Ya está a la venta la novela de Adrián Abonizio "Tristes Lobizones"


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Té con Cobos

En aquel tiempo no tan lejano en que se reunió el Campo con el Gobierno a los fines de limar asperezas se pensó traer una amoladora de titanio de la Nasa una amiga que tengo en el Gobierno me susurró que el edecán, quien goza de un alto sentido del humor había dicho: ¿Julito Cobos no vino?. Enseguida Cristina viajó al acto de mando de Lugo en el Paraguay y fue el mismo funcionario quien sugirió empacar el sillón de Rivadavia en el avión por las dudas alguien se lo quedara. Repitió la idea cuando Cristina viajó a China. Pasaron meses, declaraciones, y la cara de tujes apretado del vice lloroso apareciendo hasta en las propagandas de yogurt porque nadie lo invitaba a ningún ágape, asado criollo o partido de metegol. Menos aún para el velorio de Néstor.
Entonces la Primera Dama, a instancias del Jefe de Gabinete, quien movía el bigotazo con denuedo, anunció que se haría un "huequito" para poder atender al disidente que estaba ya arribando a Casa de Gobierno como un novio solícito. Un impermeable desusadamente grande le empequeñecía su magro cuerpo al descender del coche.
¿Chaleco anti balas tal vez?, le espetó un guardaespaldas. Otro oficial lo palpó amablemente.
Es por si trae otro "NO"-, deslizó feliz con la ocurrencia. Cleto pidió un traductor no presumía un diálogo claro con la presidenta y alguien que le pruebe la bebida. Ambas cosas fueron descartadas con un guiño: Tranquilo, macho, le apostrofó el edecán. Ves mucho Discovery Channel sobre la vida de los romanos.
Luego, por el pasillo le recordó al pasar aquel jugador de River, Poncio de apellido y amablemente lo invitó al toilette por si quería lavarse las manos. Tuvo un viaje largo, se permitió aclararle. Imperturbable Julio admitió la sorna y le firmó un autógrafo a un granadero quien ni lo tocó.
¿Ven? dijo Cobos, con aire de fingida paranoia. Acá me hacen el vacío. Y se rió sonzamente buscando complicidad. Nadie le festejó nada. El mismo edecán le dió un empujoncito leve a la altura de la cintura para que caminara más rápido y la comitiva arribó al salón donde una Cristina hablando por teléfono a la vez que se pintaba las uñas, un Ministro del Interior absorbido en una batalla naval con Nilga Garré fueron la escena que preponderaba. Saludaron sin mirar. Llegó el té. Amable, el Vice dio el pésame e invitó a la Presi a beber primero y como un prestidigitador le ofreció su taza por aquello del envenamiento y otras postales que Cleto consumía asesorado por Lilita Carrió.
"Es el único hombre que me hizo esperar toda una noche", se sorprendió la Presi recordando aquel cuadro lamentable de la 125 y la decisión timorata del presente. "Yo le voy a dar la sección Mantenimiento de Excusados, otra que ingerencia", murmuró por lo bajo para que el Ministro del Interior la oyese. Ja, como si no la hubiese tenido, le contestó Randazzo mientras le cantaba "A 8" a la Ministra de Defensa, que obviamente, se defendía. Averiado, contestó señalando con el mentón al funcionario desempatador. Luego desde unos parlantes se oyeron los acordes de "Solo le pido a Dios" justo en el renglón que dice "si un traidor puede mas que unos cuantos que esos cuantos no lo olviden fácilmente".
Editado, sonaba una vez tras otra. Ay, fíjense que se quedó enganchado, debe estar rayado, soltó Cris a un secretario técnico. Tomada, recién ingresado y de buen humor jugaba con Boudou a las palabras cruzadas.
Persona débil, fácil de olvidar promesas, incompetente y peligrosa. A ver, che ¿cuántas letras? Siete y empieza con trai-contestó el Ministro de Trabajo. Basta chicos, dijo Cris retándolos. !No ven que estoy con gente!. Sí ¿decía usted?, alargó expectante Cleto. Por los altoparlantes se oía "! La vida es una moneda quien la rebusca la tiene!" y "El amor después del amor ".
Cris bostezaba artificialmente, Cobos exigía cambios. Randazzo le señaló que efectivamente estaban haciendo falta una lámpara nueva y el cortinado lateral. El edecán le susurró un chiste. Julio no oyó el remate porque las risotadas de los funcionarios se lo impidieron. Shh, solicitó Cristina, que acá, el caballero tiene algo que decirnos parece. Y el Vice, ilusionado agradeció, sin advertir que a quien se refería ella era a un moreno vestido de gaucho quien entró por detrás guitarra en ristre a pura milonga. ....Delía es De ...De lía, tartamudeó. ¿No estaba fuera de nuestro gobierno?. ¿Nuestro dijo?, se le oyó a Cris. Sí, le contestó un glacial Fernández, pero anima muy bien las reuniones. Un frío de baja presión le corrió por la espalda transpirada al Vice. Besó la medalllita con la cara de San Alfredito De Angelis, santo protector de los Sojeros. El edecán le acercó al oído otro chiste. Entra un tipo a una librería y le pide al empleado Deme el libro "Cómo hacer amigos" pero tráigalo, rápido, !imbécil!". Justo en ese momento arribaron las masitas. La moza tenía un cierto aire a Yiya Murano. El edecán se le adosó de nuevo. Lo palmeó tan sorpresivamente que le hizo escupir el té. Cris le espetó Ay, Julito ¿en su casa no le enseñaron modales?. No tuvo casa, tuvo madriguera entonó el sólido morocho cantor que andaba cerca mientras en la oreja le masticaba con rabia una medialuna. Bueno, va siendo hora de irme, musitó Cobos por lo bajo a la vez que corría la silla para levantarse. Dos ministros estaban a plena pulseada en mangas de camisa festejando el juego, Delia había hecho entrar a la Agrupación Gauchos Descalzos que zapateaban alrededor del mendocino y le tiraban alguna que otra patadita coreográfica, Yiya ofrecía masitas y la Presi, mientras se retocaba la nariz, recibía llamados por sus catorce celulares y ordenaba a sus ministros al grito de !Chicos, saluden que se va la visita!. La empleada gubernamental me narró las últimas postales de aquel encuentro: mientras el mendocino, manchado de té derramado en sus zapatos, salpicado con harina de masitas, sudado de pánico, se retiraba como podía el edecán lo tironeó de la manga asestándole el último chiste. Cobos no le entendió ni quiso oir su final. El funcionario se rascó la cabeza y le comentó a mi espía femenina. Este es un amargo como pocos, deslizando la broma mientras señalaba las espaldas del mendocino y su atropellado éxodo. Llega un hombre a una empresa y le pregunta al portero: Está el jefe? No, se fue a un entierro. ¿Tardará mucho en volver? Supongo que sí, iba en el ataúd.
Afuera garuaba y Cleto se había venido sin paraguas.

Música para la noche


El ciego mira la noche y la puede tocar con su nariz pero decide oprimir las teclas de su acordeón: así llegará más puro y veloz su pensamiento a las estrellas. Lo sabe el bebedor que por un instante ha dejado la botella y dentro de la marea turbia entiende que sucede. Las chatas entran sin hacer demasiado ruido para no romper el paño del dibujo que se está formando: una esquina de ángulo, dos sombras, la luna mal crecida sobre una casita y la música que empieza a caer como si fuese agua deslizándose desde lo alto de una escalera. Hay un enriedo de luz que sorprende al borracho: el trolley que pasa despide constelaciones que parecen chocar con las que ya se estßn asomando y la bocina de un barco se mete en la misma tonalidad de la canción que toca el ciego.

Luego, cuando culmina, ambos bajan la cabeza a la vez, como si el concierto se hubiese dado entre dos y para el planeta entero que es apenas este sur que ya va siendo noche. Estamos en la vereda, bajo un ombú que la ha desfigurado con sus raíces sobresalientes. En el piso, las flores resecas manchan todo. La pelota, ya sin quien la coquetee está en un hueco de tierra del macetón, durmiendo. Arriba, en alguna pieza iluminada suena un piano y el Merceditas, el taxi del viejo Polonio se detiene a la puerta del garaje, como un perro acostumbrado a la cucha. El peluquero tiene colgado fuera un gusano blanquirojo que gira y parece tanto subir como bajar; con las luces, inclinado en ßngulo contra la pared parece que va salirse de su eje en cualquier momento.De pronto se empieza a detener: el dueño ha accionado la perilla de apagado y da comienzo al cierre del negocio. Como en sintonía, alternadamente se escuchan las persianas de los locales que bajan con estrépito de hollín: la panadería, el cerrajero, la zapatería. Es la música de la noche. La del viento que hace estremecer porque recuerda al invierno que ya se ha ido y produce un escozor entre las hojas. Es el altoparlante que debe andar por Montevideo invitando a una función. El ciego llama a alguien, nos llama. ¿Me cambian las chirolas? Y ofrece un tacho forrado en terciopelo que supo ser rojo donde tintinean los centavos. Vamos al kiosco quien recibe el puñado como una ofrenda y a cambio nos alarga dos billetes, azules, gigantescos. Se lo damos. Ni la tentación existe: robarle a un ciego es como matar a un perrito.
Además, lo sabemos, tiene un radar para saber con exactitud cuánto lleva recaudado. El borderó es el puc hero de gallina-, murmura y nos recibe extendiendo la mano. Y se levanta del pilar donde trabaja, silbando empecinado la misma melodía desde siempre. El canto de las sirenas-, dice, enigmático. Y se va; no tiene más que hacer media cuadra para adentrarse en el pasillo, junto a la columna, donde vive su noche eterna junto a su hija, la señorita que enseña piano. Ella debió ser la que se anunció hace un rato tocando, tal vez como una llamada para el padre avisándole que ya es tarde o que está la lista la comida. Llegan las criaturas de la noche: unos destemplados grillos empiezan a hablar desde la espesura y en el aire ya se oyen los siseos cortitos de los murciélagos. Hay un momento, sin embargo, en que no se oye nada, todo penetra en un gran y hondo pozo y si se aguza el oído se pueden escuchar las llaves en las cerraduras del que regresa después del yugo. Es como un juego de mareas; llega de pronto una, poderosa y reemplaza la sumisa para sumergir al aire de audiciones, luego, la calma expectante por donde sobresalen los aleteos de los pajaritos que vuelven a dormir en las alturas, alguna persiana descorriéndose, el grito de un madre llamando al hijo. La música de la noche. No la llamamos así. Le decimos "Eso" o "esto" y todos sabemos de que estamos hablando, creyendo que nadie en el barrio, en el mundo entero se ha percatado de los vaivenes de los sonidos que en si mismo forman una oleada poderosa, sumisa de a ratos, salvaje en otros, imperfecta e impredecible. Y debe ser así: estamos solos en la batiente semioscuridad como pacíficos guerreros luego de la batalla, descansando de una nada que nos ha fatigado porque sabemos que mañana y el otro y el otro día todo será igual o parecido y que la orquesta seguirá tocando bajo la rueda de la luna o la humedad que provenga del cielo. Es lo que reina sobre nuestras cabezas, vuela alrededor nuestro lo que nos maravilla y envuelve y nos trama una dulce fatiga que nos hace disolver a cada uno por su lado, afinando y desafinando con el ruido de nuestros pasos.

