Noticiosos


Los noticiosos eran dos: Sucesos Argentinos, con un jinete derrapando y deteniendo la cabalgadura justo delante de cámara y el restante uno que en letras fascistoides rezaban UFA sobre un planeta en blanco y negro girando sobre su eje. El segundo era el más aplaudido. Pues el primero se remitía a la voz de pito de un locutor que hablaba presurosamente anunciando desagües, actos gubernamentales o curiosidades criollas. El segundo Europa a pleno: En pantalla gigante uno podía espiar castillos medievales, carreras de autos, desfiles de modelos, pesca submarina o goles. Goles fantásticos de finales; goles monumentales donde el visor siempre mostraba la pelota entrando en las mallas con el ojo atrás, tomada justo y con un arquero que se movía a velocidades prodigiosas volando a veces desde una toma insuperable hasta casi dentro de nuestras pupilas.

Arribar al cine era un acontecimiento total, pero a ello le sumábamos los noticiosos. Por ende uno se fijaba puntillosamente en el horario de la película y remarcado en negritas el horario de los avisos. El papel era brillante, blanco y negro y anunciaban allí todos los comercios del barrio. La idea fue de Blanco, el pibe loco sobrino solitario del portero y de familia acomodada. "Hay que hacer uno propio o chorearles el de ellos y salir a buscar que los negocios pongan la tela, deslizando los deditos flacos, pulgar e índice". No sabemos cómo, pero una tarde apareció en una esquina con un tipo con cara de plumero, enroscado en una corbata que le quedaba pésima, tratando de parecer serio, fumando y con la mano en el bolsillo del pantalón. "El es mi otro primo, sabe un montón de ventas". Desinteresados del proyecto lo oímos sin ganas. Toledo interrumpió. "¿Y nosotros de qué jugamos en esto?". Marcial Blanco, el estafador, graficó. "Se levantan pedidos de impresión a rolete, los hace él señaló técnicamentre al escobillón fumador y nunca se publican, o se hacen como si fuesen nuestros", agregó como remate. "Nos levantamos una fortuna de una vez y desaparecemos". "Para vos es fácil, no sos del barrio, gil; a nosotros nos conocen hasta los perros". El ladroncito, ofendido por nuestro resquemor tomó a su estropajo por el brazo y se fue cruzando Mendoza hacia latitudes de norte donde planearía el robo. A los días, asitimos a Sandrini con entradas regaladas. Era una peli vieja sobre una nena secuestrada. No nos interesó. Nos fijamos en el programa. Allí estaba el mismo diseño de un logo con un caballito batiente y clarín en la mano de su jinete. Lo había hecho. Lo intuíamos. El papel era más berreta. Habían simulado ser otros. Preguntamos, indagamos sobre el precio de cada aviso y llegamos a una cuenta que se nos antojó millonaria. Nos fuimos enterando por las voces de las vecinas: Blanco y su primo se habían convertido en cobradores ficticios de la firma, merced a sus caras de piedra y habían recaudado, extendiendo recibos a lo pavote.

Nos percatamos del asunto ya en Pedrín donde festejamos la mejicaneada. "Es un hijo de puta", extendió Antonioni derramando envidia. "Si lo hacíamos nosotros estamos presos". Y nos aliviamos. El tema saltó a los días: Cuando aparecieron los verdaderos cobradores y ya el dúo estaba lejos con su primo, contando el dinero vaya a saberse en qué barrio. No tenían a nadie, ni familia ni amigos. Salvo la escribanía que pocos conocían. Una pareja de salteadores sin ralea. Miramos los noticiosos. En la semipenumbra contamos los avisos. Nos alcanzaba para media docena de bicicletas. O diez visitas al Puente de las Putas. Atardecía y al llegar a la esquina nos atropelló el hermanito de José "¿Saben la noticia? Cayeron Blanco y el otro". A los tropezones lo contó: Habían anunciado "El Romance del Mío Cid", estreno para un club, vendido las entradas antes y cuando la gente fue no había nada, ni proyector, sólo el que juega al casín mudo, el Albertito, que los recibió sorprendido y encima casi lo matan al tipo. "¿Y Blanco?" preguntamos anhelantes. "Cayó, pero lo sacó el padre que es escribano". "¿Y el primo?. Ese sí la hizo bien: se llevó toda la plata y se fugó quién sabe dónde".

Hoy leemos el diario en la estación de servicio y alguno descubre el apellido y la foto en el fangal de policiales. "Blanco, ¿te acordás? Fijate la cara, sonríe el desgraciado como antes". Lo miramos. Sí, es él. Productor de programas de televisión en Ecuador, extraditado al país luego de una estafa millonaria donde incluía jugadores de fútbol, modelos y drogas.

