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El Gauchito Gil

El Pibe destilaba un no sé que que nos ponía a todos nerviosos: no hablábamos del tema pero lo olfateábamos como a un enemigo y nos parecía correcto el rechazo común. Iba al colegio de tarde y estaba en un grado más bajo. Andaba erguido, cabeza de hormiga picuda y pelo de alambre. Las patas altas, muy largas metidas en el tronco, siempre hacia afuera, como orgulloso de su raza y de su parecer. Y un pecho paradito, enhiesto que nos ofuscaba. Uno tiene esas cosas inexplicables que con el tiempo convierte en fobias y rechazos, pero de chico explotan en el aire de nuestras cabecitas como granadas locas y circulan dentro de uno como serpientes enanas cargadas de culpa, rencor, arrepentimiento y extrañeza.
Llevaba un aire antiguo conferido por el portafolios que le atrasaba décadas; limpio y marrón, usaba gomina y un cierto orgullo despectivo que suelen lucir los forasteros y que nosotros, los citadinos le adicionamos como excusa. Era de tierra adentro; su credencial con que marcar la cancha. Su arma sagrada con que defenderse de las acechanzas animales que crecían en el rellano de las esquinas. Es que así éramos nosotros. Animalejos desarrapados que no contemplábamos piedad alguna con todo lo nuevo que además, arribara almidonado y sin saludar.
El Pibito era recitador gaucho. Una vez lo vimos en club Lavalle y nos dio repulsa. Estuvo a merced de las lámparas, los bichos y el aplauso forzado del presidente sudoroso del club, hablando a los gritos; unos gritos ficticios de montonera de Güemes, irradiando paisajes ajenos y bastante idiotas donde abundaban las tacuaras, los caballos briosos y las cuencas minerales. Ya habíamos empezado a escuchar Santana y lo que el Pibito recitaba era mersa, sideral y jaquecoso por lo aburrido. Había algo en su decir, en su familia correntina que nos violentaba.
Era correcto el pibito. El Gauchito Gil, lo bautizó López porque deducía que era tan tonto como criollo, solo por eso, por esa semántica chueca le quedó el mote. Aún no habíamos alcanzado la dimensión en el arte del metáfora pero ya empezábamos a practicar para herir. Las palabras eran espadas que bien usadas producían heridas. Aborrecíamos. Despreciábamos. Mirábamos al mundo con pena. Parados en la esquina, odiábamos las familias, la escuela, los autos y los despertadores, las niñas y los colectiveros. Teníamos casi catorce y la vida se nos iba moldeando en música foránea, cigarrillos Clifton, retos violentos, narices sangrantes.
Entonces, créanme que su sola presencia nos ponía malhumorados; chocaba con nuestras creencias de vagabundeos y boheme temprana. Ahí, va, dijo Toledo con una voz de rencor mientras se clavada un palo en su palma tentando a la sangre a salir .
Ahí va el boludito, el cantor de las cosas nuestras con su voz de pito, negrito de mierda. Le asestamos un terrón que le pegó en plena cabeza engominada. Se nos vino con su vocecita encocorada. Lloraba.
Son malos, dijo. Mala gente, Dios los va a castigar.
Toma castigate ésta, le alargó López y le puso un castañazo que lo hizo brincar sobre un solo pie para culminar su danza de trompo con el pecho en un charco. Aleteó y al levantarse, inflamado el ojo, oímos lo que nunca
¿Por qué? ¿Eh?, ¿Por qué? -nos inquiría aquel ser venido de los montes, desigual a nosotros que nos recitaba gauchajes a nosotros, a nuestro mundo de camperitas de cuero y botitas prestadas. Menos aún, magullado como había quedado, tenía autoridad alguna para cuestionar el universo obtenido a costa del desprecio. Me dio enojo y lo reempujé. Eramos los Malos, los que ofendían, humillaban, pegaban y devolvían la basura al mundo.
¿Por qué? me apostrofó, A vos te digo ¿por qué?. Estaba fumando y ya me creía con virtudes filosóficas. Le miré el uniforme, los mocos, el barro.
Porque sos un buchón de la patria-, le dije de corrido y me lo festejaron. El Pibito juntó sus cosas. Alguien amagó con patearle el culo. Yo lo detuve. Era demasiado.
Ahora andá, pelotudito, le dije pegándole un tinque en la oreja, andá a tu rancho de indios putos, le descargué. Fueron palabras mías pero me sonaron como si no me pertenecieran. Palabras. Fealdades realzadas por el aplauso de la barra. A las noche soñé que corríamos en el club tras unos ratoncitos negros que una vez dentro de nuestros estómagos nos raspaban las tripas, queriendo salir. Desperté meado en la cama pensando en el Pibito. Por qué, había preguntado. Por qué. Eso era todo. Estaba asustado de mi bronca como si un hechizo agrio, un mal de profundidades inmundas nos hubiera rozado a todos. A la mañan en el recreo los tres, Toledo, López y yo evitamos mirarnos, menos aún hablar del tema. Teníamos una banda, uno mostró una sevillana para recordarlo. Luego sonó el timbre y nos ordenaron formar para el acto. La bandera arreada por la señorita de tobillos de cabra con los lentes, sus dientes postizos; la marcha Aurora y tras cartón entrevimos por un costado, parche al ojo al Pibito, al Gauchito Gil subir con su pechera blanca, botas verdaderas y caja norteña en mano. Rengueaba. Lo presentaron y empezó a declamar: era insoportable pero ni ello rebajaba nuestra condena por el crimen que nos caminaba las entrañas pero del que no hablábamos.
Vimos el acto con una sonrisa de lado, superior, que más de una vez me persiguió después, cuando continué haciendo cosas estúpidas.
!Aquí, aquí esta al patria! -cerró gritando el director. Entonces, créanme que tuve una revelación que no le pude transmitir a los dos cómplices. No era el Pibito el culpable, no eran contra él, sino contra los apropiadores de la palabras nuestros golpes: las palabras amor, escuela, bandera, himno, escarapela se nos había ido borrando; eran un paquete marchito donde nunca hubo nada dentro; eran sin embargo una piedra fosforescente que llamaba, reclamando. Era todo lo que nos habían enseñado a odiar con sus fétidos alientos y sus castigos. Ignoro lo que dije pero a ambos integrantes de la gavilla logré trransmitirles ese sentimiento.
Como era el que había punteado con la idea, esperé al Pibito y me adelanté. Le puse mi mano en su hombro.
Es difícil de explicar, pero vos, vos no tenés la culpa de nada. López y Toledo miraban el piso. Entonces el Gauchito Gil, el pibito ecuménico, funcional a todas glorias, emblemas y águilas guerreras, servicial, señero y erguido, lejos de darme la mano en reconciliación o un abrazo sencillamente me largó un gargajo.
Yo sentí que era la patria, créanme, la patria misma quien me estaba escupiendo.

Viejo, ciego , llorabas...



Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era/ buena, cuando tenías en tus ojos el sol:/ pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,/

qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera/ sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,/ y como las bestias entre la noche ciega/ sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva/ en dos o tres minutos hacia la vida nueva,/ viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,/ animal viejo y ciego, no sabes el camino.

Pablo Neruda

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Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo.
Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano.
De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos.
Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.
En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.
En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.
Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.
Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.
Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella
Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.
No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.

Elogios de la derrota


Ser derrotado implica que se ha combatido: contra el fuego de las armas y la niebla de la conciencia. Idiota de aquel que no ha sido derrotado y mantiene una amatoria ilusión con el triunfalismo. Central es el equipo que ha perdido en este domingo previo al nacimiento de la Patria, pero sus exequias no son tales ni tan rotundas. ¿Por qué? ¿Por el llamado de una raza llorosa que pueden pensar que encarna este escriba? No. La derrota adquiere en estos casos otra dimensión cuando su rival, que ha permanecido en las aguas flotantes de la A, es de menor cuantía espiritual y utiliza atributos vergonzantes como el adulterar campeonatos, adquirirlos descaradamente y lo más grave para este canalla, no poder fabricar una contraofensiva ingeniosa por nuestro traspié: todo se reduce a la burla vana, el sacar la lengua, dibujar fantasmitas de la B como el más alto chiste entre lo que se supone son guerreros enfrentados. Caímos con mucho ruido y mucha sangre expuesta. Con generales cobardes que durante meses no asistieron a ninguna batalla pretextando enfermedades varias y mandando al frente a una tropa inexperta, devaluada, humillada por el propio mandamás y su hijo, a todas luces ineptos de la peor calaña: no se dan cuenta del pecado cometido. De las heridas terrible se aprende. Visitaremos canchas adversas con legionarios golpeados; asistiremos a combates en canchas de tierra con árbitros matreros y pelotas chuecas. Viajaremos una caravana de espanto y silencio, con la Muerte a nuestro lado, el recuerdo de ella que nos condenará a traficar los senderos de la B. Pero en la verdadera pelea se foguean los luchadores. Al fin y al cabo va a ser una aventura terrible que nos pone la sangre de punta y afila las lanzas de nuestras soldadesca cuasi adolescente. Burlarse de esta gesta es indigno. Pobre de aquel que lo haga cuando su pasado es espurio y sus logros, sus estrellas están viciadas de fraude. Somos derrotados pero en la derrota está nuestra victoria: pone a prueba el temple. Hacia él vamos, hacia la guerra. Quien no cae no se levanta. Quien no cree no tiene patria. Quien no se arriesga nunca contará lo que significa caer.Y caer es aprender. Este escriba no se consuela con artilugios verbales ni retóricas idiotas. Este escriba luce entero, sabiendo que la adrenalina y el corazón están preparados. El Destino nos puso por delante este desafío: bienvenido, hacia él vamos, pase lo que pase, estamos vivos y no tenemos frío alguno en nuestros pechos lastimados.
Es un orgullo ser canalla y poder gritarlo aún en ésta. No necesito decir "volveremos". Simplemente porque, como el fantasma errante de la revolución y la lucha, somos, seremos, estamos.