El rey del gimnasio

Mocho era el fantasma del gimnasio, coronado a fuerza de transpiración y fama. Que hubo un día que estuvo veinte horas haciendo ejercicios parando solo a mear y tomarse una jarra de cinco litros de limonada con cubitos. Que se cargó una máquina de mezcla hasta un tercer piso. Que hacía pesas levantando sobre su cabeza rijoza el metegol. Que levantaba los Dauphine con una sola mano. Que había matado a cabezazos a un capataz de obraje. Que tenía un pacto con el demonio. Mocho era negro como el paladar de los perros de la calle y ostentaba como ellos origen incierto. Eso era antes. Lo cierto que Mocho venía de las selvas, derribando bosques, quitándole la respiración a los yacarés, asfixiando las anacondas. Mocho era bueno, desdentado y ahora ya estaba viejo. Mocho había alimentado a los leones en su jaula y trabajado en un circo de forzudo. Mocho había perdido su corona provincial de medianos a manos de otro negro hambreado como él, allá en Manaos, en el Amazonas, sobre un ring al rayo del sol. Lo habían puesto en un recuadrito del Gráfico hace muchos años, cuando decir Mocho era síntoma de miedo, respeto y admiración, tres cosas que la muchachada de hoy no comprende, ignora todo de él, que está viejo y anda con un trapeador y un balde oxidado limpiando las sudaderas del piso del gimnasio y hablando solo y bajito para no molestar a los forzudos en sus rutinas. Mocho, cuando no trabaja, descansa en su piecita del fondo, junto al excusado y oye la radio, preferentemente los radioteatros, de esos con música de truenos, gritos de pelea y guiones desorbitados. Mocho es una sombra negra de su cuerpo negro lampiño. Mocho cuelga su módica ropa a secar en los fondos donde cuenta con dos gallinas que les dan huevos y un gallo pisador que, como él, sobrelleva un pasado de luchador fornido, pero ahora se está al sol, cabeceando de vejez, sin ánimo para conquistar a novia alguna, esperando pasen los días y poder irse sin dolor, definitivamente. El mismo gallo que duerme con él, a los pies de la cama, porque se sabe, Mocho tiene miedo que se le muera de frío o se deje comer por algún gato maléfico; tan cansado y sin poder defenderse lo nota. Mocho sirvió a las ordenes de los comerciantes del barrio. Lo pusieron de rey Momo, de Melchor y hasta de Cristo en una crucifixión para Semana Santa que organizara el cura. Mocho era una novedad porque era negro y fuerte como una piedra negra, pero al andar los siglos fue debilitándose su efecto y terminó en el gimnasio como gerente de limpieza, como se lo designaba. El resto es sabido. Que Mocho empezara a mostrar otro arte oculto: cosía ropa y bordaba como la mejor de las modistas especializadas en ropa de confección. Así que tras alcanzarle la máquina en préstamo empezó a coser para afuera batitas, ropa de interlock con florcitas, pañuelos con el nombre y hasta camisetas enteras de cuadros del barrio. No daba abasto. Trabajaba de mañana, delante de su cubil, bajo una escuálida parra en las horas en que el gimnasio estaba cerrado porque abría recién a la tarde. Era un gimnasio para hombres, de esos que trabajaban en cualquier cosa y venían antes de caer el sol para pegarle a las bolsas y descargarse allí de ser ellos mismos bolsas humanas. A nosotros nos era permitido entrar por el costadito una cerca celeste que estaba siempre abierta y patear un rato frente al único arco de caños del patio enorme siempre y cuando no hiciéramos ruido, no rompiéramos nada y nos comportáramos. Lo veíamos a Mocho entonces, saludaba encorvado sobre la Singer con sus dedos torcidos asintiendo nuestra llegada. Nadie le hablaba porque era inusual que Mocho contestara y menos aún que empezara con alguna frase. Era imperturbable, impenetrable, impertérito. Estaba allí, eran sus dominios, pero no existía. Solo existía el pedal de la costura, la sombra de Mocho alargada sobre las baldosas que pisábamos, la pila de ropa recién faenada, los nidos de hilitos que se llevaba el viento.

Alguien debió de advertirlo, estar atento pero se confiaron. Nosotros lo vimos con las camisetas pero ni nos fijamos. Cuando se las alcanzaron para que bordara sobre el lado del corazón las letras de El Progreso, sólo eso, sencillamente, ignoraban en que lo estaban metiendo. Debió haber ido hasta el salón con la luz que pegaba en el vidrio donde se leía el nombre del club y copiar los signos. Sólo que al revés. Quedó algo como OSERGORP LE con algunas letras invertidas y en colorado. Mocho, el rey del Gimnasio bautizó al equipo como Osegorp Los Osegor nos decían para simplificar . Nadie había deducido que además de ser leyenda, era una leyenda que no había aprendido a leer.





Matilde


Era Matilde hermosa, chiquita, delicada; con un entusiasmo a toda prueba. Siempre tan despabilada y con una energía apabullante. Yo la vi llegar una tardecita. Era más chica que nosotros. No rondaba el colegio la familia en donde había caído era extraña así que la veíamos por el barrio nomás cuando andábamos de ronda, sin nada que hacer, esperando surgan los haceres que bien podían ser escalar una casa abandonada, jugar a acertar los números de patentes o un fulbito. Cuando crezca un poquito va a ser mía-, susurraba Toledo mirándola. !Como si alguien pudiera obtener a alguien así nomás! Claro, venía de parientes gitanos y para ellos era eso lo normal: comprar una mujer o un animal, cambiarla por un auto o valijones de ropa de contrabando.
Ya le están creciendo las tetitas -surgía del barullo Antonioni, malicioso y fértil en sus ocurrencias, parapetado en su bicicleta de adultos, a punto de irse para algún sitio que ignorábamos pero que quedaba en confines inciertos y cuyos trámites nos eran desconocidos. Una vez volvió con un mono embalsamado para su tío. Otra vez enganchado a una silla de ruedas. Era mandadero oficial de una familia numerosa y en movimiento con supervivencias asombrosas.
Yo la traje a la Matilde... una tarde-, alargaba misterioso y señalando el caño, con su dedo negro culminaba: Acá, ¿ven?, acá la traje sosteniéndola y bien mansita que se quedaba la guacha.
Largaba una risotada que todos complementaban... -Ah, qué lindas tetitas tiene-, largaba en un suspiro. Y se iba hacia el poniente, misterioso y alto, pedaleando encargos turbios de mandadero pobre. Cuando las primeras hojas de retama empezaron a señalar la primavera, a la Matilde la dejaron salir. Primero a la vereda, después al parque, siempre acompañada de un mayor. Cruzaba las esquinas muy juiciosa, mirando al paseante a ver si aprobaba lo que hacía. Derechita, enhiesta y cierto aire aristocrático; era Matilde, la sonrisa del barrio, la claridad de su pelo sedoso, su andar de puntillas, su belleza.
Una tarde la seguimos: iba con Campanioli, que vivía con ellos al fondo, animal jubilado, solterón agriado. Le permitían llevarla a caminar, seguramente hastiados de entretenerla en casa, no encontraban más reposo que dársela al viejo ese para que la aireara. Al fin de cuentas era inofensivo el viejo. Zonzo y serio como un tonel. Por 9 de Julio, siguiendo las arboledas dobló de pronto y entró al boliche de Néstor, el Chaucha. Lo espiamos. Fue hasta el largo mostrador y pidió una jarra de vino. En la pared lucía un espejo de marco dorado. El sucio aire nublado empañaba su figura pero lo distinguíamos allí y Matilde muy quietita jugando con su pie. El viejo pidió otra, ya se había empinado una y iba por más. Lo vimos erguirse de su cuerpote como para embestir pero solo resopló y contempló todos los rostros como buscando entre ellos algún parecido. Los bebedores, callados, sombríos levantaron la cabeza. El Hipopótamo estaba arisco y pendenciero. Lo escuchamos ofertándose para pelear, brindando por la cobardía ajena en el aire, con la jarra de vino en ristre. El Chaucha se interpuso y le señaló la puerta. Temblamos por Matilde. ¿Dónde estaba? Me metí en el bar. Una negrura de caverna me recibió y entre el suave polvo como de mortuorias flores disecadas, caspa de siglos idos, lavandina reseca que se levantara de golpe desde inmemoriales suelos y lágrimas de todos los hombres que habían llorado en sus mesas, distinguí a Matilde, hecha un ovillo en un rincón como presintiendo el halo de asesinato cordial que se estaba preparando. Sus rulos tocaban el piso sucio. El Chaucha lo cuerpeó arreándolo hasta la vereda, sacándolo de un crimen seguro, puesto que algunos hombres, recibiendo la afrenta del Hipopótamo, serios como estaban se habían dispuesto al combate.
Afuera el chorro de luz pareció avergonzar al viejo que, como pudo, se calzó el sombrero y cruzó sin mirar la avenida para desaparecer, asustado de su propia borrachera para el oeste, olvidándose de Matilde y del mundo entero. Aquello fue el clarín para nuestras líneas, la llamada para protegerla. La agarramos entre dos, y la llevamos caminando lentamente para que no asuste, contándole pavadas, señalándole las copas de los árboles de donde caían florcitas magras en un espiral atractivo. Deducimos que nadie en sus cabales la abandonaría. Una familia que se precie de serlo no puede descuidar tamaña belleza confiándola a un borracho, ahora lo comprendíamos.
Matilde parecía sonreírnos, con sus bucles al vientecito y su andar de fiesta nuevamente. Ya pasó el susto-, le habló al oído Toledo, quien dijo estar dispuesto a llevársela a su casa, que allí había lugar, que Matilde tendría un hogar nuevo y que nosotros tendríamos un sitio donde visitarla y honrar su preciosura. Alguien propuso dejar una nota en la familia anterior. Era un rapto y estábamos excitados. Con lápiz, sobre un papel que encontramos escribimos que como la habían descuidado ahora estaba en otro lado, más segura. Pasamos el papel por debajo y corrimos por la 9 de Julio hasta la casucha de Toledo, con Matilde, el símbolo de la aristocracia, la primer perrita de raza que conocíamos