"Siempre dije que andaba en la joda, graficó Ansaldi. Alguien le recordó que era él quien le había facilitado el préstamo inicial para el primer embuste de los programas y la impresión. "Cierto, pero es hora de decirles la posta. ¿Cuándo teníamos? ¿Trece, catorce? Bueno, mientras Blanquito hacía esos chanchullos y su papi la juntaba con pala en el estudio meta firmitas yo me acostaba con su mamá. Así me cobré la deuda".

"!Eso si es una buena película!", exploto yo. Y todos nos quedamos azorados mirándole la cara de cuis a Ansaldi quien durante treinta años había apisonado ese secreto. "Y esto no es todo", agregó mientras se paraba para arrancar su taxi detenido en la fosa. "Aún la visito. Está rebuena la viudita. Parece una actriz, parece. Es Sofía Loren en el Mío Cid. Igualita. O a la Reina de Holanda que salía en los Noticiosos, ¿se acuerdan?".

La mitad de la verdad



Al canaya le dicen "fiebre porcina" porque quiere estar cerca de la A, alarga el Negrazón Julio de la barra del boliche "Los primos", cerca de la cañada. Es lo único sin humedad en este sitio que la exhuda a mares. Afuera un sol gigante. Barrio Alberdi, énclave pirata pero a salvo. Dentro una foto de Ludueña y su camiseta rayada de Talleres me garantiza inmunidad diplomática en tierras adversas. He llegado a la Docta para refugiarme con mi acreditación extraviada. Cavilando ante la pesadumbre de no poder entrar a la cancha había barajado algunas posibilidades de verlo:

a) En un bar de muchachones con camisetas celestes, con piezas dentarias endebles posiblemente, refugiados de varias muertes, tatuajes rancios y ánimo de asesinato. Suicida.

b) En un hotel 5 estrellas. Alquilar una suite por ese día e hipotecarme por el resto del año. Costoso.

c) Casa de algún amigo que es de Belgrano de esos que "a mi el fútbol me da lo mismo". En cuanto empieze a interrumpir y a hablarme de Fito o de la revolución cultural o del golpe en Honduras, puedo optar por irme o echarlo de su casa. Molesto.

d) En la Terminal que es un sitio neutro pero el kilombo es mayúsculo y el tornillo que se filtra da que pensar en un mal augurio de la lepra. Incómodo.

e) Vestirme adecuadamente la noche anterior, asistir a un centro danzante y levantar una dama de buen pasar o que al menos tenga cable y luego de una sesión amatoria distraída, convencerla que debo quedarme en su cama hasta que empieze el match. Luego del otro, claro, donde para mantener la honra y el lugar en el lecho lograr un gol válido. Incierto.

f) Disfrazarme de policía estudiar por google el uniforme cordobés y apelando a mi cara de milico entrar de queruza. Una vez allí, temería me ordenen reprimir o yo no poder reprimir el gol de Central. Surrealista.

Nota de Promoción, me sugirieron en la redacción. Cobranos más barata la nota. Ja, dije, con el alcohol que vengo tomando debido a la gripe yo lo uso hace días pero por dentro no voy a permitir regateos. Necesito cash para las barreras epidemiológicas, retruqué. Rememorando la charla. Pedí el septimo coñac en la barra de este bolichón que lo expende desde una garrafa a 5 mangos. Aflojale al chupi que la mezcla hace mal, advierte el Negrazón. Ha descubierto tabletas energizantes, clonzepan en panes, efedrina recetada junto a una estampa de la Rosa Mística, Kempes cabeceando a la red y un folleto sobre "Budismo zen y su sistema de liberación del sufrimiento".

Mirá le digo extendiendole una servilleta, te armé el equipo de los sueños, del amor: Noce pronúnciese Noche en italiano , Mesa, Messera, Flores, Blanco, Gamboa, Bustos, Orte, Camino, Alfaro y Mas. Le gustó, rió y me obsequió con algo misterioso salido de la cuba de plástico que guarda bajo el mostrador. Es "el mezcladito" la bebida oficial cordobesa de las bailantas : lo que va sobrando sobre la barra de madera se exprime con un trapo moderadamente limpio y cae sobre un receptáculo para luego ser expendido más barato.

Aguante Taiere, alarga mientras sintoniza la previa. Bebo para olvidar. Y por el azar, entro a la cancha, zona de césped. ¡Comegatos! aúllan los piratas. El cuarto árbitro me susurra no grite los goles, luego del zapatazo astral de Méndez. Ya en el atardecer, tras el medio litro de café por los brindis exagerados, recorro Barrio Alberdi para despejarme. La mitad de la verdad ya ha sido dicha. Ahora falta la otra. En mi caso, la otra mitad de la botella gigante de alcohol que nos está aguardando en el Gigante.