Viejos cuadernos del educando




El Cuaderno en vacaciones olía a moco viejo, fruto del pegamento que fuera incluído en otros días con el frío y la obligación de la tarea consistente en recortes, pero que ahora, en el calor de enero se empezaba a resecar, convidado a la renuncia y al olvido. El Cuaderno, sabiéndose abandonado, parecía cobrar vida y repeler nuestro desdén incomodando con su perfume. ¿Qué sienten estos útiles que no alcanzaron a ser libros cuando entienden que ya son pasado? Se mueren, sencillamente, empiezan a amarillearse librados a su suerte. Por eso es que hieden, enterrados a tumba abierta de antemano.
Al mío ahora se lo estaban devorando las hormigas. Lo había encontrado y puesto como guía en el palo que oficiaba de poste derecho del arco callejero enganchado en una ramita de paraíso. Pude advertirlo cerca del mediodía, con lipotimia infantil en ciernes y unos ventarrones que en nada amenguaban el calorón que nos invadía. Decidimos parar el partido. Lo tomé por el lomo.
Esto tiene olor a culo, graficó Toledo que empezaba a hojearlo. San Martín recortado de un Billiken, una canoa con indios flacos que eran tumbados por los arcabuces de nuestros liberadores españoles, un paisaje lunar, cifras y un Te Felicito.
López repasó la firma de mi viejo: Es como la del mío, se nota que no sabe escribir.
Verifiqué lo que ya sabía: una letra infantil. Mi padre. Mi pobre padre expoliado en sudores, pibe solitario de los caminos de polvo, vendedor infante de semillas, lustrador de botines, modelo de un cuadro de Berni, arador del almácigo y la luna del verano, nadador de corrientes de zanjones y cazador impiadoso de pajaritos. Todo ello en una foto sepia donde nunca salió retratada el aula. El afirmaba que su colegio era tan pobre que lo mandaron a cortar yuyos cercanos hasta que llegara el maestro que nunca arribó al pueblo y por eso no pudo estudiar para derivar en trabajos variados; todo con el fin supremo que su hermano menor sí lo hiciera y así lograr forjarse un futuro yéndose lejos a los campos de petróleo para amasar el ideario del nunca más volver, salvo en la jornada aquella que fue electrocutado por un rayo y si regresó, pero en forma de polen humano, recuerdo de osamenta frita, inteligencia tan obstinada como extinta.
Todo esto pensé. Mi padre y su firmita de educando sin escuela. Su letra de no saber agarrar una birome. Su nombre y apellido de aprendiz en un colegio adverso. Mi padre y su foto adolescente de traje prestado y en el bolsillo superior las puntas cerradas de dos lapiceras, cosa que le confiriera importancia al joven que parece decir a la cámara "yo he estudiado por eso las llevo en el bolsillo del saco". Retuve el cuaderno de tapas rojas. Ajado, lamido por el bleque. Un resto de mi cuerpo. Me dio impresión. López que era un diablo me leyó la mente: Pensar que nuestros padres hacen un sacrificio enorme para comprarnos los útiles y al año siguiente ya no sirven más.
Yo investigué: faltaban muchas hojas en blanco, tenía uso aún. Volví a estudiar el garabato de mi padre. Allí estaba él de cuerpo presente: en su bicicleta de carrera, pelo enmarañado, sudor en barba de dos días, uñas con pintura de taller debajo, camiseta y camisa, alpargatas, sonriente y cautivo de su humor de clown. Sus manos con rasguños de algún acero malo de los talleres, sus dedos que olían a gas oil y que lejos estaban de la contemplación del cuaderno de su hijo o el capturar la pluma con que rubricar mi certificado de supervivencia; que vivía, que era su prole y que me quería a su modo, el de los payasos italianos que mucho han sufrido y pretenden de un golpe de chiste endurecerte para que te conviertas en hombre completo y no sufras lo que ellos, hijos de padres de otros cabezas de manadas bestiunes y cavernarios temerosos de devorar la cría pero sin tiempo para entenderla, solo darle el alimento robado en los bosques, jugar torpemente con sus lobatos y no saber tomar un lápiz con que formar frase alguna.
¿Qué pretendían las tontas maestras de nuestros padres y de todos los padres antecesores? ¿Que hagan maravillas con las siluetas de una tinta? ¿Que sean Miró, Picasso? Firma del padre, tutor o encargado, se leía y en el rectangulito la letra exigua que delataba su inocencia de animal silvestre obligado a civilizarse para que su hijo se cultive y quizás un día se reciba de algo.
López, un demonio con honor me lo alcanzó: -Llevalo, no merece que uno lo deje tirado acá. Y señaló el ancho espacio solar e hirviente de la cuadra, el soplete prendido donde el horizonte de varillas de la casa de frutas parecía temblar con el calor y los perros que dormitaban en el alero y solo nosotros como insectos dementes estábamos allí a la exposición de la lava, el sentimiento de paréntesis vacacional, la molicie de no hacer nada ni conocer el mar ni las montañas ni la vida mejor.
Llevate eso con olor a culo, remató Toledo. Pero no dije nada: su papa jamás podría rubricar boletín o cuaderno de educando alguno; se había ido cuando su hijo estaba todavía en la cuna y por allí andaría, en continentes de otro barrio, borracho por los almacenes; sin hablar, sin llamar, sin escribir y menos aún sin querer firmarle Cuaderno del Educando alguno.



La mujeres siempre triunfan



Yo tenía catorce años y debía trabajar, por eso mis padres me enviaron a lo del doctor Monteleone, a su casa, a su estudio a ver si me ganaba los garbanzos en la escribanía. ¿Qué hacía yo allí? Diría que nada y todo. No limpiaba. Era mandadero. Solía atender el portero eléctrico que se multiplicaba en sus rings por toda la mañana. Luego, al mediodía, iba a los bancos a realizar pagos o trámites y pasada la hora pico me dejaban ir a almorzar a mi casa. Al otro día rendía los papeles y seguía la rutina. Creo que el doctor me descubrió y me pidió: había visto mi esmero entre ceja y ceja, mi seriedad y claro, la necesidad en los muebles de mi casa, las pocas veces que estuvo retenido en el living, por mi madre y un café torrado.
Allí habrá comprobado los cuadros imitación, las paredes sin reboque, el olor a comida y se le habrá ocurrido darle una mano a mi papá. Al que puntualmente le cobraba el crédito por la casa. Yo le hice creer que era aplicado, mi padre exageró "-Un técnico propiamente", dijo absurdamente para definir mi precisión. No pudo ser más desubicado. El DT que me dirigía habíame echado la semana anterior. Fue en un córner, marqué el primer palo y un negro -Pelé le decían- me anticipó y cabeceó a la red, -"¿Pero usted es puto que no marca?", gritó. Un fracasado de apellido Gamez. Lo cierto es que me saqué la casaca y me fui al vestuario. Nunca más pisé el club. Y me había puesto raro: Un huracancito rojo, lleno de humo y apisonada violencia me empezaba a ladrar en los intestinos.
Al otro día me trompée con Claudio, el gordo de la imprenta por una pavada. Por esas jornadas en que andaba en pie de guerra me pidió Monteleone. Los adultos confunden seriedad con contracción al trabajo. Laburaba en su estudio?casa de luna oval con entrada de vitreaux, una servidumbre extensa, especie de familia portátil que el doctor había fabricado tratando a todos bien, pagando en término, regalando de vez en cuando camisas para el chofer, cuadernos para la hija de la mucama, ropa nueva para Sarita la secretaria que se decía andaba con él a pesar de estar casada.
Un dios malefico, ponzoñoso, cobrizo y maloliente me condujo hasta la verdad, esa ganzúa que abre el cofre personal cuando solo uno tiene la réplica, pues se sabe, para la verdad nunca hay una llave original: La tal Sarita resultó ser la esposa del técnico que me habia echado. En el cordón de Castellanos dirimíamos la escena mientras una luna rojiza subía por los álamos. López razonaba como ante una batalla. "Si la mandás en cana lo jodés al técnico, pero también al doctor que decís es buen tipo, y tiene la hipoteca de la casa". Toledo extendió su mano con el gesto de los cuernitos. "Además de que se enteren que está coronado también te ponés en evidencia". Lo miramos, usaba una jerga magnífica. "Un técnico en el arte del análisis de los casos policiales", dictaminó Antonioni. "Termínenla con la palabra técnico", rogué yo. La cuestión es que se venía la noche, encendimos el primer cigarrillo y buscamos aquello que significaba hacer el daño sin que se sepa el causante.
-"¿Está buena la Sarita?", ofertó Lopez. -"Unas tetas así grafiqué". -"Bueno, con esas tetas y mi labia vamos a hacer el negocio", levantándose, magnífico con la idea, cerrándose la campera y feliz en haberle encontrado la vuelta al asunto. Al día siguiente suena el portero y abro. Lo veo a Lópecito con un morral al hombro como los que usan los carteros. Vacilé, lo miré como a un zombie. "Qué..¿qué haces acá vos?" -"!Carta para la señora Sarita Zampapietro de Gámez!", chilló estruendosamente. Al oir su nombre vino por el corredor, con sus labios rojos, su perfume a naranjas y su escote. "Sí, precioso, ¿qué es?. Qué raro ¿acá?".
-"Soy correo privado, señora. Suyo", extendió la bic sin dejar de mirarle los pechos; firme acá y alargó un papel. Los dejé en la puerta y me metí en el estudio. Regresó Sarita y no pude soportar verla abrir el sobre asi que salí como alma que lleva al diablo para los bancos. El sábado por la mañana me llamaron del club que vuelva a entrenar porque "Ese bruto de Gamez se rajó sin avisar y usted, mi viejo, sabemos si que abandonó el club fue por él y ahora lo necesitamos ya!", me urgía el Señor Floritti, el propio presidente del Horizonte Club. Jugué, hice un gol y por el atardecer vimos a López que venía fumando y nos invitaba a sentarnos al cordón. Contó todo, el anónimo escrito en la máquina de su hermana, la obligación que deje el club su marido caso contrario se iba a enterar que ella lo gorreba con Monteleone. Una luna enorme y perfecta crecía tras él."¿Y cómo habrá hecho para convencer al cornudo?", inquirió Toledo. Lopecito, mirando el humear de su pucho susurró. Estaba sobre el tobogán, las manos en la nuca. "Ah, las mujeres. Cuando quieren algo lo logran.. las mujeres. Qué tetas lindas que tiene la señora Sarita. Las mujeres, para que vayan sabiendo siempre triunfan, che".