Los trenes del escarabajo


El Escarabajo vivía en la fonda almacén de Marga, entrando por su costado, al final de una especie de patio de gramilla recubierta con chapones vivero accidentado y pobre . El laterío, patos escandalosos, una bruma permanente, soga de nylon con ropa y tacuara para sostener, la trompa de un Ford desdentada y con óxido y lejos, como quien va para Córdoba, una fila de eucaliptus que limitaban el mundo real del imaginario.
Todo lo demás era un predio inmenso con olor a pólvora o algo así; olor de huesos de difuntos quemándose en la usina de la necrópolis; el sorgo convertido en humo que escapaba por la chimenea rojiblanca. El Escarabajo tenía una hermana que lo proveía de alimento y compañía. Era deforme, baldado en una pierna, con una joroba desarrrollada e iba a nuestra escuela en un grado superior. Con esa predisposición hacia lo horrendo que yo investía de piedad, fue que me acerqué a su agujero. La excusa, insensata, poco creíble era invitarlo a jugar a la pelota con nosotros. En realidad, yo ya andaba en esa edad donde necesitaba el temple del absurdo, las caminatas por espacios aéreos y solitarios, la investigación y corroboración que habría un mundo diferente al estigmatizado, más allá de Avellaneda, la luna elegante sobre el campanario, la cena familiar, un mundo previsible y amable donde, digámoslo, nunca pasaba nada. Por eso me adentraba en los andurriales atravesados siempre por vías que dejaban pasar cargueros hasta el tope con afrecho o esos gordos petroleros hinchados y malolientes. Había un mundo y yo estaba en él.
¿Por qué iba a rechazarlo en pos de una merienda organizada y un Hijitus que ya me resultaba incómodo? Fui hasta la tapia que se caía de vieja, dí palmas y el mismísimo Escarabajo me abrió. Me miró sorprendido. Su pregunta, destemplada, me causó gracia, porque había en ella una ternura que me llenaba de ánimo ¿Qué pasó? ¿Qué hice? Yo lo tranquilicé y le señalé de donde venía y los motivos: una invitación para jugar a la pelota. Tenía la boca dientuda sucia, como si lo hubiese sorprendido con el hocico dentro de un frasco de dulce.
Estaba trabajando, ¿querés pasar?. Iba delante y no paraba de verle la joroba, horrible, inmensa sobre sus piernas flaquitas que parecían apenas poder sostenerlo.
Vivo solo acá en el fondo, mi tía tiene la granja adelante pero yo vivo solo. Torció una puertita verde y penetramos en su habitación. Era de las antiguas en serio, con techo cuadriculado a ladrillos, a dos aguas. En el brasero se quemaban hojas de eucaliptus.En un rincón, bajo una lámpara fortísima estaba el objeto que me estaba señalando: un tren de madera balsa a medio hacer. Luego, en las repisas de fierro otros trenes y más y más vagones de todos los colores y formas, con sus números matriculares, sus máquinas y sus vías. Me acerqué como a un templo.
!Fiuuu!...silbé admirado! No sabía que eras un artista de verdad!. Se sonrió. Le faltaba un canino.
Por eso nunca juego, me dedico a esto más bien.
¿Más bien? !Sos un artista che! Y era verdad. Obritas de arte construídas a espaldas de la ciudad, deshechos que él juntaría en las vías o pediría por ahí con su vocecita tímida escondida en la caverna profunda que fabricaría su joroba. Tuve una iluminación. Me habían nombrado hace poco, junto a Danieli, responsable del Club de Arte de la Escuela., dada mi propensión al dibujo. Yo sería su curador, su representante. Le expliqué todo a borbotones con ilusión verdaderas y lo convencí que sacara a la luz sus perfectas reliquias para que el mundo se entere que debajo de esa piel de viejo, ese saco agrisado de ratón, esa pobreza congénita, esa deformación había un mago maravilloso. Arreglamos que para el lunes siguiente hablaría con las maestras, les informaría, vendrían a buscar sus obras y las expondrían bien visibles a la entrada del colegio.Se despidió con cara de susto. Me fui caminado cerca de los zanjones para no perderme pues la luna ya brillaba alto y debería llegar al cruce de alcantarillas para allí doblar hacia la avenida que me conduciría a mi casa.Cené con la vista perdida y una semisonrisa de orgullo patriótico por el descubrimiento y el acto de justicia que estaba por protagonizar. Faltaba un día para el lunes y era una eternidad. Me tiré en la cama y leyendo a Crusoe me quedé dormido. El lunes, bañado, limpio, exultante pedí permiso y fui a hablar con la Directora de mi idea. Solo recuerdo la naúsea y un leve zumbido que me entró en la sienes al oir aquello.
..Ay no, mijito...los trenes, los trenes...representan al peronismo, a Perón mismo y toda alusión está prohibida,...son cosas que usted como educando no entiende pero a nosotras nos tienen cortita en el Ministerio con la idea! Y se llevaba las manos al pecho. Me hacía oler sin querer su perfume de vaca hermoseada.Y se tornaba monstruosa, creciendo al punto de reventar la sala con su busto enorme y su boca roja de la que salían serpientes, barro, letras impresas, lava de volcanes.Me retiré sin saludar: era ya un niño fantasma.Me habían asesinado por la espalda y hedía como un cadáver. Evacué en el baño una pedorrera dolorosa e interminable. Anduve hasta el recreo vagabundeando por la escuela como si un monstruo me hubiese ya comido el alma para siempre.Con pintura saqueda del salón de Arte dibuje una vaca horrenda con las palabras PUTA al revés en la ventana, para que todos en el recreo miraran. Con el timbre repiqueteando recogí mi valija y me escapé hacia la casa del Escarabajo. A mi me sancionaron con una semana de suspensión y a él le allanaron cordialmente la vivienda: querían contemplar in situ el material subversivo.Creo que se lo llevaron a la frontera de otra escuela donde debe haberse muerto de pena. Por mi pertenencia blanca y mis contactos me dejaron vivir, degradado en galones,sin Aula de Arte ni nada.
Cuando crezca a esto lo voy a escribir, me dije esa noche en la semioscuridad de mi pieza, mientras lejos, como quien se va para otra vida mugían los bravos trenes de lidia que atravesaban la noche.

Un cabecita negra

Los cabecitas negra eran del sur, de los campos de Bahía Blanca preferentemente y se los cazaba en invierno, en los territorios escarchados bajo la neblina de cuento que yo había visto en algún amanecer. Un Ford es lo que primero se me aparece en la cerrazón, ronroneando sobre la huella reseca de los camiones que entraban con lluvia a los campos y dejaban su marca testimonial en esas franjas, para que uno las siguiera. Era el camino real, el feudo para entrar a los dominios aéreos del cabecita negra que por esos lares, se reproducía a salvo y era encarcelado para luego de un fatigoso viaje, aparecer en un jaulón pendenciero y oscuro, en un sitio remoto allá por Santa Fe.