Los bailarines nunca mueren



Se deben haber puesto mustias las baldosas del patio donde bailaban; deben habérsele opacado sus cabecitas impresas a las ranas de estucado sobre las paredes del pasillo en donde se apoyaban, fatigados de practicar los tangos la pareja de los Cartuchianni. El, alto con forma de trombón, pecho corto, panza alta, perfil de águila engordada pero con unos pies diminutos de príncipe. Ella una señora imperial pero humilde, como una cortesana de vestido a lunares que nos otorgara la plenitid de verla moverse en la danza, hasta los límites insuperables de su falda que en revoleo de caracol nos dejaba de asombro con sus piernas hasta el límite mismo de las ligas. Ellos bailaban no sólo en fiestas del club o en los danzantes vespertinos o en las tablados para algún San Fermín, sino en la horas crepitantes del calor, bajo la glicina ensombrecida artificialmente con unas lonas de tinte verde que hacían del patio una atmósfera irreal. Allí los Cartucchianni nos dejaban jugar un cabeza a cabeza mientras dormían la siesta. Sólo nos pedían que no hagamos mucho ruido, que cuidáramos no escape su pichicho y que al servirnos limón helado no derramáramos el jugo en la pista de baile. Entrábamos libremente: no había cancel ni cerradura. Un mastín buenazo y ciego nos recibía junto a una salchicha cachorro. Luego, alguno de los dos nos saludaba como si les lleváramos hasta su hogar la felicidad envasada en nuestros cuerpitos de lauchas medradoras. No tenían hijos y nosotros al advertir esa faltante y nuestros beneficios se la llenábamos con creces, prodigándonos en ser buenos, honestos: un halo de lucecitas latía bajo nuestras costillas. Ausencia de odio, plenitud, admiración por el mundo de los artistas. ¿Que eran ellos sino artistas que vivían de lo suyo y ensayaban mientras nos dejaban vagar por su casa como si fuésemos sus retoños? En el reino de velos suaves, olor a azahares, bailes y morbidez de sólido amor inmigrante nos estaban enseñando que en la vida no todo era disgustos y dejar hacer, dejarse llevar por la corriente. Eran libres y nos dejaban serlo también. Los Cartuchianni recibían muchos premios y cuando no estaban practicando se encontraban viajando. Ganaban dinero y hasta nos compraron las primeras camisetas que encontramos abiertas bajo la enramada, sobre la mesa del costado, con pasta frola y limonada dulce. Dios, hoy me parece evocar un fantasma aéreo y liviano, como si aquella postal no hubiese existido jamás de los jamases y fuese un decorado cuadro de acuarelas con los saltos de Peter Pan, en vez de los maravillas de aquellos cuatro pies, lejos de Disney y las figuras de televisión. Eran nuestros miembros de púberes chuecos que amaban aquella distancia certera entre los dioses y nosotros y que amábamos hasta dar la sangre por aquella pareja que eran el polvillo rojo acumulado bajo los aleros, los gorriones al sacudirse luego de la lluvia, el olor de la fábrica, los esquineros amorosos, el aroma a invierno, el tufo oloroso y ancestral que evocaba la tardecita dorada en la llegada del verano y que culminaba con algún baile allí, en esa casa encantada de teatro y magia pura.

La noticia precedió a la muerte de uno de los hermanos Gálvez, los corredores. "Encontraron la muerte a la altura de Bragado". Y seguía el locutor con lo de los bailarines más famosos que habían alcanzando fama y fortuna en la lejana Europa y no sé que más. Mi madre se acercó por detrás: olía a spray y adiviné su belleza de labios rojos sin verla. En ese instante de negrura, con el batón nuevo y su mano áspera secándome el llanto sin mirarme, parada detrás como otra deidad, sólo extendió su otra mano libre y apagó la radio. Dormí después lo que creí semanas, y al juntarnos en la esquina con los pibes, sin avisarnos, allí estábamos todos, demudados, huérfanos. Apoyados en el cantero, a metros de la casa cerrada de los Cartuchianni, esperábamos vaya a saberse que milagro bajo la luna enorme crecida de pena sobre la glicina que olía más fuerte esa noche.

Mi madre, sin decir palabra alguna, nos llevó a todos a la heladería y calló caminando muy seria detrás nuestro como una niñita. Había entendido y llevaba un cintita rosa y otra oscura luto en su manga floreada.

¡Eh ¿que pasa que traen esas caras?, nos recibió mi padre en la puerta, ajeno a las impiadosas manos del mundo y a la delicadeza del instante. Más tarde, enterado, se puso su saco azul y nos arrió a todos los chicos por vez primera a la milonga del club, donde en compañía de sus amigos campeones en mujeres y copas, nos fueron enseñando los primeros pasos de baile, aquellos que no se olvidan por siempre jamás.

