uno lo haría por su lado y a su modo. Dejamos de vernos. Yo me mudé, vos te mudaste pero a ciudades distintas. Hoy nos reencontramos en ese cable tendido que es internet en el último día del 2008. Estás en Italia, luego de cruzar islas e islotes virtuales y de los otros. Estás en cafúa. Podés escribir, te lo permiten. Saldrás en meses. Te quedaste con un vuelto de una recaudadora, cansado del vuelto de los otros. Me mandás una foto con la camiseta del Parma que es como la de Central pero horizontal, sonriente, un diente plateado. Debajo una camiseta blanca con el impreso de un isla.
Ambos logramos entrar en una. Como sea, pisamos su arena y nos quedamos dentro. Cuando regreses con la guita me prometés comprar una para ambos. Lo decís en clave, claro. Pensar que tenía un poema escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Y que nadie, salvo yo, daba un mango por tu futuro.

El abundante cuerno del sol



La franja va desde el Monumento a la Bandera hasta el Macro, los silos pintados que simulan lápices y que fueran trasmutados en museo de arte. ¿Dónde va la gente cuando hay sol? Allí, a dorarse, a verse, a investigarse como en las viejas plazas de las aldeas. Hay un gimnasio que permite espiar muslos y transpiración light merced a una pecera que, ¡oh, paradoja!, da al río donde ya no queda habitante fluvial alguno.

Aquí en Rosario, en fin de semana, todo parece concentrarse en una franja junto al agua —hay carteles de advertencia de Barranca Floja o si se quiere un Barranca Abajo gardeliano—, mas la gente no resiste estar advertida y se aposentaa en un despeñadero tomando mate para tal vez morir con la bombilla en la boca: es la única forma de lograr el anhelo de salir en todos los noticieros.

Luego de la Guerra del Agro, la ciudad está calma. Los basureros piden aumento y en un acto de libertad dejan suelta la basura. Propician un arte entre gótico y modernista camino al norte: pilas sobre pilas negras plásticas. Hay un aire de impasse. Los artesanos no venden, los churreros tampoco, yo no compro ni un alfiler aunque las parrillas están hinchadas de gente devorando carne. “El gobierno pide tregua pero los supermercados no la dan con nosotros”, me susurra un dirigente de Amsafé, mientras lee.

Reticencia. Espera. Desconfianza. Es lo que dejó el piquete agrario. Por eso el sol: la gente viene a drogarse en el olvido como lagartos. Llegan con sus reposeritas, sus módicos 2 pesos para un agua, la radio incrustada en los oídos y a mirar el río que es gratis y grato. De repente, un aroma a infierno que ya nos tiene acostrumbrados: quema de pastizales y el humo lo invade todo. Parece un Blade Runner diurno: la gente casi ni se ve y las chicas elegantes huyen a sus coches japoneses y los pobres montan sus bicis donde suelen tener atrapadas con elásticos una radio futbolera o cumbiera al palo.

Sospechas. Un corredor de sospechas. Por el mañana, por el hoy, por el vecino. Alguien extrae un tomate y lo miran como a un príncipe. Otro arma un sanguche de jamón y corre el riesgo de ser ultimado. Otro con su pedazo de queso teme ser arrastrado hasta los yuyales por el perrerío. Como tiene la fama de ser una ciudad come gatos, hay un cartelito que advierte que los mininos de la zona están protegidos y deben ser devueltos en caso de tentación. Por eso los perros, expectantes.

Con la humareda disipada, todo vuelve a la normalidad. Parejitas ansían malamente ser llamadas a ocupar una mesa del bar bacán: la moza repasa la lista de espera y sus nombres los delatan: —El 13, Milagros. El 14, Candela— Así acceden sin vergüenza al premio de pertenecer a un sitio. Si esto no es humillación, yo soy Muhammad Alí. A escasos treinta metros, unos morochones se han adentrado por las rompientes para poder extraerle algo de comida a este río traficado de barcos imperiales con sus bodegas hartas de soja. Pasa un dandy en su bicicleta de 5.OOO pesos. Lo sigue un pirincho con una robada tal vez, hecha flecos. Ambos mundos en un territorio cuadrado, una parcela, un muestrario del universo rosarino. Los lavacoches lavan y repasan suntuosas carrocerías nunca ensuciadas. Una pareja con su prole incontable desciende de un fitito como quien visita Egipto.

Me topo con Cuadrante, un meditador solitario que está urgido por hablar. “La polarización del poder económico y su necesidad de un rédito político dan la sensación de que en el gobierno no había nada que salvar. Lo hicieron confusamente, tarde y muy declamatoriamente. De ahí, mi pregunta. ¿Cómo se defiende algo que el pueblo ignora? ¡El crecimiento del País Sojero está dado no sobre la base de una riqueza proporcional y una recomposición salarial en el mundo! ¡El Imperialismo está en crisis!”, me amonesta. —Claro—, retruco con lucidez. Me toma de los hombros como si yo fuese el culpable de alguna cosa terrible. “Todo es veloz y aún para la derecha es difícil establecer el enemigo, pues todos van mutando también y los bandos se han convertido en timbas multinacionales. Hay renegados de la vieja oligarquía, políticos zorros, todos aventureros, rapiñeros. ¡La soja puede ser un crecimiento pero zizagueante en cuanto deje de rendir! ¡La derecha aclara sus ideas con los gobiernos débiles!”—, me grita. La gente nos mira. “La crisis de USA con su poder aflojando las riendas, en retroceso, y su pérdida de horizonte en Latinoamérica. Por eso el alarde de la Cuarta Flota”.

Miro instintivamente hacia el canal. Me deshago de Cuadrante y me siento bajo una estatua. Una ciudad baldeada de dinero y de hambre a la vez. Ambos mundos. Un paralelo de luz y de sombras. Por la calle lateral se oye un tango tocado tal vez en un patio y unos pibes con sus patinetas pasan a mil haciendo sonar algo así como un acid jazz, pero intuyo que la denominación ya debe ser antigua. Precedido por una agradable melancolía me dejo llevar por la guitarra rasposa que declama el valsecito. Me arrimo a la puerta y al entornarla un grito me para en seco. —¡No entre que llamo a la policía!— aúlla el malevo aterrado, a la vez que suspende el rasguido. ”Guapos eran los de antes”, me digo y regreso al sol.

Justo cuando paso entre una troupe de ancianitas que con sus gorros con pañuelos enganchados tienen un aire de milicianas de Legión Extranjera, se nubla y sorpresivamente, truena y en segundos un granizo de pororó percute el paisaje. Se oyen chillidos, piafar de batallas, puteadas. —Ni esto, ni esto se puede—, lagrimea una vieja con su canastita en brazos. Un fieltro blanco, una capa espesa cubre lo que era antes la luz. Luego, comienza a llover y cinematográficamente vuelve a salir el sol. Todo en quince minutos. Lo que duró la batalla de San Lorenzo. En vez de caballada destripada observo las bolsas de basura esparcidas transformando la Avenida del Valle en un Guernica espléndido. —Espero que esto no nos arruine las cosechas—, dice una señora al marido. Reflexiono, hoy que se me ha dado por pensar. Pobres, como si el Campo fuera de ellos o de todos, como si la guerra emprendida fuera generosa, amable y pródiga con los que menos tienen. Solo nos queda un poco de sol y encima cada dos por tres se nubla.


Referencia ; Revista Zoom
Autor: Adrián Abonizio