Nada de esto sabían los bichos, pero empezé a practicar eso de hablarles al oído, para evitarles mayores sufrimientos. Los traían porque eran buenos apareándose con canarios y sus descendencias forjaban razas firmes, cantoras. Como el sapo era el esposo de la rana, el cabecita debía ser de los canarios. Si éstos son todos hembras y se crían en jaulitas, ¿cómo iban a conocer novios y así perpetuar la especie?. Allí aparecían los cazadores entonces, con sus viajes cinegéticos, arrasando con la libertad para promover lo nupcial y la continuidad de la estirpe.
Se justificaba, mediante un conjuro genético, que los hombres de las aldeas salieran con sus autos mochos a traer reproductores para lograr extender el imperio de artistas de gargantas emplumadas. Uno los miraba detenidamente y parecían que usaban una capucha; los ojitos eran amarillos lo mismo que el pecho salpicado de motitas negras. Los juntaban con la canaria y al tiempo nacían al menos dos crías. Una arpillera que los maridos iban deshilachando les serviría de colchón para el nido. Nunca poner dos cabecitas juntos porque se mataban a picotazos. Nunca mezclar dos hembras porque el macho caía abatido de tanto esfuerzo. Reglas matrimoniales claras. Alimento variado mijo, manzana, naranja y agua limpia sin moho. Luego a esperar la camada, separarla en cuanto crecieran.
Mixto cabecita, me decían los cazadores por mi cutis blanco y mi pelo negro azabache. Gallos, replicaba yo como una ofensa porque eran gordos, pechudos y no sabían volar. Ellos no lo advertían y me festejaban por el retruque pero ignoraban que yo había empezado a despreciarlos a medida que comprendía por qué encerrábamos los cabecitas: Se cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar; no, los billetes se solían apilar sobre la mesa del club a la hora de dividir ganancias. Chau, mixto. Váyase a la puta que lo parió. Y fueron varias veces, hasta que mi padre me soltara aquello del respeto a los mayores, que era muy feo decir palabrotas y que además no se explicaba porque me ofendía tanto.
Te dicen mixto cariñosamente. Y yo les digo hijos de puta cariñosamente. Mi padre suspiró. ¿Ves, Ciarlo?, replicó poniendo de testigo al tipo.....es un cabezadura peor que su abuela. No entiende razones y se cree con derecho a decir porquerías. Yo abotonaba mi saco para huir a la calle. Un viejo me agarró por el hombro. !Adonde va usted! !Está detenido por boca sucia!. Y se rió solo hasta que le pisé de un tacazo el pie y salté hacia adelante como un gato acorralado. Se cayeron algunos porotos y el mazo de naipes con que jugaban cuatro pensionistas del club. Aquello resultó un desconcierto. Mi viejo pretendió avanzar sobre mi pero atravesé la puerta de largos listones plásticos buscando la salida por la cocina. Después, de grande iba a ver esta escena en muchas policiales: El villano huyendo a través de cocineros, bandejas que se tumban, alguien que se quema con agua ardiente. Detrás las carcajadas sonaban como cachetazos. Alcancé la salida y no paré de correr hasta doblar la esquina. La luna estaba enorme: Era una bola de billar nuevecita. Un búho enorme la atravesó. Noche de cementerios abiertos, cadenas de chancho, viento en la bruma, pasillos de hombres lobos, campanarios con vampiros, momias en las esquinas, difuntos como pergaminos queriendo atraparnos, perros rabiosos que habían sido hombres. Mi madre me abrió, sobresaltada. ¿Qué hacés vos acás? ¿No estabas con tu padre en el club? Sí, pero me dieron ganas de ir al baño, argumenté y frente a ello no había reto. Hice ruido en el inodoro. ¿Te preparo un té?. No, tengo que tapar los pájaros. Y salí afuera donde los jaulones que ya estaban cubiertos iniciaron un revuelo asustado de plumas encandiladas por mi linterna. Tomé un cabecita negra, le olfateé el pico, tenía un olor a tierra y a cachorro de perro. Después lo solté en la noche imaginando que encontraría la ruta de regreso. Andá, avisale a los demás, murmuré.

Show Internacional

EL miércoles 22 de septiembre se presentaron el el centro Cultural Bernardino Rivadavia los músicos Adrián Abonizio, Fernando Cabrera y Ana Prada. El show se dió en marco del XVIII Festival Internacional de la poesía que se llevo a cabo entre el 21 al 26 de septiembre en Rosario.





Gracias a la fotógrafa Vanesa Pacheco Contacto: vanepach@gmail.com

El Gauchito Gil

El Pibe destilaba un no sé que que nos ponía a todos nerviosos: no hablábamos del tema pero lo olfateábamos como a un enemigo y nos parecía correcto el rechazo común. Iba al colegio de tarde y estaba en un grado más bajo. Andaba erguido, cabeza de hormiga picuda y pelo de alambre. Las patas altas, muy largas metidas en el tronco, siempre hacia afuera, como orgulloso de su raza y de su parecer. Y un pecho paradito, enhiesto que nos ofuscaba. Uno tiene esas cosas inexplicables que con el tiempo convierte en fobias y rechazos, pero de chico explotan en el aire de nuestras cabecitas como granadas locas y circulan dentro de uno como serpientes enanas cargadas de culpa, rencor, arrepentimiento y extrañeza.
Llevaba un aire antiguo conferido por el portafolios que le atrasaba décadas; limpio y marrón, usaba gomina y un cierto orgullo despectivo que suelen lucir los forasteros y que nosotros, los citadinos le adicionamos como excusa. Era de tierra adentro; su credencial con que marcar la cancha. Su arma sagrada con que defenderse de las acechanzas animales que crecían en el rellano de las esquinas. Es que así éramos nosotros. Animalejos desarrapados que no contemplábamos piedad alguna con todo lo nuevo que además, arribara almidonado y sin saludar.
El Pibito era recitador gaucho. Una vez lo vimos en club Lavalle y nos dio repulsa. Estuvo a merced de las lámparas, los bichos y el aplauso forzado del presidente sudoroso del club, hablando a los gritos; unos gritos ficticios de montonera de Güemes, irradiando paisajes ajenos y bastante idiotas donde abundaban las tacuaras, los caballos briosos y las cuencas minerales. Ya habíamos empezado a escuchar Santana y lo que el Pibito recitaba era mersa, sideral y jaquecoso por lo aburrido. Había algo en su decir, en su familia correntina que nos violentaba.
Era correcto el pibito. El Gauchito Gil, lo bautizó López porque deducía que era tan tonto como criollo, solo por eso, por esa semántica chueca le quedó el mote. Aún no habíamos alcanzado la dimensión en el arte del metáfora pero ya empezábamos a practicar para herir. Las palabras eran espadas que bien usadas producían heridas. Aborrecíamos. Despreciábamos. Mirábamos al mundo con pena. Parados en la esquina, odiábamos las familias, la escuela, los autos y los despertadores, las niñas y los colectiveros. Teníamos casi catorce y la vida se nos iba moldeando en música foránea, cigarrillos Clifton, retos violentos, narices sangrantes.
Entonces, créanme que su sola presencia nos ponía malhumorados; chocaba con nuestras creencias de vagabundeos y boheme temprana. Ahí, va, dijo Toledo con una voz de rencor mientras se clavada un palo en su palma tentando a la sangre a salir .
Ahí va el boludito, el cantor de las cosas nuestras con su voz de pito, negrito de mierda. Le asestamos un terrón que le pegó en plena cabeza engominada. Se nos vino con su vocecita encocorada. Lloraba.
Son malos, dijo. Mala gente, Dios los va a castigar.
Toma castigate ésta, le alargó López y le puso un castañazo que lo hizo brincar sobre un solo pie para culminar su danza de trompo con el pecho en un charco. Aleteó y al levantarse, inflamado el ojo, oímos lo que nunca
¿Por qué? ¿Eh?, ¿Por qué? -nos inquiría aquel ser venido de los montes, desigual a nosotros que nos recitaba gauchajes a nosotros, a nuestro mundo de camperitas de cuero y botitas prestadas. Menos aún, magullado como había quedado, tenía autoridad alguna para cuestionar el universo obtenido a costa del desprecio. Me dio enojo y lo reempujé. Eramos los Malos, los que ofendían, humillaban, pegaban y devolvían la basura al mundo.
¿Por qué? me apostrofó, A vos te digo ¿por qué?. Estaba fumando y ya me creía con virtudes filosóficas. Le miré el uniforme, los mocos, el barro.
Porque sos un buchón de la patria-, le dije de corrido y me lo festejaron. El Pibito juntó sus cosas. Alguien amagó con patearle el culo. Yo lo detuve. Era demasiado.
Ahora andá, pelotudito, le dije pegándole un tinque en la oreja, andá a tu rancho de indios putos, le descargué. Fueron palabras mías pero me sonaron como si no me pertenecieran. Palabras. Fealdades realzadas por el aplauso de la barra. A las noche soñé que corríamos en el club tras unos ratoncitos negros que una vez dentro de nuestros estómagos nos raspaban las tripas, queriendo salir. Desperté meado en la cama pensando en el Pibito. Por qué, había preguntado. Por qué. Eso era todo. Estaba asustado de mi bronca como si un hechizo agrio, un mal de profundidades inmundas nos hubiera rozado a todos. A la mañan en el recreo los tres, Toledo, López y yo evitamos mirarnos, menos aún hablar del tema. Teníamos una banda, uno mostró una sevillana para recordarlo. Luego sonó el timbre y nos ordenaron formar para el acto. La bandera arreada por la señorita de tobillos de cabra con los lentes, sus dientes postizos; la marcha Aurora y tras cartón entrevimos por un costado, parche al ojo al Pibito, al Gauchito Gil subir con su pechera blanca, botas verdaderas y caja norteña en mano. Rengueaba. Lo presentaron y empezó a declamar: era insoportable pero ni ello rebajaba nuestra condena por el crimen que nos caminaba las entrañas pero del que no hablábamos.
Vimos el acto con una sonrisa de lado, superior, que más de una vez me persiguió después, cuando continué haciendo cosas estúpidas.
!Aquí, aquí esta al patria! -cerró gritando el director. Entonces, créanme que tuve una revelación que no le pude transmitir a los dos cómplices. No era el Pibito el culpable, no eran contra él, sino contra los apropiadores de la palabras nuestros golpes: las palabras amor, escuela, bandera, himno, escarapela se nos había ido borrando; eran un paquete marchito donde nunca hubo nada dentro; eran sin embargo una piedra fosforescente que llamaba, reclamando. Era todo lo que nos habían enseñado a odiar con sus fétidos alientos y sus castigos. Ignoro lo que dije pero a ambos integrantes de la gavilla logré trransmitirles ese sentimiento.
Como era el que había punteado con la idea, esperé al Pibito y me adelanté. Le puse mi mano en su hombro.
Es difícil de explicar, pero vos, vos no tenés la culpa de nada. López y Toledo miraban el piso. Entonces el Gauchito Gil, el pibito ecuménico, funcional a todas glorias, emblemas y águilas guerreras, servicial, señero y erguido, lejos de darme la mano en reconciliación o un abrazo sencillamente me largó un gargajo.
Yo sentí que era la patria, créanme, la patria misma quien me estaba escupiendo.

Viejo, ciego , llorabas...



Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era/ buena, cuando tenías en tus ojos el sol:/ pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,/

qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera/ sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,/ y como las bestias entre la noche ciega/ sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva/ en dos o tres minutos hacia la vida nueva,/ viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,/ animal viejo y ciego, no sabes el camino.

Pablo Neruda

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Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo.
Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano.
De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos.
Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.
En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.
En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.
Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.
Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.
Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella
Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.
No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.