Conde y la ideologia perruna



El asunto lo descubrió Conde, el observador. Recordarlo hoy, que quien suscribe cree administrar poderes mediúmnicos de alumbrar el alma humana narrando y se avergüenza de solo pensar que aquel lo sabía todo es algo ineficaz. Se lamenta de cotejar en qué fatalidad, en qué redondel del mundo se habrá escondido el pibe que nombro al comienzo. Pero este relato no va hablar de él en extenso. No alcanzaría. Apenas de una breve anécdota que lo pinta íntegro. Solo comprobar que en un pliegue de mi memoria desvencijada ha aparecido este oteador de detalles, superior a muchos, solo que, como sucede en los malos teleteatros y en la vida misma, los mejores ni siquiera acompañan, solo desaparecen.

Era Conde un tipo flacucho de mentón salido, aindiado, de ojos grises, bonito y viril de algún modo, feminoide de otro. Ambas cosas combinadas derivaban hacia una recia figura de metedor de mediocampo, prolijidad en la vestimenta y misterio alrededor de su habitat y familia. Solo aparecía, jugaba, dejaba sus enseñanzas de zorro fino, lustroso y bien oliente para luego irse hacia vaya a saberse qué escondida madriguera que, por su ropa y modales habría de ser acomodada sin duda. El nos enseñó aquello de la regla femenina y de los humores cambiantes y que no era conveniente desoir los tambores de la prudencia.

-Las mujeres son por esos días como escorpiones, graficaba en la arena de la plaza.

Luego, que el cigarrillo sin filtro era más sano. El filtro es sintético y trae cáncer, agregaba doctoral echando el humo.

Los gorditos sudan igual que los flacos, pero parecen que huelen peor porque la gente dice que son feos. Las maestras sin hijos son más fáciles de controlar. Es mejor hacerse el turro con nuestras madres y luego sacarles lo que querramos haciéndonos la víctima. Cuando nuestros padres discuten hay que oir sin ser visto: uno se entera que preparan contra uno si fuese el caso. La pija se para no cuando tenemos ganas de cojer: a veces es por gusto a la vida nomás. El que tiene una hermana mejor que vigilarla es descubrirle donde guarda la llave de su diario íntimo. Puto es el que no parece, no el que anda vestido de rosa. Los curas son mantenidos que las viejas alimentan: llevan una vida escondida de lujos. Hay que mentir en confesión, total Dios no está para ocuparse de nosotros. Somos pibes, somos inocentes.

Y así. Derramaba de su copa palabras variadas y múltiples eran sus formas de argumentar. Se enojaba, persuadía y mediaba. No era mayor, pero lo parecía. La tarde de los bolsos y los perros la recuerdo nítida. Estaba Toledo abstraído con la remera sudada y el frío se le estaba cristalizando en los alvéolos.

Tapate, che, que estás a cinco minutos de la neumonía y a escupir sangre, alargó Conde sentado sobre la pelota. Toledo miraba tras él y como siempre que estaba a punto de inquirir se llevó el dedo a su barbilla cortajeada.

Cosa rara con los perros, a algunos les ladran y a otros no. Mirá al Chito. Allí estaba el negro can tras el enrejado suelto de a ratos por una puertita que oficiaba de visillo a voluntad. Todos giramos la cabeza.

Comentario boludo, argumento López que estaba desglosando el tema de unas tetas prodigiosas que decía haber visto por aquella ventana. Todos asintieron, uno chifló. Conde miró a Toledo, luego, en un giro magistral sobre su eje y sobre la pelota quedó enfrentado a todos para proclamar: Tiene razón el amigo, buena observación. Los perros solo ladran a algunos. Lo interrumpí, esta me la sabía. Es por el olor que largamos si les tenemos miedo. Era cosa sabida. Conde asintio. Además, corrigió, hay otra cosa. Los perros son unos reverendos hijos de puta: les ladran más a los pobres que a los ricos. Y ni hablar si el que pasa lleva un bolsito al hombro, un obrero por ejemplo "quiere comérselo". Nos quedamos quietos. Pensando. López susurró el tema de los pechos pero la manada estaba en otra cosa. Por dentro una lucecita creciendo a fogonazos me indicaba que aquello era una verdad transparente. Hagan la prueba, pasen frente al Chito bolso al hombro, renguenado o mal vestidos y se los culea. Pasen con ropa limpia, silbando, sin nada en los hombros y les mueve la cola.Bueno, me tengo que ir y como un diablo desapareció en la noche, taqueando la pelota elegantemente.

Toledo, rozado por el enigma señaló al Chito y solo argumentó por lo bajo.

Los perros son todos antiperonistas

La señora Teturcomio


La Teturcomio vive en una casa angular de madera justo en la ochava que reparte las calles Lavalle y cortada Zavalla. Su nombre un prodigio gramatical, mezcla de tetas, Tutankamón y manicomio que le ha puesto Carlos. En esa casa se escucha a los Wawancó y por sobre ellos los gritos destemplados del marido, mientras ella canta y vuelve a cantar. Hay ruidos de muebles rotos y llantos de criatura, pero la Sra. Teturcomio canta y canta sobre todo aquello. Ella es alta, bastante fea, de labios rojos y con unas soberbias tetas que adelantaban su figura como un mascarón de proa. Tiene una hijita rubia, primorosa y un marido colorado con aires de golpeador que no se da con nadie.