Islas a la deriva




Y pensar que tenía un poema tuyo acerca de una isla escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Lo lograste, enloqueciste, que es la mejor de todas. Trabajabas en una casa de repuestos y escribías poemas a máquina, sobre las cartulinas de archivo. Pegué uno de ellos sobre la puerta del lado de adentro de mi pieza, junto a Jimi Hendrix, Kempes y la chica Clairol. Y vos te aparecías bajando del 218, escapando de la villa con el bolsito de cuero al hombro y silbando. Vos, el que escribías poemas y querías jugar en el puesto de Ramón César Bóveda. Levantaste los ojos de tu condena previsible de oler eternamente los zanjones, el agridulce aroma del viento cuando se levanta en el barrial y trae eso que ahora odiás: pobreza de vivir en la zona estrafalaria para siempre. Ahora que habías conocido el techo con guardas de yeso, cuadros de verdad,el aire acondicionado y la heladera casi siempre repleta. Dormías en una casa distinta cada noche, esquivabas regresar a tu caverna de Godoy al 6000 alargando el encuentro con tu pasado que estaba ahí a quince minutos del 218. Dejaste la práctica de Central por las tumbadoras. Tocabas para todos, escribías en esos cartones celestes del trabajo que conservaste un poco más, hasta que lo abandonaste y empezaste a vivir la bohemia en serio: no trabajar, fumar de prestado, dormir de sentado en un bar de músicos que salían de tocar en Radio Nacional y se mezclaban con los pelilargos, los primeros de jeans apretados. Vos y tus cartuchos con palitos de batería, vos que me conociste serio, empeñoso en olvidarme también de quién había sido hasta hace poco. Yo también había dejado el expreso donde despachaba estúpidas cartas de porte con olor a ratón y también escribía poemas con remitente impreso. Poemas sobre islas igual que vos. No seguíamos la campaña de Central, estábamos perdidos en otros territorios. Yo también había desertado de la gimnasia y el orden de los entrenadores fracasados. La jugada genial, el codazo entre amigos, la promesa de llegar a jugar en primera, el olor a meada de los vestuarios, la lucha contra uno mismo y la sensación que había otro mundo mejor, basado en una nada expectante: sin trabajo, sin club, sin futuro. Eso también era una vocación. Escribir sobre islas. Pegar los papelitos en la puerta hasta que los padres se cansaban de uno y nos tiraban el diario recién amanecido sobre las colchas, abierto como una mariposa gigante blanquinegra en la página de los clasificados. Y pensar que yo alcancé a entenderte pero te saqué de mi vida porque necesitaba andar sin companía; hacer el camino hacia arriba a la inversa como vos, pero no precisaba de la complicidad ni la camaradería, dos cosas que debilitan el trabajo en solitario. Redención o victoria. Porque se apuesta, es así: uno deja el trabajo, la familia y el fútbol, los amigos y la novia. Todos estigmas de salitre en la llagas, todas estampas peligrosas, todas casas cómodas donde echarse a cambio de una que es eso sobre lo que escribíamos: islas a la deriva. Familias diezmadas por un mal de cobijo que nos ahogaba: esa familia de pertenencia a una divisa o a un amor nos había dado la espalda y la negábamos. Pero, yo decidí que cada uno lo haría por su lado y a su modo. Dejamos de vernos. Yo me mudé, vos te mudaste pero a ciudades distintas. Hoy nos reencontramos en ese cable tendido que es internet en el último día del 2008. Estás en Italia, luego de cruzar islas e islotes virtuales y de los otros. Estás en cafúa. Podés escribir, te lo permiten. Saldrás en meses. Te quedaste con un vuelto de una recaudadora, cansado del vuelto de los otros. Me mandás una foto con la camiseta del Parma que es como la de Central pero horizontal, sonriente, un diente plateado. Debajo una camiseta blanca con el impreso de un isla.
Ambos logramos entrar en una. Como sea, pisamos su arena y nos quedamos dentro. Cuando regreses con la guita me prometés comprar una para ambos. Lo decís en clave, claro. Pensar que tenía un poema escrito sobre un cartón con tres agujeros de carpeta. Y que nadie, salvo yo, daba un mango por tu futuro.

Carnavales de la alegría


Reflexiones


No es verdad que los carnavales me ponen melancólico por lo que tuvieron de felices. No constituyen un pasado emblemático de alegrías pasadas ni fervor póstumo. No eran más que la vigilia de las armas en una semana de vértigo y novedad. Mi única melancolía fue comprender, en el amanecer de las cosas, que la pena verdadera estaba en el primer fracaso amoroso, la sordera de un país caníbal y que habría de caminar mucho y mal todo aquel no nacido en cuna de oro. En la escuela obligatoria y en la familia desarmada. La patria de la inocencia. La patria de las cosas mágicas. La patria del anochecer en que uno se dormía protegido por el retumbar de las comparsas que ensayaban en los barracones. Los carnavales no igualaban nada: mostraban lo que éramos.

Eran una droga poderosa: uno podía sangrar en una pelea que el Rey Momo lo curaba. A uno se le podía morir un tío que el carnaval lo amenguaba. O un padre hastiado molernos a patadas o mordernos un perro rabioso o caer por goleada que el carnaval todo lo sanaba. Ser chicos era una maldición de indiferencia. Lo único nuestro y poderoso era el juego de agua en la siesta, en que uno olvidaba masturbarse o mirar canal cinco, para salir a mojar chicas. Recuerdo que se evitaba gastar agua en las feas y ese estigma me duró hasta hoy: cuando puedo voy hacia una y le declaro un amor de paso como para redimirme. La impiedad y el sarcasmo, el erotismo, la victoria o derrota estaban en los carnavales. Algunos les ponían a las bombuchas piedritas o venenitos de paraíso para que doliera; otros pintura para que manchara y los más osados orina para que oliera. Yo despreciaba esas prácticas pero al tener una puntería endiablada, me solían contratar los más grandes como mercenario a cambio de fotos porno. Cuando me hastié del contrato vil (diez víctimas por una foto de la Sarli) escapé y allí, en el atardecer con olor de glicinas y el recio sudor que exhalaban los mayores que se habían estado corriendo con cubos de agua, descubrí la hilera de cantores que esperaban su oportunidad de inscribirse para trepar alguna noche al escenario. Cantaban cosas tremebundas, horrorosas, lúgubres, pero al ser carnaval la gente perdonaba esas letras mortuorias, esa vergüenza ajena mientras llovían serpentinas sobre sus cabezas engominadas de artistas y resonaban los compases fúnebres de sus vidas de tango.

Nada importaba, la gente era bestial pero feliz; los ignoraba o compadecía con aplausos, nada importaba y esos tipos habrían de ser prontamente olvidados en las postrimerías de una bacanal inocente y con luz de amanecer, sin sexo ni borracheras de cuchillos y en una claridad de patios mojados con la evocación de besos que no fueron. Mirábamos a esos cantores. Los veíamos pasar derrotados y pese a que veníamos de una carnicería y éramos curtidos soldados de línea, jamás se nos hubiera ocurrido burlarnos. ¡Ah esos cantores amateurs caminando la plaza del barrio cabizbajos, tomando agua de los bebederos porque no tenían ni para una gaseosa y regresaban a sus oscuros barrios metiéndose en la noche de los vencidos! ¡Ah, esos gorditos tímidos, esos flacos venosos, esos colorados refunfuñantes! Esa sí era una Señora Melancolía; era la derrota, la auténtica derrota de un pueblo. Lo comprendí después, cuando uno ya no vería jamás las cosas desde afuera. Una noche fuimos al desfile y pasaron mascaritas, marcianos con cabezas de engrudo, parsimoniosos carros con guirnaldas, triunfadoras gentiles de dientes blancos, reinas del disfraz perfecto, candomberos falsos con hollín en las caras, negros ficticios, todos seguros de sus vidas y el podio que los aguardaba. Entre la gente, cubierta su cabeza con una bolsa de nailon dura, andaba un tipo que besaba en la boca a los hombres. Aquello me sacudió, algo siniestro se estaba incubando bajo las farolas y yo lo había descubierto: era el margen, la pobreza, la miseria. Eran los cantores sin laureles, las feas a quien nadie mojaba ni sacaba a bailar, eran los mariquitas que debían esconder su cara.