Elogios de la derrota


Ser derrotado implica que se ha combatido: contra el fuego de las armas y la niebla de la conciencia. Idiota de aquel que no ha sido derrotado y mantiene una amatoria ilusión con el triunfalismo. Central es el equipo que ha perdido en este domingo previo al nacimiento de la Patria, pero sus exequias no son tales ni tan rotundas. ¿Por qué? ¿Por el llamado de una raza llorosa que pueden pensar que encarna este escriba? No. La derrota adquiere en estos casos otra dimensión cuando su rival, que ha permanecido en las aguas flotantes de la A, es de menor cuantía espiritual y utiliza atributos vergonzantes como el adulterar campeonatos, adquirirlos descaradamente y lo más grave para este canalla, no poder fabricar una contraofensiva ingeniosa por nuestro traspié: todo se reduce a la burla vana, el sacar la lengua, dibujar fantasmitas de la B como el más alto chiste entre lo que se supone son guerreros enfrentados. Caímos con mucho ruido y mucha sangre expuesta. Con generales cobardes que durante meses no asistieron a ninguna batalla pretextando enfermedades varias y mandando al frente a una tropa inexperta, devaluada, humillada por el propio mandamás y su hijo, a todas luces ineptos de la peor calaña: no se dan cuenta del pecado cometido. De las heridas terrible se aprende. Visitaremos canchas adversas con legionarios golpeados; asistiremos a combates en canchas de tierra con árbitros matreros y pelotas chuecas. Viajaremos una caravana de espanto y silencio, con la Muerte a nuestro lado, el recuerdo de ella que nos condenará a traficar los senderos de la B. Pero en la verdadera pelea se foguean los luchadores. Al fin y al cabo va a ser una aventura terrible que nos pone la sangre de punta y afila las lanzas de nuestras soldadesca cuasi adolescente. Burlarse de esta gesta es indigno. Pobre de aquel que lo haga cuando su pasado es espurio y sus logros, sus estrellas están viciadas de fraude. Somos derrotados pero en la derrota está nuestra victoria: pone a prueba el temple. Hacia él vamos, hacia la guerra. Quien no cae no se levanta. Quien no cree no tiene patria. Quien no se arriesga nunca contará lo que significa caer.Y caer es aprender. Este escriba no se consuela con artilugios verbales ni retóricas idiotas. Este escriba luce entero, sabiendo que la adrenalina y el corazón están preparados. El Destino nos puso por delante este desafío: bienvenido, hacia él vamos, pase lo que pase, estamos vivos y no tenemos frío alguno en nuestros pechos lastimados.
Es un orgullo ser canalla y poder gritarlo aún en ésta. No necesito decir "volveremos". Simplemente porque, como el fantasma errante de la revolución y la lucha, somos, seremos, estamos.

Viejos cuadernos del educando




El Cuaderno en vacaciones olía a moco viejo, fruto del pegamento que fuera incluído en otros días con el frío y la obligación de la tarea consistente en recortes, pero que ahora, en el calor de enero se empezaba a resecar, convidado a la renuncia y al olvido. El Cuaderno, sabiéndose abandonado, parecía cobrar vida y repeler nuestro desdén incomodando con su perfume. ¿Qué sienten estos útiles que no alcanzaron a ser libros cuando entienden que ya son pasado? Se mueren, sencillamente, empiezan a amarillearse librados a su suerte. Por eso es que hieden, enterrados a tumba abierta de antemano.
Al mío ahora se lo estaban devorando las hormigas. Lo había encontrado y puesto como guía en el palo que oficiaba de poste derecho del arco callejero enganchado en una ramita de paraíso. Pude advertirlo cerca del mediodía, con lipotimia infantil en ciernes y unos ventarrones que en nada amenguaban el calorón que nos invadía. Decidimos parar el partido. Lo tomé por el lomo.
Esto tiene olor a culo, graficó Toledo que empezaba a hojearlo. San Martín recortado de un Billiken, una canoa con indios flacos que eran tumbados por los arcabuces de nuestros liberadores españoles, un paisaje lunar, cifras y un Te Felicito.
López repasó la firma de mi viejo: Es como la del mío, se nota que no sabe escribir.
Verifiqué lo que ya sabía: una letra infantil. Mi padre. Mi pobre padre expoliado en sudores, pibe solitario de los caminos de polvo, vendedor infante de semillas, lustrador de botines, modelo de un cuadro de Berni, arador del almácigo y la luna del verano, nadador de corrientes de zanjones y cazador impiadoso de pajaritos. Todo ello en una foto sepia donde nunca salió retratada el aula. El afirmaba que su colegio era tan pobre que lo mandaron a cortar yuyos cercanos hasta que llegara el maestro que nunca arribó al pueblo y por eso no pudo estudiar para derivar en trabajos variados; todo con el fin supremo que su hermano menor sí lo hiciera y así lograr forjarse un futuro yéndose lejos a los campos de petróleo para amasar el ideario del nunca más volver, salvo en la jornada aquella que fue electrocutado por un rayo y si regresó, pero en forma de polen humano, recuerdo de osamenta frita, inteligencia tan obstinada como extinta.
Todo esto pensé. Mi padre y su firmita de educando sin escuela. Su letra de no saber agarrar una birome. Su nombre y apellido de aprendiz en un colegio adverso. Mi padre y su foto adolescente de traje prestado y en el bolsillo superior las puntas cerradas de dos lapiceras, cosa que le confiriera importancia al joven que parece decir a la cámara "yo he estudiado por eso las llevo en el bolsillo del saco". Retuve el cuaderno de tapas rojas. Ajado, lamido por el bleque. Un resto de mi cuerpo. Me dio impresión. López que era un diablo me leyó la mente: Pensar que nuestros padres hacen un sacrificio enorme para comprarnos los útiles y al año siguiente ya no sirven más.
Yo investigué: faltaban muchas hojas en blanco, tenía uso aún. Volví a estudiar el garabato de mi padre. Allí estaba él de cuerpo presente: en su bicicleta de carrera, pelo enmarañado, sudor en barba de dos días, uñas con pintura de taller debajo, camiseta y camisa, alpargatas, sonriente y cautivo de su humor de clown. Sus manos con rasguños de algún acero malo de los talleres, sus dedos que olían a gas oil y que lejos estaban de la contemplación del cuaderno de su hijo o el capturar la pluma con que rubricar mi certificado de supervivencia; que vivía, que era su prole y que me quería a su modo, el de los payasos italianos que mucho han sufrido y pretenden de un golpe de chiste endurecerte para que te conviertas en hombre completo y no sufras lo que ellos, hijos de padres de otros cabezas de manadas bestiunes y cavernarios temerosos de devorar la cría pero sin tiempo para entenderla, solo darle el alimento robado en los bosques, jugar torpemente con sus lobatos y no saber tomar un lápiz con que formar frase alguna.
¿Qué pretendían las tontas maestras de nuestros padres y de todos los padres antecesores? ¿Que hagan maravillas con las siluetas de una tinta? ¿Que sean Miró, Picasso? Firma del padre, tutor o encargado, se leía y en el rectangulito la letra exigua que delataba su inocencia de animal silvestre obligado a civilizarse para que su hijo se cultive y quizás un día se reciba de algo.
López, un demonio con honor me lo alcanzó: -Llevalo, no merece que uno lo deje tirado acá. Y señaló el ancho espacio solar e hirviente de la cuadra, el soplete prendido donde el horizonte de varillas de la casa de frutas parecía temblar con el calor y los perros que dormitaban en el alero y solo nosotros como insectos dementes estábamos allí a la exposición de la lava, el sentimiento de paréntesis vacacional, la molicie de no hacer nada ni conocer el mar ni las montañas ni la vida mejor.
Llevate eso con olor a culo, remató Toledo. Pero no dije nada: su papa jamás podría rubricar boletín o cuaderno de educando alguno; se había ido cuando su hijo estaba todavía en la cuna y por allí andaría, en continentes de otro barrio, borracho por los almacenes; sin hablar, sin llamar, sin escribir y menos aún sin querer firmarle Cuaderno del Educando alguno.