Ella, por el contrario, saluda a todos pero nadie la considera su amiga. Le desconfían las vecinas por semejante busto que exhibe sin remilgo alguno. Y porque además, sonríe siempre y usa talles pequeños, pantalones de lycra ajustados, aros a lo gitana, zapatos finitos de taco. Salen los tres los domingos en esos autitos que se abren por adelante. El, cara de perro enjaulado, la pibita con sus rizos y su cara odiosa como la del papá, ella en cambio, hace un gestito móvil como una actriz italiana a una cámara que al parecer somos nosotros solos. Nunca habíamos visto amabilidad tan inmensa. Paradójicamente ninguno se propasa, sólo en el límite de comentar sus enormes atributos.

Nos confesamos incluso que a la hora de evocarla en nuestros gimnásticos empeños masturbatorios ella ni se aparece en las visiones. Hoy la vimos pasar, sostenida con esfuerzo sobre sus tacos agujas y sus pendulares lavarropas cárnicos que vaya a saberse porque milagro sostienen su corpiño. La miramos detenidamente porque estamos aburridos: Nuestras madres están lejos en sus telenovelas o cosiendo o alguna laborando fuera; nuestros padres en talleres de azufre y es la hora maldita donde no sucede nada y no hay ganas de correr, ni saltar, ni hacer al mal o el bien o la nada. Un desierto absoluto de vaciedad nos retiene bajo los plátanos que empiezan a tornarse grises. Ni siquiera la silueta del pintor, el puto, nos causa gracia. Allí pasa, prolijo hacia los arrabales misteriosos a pintar cuadros con un sol detrás. Ni tenemos ganas de tirarle venenitios a la pichicha de los Nogales, esa gente de mal vivir que nos azuza con su perra para pretender comernos al culo a mordiscones. Sólo la Teturcomio y su andar portentoso pero ridículo es la vida plena, encaramada en sus bermellones, en sus carnes levemente excedidas, en su desvergüenza que se nos antoja alegría. Pasa como un camello calzado sobre zapatitos de charol. Ninguno se burla; la admiramos, es una perla malpintada pero que sobresalte en esta medianía de calles chatas y fábricas tristonas llamando con su pito al amanecer.

Ella es la confirmación de que todavía se puede ser distinto: Ella lo es, pero no podemos aún decirlo, no tenemos voz, sólo anhelos y presentimientos. Un verano tornasolado y blanco por la noches nos las descubre en otro andarivel: La vemos encaramada en la Carroza de los Peces, una que pasa por la calle Mendoza, allí agarrada al palo mayor, tirando papel picado, el busto bamboleante y con brillitos. Se comenta su actividad; está mal vista.

Ya no es una nena, dicen las comadres. El le pega, dicen otras. La cuestión es que la comparsa la erigue arriba en lo alto, envuelta en una boa platinada, sonriente con su boca triangular y cola de pescado. Atrás, con la misma cara de perro va el autito del fulano del marido y su niñita perra al lado, ambos con cara de ojete, custodiándola. Luego, no la vemos más. La casa, que antes desparramaba música y desde donde ella devolvía la pelota con un gesto de faraona se tapió. Nadie ve al tipo y la nena dicen ha ido a parar de pupila. La Sra. Teturcomio acrecienta el prodigio de leyenda: Ha huído con el chofer engrasadao del semieje que llevaba la carroza, un ex domador de leones cuadrado como un portón. A nosotros nos queda el recuerdo alucinatorio de sus tetas moviéndose allá en la altura, su santidad indeleble pese a las habladurías y el saber que una señora, una madre, más allá que posea una delantera enorme también puede, si así lo quisiera, abandonar el nido, rajarse con otro. Algo que nuestras madres nunca harían porque no saben, no han aprendido y pretenden ser felices con lo que la vida les derramó encima.

Y allí andará, meditamos, sentados al cordón de la vereda por otro barrio, con otra identidad, viviendo tal vez en una casita junto al taller del mecánico en un patio con flores exóticas y leones amaestrados, siempre en corpiños que estimamos deben ser rojos, como sus labios, como la felicidad que infaliblemenbte buscó y obtuvo con la fuga.