Allí, en ese espacio perfumado, con estrellas simulando bombitas sentí que me alcanzó un rayo y me abrió una herida con la comprensión cabal de mi destino: jamás sería como los triunfadores, jamás me compraría un traje luminoso y jamás estaría del lado de los ganadores. Lo supe ahí, como supe también que escribiría para redimirlos. Eso marcó mi vida y signará mi muerte. Y la gente habla tontamente de los carnavales como con melancolía tenue, como la postal de un cielo perdido y maravilloso. Melancolía legítima en suma, pero no entienden la mía y es razonable: la gente en general elige a los ganadores, pero ignoran que la sombra que proyectan sobre ellos es de falso oropel, de un agua florida descompuesta y de un Rey Momo que se les está riendo en la cara desde siempre.

martes, 08 de febrero de 2005
Adrián Abonizio

Como ser rosarinos y ....

Ser rosarino es una entidad difícil: se es mucho o no se es nada. Somos grande para el interior, pero miramos a La Capital con paranoia de pueblo chico.Con semejante Monumento los machos de la ciudad solemos mirarnos desnudos al espejo y murmurar: ..."no hay nada que hacer...". El río, dicen es uno de los más anchos del mundo y uno lo mira bajar al mar, siempre desde la costa, nunca embarcado de lujo, ajeno al precio de la nafta y las preocupaciones terrenas.
Luego, el tema femenino: si están las mujeres más bellas debe haber una matemática que nació espúrea: ¿donde están las que nos corresponden? ¿Porque no caen rendidas ante nosotros? Leyendas urbanas, fábulas de criollos machistas, nos decimos y contemplamos embobados la sombra cambiante de un edificio de hace dos siglos atrás caer sobre un contrafrente donde una gigantesca dama de Vanzo baila un tango imposible. Una aldea exótica: frente a mi casa vive Rita La salvaje pero nunca se deja ver.
Por allí desfilan cubanos, jamaiquinos, dominicanos fumando cigarros negros de hoja, deambulando, hablando en argot en las cabinas telefónicas, cambiando dólares. Marineros varados algunos, de paso otros, yo los miro como a la fauna de un país de oriente mientras escribo que este cronista, con el porte de falso atleta que corre junto al puerto, se va metiendo en la noche rosarina, estelar y de neones, con una luna arriba que parece va a hundirse en el Paraná.Regresé a Rosario hace dos años y ya parece que fue ayer.
A no ser por los carros de a caballo, por los revolvedores profesionales de basura plástica para vender parecería una ciudad europea, con sus torretas y sus alfiles y sus luces. En Rosario hay rusos, franceses, viajeros de distintas tierras que se han afincado; personas y personajes vaya a saberse atraídos porque raras flores.Temo que la frase aquella se haga verdad: "el progreso es bueno, pero cuando termina?"
Autor: Adrián Abonizio

PARA MI AMIGO DEL ALMA, el ABO





Estimado poeta del verso rebuscado, que cambiaste mi vida,
recuerdo tus acordes que resuenan en mi cabeza,
tararié tus canciones, sin que nadie las sepa,
y me aferré a tus letras para marcar diferencias,
Enalteciste una época de cantores de barrio,
hoy nos faltan poetas que nos escriban quimeras,
en tú mundo amarillo me enseñaste que el azul canalla,
brotaba de tus lapiceras,
le cantaste a tú mami, al amor, y a la maestra,
a valores que juntos mamamos por Echesortu,
trovador rosarino que cantaste mil historias,
recorriendo nuestra patria con tus musas arrabaleras,
Hay quién junta monedas, estampillas o piedras,
hay quién se muere en alcohol, en juego y en piernas,
yo junté los recortes, los archivos y las letras,
y me mostraron otras realidades que aunque no supe escribir,
desde mi corazón de barco, las sentí a tú manera.


Autor: Daniel Mura
20 de Julio de 2008.

Un chiste del destino por Adrián Abonizio

HOMENAJE A FONTANARROSA. AL NEGRO LO VENÍAN VELANDO DESDE HACÍA MUCHO Y ÉL ASISTÍA A ESOS VELORIOS ANTICIPATORIOS, ESTIMO, CON GENEROSIDAD Y SENTIDO DEL HUMOR.
Su empuje es legendario ya y su previsión ante lo que lo aguardaba digna de un gigante. A Landriscina en uno de los múltiples homenajes el inconsciente le jugó una mala pasada: se deshizo en elogios sobre su figura allí -presente- y culminó con un chiste sobre muertos.La costumbre argentina de llorar sobre el artista caído hizo que se apilaran estos encuentros. No desmerece el fervor por el Negro: solo llama la atención y macabriza la escena de despedida que nadie se quiso perder. Hasta tuvo la gentileza última de facilitar la nota póstuma: morirse a una hora razonable para que los diarios de mañana puedan narrar su adiós. Vendrán ahora los Mendietas angélicos y los Inodoros del más allá; el bronce, los nombres a algunas arterias del país, la biografía y su cara en todas las remeras. Yo no tengo palabras y eso que como tantos sabía el final de este chiste del destino.Yo no puedo escribir más que esto: tuve la fortuna de que una noche lejana, allá en el viejo Cairo de mesas blancas y sillas violetas espeluznantes, haberlo hecho reír con mi pedestre ingenio. A él, justamente a él. Y que recitara mis versos en un disco de Central, justamente él, el mismísimo dueño de las palabras exactas que uno nunca tiene.Confieso en verdad que me alargó la vida como ocurre con los magos: te tocan de una vez y para siempre abriéndote las puertas más oscuras de las cavernas que uno visita en su horizonte de palotes que pretenden ser cuentos y gags nunca bien resueltos. Me reconcilió conmigo, me hizo ver lo absurdo y tierno de lo humano. Hizo que dejara de tomarme tan en serio.No estoy triste, estoy sorprendido de que se haya ido. Creí que era inmortal, que alguien que dio, da y dará tanta felicidad es imposible que se termine. No lo creo, por más obituarios que lea o estatuas que se descubran. No lo creo y estoy en mi derecho de inventar la ficción que más me guste: el Negro lo entendería.
Fuente: Diario "Rosario 12"
Más información: www.pagina12.com.ar

Reflexiones: Elogio de la estupidez

Jueves, 23 de diciembre de 2004
Admiro a los que lucen inteligentes, opinan cosas brillantes y son perspicaces. Yo me siento torpe, al extremo de que mis pálpitos se pierden, pues son pálpitos de un distraído.

Admiro a los que creen en un dios, cuando los horrores de la condición humana alcanzarían para desconfiar de su mediación divina y de su "a imagen y semejanza". Los envidio sinceramente y con fervor; mi estupidez es tal que deposito mi pasión en mirar pasiones ajenas.

Admiro a los que son limpios de espíritu, a la gente que muestra sus sentimientos sin reparos, porque en ello reside su fortaleza. Yo esquivo exponerlos por miedo, creyendo que lo hago por delicadeza.

Admiro a los honestos de bolsillo y de alma: yo soy un fluctuante entre el ser y el parecer y a menudo he propiciado pequeños hurtos con el atenuante que el mundo me debe algo por tratarme de tan injustamente.

Admiro a los que descubren en los catálogos cómo funcionan los aparatos domésticos; a los que recuerdan los nombres de cada actor, cada película, cada libro; a los entendidos en tópicos inasibles como circuitos eléctricos o mecánicas de objetos necesarios. Mi ciencia sólo sabe de dispersión y desmemoria: cuento estrellas y las clasifico por color hasta que me quedo dormido.

Admiro a los prósperos que se han labrado un porvenir mercando con necesidades ajenas como la salud, la comida o el sexo. Debo ser un estúpido que no podría dormir tranquilo sabiendo que lo que tengo lo necesitan otros y sólo pagando evitarían sus hambres distintas.

Admiro a los que saben seducir. En la mayoría de los casos las mujeres a las que accedo terminan contrariadas con mi cortejo y aceptan más por aburrimiento que por deseo.

Admiro a los náuticos, a los marinos de verdad que conocen la lucha brava contra los elementos. Yo sólo soy un estúpido que sabe mucho de literatura de oleaje pero de seguro vomitaría en cubierta ante un leve azote del pampero. Además cree que bajo la superficie hay algo monstruoso que acecha y me está esperando desde siempre.

Admiro a los que logran salir indemnes de las mentiras; psicópatas domésticos e imperturbables, triunfantes de oratoria sensual. Yo soy un estúpido que cree que las palabras tienen vida propia y que su mal uso las envenena. Soy de los que tartamudean con cualquier sanata inofensiva.

Admiro a los que cuentan chistes con gracia y se constituyen en el alma de las fiestas. En ellas suelo elegir un rincón y se me pegan chifladas, solitarios o poseídos indefectiblemente.