La Patria amontonada

Por Adrián Abonizio


En la mañana inaudita por la escarcha presente hasta en los pliegues del guardapolvos, nos habían tiznado las caras con corcho para asemejarnos a negros. Hasta a Cato, tan oscuro como el barro de la calle en que vivía o los techos de su casa o el perro que cuidaba la entrada le habían deslizado manchones por la frente y los pómulos. El se reía Si yo ya soy un negro, aseguraba dando fuertes zancadas como afirmación. Sí, pero no queremos que nadie te juzgue, alargó una maestra con voz piadosa. Nadie entendió qué quiso decir. Luego se entrelazó en mascullaciones y velados improperios contra sus colegas acerca del orden del acto. Hablaban de él como de una cosa profunda y única, disputándoselo, tironeándo. Están mal del coco, dedujo Sergio atinadamente que lucía un disfraz de papel glacé de granadero a pesar que ostentaba la altura de un enano de circo de provincia. Su madre se lo había confeccionado pero no había tenido en cuenta la afluencia de gatos nocturnos en el salón de costura por lo que todo aquel conjunto hedía a meada de felino que era un portento.
Sergio, el solitario custodio de altura indebida vagaba solo; nadie quería su envenenada companía. Luego, los congresistas: Gordos acomodados del dueño del bazar o hijos de un empresario barrial y un renguito que pusieron allí como figurante. Mi colegio era de alma abierta y no escatimaba esfuerzos por integrarnos. Los rubios, con coraza de cartón roja hacían de realistas: Ahí nos enteramos que los españoles eran todos de tez blanca, cabellos de oro o color del fuego. Las chicas hacían de damitas, maquilladas como alternadoras simulando tomar el té. Lucardi, a quien le faltaba la dentadura pero por ser casi un simio dúctil y manso lo habían puesto de rey, pero allá atrás, junto al telón final, representando al Pasado, según nos cuchiceó una maestra. Ahh, suspiramos todos.
Aquello se avecinaba como un espanto desorganizado. Por reflejo miramos al cielo: una llovizna presagiando truenos rotundos estaba cayendo en la mañana de mayo. Igual que en la estampita graficó Polichizo. Hubo un rumor de fiesta entre la soldadesca actoral: Aquella reunión estaba resultando un malentendido y nadie nos había consultado si queríamos participar de esa representación deforme y mal pintada. Por ende estábamos felices. Punta, taco, punta, taco ensayaban bajo el alero los bailarines del cielito inicial. Un relámpago cruzó entonces como un búho plateado iluminando primero las retinas para atravesarnos el pecho y finalmente, ya hecho trueno, quebrar el aire de vidrio y bruma que se empezaba a aposentar en el patio central. Ululamos. !Victoria!. !Victoria!. Martita se enjugaba las lágrimas y ya la estaban consolando las mujeres de la cooperadora como si el 25 de mayo fuese su marido que hubiere fallecido en ese instante. "Con todo el esfuerzo que hicimos, ay mi Dios, que desastre, que pena enorme" y moqueba sentadita en una silla de paja mientras el rimel le caía sobre el pecho enarbolado con muchas escarapelas y rollos de cintas blancas y celestes que colgaban de sus manos para engalanar los rebordes del escenario pero que el negro viento y el chubasco se lo estaban impidiendo. Ay que pena, por favor, mientras intentaba reponerse. Es insólito ver a una maestra envuelta en lágrimas como un abrigo helado: Uno se queda como maldecido y quieto sin saber qué hacer. Nos silenciamos porque advertimos un movimiento a su alrededor. Habíase parado en una silla y empezaba a canturrear con una voz agudísima hasta el cielo que parecía hacer temblar los caireles de la entrada singularmente encendidos. !Oiiiiddd mortaaaalesss el griiiiito sagraaaaado!. Y arengaba como en una tribuna. Muchos escondían las cabezas, otros cantaban bajito.
En la mañana brumosa entonces, con olores que la lluvia multiplicaba, el malhumor danzante y feroz de las encargadas del acto indispuesto, con el perfume a axilas y pinturas vencidas en el breve tiempo que dura un chubasco, más el encuentro de mucha gente en el hall central y los torpes movimientos de las madres ofuscadas por la suspensión, algunos padres con cara de mulos, todo, todo se estaba transformando en un pesebre, en un pajar repleto de animales montunos con las patas atadas y ariscos, sudados, enceguecidos por volver a la llanura, con los gritos y chillidos de las crías ante el menor rayo que cimbreara en los vidrios viselados y la voz de la Directora, voz de macho terrateniente tratando de imponerse sobre el paisanaje asustado, ofuscado y levantisco, sabiendo que todo se hacía pedazos, que el acto soñado se había empañado, que los cuadros musicales se iban con el agua burbujeando hacia la alcantarilla, que los himnos y las cadenas soberanas se hacían polvo en los excusados sobrecargados de repentina meadas y movidas de vientres múltiples pues a todos se les había dado por cagar, mear, llorar, transpirar o llorar.
Todo el fracaso de un día envuelto en el paño de una bandera que habían olvidado afuera y que en lugar de flamear soberana, ya era un trapo grisado que temblaba de frío abrazada al mástil aún más frío y desolado que toda esa multitud que discutía, corría, bramaba, pateaba.Y arriba, alto y señero el cuadro pintado a mano, como de dos metros al estilo la Ultima Cena que repentinamente adquirió actualidad porque las maestras le habían puesto un cartelón con fibrón que rezaba: "Primera Junta. Así se hizo la Patria". Y San Martín en su caballo guiándonos hacia la salida, hacia el hastío de regresar con las manos vacías como tantísimas veces a él le habían enseñado desde los escritorios de Buenos Aires que se volvía luego del esfuerzo sobrehumano de generosidad y eso que habíamos combatido, perpetuado nuestros nombres, aprendido las partes y las madres habían sorfilado, cosido, planchado hasta el desmayo. "Exodo de Jujuy", decía otro y era una copia hecha a mano con un Belgrano de pelo claro y sable corvo en un caballo rechoncho. Todo se reducía a eso, a un éxodo bajo la tormenta a que nos estaba condenando este 25 de mayo, albor de la nación única, nido trémulo de frío y sequedad, al lado de la cara horripilante de Sarmiento que parecía enojado con todo ser viviente.
Allí en ese momento, de la mano de mi mamá, con un cercano y amplio olor a patas de niños y pedorreos escondidos. Allí, con sudores agrios, reyertas y gritos destemplados de los mandamases entre la fusilería del cielo, entendí que así, desconcertado, deforme, descuartizado e inocente, habría sido el parto contra natura de nuestra patria querida.
Henchí el pecho con orgullo. Yo ya estaba siendo Historia.

Próximo lanzamiento del Nuevo CD de Abonizio

Así puede llegar a ser la tapa del nuevo CD de Adrián Abonizio, "La Madre de todas las Batallas", un dibujo del  reconocido artista , Tomás DEspósito (Tomi).
 Es la imagen del Principito tambaleando con una espada (la suya propia) atravesada en el corazón después de librar una encarnizada lucha con sigo mismo, lucha que podría ser, como no, la madre de todas las batallas. Esta es una primicia del blog que queremos compartir con los fans.

LALO DE LOS SANTOS: CUATRO CUERDAS DEL ALMA / Jorge Cadús

Hace poco más de nueve años, el 25 de marzo de 2001, partía hacia otras geografías Lalo de los Santos. Músico indispensable a la hora de trazar el mapa de la identidad de estos arrabales, el bajista, cantante y compositor rosarino sobrevive junto a sus canciones a ese exilio definitivo, la muerte. Quizás porque vivió acostumbrado a gambetear olvidos, y porque supo desde siempre que los partidos se definen sobre la hora, en un vuelo cotidiano de ternuras y afectos


EXILIOS


"Irse cuesta poco y nada / siempre una puerta alcanza y un adiós. / Pero al cruzar el umbral / nos damos cuenta recién que los caminos son sólo de vuelta / que uno nunca se fue..."
Así definía Lalo de los Santos esto de las despedidas. Se acostumbró desde joven a las partidas, a las valijas donde siempre caben "ropa vieja, sueños, amores y penas". Supo aprender una y mil veces "el idioma otra vez, la huella de cada señal". Y por eso, también, supo descubrir que "irse no es más que empezar a volver".
Lalo de los Santos nació en Rosario, el 17 de enero de 1956, hijo de un padre guitarrista y cantor de tangos. Ligado desde muy pibe al arte, fue uno de los músicos que construyeron la magia de la llamada Trova rosarina, muchos antes que las canciones explotaran en la garganta de Juan Carlos Baglietto. Desde la mítica banda "Pablo el Enterrador", y junto a Rubén Goldín, comenzaron a definir una identidad musical que iría más allá de las calles rosarinas. Corría la década del 70. Y surgía una música de puertos, mezcla de vinos en un mismo vaso, sangre nueva de rock, tango y chacarera. Música urbana, parida en encuentros que desafiaron a su modo el terrorismo de Estado, la represión y la asfixia.
Cuando la década del 80 recién despuntaba, en mitad de un invierno, Lalo de los Santos decidió que estaba bien ya del arte y su condena, y partió hacia Buenos Aires, desafiando al dolor que "crecía a medida que el tren se alejaba". Allí trabajó de oficinista, hasta 1982, el año del desembarco de Juan Carlos Baglietto y su banda en el Estadio Obras. Esa noche estuvo entre el público, un espectador más. Sin embargo, como contaría años más tarde, cuando escuchó la canción Mirta de regreso "la conmoción interna que sentí hizo que me planteara mi rosarinidad, reconociera mi grupo de pertenencia y me dejara embriagar por ver a cinco mil monos gritando 'Rosario, Rosario...'".

Allí comenzaría otra historia, en la que Lalo de los Santos dará forma a canciones como Al final de cada día, No te caigas campeón y Tema de Rosario, que se convertirá en el himno no oficial de la ciudad preñada por ese pariente del mar, el Río Paraná. Tres discos solistas, uno más con Rosarinos (junto a Jorge Fandermole, Adrián Abonizzio y Rubén Goldín), infinitas colaboraciones con otros artistas (desde Silvina Garré a Rubén Juárez), y una fe de hierro en la solidaridad -que supo mantenerlo en pie en épocas del peor individualismo- han trazado una marca de fuego en la memoria colectiva.

BROTES

El hijo de Lalo de los Santos, Iván, señala a Prensa Regional que "papá vivió el movimiento de la Trova desde un lugar muy particular. Si bien tuvo sus proyectos solistas durante la época de más auge de la Trova, siempre buscó asociarse con los demás miembros para lograr algo en conjunto. Me parece que siempre terminó priorizando sus colaboraciones o proyectos compartidos por sobre su propio material. Vivió con un orgullo inmenso el hecho de pertenecer a un grupo de personas que se identificaron bajo una misma ala rosarina", cuenta Iván, que -como su padre- es también músico, y sabe de despedidas y valijas.
Y completa: "a medida que fui creciendo empecé a descubrir la poesía que me iba rodeando, tanto en recitales como en ensayos o esbozos de canciones que mi viejo estuviera preparando en casa, y me abrió la cabeza. Por darte algún que otro ejemplo, siempre desde pequeño me llamaron la atención frases de diferentes canciones, que por ser chico no terminaba de entender: 'no hay rima que rime con vivir', o 'y como tantas mis manos se hartaron de golpear las puertas, y por no derrumbarme con ellas me tuve que ir'. A medida que pasó el tiempo y las experiencias de vida, esas canciones que escuchaba día y noche de pibe, comenzaron a tomar otro color mucho mas maduro".
Ivan recuerda que "Rosario siempre fue un lugar de calidez y tranquilidad para mi viejo. Tuve la suerte de acompañarlo infinitas veces y recuerdo que siempre lo vivió con una ternura increíble, expectante de reencontrar viejos amigos, contarme anécdotas en cada esquina, como por ejemplo el Tío Ramón perdiéndose en tranvías por la ciudad, o cómo se iba a tomar helados con mi abuelo a La Uruguaya. Me transmitió su amor incondicional por Central también, y luego de esparcir sus cenizas en el Gigante de Arroyito mi fervor es mayor aun cada vez que miro un partido..."
Y consigna que entre las canciones de su papá, "definitivamente el Tema de Rosario es el más influyente. Leí en entrevistas que mi viejo escribió el Tema de Rosario (o simplemente Rosario, como a él le gustaba) luego de un recital de Baglietto en Obras en el cual la vibración entre el público y los músicos fue tal que al verse desbordado emocionalmente por esta situación, la terminó volcando al papel y la compuso casi en el momento. Justamente la canción habla de nostalgias, de la adaptación a un nuevo ambiente o territorio casi desde un punto de vista de exilio. Me parece que logró plasmar en una canción la mezcla de sensaciones que vivieron no solamente él, sino tantos otros, al dejar su lugar de origen por un mundo nuevo. En su momento hubo mucha gente que se identificó con este tema".
De los Santos compuso varias canciones en las que habla a su hijo. Entre ellas, Tibio brote de amor y Duérmase mi amor. Iván cuenta que "aunque te parezca mentira, hoy por hoy sigo escuchándolas y siento que me están ayudando a crecer, o que me aconsejan a lo largo de mis días... Tanto ‘Tibio Brote’ como ‘Duermase mi amor’ son palmaditas en la espalda que me acompañan en cada momento de decisiones importantes. Saber que alguien va a ‘saltar los muros’ por mi, o ‘darme un sol con sus manos’, se siente lo mas emocionante del mundo, y agradezco tener la suerte de poder acudir, tanto a esa como tantas otras grabaciones, para sentir que mi viejo esta siempre cerca, que su voz me acompaña siempre".