Los Hermanos Fracassi


Son de Zeballos de la vuelta, cerca de la mercería enorme que se alza como una torreta, en un pasillo de cal amarilla, al fondo, entre el kiosquito y la casa del pianista. Son de lejos pero viven a la vuelta: pueden ser de las estepas, pueden ser hurones, pueden ser fetos vivientes, egipcios mal terminados, adultos sin edad, momias condenadas a vagar en este valle de barrio, enfermos de tuberculosis que zafaron. Son los Hermanos Fracassi. El, más alto, domina la escena siempre andando un paso adelante. Ella, detrás, parecería hacer lo imposible por alcanzarlo, siempre fea y entrazada como una indigente y esa mirada perdida en el horizonte, entre imbécil y desairada. Se llaman Salvador y Victoria y no registran padres a la vista ni familia. El mira las baldozas, como avergonzado de algo y pita y pita como si el cigarrillo le estuviera creciendo de algún lado de sus entrañas de pajarraco. Pasan, nos dejan un halo de incertidumbre y vago temor. Son los hermanos Fracasados, Los Fracassi, los que viven al fondo de los confines de la Tierra. De allí emergen y cruzan la pampa árida del invierno en Echesortu vaya a saberse para donde. No nos interesaría tanto si no nos hubiésemos enterado que él, según se cuenta, fabrica pelotas. Así como suena: un auténtico pelotudo, al decir de Antonioni. O mejor dicho, trabaja en una fábrica de pelotas, allá tras Avellaneda. Por tanto, el trabajo intrigante de por sí nos llena de interés y curiosidad: él resulta ser poseedor de la llave de acceso a todos los vientos de gloria, la economía de nunca más tener que invertir en una, los dedos mágicos que por sus manos de enterrador pasen diariamente círculos, esferas perfectas de bonanza sin él advertirlo siquiera. Un día lo llamamos, le cortamos el paso. Se sobresalta como el caballo del verdulero cuando se le interpone una sombra. ¿Vos sos el pelotero? No se le ocurre a Toledo otra frase como para arrancar. El la mira a ella, parecen angustiarse y prosiguen. Toledo le tira del saco gris de franela ¡Eh flaco! ¿Vos trabajás haciendo pelotas? Danos una, ¡por favor! Se extralilimita. ¡No somos nadie, no tenemos ninguna familia! y hace que gimotea en eso que le sale tan bien. Algunos lo felicitan, a mí me avergüenza. Los hermanos Fracassi prosiguen hasta doblar por Lavalle. Una sombra de duelo, abulia y ropa triste se abate tras su paso. Luego, la anécdota queda postergada y se olvidará rápidamente. Con el paso de los días guardamos otras: el chirrido de un filamento y la posterior caída del farol de Montevideo; un accidentado en moto en la otra ochava con derramamiento de sesos que yacen impregnados en el frontón; el olor de las glicinas extintas que acumuladas parecen aromas de velorios; los altos pajaritos migratorios que empiezan a poblar las cercanías de Solano; mi primer aplazo festejado como la caída de Roma y mi ignominia posterior de ser convocado para un acto bailoteando una canción de la Walsh. A Sastre se le cayó un diente y su papá es dentista por tanto imaginamos extrayéndolos del pozo donde van a parar todos los nuestros; Dieguito sorprendió a su mami desnuda y le gustó y a nosotros más aún cuando lo contó, el sodero se hizo comunista y a mi papá parece que lo echaron del ferrocarril. Los días son una acumulación venturosa de frases pero no sucede nada. Hasta una tarde. De esas en que el sol está violeta y se pone rojo a la par de la luna y en un momento no se distingue más nada. Luego la luz alta del primer mercurio lo emparda todo y parpadeamos de gozo como conejos y leve angustia ante el hecho: es hora de regresar a nuestras respectivas cavernas. Viene Toledo. Trae una pelota nueva bajo el brazo. Se sienta en el cordón, escupe sobre ella bendiciéndola. Habla. Me la dio el flaco de los Hermanos Fracasados. Venía de hacer un mandado y me llama de su pasillo. Cuando llego sostiene con una mano al perrazo que me quería comer y que le estaba asomando el hocico por entre las piernas y con la otra me da esta. La hacemos girar a la luz eléctrica: no es gran cosa, pertenece a la de los humildes, es finita, casi transparente pero apreciamos el gesto. Resultó un grande el tipo, deduce José. Hay adultos buenos, completo yo en resabios de cuento edificante.

Al otro día María, la costurera que cose para la mercería de los judíos nos viene con la novedad que esa pelota amarilla que tenemos la estaba comprando el Flaco justo cuando ella estaba haciendo la entrega. No trabaja en fábrica de pelotas alguna, limpia el pabellón del hospital y a veces se queda dentro postrado unos días por algo en los pulmones.

¿Pero como?, nos preguntamos.

Porque hay gente buena, alargo yo cerrando el cuento. En esos días todos volvemos a creer un poco más en esta humanidad podrida con la que nos tocó rozarnos.

Y ello nos conmueve, esa mísera proporción de luz nos absorbe la pena.