Admiro a los ambientalistas que protegen el aire, la tierra, el agua o que salvan especies enteras del exterminio. Soy un estúpido que aún hoy tira los papeles en el piso y al ver a un animal no deja de pensar cómo sabrá su carne a la parrilla.

Admiro a los diseñadores, a quienes saben combinar pigmentos y ropa: yo no puedo ponerme una camisa y un pantalón sin parecerme a Piñón Fijo.

Admiro a quienes disfrutan con el baile y se los ve ligeros, libres en serio. Yo soy un estúpido fóbico y anorgásmico para las cuestiones de la danza; uno de esos que sueñan con lanzarse a las pistas y volar dentro de sus zapatos, pero éstos están rellenos de plomo y toda la gente no hace más que fijarse en nosotros, esperando que caigamos en ridículo.

Admiro a los felices sin testigos ni sombras de acechanzas: soy como ha dicho otro, un paranoico al revés que teme que la gente busque hacerlo feliz. Admiro a quienes tienen paciencia con los niños y los entienden: soy un estúpido sin talento para el hecho. Son para mí unas presencias animales insondables como las criaturas que viven en el fondo de los mares.

Admiro al que cree en el más allá. Yo no dejo de pensar que es un placebo redentor que nos hace conformistas, pero amortigua los dolores. Debo ser un estúpido que solo compra cosas nuevas, nunca usadas. Admiro a los vencidos que lucen estoicos, a los héroes que no están en el bronce, a los luchadores sociales con el corazón intacto. Yo sólo soy un pobre estúpido que desconfía, aun de las causas justas.

Admiro a los elegantes y a los nocturnos, a los revolucionarios y a los audaces, a los agnósticos y a los ilógicos, a los libertos y a los libertinos. A los jóvenes amables, a las mujeres prácticas, a los viejos expertos. A los argonautas y a los astronautas, a los pacifistas y a los paisajistas, a los perdedores y a los emprendedores, a los exóticos y a los exagerados.

Admiro a todos ellos y a muchos más. Todo lo ajeno me deslumbra y me parece rotundo. Yo sólo soy uno que no entiende de nada y deduce que el mundo ha de ser por siempre ancho y ajeno. Un estúpido al que sólo le interesa cómo se combinan las palabras.
Autor: Adrián Abonizio

Disculpe la molestia por Adrián Abonizio

Viernes 03 de diciembre de 2004.
Ya no sé qué siento realmente. Mi cabeza me pide condescendencia y armonía, pero un fragmento de ella me contraría, empeñada en mantenerme de malhumor. Con mi tendencia bien argentina de erradicar los males de forma impropia, les echo la culpa a los demás; al verano en ciernes, a la cercanía de las fiestas y, tal vez, al campeonato adverso de una divisa que sienta sus reales por el parque de la Independencia. Aduzco un cansancio acumulado, el abandono de la plaza de buscador de encuentros amorosos y de una edad más que adulta con su consiguiente menopausia varonil. Antes, y no hace mucho, me molestaba por ejemplo la invasión de propaganda yanqui, ahora lo que me disgusta es que sus productos sean tan caros. Antes me ofuscaba el ocultamiento de la verdad, ahora me preocupa cuando una amante no sabe mantener el secreto de su condición. Antes me contrariaban los lejanos disparos de una guerra, ahora me pone nervioso el silbato del cuidador nocturno o el estúpido carrillón del vendedor de helados. Antes me enloquecía no poder establecer una comunicación telefónica, ahora las indicaciones interminables de una voz grabada. Antes el libre albedrío que debía reinar en una casa, ahora las miguitas en la cama, el olor del sanitario o un mate mal cebado.

He pasado de una molestia universal, poética y humanitaria a otra de cabotaje, pequeña, mísera, caprichosa. Es mi nueva condición y lo admito. Hay menos selvas pero más desiertos. Menos golpes de Estado pero más Estados forjados a los golpes. Menos fábricas pero más humo. Menos petróleo pero más automóviles. Más democracia pero menos ideas. Poco ha cambiado, no obstante. La gente se asesina por un plato de fideos, un color, una divisa o una mujer. Y el mundo sigue andando, sólo que ahora, en mi territorio de nuevo varón adulto, sencillamente me electrizan las minucias que yo antes reservaba a los otros, a los tontos, a los llanos, a los chatos.

Mi malestar se compone de fobias puras, de dolores agudos en el alma de las cosas y los objetos; una superstición sobre la malignidad del destino que vive haciendo lo imposible para que no me sienta pleno. Y para muestra un resumen de incomodidades: los vendedores que te atienden como si te hicieran un favor enorme; las confesiones ruidosas en los bares y con celulares; los autos en doble fila o los que pasan atronando marcha o cumbia; los artistas callejeros sin talento, los enfermos de optimismo, los pibes en los cybers, los graffitis idiotas, los taxistas que se creen filósofos y las modelos que se creen actrices. Los festejos del Día del Amigo, las reuniones de ex alumnos y los clubes de enólogos. Los ascensores pequeños, los relatores deportivos y los bares mugrientos. Los que rechinan los dientes en busca de una basurita, las biromes secas y la demora de los remises a domicilio. La gente que habla del tiempo, los que silban una melodía interminable y desafinada, los choferes que te abruman con la mecánica de sus cascajos, las canciones parroquiales que emanan de algún antro religioso, los conductores de programas infantiles, la Operación Triunfo, los que dejan ladrar a sus mascotas durante horas, los galanes bronceados. Y así, un sinfín de pequeñeces que me hacen la vida difícil.

Ya no sé lo que siento en mi nueva piel. Antes era veloz y despectivo con estos avatares; los eludía con elegancia juvenil, ahora me atropellan. Esta mañana, por ejemplo, muy temprano en la pantalla de mi tevé apareció un funcionario cortando una cinta inaugural de algo; luego un cantante me aulló acerca de una verdad reveladora y una propaganda de manteca me instaba a creer que gracias a un pote redondo la familia estaría más cerca del amor. Luego, quise salir y no encontré las llaves, ni el paraguas, ni mi diente postizo. Vivo contrariado, confuso, ofuscado y a años luz de lo que fui y presentía para mi futuro.

Debo estar mutando, envejeciendo, enloqueciendo, asistiendo al magro espectáculo de haberme convertido en un ser normal. Qué lejos estoy de aquel que vivía en una burbuja sin odio, navegando en el cielo de las utopías. A salvo de elecciones presidenciales conformistas, falsas revoluciones y besos de ensueño. Promesas de redención, de una patria justa y soberana, un paraíso en la tierra y la cercanía de un dios piadoso y gentil.

Sin embargo, no estoy emplazado por mis acreedores, ni hay una picota sobre mi cabeza, ni tengo cita en Tribunales. En ciertas noches, luego de un día de calor como para abatir búfalos, me siento en los reinados del patio a merced del alucinógeno destilado en alambiques propios que llevo instalados en mi cerebro y me dejo arrastrar por abstracciones de epifanía. Mi equipo sale campeón del mundo, humillo y echo a un volcán a los dictadores y aquellas mujeres que me fueron negadas se ahogan en el mar o escriben sagas con mi nombre. Ningún vecino cuida sus bienes en exceso, los medicamentos son gratuitos, no hay llaves en las puertas. La basura no sirve como alimento, las clases son una fiesta en los colegios, las prostitutas se emplean como guías turísticas. El fútbol sólo se propaga en domingo, las islas no se incendian y los amigos nunca mueren. Nadie rubrica un acuerdo con papeles, los jubilados dictan cátedra de vida, los ladrones donan sangre todos los días. Y ya no preciso de la comida, del sexo como cucarda o de la gloria como pendón. Les pido a todos disculpas por la molestia, por el enjambre contradictorio y tal vez ilusorio, por el palabrerío de este insomne descarriado que, pese a todo, sabe que es feliz.

Funcionarios de carrera por Adrián Abonizio

Jueves, 09 de diciembre de 2004
Vienen por lo general bien paridos al mundo. Prolijos de antemano, en la sala de partos adoptan una postura eficiente; apenas si lloran. Salen en las primeras fotos muy seriecitos. Sus juguetes son inmaculados y sus deposiciones certeras. En el colegio rehacen los palotes con una insistencia inquietante y pocas veces juegan en los recreos. Prefieren la sombra alada de una maestra reparadora que los cobija o la charla con algún colega que comparte sus aficiones sobre el largo de los lápices y los zapatos lustrados. Algunos compartieron los claustros conmigo. Fue imposible ser amigo de ellos: uno temía mancharlos con el aliento. Eran soberanos levemente despectivos que levantaban la mano cuando nadie lo hacía y ponían una muralla de cartucheras entre sus trabajos y la mirada de los demás. No eran malos bichos, sólo eran indiferentes y de corazón frío. Eso los convertía en blanco de las maldades infantiles, pero las repelían con una cuota de suficiencia y mucha filosofía del que se sabe superior. Yo usaba a uno de ellos para pararlo junto al poste en los centros cuando irremediablemente tenían que salir de su cubil prolijo para la clase de gimnasia: eran grandes reboteros y soportaban con estoicismo los pelotazos que los rivales hacían caer sobre nuestra valla. Servían para eso: para tapar chutazos y desviar todo lo que se les tiraba sobre sus humanidades.