Y dice que en los últimos meses "papá estaba trabajando en una canción que no llego a terminar. Tenía la música, pero no la letra. Una tarde, me la mostró... y la única frase que tenía como boceto era ‘no tengas miedo, hijo’. Es el día de hoy que la sigo escuchando en mi cabeza o me pongo a tocarla en la guitarra cuando lo extraño".

MORIR DE VIVIR

Lalo de los Santos murió en la tarde del domingo 25 de marzo de 2001.
Tenía 45 años, le peleaba a una enfermedad de las bravas desde varios meses atrás, y había dado su último recital junto a Goldín, Fandermole y Abonizzio, una semana antes, el 17 de marzo, en su ciudad, Rosario.
"La verdad que parece mentira que ya hayan pasado 9 años", confiesa hoy Iván. Y cuenta que "lo recuerdo siempre con un amor inmenso. El mejor amigo que no pude disfrutar lo suficiente. Tuve la suerte de poder subirme a escenarios con él, juntar figuritas de fútbol juntos, romper veladores y portarretratos en definiciones interminables de penales inatajables en un departamento minúsculo, entre tantas otras cosas. Siempre fue mi cómplice, mi primer gran amigo y lo extraño muchísimo".
"Si es que llega la muerte quiero morir de vivir / no de la que quiera algún tirano..." había pedido Lalo en su "Pequeño tango escrito en invierno".
Y como se sabe que el verdadero cementerio es la memoria, Silvina Garré abraza la ausencia de este tipo entrañable: "lo recuerdo como un gran ser humano, sensible, inteligente, generoso. Además de un músico excelente, multiinstrumentista, que disfrutaba enormemente del encuentro con sus pares. Fuimos muy amigos y su opinión fue muy importante y decisiva a la hora de animarme a mostrar mis canciones", recuerda.
Nueve años después, su compañero de crónicas, músicas y batallas, Adrián Abonizzio, lo describe "como a un hermano mayor, un confidente, un preclaro, un luchador por la unión entre los músicos, un maestro del humor y fundamentalmente, alguien con quien confiarse en las miserias y las alegrías íntimas. Me hace mucha falta aún hoy".

LA MEMORIA EN DONDE ARDÍA

Largos años atrás, Lalo de los Santos aseguraba a este cronista que hay que mantener viva la memoria, "el ejercicio de la memoria, para que no volvamos a repetir siempre los mismos errores. Y por otra parte es lo menos que podemos hacer por todos los muertos, porque el peor castigo es precisamente el olvido..."
Hablaba, claro, de un tiempo cierto de impunidades cotidianas.
Tiempos que seguramente no han terminado.
"Nuestra voz, -decía Lalo- "nuestra presencia, si bien no va a hacer que disminuya automáticamente la impunidad, son voces que se van alzando y demostraciones que se van haciendo para que los que detentan el poder no sientan que están tan libres para moverse como quieren".
Y señalaba entonces que "el gran compromiso que tiene cada artista es con la gente. Primero que el sustento del artista es la gente. En definitiva, si uno escribe canciones las escribe para la gente. Y las escribe como una especie de espejos en donde la gente pueda ver reflejado sus sueños, sus esperanzas, pero también sus miserias, su pobreza y su impotencia frente a determinadas cuestiones. Y es una manera, también, de no sentirse tan solos".

Corría 1997.

Y Lalo de los Santos elaboraba el manifiesto de la resistencia del arte en tiempos de condenas: "hoy veo que el sistema que se ha instalado como propuesta de vida, digamos, el modelo de joven argentino, es cada vez más cercano a un criterio de vida utilitario. Es decir: elegir como valores de vida las cosas según su uso. Y de ese modo habría que preguntarse, y está jodido preguntarse, para qué sirve una canción, en ese contexto. Por lo tanto creo que hoy es mucho más heroico que estemos vivos, resistiendo y cantando todavía".

Jorge Cadús

Reportaje en el Diario Los Andes de Mendoza

La pluma mayor de la trova rosarina

Adrián Abonizio: “El que escribe respira con distintos pulmones”

Referente de aquel colectivo músico-literario que despuntó en los ’80, es el creador de grandes canciones que hizo populares Juan Carlos Baglietto, pero también viene desarrollando desde hace varios años una silenciosa producción literaria que incluye tres libros y una labor poética de altísimo nivel.
La pluma mayor de la trova rosarina



Adrián Abonizio: “El que escribe respira con distintos pulmones”

Referente de aquel colectivo músico-literario que despuntó en los ’80, es el creador de grandes canciones que hizo populares Juan Carlos Baglietto, pero también viene desarrollando desde hace varios años una silenciosa producción literaria que incluye tres libros y una labor poética de altísimo nivel.

Adrián Abonizio. Una charla con el poeta, escritor y principal representante de la trova rosarina.
 sábado, 24 de abril de 2010

Así como los jueces hablan a través de sus sentencias, se podría decir que Adrián Abonizio habla por boca de sus canciones. “Mirtha de regreso”, “El témpano”, “Dios y el Diablo en el taller”, “Historia de Mate Cosido”, “Corazón de barco”, “Dormite patria”, y “Mami”, son apenas un puñado de las ya incontables historias que llevan su firma.

Todas ellas y tantas más, encontraron en la voz de Juan Carlos Baglietto el merecido éxito masivo, a la vez que sustentaron buena parte del repertorio de su compadre rosarino.

Fue en el despunte de los años '80, cuando junto a otros talentosos de La Chicago Argentina, Abonizio participó del big bang creativo que dio nacimiento a la “Trova rosarina”. una suerte de “equipo de los sueños” integrado por Baglietto, Fito Páez, Rubén Goldín, Jorge Fandermole, Lalo de los Santos, Fabián Gallardo y Silvina Garré.

A su vez, lejos de las luces de la metrópoli porteña, el hijo de don Carmelo Abonizio fue construyendo -sin prisa, sin pausa- un corpus poético de los más sustanciosos del país y al cual dosificó con sabiduría en más canciones, discos, crónicas, aguafuertes y relatos.
No hablar de su música sino de su Jeckyl literario fue la propuesta que se le hizo a este extraño conocido que recientemente editó su tercer libro, “Deportivo Pocho”. Publicado por Ciudad Gótica, está compuesto por una serie de relatos que reflejan “las luces y sombras de una Argentina que al ritmo del olor de potrero se fue integrando o desintegrando con un fondo de repiquetear de pelota en los baldíos o en las esquinas”.

En el mismo intercambio con Los Andes, el autor de “Cantándole a los vivos” anticipa su primera novela, “Hombre lobo rosarino”, territorio narrativo donde conviven el amor, los criminales y aquellos que buscan la fórmula para salvarse. Ah, y también habla de cómo avivar giles. En otras palabras, de cómo enseñar a hacer canciones.
-Con el antecedente de ser considerado uno de los grandes letristas de este país, sorprende que de tus cuatro libros hasta el momento sólo uno sea de poemas. ¿Apuntar en tus libros más a la narrativa, tiene que ver con despegarte del corset de la poesía musicalizada y darle a tu poética otra respiración, otras posibilidades?

-Es que escribir es un todo. Es como el que se dedica a pintar: tarde o temprano se las agarrará con la cerámica, con el grabado, etc., etc. Soy un escritor en todo sentido, más allá de la escala de valores. Lo demás, que mis libros no sean conocidos es cuestión del odioso mercado y del talento para construir una obra férrea que ilusione con que puede ser leído por muchos. El que escribe respira con distintos pulmones.

-En tus libros recuperás de alguna manera un género bien arltiano: las aguafuertes, la crónica, el relato con mirada propia. Algo que, repasando tus letras, no parece ir por veredas diferentes.

-Es cierto; leí ese género de manera casi fanática porque te obligaba a escribir algo sustancioso en un espacio corto, acotado y como al pasar. Luego, con el tiempo aprendí el aliento largo de una novela, por ejemplo. O la construcción y el repaso de un poema. En cuanto a la temática, la crónica es eso: ser testigo de algo. Y mucho de lo que se ve no es propiamente un mundo maravilloso.

-¿Qué puntos en común tiene “Deportivo Pocho”, tu último libro, con los anteriores y en qué se despega, si es que lo hace?

-Recién ahora voy armando una obra en paralelo con las contratapas que he escrito para los diarios. “Deportivo Pocho” lo es. Pero cuando las publico, en el fondo aspiro a que luego, cuando decanten en el tiempo, poder compilarlas. Aunque también tengo mi trabajo, el novelar, sin necesidad de que pase por la mirada previa del lector.

-Más allá de lo trillado acerca de las bondades -ciertas- de la Trova Rosarina, ¿creés que hay una cierta mística local que se traduce en tus textos y canciones, o simplemente uno cuenta lo que tiene a mano y hace cierto eso de pintar la aldea?
-La mística existe, pero se afirma con los hechos: no éramos “nadie” antes de ser Trova Rosarina. Luego “fuimos” y nos ayudó la previa del mito ambulante de que Rosario tiene una riqueza enorme. Pero, repito, antes éramos una nada y nos lo hacían saber, en el fondo, con intenciones que no prosperáramos. A sus apellidos nadie los recuerda, nuestras canciones están vivas. Creo que ganamos.