De allí en más habrán de ser Los Hermanos Valientes. Desaparecen. Al tiempo solo ella pasa caminando.No nos atrevemos a decirle nada. Salvador se ha muerto de tuberculosis y lo velan angelitos que imaginamos parecidos a nosotros.

Aventuras nocturnas del Doctor Merengue



Al quinielero lo había bautizado Dr.Merengue como el personaje de Divito; un tanto por su parecido y otro poco por ironía pues el tipo era ya una fotocopia en ruinas, un mal dibujo entrazado sobre una hoja sucia comparado con el pechudo y elegante personaje de la revista. Pero el mote avanzó hasta instalarse y allí quedó, dentro de su plexo hundido, sus cachetes grises y sus lindos pares de zapatos siempre lustrosos. Vivía casa de por medio y era una luz con los números. Algunos decían que podía acordarse de las redoblonas salidas diez años atrás y hasta lo aparecido a segunda. La virilidad compuesta de los buenos ciudadanos lo miraban andar con el desdén de ciudadanos satisfechos porque ellos sí trabajaban y no eran vagos. En el fondo lo envidiaban, hubiesen querido estarse como él, al sol, fumando uno tras otro, la nariz de delfín en punta, camisa blanca encomendando algún pedido gomina o Cliftons a cualquier pibe por una moneda.

Poco había de interesante en él: Estaba mirando siempre otra cosa, abstraído con su cara poceada, sin saludar, mirando el suelo cuando pasaba por una esquina. A nosotros nos bastaba porque dejaba jugar en su vereda y el frontón de su cocina nos servía de arco, con la rebarba irregular de una símil columna griega que un albañil trasnochado había pretendido eregir. A veces, presintiendo la llegada de la policía nos llamaba de un chiflido y nos daba a cada uno un rolllito de papel con infinitas cifras para que cada uno la tuviera por si caían los de azul. A veces lo sorprendíamos y el hacía un gesto de silencio poniéndolos en un hueco del árbol más cercano o en el reborde de una tapa de luz. Nadie tocaba aquello pues provenía de un duende protector del fútbol que nos prestaba su pared a pesar de los manchones.

Todo era normal, previsible, el Dr. Merengue jugando a los bandidos con la cana, nosotros sus escuderos. Pero un día un anochecer de verano precisamente-, con una luna enorme detrás del mundo y los bichitos de la luz girando alrededor del faro, fue cuando empezó aquello. Allí estaba el Dr.Merengue ¿era él? Dudamos. Sí, es flaco, es él arriba del techo de su cocina de chapa, encaramado como para saltar pero en un postura de quietud cómica y algo oscuro rebatiendo por detrás. Fue un instante y luego desapareció en la terraza. Luego las noches trajeron susurros en el viento y se empezó a hablar del quinielero ya convertido en un sólido rumor: Andaba en la noches blancas del verano, sobre los techos con una gran capa brillante y negra en un remedo de vampiro.

No puede ser él, replicaba Toledo que no lo había visto. Fuimos esa noche como a un safari a espiarlo asomarse entre las almenas de cemento y los enanitos de jardín puestos sobre el vértigo de la altura. Allí estaba. Se movía tras un breve cortinado de cables que le cortaban con rayitas la camisa blanca: Detrás, como un vestido de novia mortuorio la capa negra. ¿Viste: viste? Lo codeamos anhelantes a Toledo ¿Y? ¿era o no era él? ¿eh?.Toledo se mordía el labio superior como no encontrando respuesta.

Unos vecinos se asomaron entre risas; ya el vampiro colosal de los bordes ni asustaba siquiera. La mofa lo invadía todo y hablaban de un Bela Lugosi inofensivo que andaba espiando ventanas. Un Dr. Merengue averiado, sin nada de étereo a no ser su flacura de tuberculoso, su locura carnavalesca, su manso terror nocturno que la calle festejaba. Al día siguiente lo vimos fumando, oteando al horizonte con un rollito encanutado entre sus uñas largas como marfiles. Toledo dió un salto. !Ya está. Ya está! !No se hace el vampiro..es otra cosa! Y justo en ese momento el Dr. Merengue se acercó a darnos por lo bajo unos rollitos. Escuéndanlos, escuéndanlos de la yuta, hermanitos. Toledo se le paró, le llegaba a la panza esquelética. Le apuntó con el dedo. Usted no es vampiro, !Ud es el Zorro! ¿Cómo es que anda a la luz del sol y no se seca, eh?. Lo que sucedió luego configuró leyendas y relatos varios pero doy fe que el quinielero lo miró como si un rayo precioso lo hubiese rozado. Lo abrazó y nos miraba a todos sin mirar Este es, este es el único que se dió cuenta y descubrió mi misterio. Ah..inteligente muchacho. -Tomá...tomá y le vació en las manos un montón de billetes de todos los colores. Hubo un revuelo. Solo Toledo no rapiñó nada asombrado como estaba. Luego se sucedieron días y noches iguales, ya no salió más al techo nuestro vampiro ficticio. Dicen que enfermó de los pulmones o enloqueció. O ambas cosas. Una ambulancia blanca con faros puntudos como una nave espacial lo cargó un día, atadito en la camilla y juro que chistó a Toledo y le pidió que además de resguardar su secreto le jugara a primera el número impreso del tubo de oxígeno que lo acompañaba en su viaje rumbo al hospital de los Aventureros