Luego, en la vida de la jungla habrían de operar igual, tirando todo afuera, lejos del juego verdadero, pero importantes a la hora de ser frontones. Se convirtieron, así, en funcionarios de carrera. Desarrollaron una supervivencia en el arte del disimulo, el orden, la diplomacia, las breves frases, los aforismos y los libros de historia. Comenzaron recomendados para sentar sus feudos en algún laberinto estatal y allí prosiguieron hasta alcanzar otras alturas. Les agregaron alas a sus cuerpos hinchados y con proposición animal fueron especializándose en escaladas y ascensos, sin temer a las alturas ni a las cabezas que iban dejando caer al abismo. Jamás fue notorio que derramaran sangre, por eso sus triunfos fueron más imperceptibles y parecían no dejar víctimas en el camino. Ya crecidos se unen a una dama congelada que les da una piara estable de crías y comida a punto. Se aburren y no lo saben. Procrean por generación espontánea, pocas veces dudan sobre la maldita condición humana o la alegría vertiginosa del absurdo y del amor. Leen revistas de diseño industrial, de oratoria y de crónicas de viajes. Coleccionan habanos o mates de plata. Algunos adoptan creencias religiosas porque deducen que deben tenerlas y mascotas para que les cuiden el pórtico de sus casas. No dan propina ni estimulan a nadie ni sueñan utopías. El mundo ya está hecho: ¿para que preguntarse si está bien o mal? Cada uno sabe, se repiten con su filosofía sin tropiezos. Son dialoguistas sin encono y solo evitan la rabia para procurar llevar el agua para los molinos que administran. Siempre a metros de la cocina de los menjunjes decisivos, siempre en la antesala, siempre funcionarios, siempre fusibles. Nadie los recordará ni evocará por ellos frases emotivas. Son chanchitos prácticos y de voracidad controlada. Y paradójicamente, son incapaces de arrastrar una moneda ajena a sus bolsillos. Son útiles, como los útiles del colegio, como las carpetas, los mapas o las gomas: una vez que cumplen su ciclo, sencillamente se los tira al cesto. Ignoran la agonía de no saberse nada, administran sus magros talentos como un tesoro, prendidos a la teta materna del Estado o un jefe, mamando la leche de un sueldo seguro, una casita de fin de semana y un entierro sin gastos. Se harían matar por el amo si fuera necesario, pero nunca por la patria. Una vez me encontré con uno cara a cara y créanme que parecen cartilaginosos y da un poco de vértigo tenerlos cerca. Parecen no transpirar, parecen no respirar, parecen algo que no es ni vegetal ni mineral siquiera. Son algo, otra cosa inclasificable y poderosa en su condición de fantasmas rellenos con unos kilos de carne humana. El que vi ostentaba corbata de punto piqué, uñas esmeriladas, todos los dientes sanísimos y una enorme lapicera que blandía para dar explicaciones.

Me impresionó la ausencia de rubor en sus mejillas y el aspecto mortuorio de sus ojos. No eran tristes, ni apenados: estaban fallecidos bajo la mortaja de sus anteojos perfectos y una luz monacal descendía desde la ventana trasera hasta sus espaldas. Yo estaba allí, frente a él, a su merced y necesitaba de su aprobación para salvarme de un entuerto financiero. ¿Sobornarlo? ¿Conmoverlo? ¿Apelar a nuestro pasado común? Porque él, el funcionario de carrera, había sido compañero de claustros y según deduje, había borrado todo su pasado como si nunca hubiese existido y con él mi cara, las mañanas en el colegio, su puesto junto al poste, aguantando pelotazos. Me retiré como había venido, sumido en promesas que nunca se habrían de cumplir, admirado por su lógica de hacer el mal, creyendo que se hace el bien.

Reflexiones: Excusas por Adrián Abonizio

Jueves, 20 de enero de 2005
Siempre pareceríamos estar más dispuestos a dar excusas que a vivir. No se buscan razones para hacer lo que se quiere, se buscan excusas, dijo alguien. Resulta una mentira piadosa, dulce y apreciada, que crece como una planta zángano dentro de otra más laboriosa y legítima, y excúsenme la solemnidad, que denomino planta de la verdad. ¡Ah, resulta tan tentadora como un pecado, tan emborrachadora de gozo que aletarga como una droga, pospone y evita el dolor! ¡Eludamos con alegría y denuedo nuestras batallas perdidas! ¡Finjamos saber y hagámosnos los misteriosos aún con nosotros mismos! ¿Para que luchar si podemos posponer, para que sufrir ahora si podemos invertir a futuro sobre el lomo terso de la diplomacia? Es como regalar flores: su repetición no invalida su eficacia.Hay diferencias sutiles entre la disculpa y la excusa. La primera tiene resonancias gentiles y conlleva el arrepentimiento. La segunda actúa como escudo de la impostura y debería avergonzarnos, pero estamos enfermos de "Excusitis" y ella, como una bacteria embrujada jamás se habrá de disculpar: es arrogante, mentirosa y meliflua igual a la hechicera de las fábulas. Y bonita además.Lejos de avergonzarnos, las excusas nos hacen conservar un inexplicable orgullo. Un placer de mentir y huir por la tangente, una felicidad infantil de haber engañado al adulto que está allí afuera, engañado.Hay excusas forjadas en el resentimiento; otras en la estupidez, la modorra o la necedad. Un equipo pierde un partido imposible y alude a las dimensiones del campo o a la lluvia. Uno debería visitar al médico aquel que nos aconsejó un chequeo pero siempre estamos ocupadísimos. Luego de cenar como leones nos mentimos con empezar el régimen el lunes. Un gobierno alude estar bien encaminado, pero arrastra una pesada herencia. Es que las excusas son dulcísimas y se maceran sobre el fuego del pensamiento mágico al que le solemos atribuir un poder inconmensurable de Sr. Destino. Si no cumplimos lo prometido o no nos animamos a empezar se deberá seguramente a que "algo o alguien" así no lo desean.Darnos cuenta de la medida de nuestra miseria, es casi imposible: la luz embriagadora produce ceguera. Un sujeto que lleva el crimen en la sangre se calzará un uniforme y tendrá licencia para matar, en nombre de la ley y el derecho. Un hincha es humillado durante años, aún antes de serlo: luego, en la tribuna, la excusa de sus salvajadas es la bandera adversaria. Hay que pegar primero antes que nos peguen.No se hace campaña para evitar muertes abortivas o enfermedades por contacto sexual con la peor excusa de todas: la divina. Nos arrima al horror oscuro de la fugacidad de las cosas y de los seres. Paranoia que convierte a los demás en enemigos de nuestro coto, nuestro dios, nuestra libertad. Creo que para muchos vivir es un excusa para no decidirse a fallecer con cierta hidalguía por eso posponen encontrarse con la cruel verdad. Una madre no se realizó por culpa de sus hijos; un taxista abandonó las artes por el puchero, otro no se casó por culpa de los padres. Algunos se tornan monstruos y otros generan simpatías. Todo depende del ángel o el demonio que nos empuje a la impostura de estos paraísos artificiales.Y cuidado conmigo, amigos: que el que suscribe fue un campeón de las excusas. La excusa para el intento de cambiarme el sexo fue pensar que así le podría gustar más a mis amigos. No ir al dentista y tener la dentición como Charly García se debió a mi halitosis y a no querer incomodar al profesional. ¿Para que recoger perros abandonados habiendo tantos pibes en el mismo estado? Es cierto, claro, que no hice ni una cosa ni la otra, pero, por algo será, no me pregunten por qué.Aduje que los tangos son tristes, pues esa libertad que se afirma a sí misma, ese existencialismo criollo, simplemente me desbordaba. No tengo más que un único amigo pero bueno (en realidad desconfío de todos, inclusive de él pero no se lo digo). El corazón me sirve solo para pensar; soy demasiado sensible para este mundo alocado. Soy un excusado en rehabilitación. He utilizado la retórica, al chantaje, la hipnosis, la piedad, el miedo, el mito del Tiempo que corre veloz, la salvación de la patria, la salud de los ancianos y el buen nombre de mi hermana como excusa para evitar males mayores. He parodiado a los honestos, fingido enfermedad y embaucado a los débiles. He acusado con falsía, suprimido pruebas incriminatorias y recusado testigos para potenciar mi excusa. He adquirido un buen nombre, he traicionado y he vaciado de contenido algunas palabras sagradas.Mi excusa es simple: soy apenas un mortal que no sabe bien qué hace; un ciudadano confundido por la palabrería de los poderosos y una víctima del sistema, mis amigos. Pobre de mi. Pobrecito, me repito. Me bancan económicamente, pues saben que no quiero ser tragado por este sistema perverso. Y si escribo acá es porque estoy esperando la edición a nivel mundial de mis obras. Créanme: sólo hago estas notas a los apurones y para entretenerme. No es excusa, pero yo estoy para otra cosa.