-¿Tenés o tuviste “escritores faro”, esos que marcan, que enseñan con sólo leerlos?
-Uf... una larga lista, no podría enumerarlos. Por lo general, uno toma, digamos a Onetti o Marechal, y se lo morfa para luego, como escritor de canciones, decidir: “Debo escribir como este tipo pero en formato canción; así de contundente debe ser”. Eso es. Nosotros leíamos esa clase de cosas, que derivó que nuestras canciones exhiban un lenguaje literario, poco frecuente si se quiere. Era un juego para mí eso de meter “literatura” donde sólo debía haber “letras de canciones”.

-La trastienda de las canciones es algo que desde siempre apasionó a los fans. ¿Por qué decidiste contar cómo nacieron las tuyas, cuando en realidad a la mayoría de los cantautores les molesta hacerlo, con el argumento de que se pierde el “misterio”?

-No creo que se rompa misterio alguno: las canciones salen de la atención que uno les preste a las cosas comunes, a las charlas, a las conversaciones ajenas, a las ideas absurdas que por minimizarlas muchas veces se pierden. Uno debe anotarlas, esté donde esté. Si cuento cómo y dónde nacieron algunas canciones puedo sonar desde idiota hasta escatológico. Y en eso no hay nada de misterio.

-Das un taller titulado “Hacer canciones”. No son pocos los que cuestionan, por ejemplo, la efectividad de los talleres literarios. ¿Qué tiene el tuyo que lo hace distinto o cuál fue tu objetivo a la hora de compartir gajes del oficio sobre la creación?

-Ignoro lo de los talleres literarios. Yo doy clases “avivando giles”, como dice el tango y sin que suene peyorativo.

Cuento y pongo en escena las dificultades que se tiene a la hora de escribir, cosa que se naturalice esa forma de trabajo y se haga costumbre ver a alguien componiendo, sin necesidad de que tenga que irse al Tíbet o recluirse para crear. Hay mucha fábula tendida como una trampa para que nadie piense por sí mismo. Y doy clases porque en ningún sitio se enseña ese arte de hacer canciones.

-Danos pistas de “Hombre lobo rosarino”, tu próxima publicación.

-Libro sobre lobizones en formato novela, que habla sobre el crecimiento desmedido en una ciudad donde los estímulos del “progreso” generan criminales y una escala de valores controvertida. En definitiva, habla del amor, de lo horrendo y de los modos que cada uno elige para salvarse de sí mismo.

-¿Cómo te llevás con internet? Lo de canalizar buena parte de tu historia en un blog (www. adrianabonizio.blogspot.com ), ¿fue idea tuya, para ganar un nuevo canal de comunicación, o no te quedó más remedio que subirte a la ola virtual?
-El blog lo hizo un amigo. Internet me sirve para poder escribir más: con la excusa de mandarle algo a alguien me obligo a escribir. Muchas letras salen de esos diálogos y hasta he compuesto vía internet. Pero uno mira afuera y el mundo es mejor tocándolo, oliéndolo.
Aunque más doloroso: internet sirvió para aplacar soledades y tapar heridas. De ser así, bienvenida.

-¿Por qué te quedaste en Rosario en lugar de anclar en el puerto mayor para irradiar más ampliamente tu obra?

-Viví en Buenos Aires más de diez años hasta que me cansé. Y volví por mi hijo y por la revancha de campeones. ¡Quiero el título mundial! ¡Quiero que Rosario vuelva a ser la usina que nunca cerró! Quiero que sepan y se entienda que lo que hicimos no es “historia”. O sea “pasado”. Es cultura, ni más ni menos.

-En general, tu obra -canciones y textos varios- tiene una fuerte impronta tanguera, cierta saudade urbana. ¿Cómo es y qué buscaste en tu disco de tangos, intitulado “Tangolpeando”, que aún no editaste?
-Busqué con naturalidad lo que soy e imagino: un tipo que leyó, oyó mucho de tango y cree saber qué hay que decir para escribir un tango. Me encuentro luego con la dificultad anacrónica de la falta de dinero para producirlo, pero ya es una guerra continua. O la continuación de un tango.
 Por Rubén Valle - rvalle@losandes.com.ar

Mujeres y tabaco


Los primeros puros, con envoltorio en corteza de tabaco llegaron en unas cajas de madera balsa pirograbadas con el dibujito de un león reinante y mi padre las depositó en el cuartito donde se herrumbraban mundos varios. Olor a pólvora seca, pescado y laca, óxidos con pegotes, humedad y limonero cercano que entraba por un ventanuco sucio. Las cajas estuvieron durmiendo allí abajo, junto al cajón de manzana repleto de alambres, en el plano inclinado destinado a las cosas inútiles.
Para la misma época nos habían ordenado en el colegio construir un mapa con las producciones agrícolas, ganaderas y mineras del país: así fue que en la zona de algodonales pegamos un pompón, en la del trigo una espiga y en la del tabaco no nos quedó otra que comprar un atado de Colmena. Con pegamento fijamos el cigarrillo y luego en la terraza, nos fumamos el resto del trabajo práctico apresuradamente.
Carlitos regresó violeta a su casa y yo quedé en cama con fiebre, luego de habernos pasado tardíamente menta por las encías para que no nos descubrieran. A pesar de la intoxicación nuestro trabajo mereció un diez y nos repusimos vehementemente gracias al premio. Para festejar nos fumamos algunos más pero con prudencia.
Una tarde de inusitado calor entré al cuartito en busca de los cigarros de hoja. Revolví, y mi padre, astuto, sabedor que habíamos accedido al tabaco culpa de las tareas e intuyendo que saquearíamos esa fortuna humosa los había desterrado. Lo que descuidó, disimuladas apenas por un envoltorio de papel de lija, fueron las hojas violáceas de una revista. Allí estaba el mercado de frutas con diamantes inexplorados, el viento del mareo, la locura del tesoro imposible: mujeres desnudas fotografiadas. Lucían con estrellitas dibujadas en los senos y bombachones gigantes. Ellas, las putas que mi padre escondía como yo ocultaba mis dibujos de guerra
Descubrí bajo las páginas los cigarros de palma y encendí uno fuera, para que el viento disipe el olor, mientras hojeaba la revista. Empezó a llover y tuve que entrar: lo apagué y en un rincón del patio de tierra, cercano al gallinero, vomité largamente una bilis verde que colapsó pegando un salto desde mi estómago vacío. Tras eso, como pude entré, dejé todo donde la había sacado y me apoyé en la morsa. Un aroma inconfundible de meada emergente por las vejigas de los demonios, gatos sin consuelo que entraban a veces al cuartito a dormir me despabiló. Sentí las llaves de la puerta: mi madre y una amiga charlando animadas luego de una salida al centro. Me hice el que estaba dibujando bajo el haz de luz.
Ella se asomó, la saludé por lo bajo y me tomó de la pera: ¿Qué te pasa a vos? Estás amarillo. Y con esa visión materna de descubrir señales bajo el agua, desenmascaró el escondite y en un santiamén estuvieron en sus manos la pila de revistas. La sostuvo sin mirarla. Lo único que espero no hayas sacado plata del monedero para comprarlas. Sacudió la puerta del cuartito y sopesé que era más una actuación que un malestar sincero. Se las llevó, pero antes olfateándome como a un dragón infecto me susurró: Y te enjuagás bien la boca: !estuviste fumando, mocoso de mierda!
Afuera había salido el sol y el olor del limonero atenuaba mi pena, mi indicio de algo que sobrevendría por la noche, cuando no habría escapatoria y habríamos de sentarrnos con mi padre a cenar y ella hablaría del asunto. La tarde se deshizo consumida en una mudanza errante de pensamientos difusos: aparecían las chicas en bolas, el olor como a podrido de los puros, el secreto de mi padre, la boca roja de mi madre en un rictus de falsa amargura, la risa de mi hermana que había oído todo y festejaba a su modo en el patio embaldozado cuestionando en voz alta como un mariquita cómo yo hacía esas cosas, si lo que menos me gustaba era fumar y menos aún las mujeres.
Lo noche como un baldazo de vino helado con estrellitas cayó sobre el cuartito y la casa toda: tuve que salir. Estaba mi padre sentado frente al televisor y presentí que ya había sido informado. Mi hermana esperaba la fusilería con expectante maldad mientras hacía juego de letras. El empezó a hablar de vaguedades: de un tío que se le estaba muriendo, de arrendamientos en un campo estragado por el agua, de un pez extraño que habían pescado río arriba cuando sonó el timbre y mi madre fue presta a atender; la siguió mi hermana pues era la madre de una compañera urgida por una tarea. En esos segundos mi padre, tocándome el brazo, y hablando y mirando hacia adelante: Nosotros piolas, ¿eh? Como las magos, nada por aquí, nada por allá. Mañana te compro una caja de figuritas y vamos a remar y te llevo, te lo juro al cine un mes seguido, pero esto debe ser un pacto entre caballeros. Ni vos sabés ni yo sé. Ahora fijate como se la creen... Y al cerrar la puerta y entrar ambas mujeres de la familia se sorprendieron de ver a mi padre tirándome del pelo en un truco extraordinario que solo él conocía, mientras yo daba gritos falsos de dolor hasta pedir perdón y oir a mi madre deciendo basta, que está bien, que ya aprendió, que dejalo, no seas bruto vos también. Mi hermana pedía un poco más.
Al día siguiente, al volver del partido, bajo la ducha tuve mi bautismo masturbatorio. Cuando salí del baño, con las piernas temblando, entendí que era otro. Ambos mantuvimos el pacto pero nunca volví a peguntar donde habían ido a parar aquellas revistas. Una tarde, en la cómoda, bajo el alhajero de mi madre las reconocí. Me extrañó el sitio, pero ya no me dieron ganas de hojearlas

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.


Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.

Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.