La victoria de Alfredito


Sucedió en el Laguito, ese charco inerte, simulación de mar, con verdines de musgo, patos y algún pescado sucio rondando abajo; mientras remábamos y el aire era oloroso a sudor primero, cigarrillo fumado en cubierta como marineros que no debían salpicarse demasiado pues el uniforme estragado por las manchas habría de delatar la condición de prófugos. Eran tres lanchas cargadas de pibes chupineros. En la mía estaba Alfredo, Alfredito Soria y su cuerpo endeble y sus ganas de mear. Pidió entre risas y la canoa se bamboleó. El que guiaba pareció no escuchar. La única forma era arrimarse a la islita del centro, pero a Alfredito nadie le daba bola. Ví su cara, conocía su pavor al agua y sus orines que escapaban rápidamente si no encontraban un continente.

Sabía que los guerreros que manejaban al galeón no le iban a dar un cuarto de bola. Meá ahí, por el costado. Alfredito hizo una mueca: Para él aquello era una hazaña, lo intentó hasta que el demonio que timoneaba chistó y tuvo la bohomía falsa de acercar la canoa extendiendo un remo para que Alfredito se apoyara y ya en tierra firme pudiera desaguar. Pero cuando ya estuvo empezó a volverse y Alfredito entendiendo la maniobra de abandonar al náufrago saltando como pudo hacia la canoa pero en ese gesto aéreo y desopilante fue cuando se meó íntegro.

Al día siguiente pasaría lo que debía pasar. Me sucedió a mi cuando me castigó fiero el Chino y pedí ayuda refugiándome en la pizzería. Me tildaron de cagón. Le pasó al Daniel cuando su mamá, peluquera aprendiz tuvo un mal día con las tijeras y lo desgració pelándolo. Todo el colegio lo recibió burlándose. Y ahora, claro esperaban a Alfredito. Fue recibido en el recreo largo al grito de "!meón, meón!" y allí las damas se enteraron de todo y allí Alfredito fue muerto, crucificado y elevado a un cielo de Orines, Verguenza y Peste de donde no pudo volver por semanas. Yo miré para otro lado: Conocía el sesgo y contra la multitud encarnizada nada puede hacerse más que dejarse morir.

Alfredito estaba rojo e invariablemente y para dicha absoluta de todos volvió a mearse, esta vez en unos jeans que traía, blancos, nuevecitos, infamantes. Luego se sucedieron lluvias menudas, crispaciones heladas del cielo, olor a pintura hasta que con el sol renació la guerra: Fue en otro recreo largo donde la turba exaltada armó un círculo alrededor de la contienda. Me acerqué. Era Alfredito explotando y recibiendo a lo pavote mientras volaban sus lentes, su corbatín y la sangre le manaba por toda la cara. Entonces el milagro: Un cortito espúreo, mal sacado rozó la mandíbula del grandote, un tal Gerónimo que era el que lo estaba castigando y todos vimos como una magia fenomenal volar por el aire el diente del tipo de sexto. Entonces Alfredito, hecho un guiñapo lo empujó contra el macetón donde el Gerónimo ya no se levantó hasta que como en el boxeo sonó la campana. Paradójicamente el primer auxiliado no fue el grandote, sino Alfredito, la cara escurridiza de por sí, se había vuelto un mazacote espantoso de manchas oscuras. Levantaba los brazos mientras lo llevaban como a un comatoso hacia el aula. Se miraba la entrepierna y gritaba con su vocecita de roedor. !No me meé!, !putos!, !no me meé!, mientras a chorrros la sangre lo seguía sin mezclarse ni en una sola gota con el orín que no estaba.

Gerónimo, íntegro pero sin su diente lo quería perseguir para destruirlo y enmendar el equívoco de haber caído, pero entre todos lo maniatamos. Perdiste, le dije al oído. !Qué voy a perder, tenía el diente flojo del dentista, por eso!, !déjenme, déjenme que lo sacudo!, más no lo dejamos. Saboreamos la victoria de Alfredito como propia porque nadie se le había atrevido a Gerónimo nunca y porque en el fondo, todos le temíamos igual que a la tenebrosa islita donde quisimos dejar abandonado a Alfredito y él no solamente no escondió el terror sino que aguantó y esperó por el desempate.Pero la historia que suele ser escrita con mano injusta, lo inscribió para siempre como Alfredito, El Meón.

Fuente: Pagina 12