Reflexiones: Siesta del diablo

Jueves, 24 de febrero de 2005
Dios mío, me dije en aquella siesta en que Dios no estaba ni parecía vigilar. Sabía por dichos que el demonio se aposentaba a esa hora para meternos malos pensamientos, pero de ahí a verlo había diferencia. ¿Y qué eran los malos pensamientos? No significaban el asesinar a los padres o envenenarle los perros a la señora del chalé que jamás nos devolvía la pelota y que cuando lo hacía, la dejaba caer a nuestros pies tajeada por cuchillos o mandíbulas. Tampoco era rogarle al Malo por el incendio del colegio o que muera el nueve de Independiente que le había hecho un gol agónico al Gato Andrada. No, los malos pensamientos eran las mujeres, mis amigos. Señoritas descubiertas en poses extremas. Señoritas desnudas que sólo pude espiar en unos naipes que mi padrino Varela daba vueltas con parsimonia cruel sobre el paño verde de su taller de sastre. Señoritas en pose de sirena dentro de calcomanías sobre el caño de las bicicletas. Señoritas rellenas con cinturas exiguas y pechos inmensos. Chicas norteamericanas, busconas; señoritas ronroneantes que en las series desaparecían bajo las sábanas tras una nube de tabaco. Chicas que se acostaban con espías de jopo o con bandoleros. Señoritas argentinas que bailaban levantando sus patitas en "Casino Royal", donde un Marty Cossens o un Chico Novarro buenos mozos hacían la parodia del singer negro o melancólico con pucho en la boca, acariciando con ternura las teclas del piano y pasando sus dedos con erotismo ingenuo sobre los hombros descubiertos de una corista emplumada.Ah, esos concursos de bellezas donde ellas desfilaban en trajes de baño. Ah, esas propagandas de perfumes, de plumitas de Altai, de aceites para ensaladas y cañas quemadas para el garguero, donde una modelo besaba a la cámara o se enroscaba sensualmente a los pies de un compadrito. Eso, amigos, nos conducía a la siesta del diablo, encerrados en el baño, y con las fotos de las revistas enrolladas invariablemente bajo el pantalón corto o camufladas por un Gráfico. Todo sucedía en verano, amigos. Durante el calor se asilaba en nosotros, bajo nuestra piel escarada de picaduras, el mismísimo demonio, quien descendía de los campos labrados en la altura de unas montañas perpetuas o de unas llanuras de fuego con descansos umbríos junto a un río de plata y de miel; venía, digo, a echarnos azufre en los intestinos, y a soplarnos fuego verde entre las piernas y a secarnos la garganta, mientras se hinchaba en nuestros miembros y hacía que manase de él una saliva pecaminosa; un calvario de cuellos transpirados y piernas que temblaban luego y nos quedábamos como idiotas mirándonos al espejo que se tornaba grisáceo, impactados del poder que estaba dentro nuestro, del sueño desvelado de la siesta sin señoritas reales y madres durmiendo cerca, lo que acentuaba la culpa y el peligro.Pienso y digo: María Aurelia Bisutti, sonriendo a la cámara que la retrataba bajo un sol radiante en el césped mientras detrás se perfilaban unas canoas y un muelle vacío. María Concepción César y sus breteles ariscos bajo un haz nocturno. Zulma Faiad retorcida en una telaraña de nailon enfermizo. Y luego tantísimas hojas arrancadas, robadas a otros o compradas en el mercado negro que uno mezclaba y distribuía en un mazo hasta lograr el colmo de la bestialidad frankensteiniana: unir las mejores partes y culminar en una sola imagen, puesto que las fotos no eran desplegables.-Dios mío, me dije aquella vez, y creí que me moría. -Dios mío, murmuré, a la vez que se me erizaban los pelitos de los antebrazos. Era el demonio y estaba allí, a la salida del patio, con los brazos en jarra y todo rojo. El diablo de cola negra y crestas de lagarto; las garras, el aliento de sulfuro, el olor a peste. Avanzando hacia mí. Creí escuchar un : "¿Qué estabas haciendo, eh?", pero eso fue un brevísimo instante como lo que debe durar el aliento de la muerte antes del golpe y la caída, y las estrellitas que de verdad existen al machucarse uno la crisma. Ah, Dios mío, aquel tío imbécil probando su disfraz de Diablo justo conmigo. Y María Aurelia Bisutti desmoronándose en las baldosas con los pechos semicubiertos de donde le asomaban unas estrellitas, las mismas que había visto girar en mi cabeza cuando culminé en el baño, las mismas que habían caído desde adentro de mi cabeza con el golpazo, las mismas que coronaban el techito de la parroquia, donde la Virgen dormía en la frescura de su siesta purísima junto a su hijo Jesús crucificado, muerto y resucitado. Allí, donde escondíamos las revistas bajo su manto; allí donde él dormía feliz de estar en el regazo de su mamá sin pecado concebida y a quien seguramente nunca le habría dado un disgusto como yo a la mía; eso de salir en la locura de un viento norte para hacerme el estudioso, cruzar el patio y encerrarme, para que luego el mismísimo diablo de la siesta me descubriese celebrando la misa hereje de mi cuerpo en soledad.

Reyes de la noche por Adrián Abonizio

Jueves, 06 de enero de 2005
Fue el Gordo Ontiveros el que empezó a azuzarnos con aquello de que los Reyes eran los padres. Constituía una verdad y un chiste involuntario, pero igual decidimos no creerle: los padres tenían juguetería. El había descubierto a Don Ontiveros fastidiarse con el regalo de su párvulo, porque tenía que desarmar la vidriera y era el último trencito eléctrico que le quedaba. La anécdota se tornó confusa y con el tiempo prevaleció que el Gordo resultaba ser un mentiroso y un cínico.

Para todos los Reyes caminaban desde adentro de nuestros ojos, pero nunca se dejarían ver, ni revelarían identidad alguna. Eran como los marcianos pero generosos. Constituían un azúcar cósmica, dulcísima y tan fría como el congelamiento de las estrellas, eran un licuado de frutas de hielo que hacía doler la nariz y embriagaba con su aroma, eran el beso maduro de una actriz de cine, el gusto a chocolate, la Pileta Municipal, la larga noche ansiada donde engaño y el deseo dormirían juntos.

Siempre fui medio idiota. He esperado por años la señal sicótica que de chico veía en las láminas sagradas. He creído oír los pasos de los camellos en el pasillo, la sombra casi macabra de una aparición real, el olor a mirra en el espiral Caracol humeando y las pisadas leves de los gatos en el techo de chapas como el anticipo del milagro sideral.

Los Tres Magos nunca morían, el Niño Jesús no se cansaba de nacer y Santa Claus era un cuarto Rey algo tempranero, un adelantado cual un Pedro de Mendoza del espacio.

Mis padres, semidesnudos por la tórrida noche, se acostaban y prometían que todo habría de llegar a su tiempo, pero había que dormir. Mi viejo roncaba ajeno a la magia del momento. Mi hermana era mayor y ya no esperaba, yacía tirada en la cama, pintándose las uñas, implacable y despectiva. Se burlaba de mi fe con la crueldad femenina a menudo hormonal y vigorosa. Me decía que era idiota por que aún anhelaba algo que bajase de las estrellas. Ella ansiaba otros reyes, bonitos rugbiers rubios y de buen pasar que había empezado a frecuentar en la secundaria.

El Trío Mágico en su pasada anterior me habían dejado en el patio una bicicleta de mujer similar a la usada de mi hermana, pero repintada de azul. Lo había sorprendido a mi padre dándole una mano con la maquinita de flit pero no desconfiaba del fraude. Ella me repetía que era estúpido, pero yo creía. Y se burlaba repitiéndome la historia del auto que mi padre dijo me habían traído los Reyes y que estaba afuera: una Estanciera metalizada, bruñida a la que subí y de la que bajé con pateaduras, a instancias del dueño.

Los Reyes siempre estaban en bancarrota y yo los comprendía. ¿Cómo iba a dudar de esos seres fabulosos que entraban sin ruido alguno en todas las casas, eran invisibles, evitaban que ladrasen los perros y no dejaban siquiera la marca de boñiga de sus cabalgaduras? ¿Cómo no dejarles pasto con alas de mariposas asesinadas en la víspera como la ofrenda terrible que se le deja a un dios? ¿Cómo no pensar que eran ellos los que en la madrugada abrían la heladera, tomaban del gollete, se pedorreaban y luego para sorpresa mayor se metían en la pieza de nuestros padres? ¿Cómo desconfiar que había otro mundo sin peso ni gravedad, con espuma de cometas, con esperanza y un nunca por siempre morir? ¿Cómo no creerle a esa morocha que vendía café en la tienda cuando me mostró sus piernas de mora y que al sonreír como una esclava de Oriente me prometió interceder por un buen regalo?

Era medio idiota pero ya sabía destilar en mí una droga que hacía negarme a entrar en ese otro mundo paralelo de los adultos. El universo de los otros, los que olían a sudor y eran bestiales, los que fallecían de cáncer o se ahogaban en el remanso Valerio, los que se peleaban entre hermanos y luego un día desaparecían de nuestras vidas sin siquiera consultarnos solo porque éramos chicos.

No conocía el significado de la palabra placebo pero empecé a percibir su significado una tarde del 5 de enero. Las madres nos lo daban a modo de consuelo para que no estallemos de furia por el año transcurrido en la Cárcel de Encausados, vale decir el colegio. Todo se reducía, mediante la expectativa de un premio mayor, a un mero arresto domiciliario.

Esto, dicho de otro modo, era lo que hablaba mi tío, el Francés, con otro amigo socialista, ambos en cuero en la cocina, cebándose mates y enojados con Dios, el Santo Padre y la Sagrada Familia.

-Esto, cuando haya un gobierno nuestro se va a terminar- dijo el otro.

Confieso que me asusté pero lo repito, yo era medio idiota en esa época. El Francés agregó:

-Mirá, hermano, esta noche no será Noche de Reyes sino que voy a ser el Rey de la Noche con lo que me está esperando.

El tío, calavera, mantenido y bailarín tenía ideas de izquierda y se jactaba de nunca haber trabajado para patrón alguno. Me llevaba, alto hasta el cielo en la noche poderosa de la visita del Trío Mágico haciéndome remontar un barrilete-cajón con una vela dentro y un pedido. Lo trajeron la mañana del 6 de enero aquel adentro de un ataúd, trajeado a la fuerza, con cara de incómodo finado. Lo lloré en la terraza, solo. Un marido celoso lo había baleado cuando salía de la alcoba matrimonial. El, a su modo, siguió creyendo en Los Reyes: si hasta lo encontraron muerto, con los zapatos en la mano.

Las pelotas de la maestra por Adrián Abonizio

El recreo largo duraba veinte minutos y se desarrollaba en el patio central. Eramos como cohetes expulsados a una meseta donde sobresalían campiñas acolchadas en yeso, piletones de cemento, planicies patrias. Explotábamos con colorido y furia. El timbrazo. La libertad. Había un piso de baldosas, un mástil en el centro y afiladas puntas de los balcones salientes. Corríamos y los golpes con sangraduras, rodillas raspadas eran lo habitual. En la temporada alta -primavera- la salita de primeros auxilios se asemejaba a un hospital de campaña. Allí por vez primera descubrí el alcohol espumante, la oxigenada, que jamás hacía arder. Sangré y fui sangrado. La batalla se componía de dos recios caballos abajo -los gordos eran ideales- y arriba de cada animal, un jockey guerrero, muñido de su regla de madera tratando de ensartar al otro, hacerlo caer al foso, chocar, morir, verle rasgarse la armadura de su guardapolvo. En aquel rectángulo de piedra lastimé a mi cabalgadura con un puñetazo acicateador Reprobado por la escena me echaron de la lidia. Me dediqué al peloteo. Dos arcos cuyos postes eran las carpetas y pelota de trapo concebida de antemano, en la intimidad de las casas nuestras. Como era una guerra ligera de quince minutos el armamento debía ser liviano y sin costo. Las de goma rebotaban mucho y eran presas fáciles para las maestras. Siguiendo vaya a saber qué tradición femenina ellas, al igual que las abominables vecinas, las capturaban y nunca la devolvían. -Se las llevan a los hijos, dijo acertadamente Pigui, mi caballo. De ahí a imaginarse el escenario hubo un paso. La casa de la maestra, con brillos y colores donde brincaban enormes o diminutas pelotas de todos los diámetros y dueños. Ideé un plan: conseguir la dirección de alguna de ellas, entrar por algún lado y saquearle la santabárbara donde, además de enriquecernos con redondas múltiples, recobraríamos las nuestras. Estaba loco: ya dibujaba guerras intergalácticas con marcianos de seis ojos como nadie: ya conocía lo que había en el medio de las piernas de las chicas y había ya probado mi valor y mi demencia caminando sobre el borde alto del techo de la escuela a la vista de todos. Yo estaba loco. Pero volvería a esa época aún dejando lo que me resta de vida, regalándola, para volver a sentir el diáfano rigor de la aventura y la infinitud de no medir el riesgo. Era valiente por reflejo, no por vocación. Amar sin presentir. Hoy no estoy más loco, pero lo necesitaría. Una pena de medio siglo sin haberle visto los cuernos al demonio ni oído las campánulas terribles de los ángeles agobia: una medianía tosca disfrazada de buenas maneras, un auto acerado que me lleva lejos, una amante, el futuro resuelto. Pero en aquel tiempo no sabía nada de esto: era incurable y me había obsesionado el asalto al tren. El robo al banco. El rescate de un soldado herido. La casa de una de ellas. Elegí la de Miriam. Fue un mediodía. La seguí desde la otra vereda. Dobló por Avellaneda y en un pasillito exiguo entró. Donde había una pintada de Perón Vuelve. Allí, me dije. Luego advertí al tipo conocido que saliendo de su auto parado en la puerta la siguió. Decidido, toqué el timbre y ella se asomó. Me miró a través de los diez metros del pasillo, era medio bizca y buscaba los lentes con la mano libre pues con la otra había tomado la precaución de no abrir del todo la vaina de la puerta. -Soy yo, alargué y confianzudo caminé unos pasos. La cadenita que había interpuesto me impidió entrar y me frené. Como en los cuadros de fantasmas, como si aquello fuese el cuerpo mismo de un fantasma vi, reproducido en el espejo frontal de un comedor, el perfil del padre de Pigui que se tiraba para atrás, en la semioscuridad de un recodo de comedor que apenas pude intuir, encandilado por el sol. -No, nada... ¿Usted no vio mi carpeta, señorita? Se llevó una mano a la frente, se acomodó los lentes, miró fijo y por sobre mi cabeza -¿Carpeta? ¿Cual carpeta? ¿Quien te dijo donde vivía? -La de Ciencias, nada, es que me pareció que me la olvidé con usted. -No, mi amor, dijo con una voz agudísima que me chirrió en los oídos. La mano me expulsaba y su voz quería ser serena. Como pude pegué un salto y ya estaba fuera con el corazón tamborilleando por lo que había visto. La casa de las pelotas escondía un secreto. Un rumbo oscuro en el mediodía. El campanario cerca les ayudaría a que el papá de Pigui pudiera regresar a tiempo para almorzar. No había pelotas ni depósito ni estanterías repletas ni claraboyas giratorias donde desfilarían lentamente para ser seguidas con la vista y con solo señalar la elegida esta bajaría solita a nuestros pies. Ya dije que estaba loco. Imaginaba paisajes, veía espíritus que se escondían tras los armarios. -Comé, ordenó mi mamá. Y dejá de mirar la luna. De fondo, la radio encendida, el bullir de la olla, el olor a huerta cocida. La llave en la puerta de chapa y mi padre sonriente. Lleva algo detrás: deja el bolso en el piso y me arroja, suavemente por el piso de la cocina grisado una enorme pelota naranja que viene rodando. -Me la dieron en la fábrica por el Día del Niño, anunció besando a mi mamá y pasando para el baño donde con fragor de soldado se lava ruidosamente las manos.

Reflexiones: Hojas de paradojas

Jueves, 17 de marzo de 2005
Hojas de paradojas
Adrián Abonizio
El tipo construye canchas de tenis. Apisona los cascotes molidos, marca los límites, observa los desniveles del terreno. Sus ancestros edificaron terrazas imperiales allá en el Cuzco; él plancha la tierra hasta dejarla lisita. En sus uñas hay un depósito terroso y colorado que vive quieto desde siempre. Hace esta labor de jovencito y lo hará hasta su muerte: nunca jugó ni jugará al tenis.

Las salinas son un espejo envenenado. El sol allí se agranda y enceguece las córneas; la luna parece enfriar el sopor de ese doble fuego multiplicado. Trabajar allí es fatigoso y mal pago. Tanto que a veces falta la sal en sus mesas y se abstienen del condimento. Encuentran caracoles de cuando este piso de sal era mar. Caminan en el océano invisible y suelen ahogarse no por el agua, sino por la falta de ella.

El tipo trabaja en pompas fúnebres y ha ido construyendo un futuro trabajando para el pasado. Sus cimientos son el escombro de las vidas y el los mezcla con pasión artesanal; tanto que parece un gusto estar fallecido entre sus manos. Los cambios climáticos lo ponen de buen humor: habrá más ancianos dispuestos a partir y más niños en desventaja. Es una buena persona, pero vive la vida pensando en la muerte.

Matices de un mundo de sobrevivientes que van pisando sus sombras y tal vez no vean que la alocada brújula de las paradojas los ha llevado a ser centro de un absurdo. La sombra de una sombra. Agua en el agua y contrafuego en el incendio. Cristo, hijo de un carpintero, terminó su vida clavado sobre un madero. Ernesto Guevara fue declarado no apto para el servicio militar. Y a Da Vinci le auguraron un mal futuro como dibujante. El fuego es una rápida oxidación y la oxidación es una combustión gradual. Un escándalo que da notoriedad es una caída para arriba y el beso de la mafia sella la suerte de la víctima. Hay gente bonita con el alma descompuesta y horripilantes capaces de un acto poético tan sublime como anónimo. Me encanta esto de insistir buscando lo inverosímil que no sobresale, enquistado en las costumbres. En muchísimas terminales de este país, sitio simbólico del Viaje y el Tiempo, sus relojes o funcionan mal o brillan por su ausencia. Hay pescadores alérgicos a lo que sacan en sus redes y prostitutas que desconocen el orgasmo. Llaman "madre" a las superioras de los internados o congregaciones, justo allí donde la maternidad ha sido proscripta. Un pediatra atiende, amonesta y aconseja a los padres primerizos, pero no tiene hijos. En Auschwitz había un cartel a la entrada que rezaba: el trabajo os hará libres. Los religiosos trabajan de ello: obedecen y hacen obedecer un mandato que han obtenido cual franquicia comercial. Dicen recibir órdenes de un jefe que nunca verán. Dicen dialogar con él en el colmo de la paradoja: un enunciado que otorga jerarquía y poder a la invisibilidad. Hablan por Uno que nadie ha visto y sin embargo alegan ser sus ojos y sus oídos. El ginecólogo que trabaja donde otros se divierten; el cómico que vive amargado cuando está bajo el escenario, el meteorólogo que no lava su auto a pesar que ha pronosticado sol, la chica que limpia casas y que en el fin de semana se dedica a limpiar la suya como tarea lúdica, el boxeador al que le asusta ver sangre, todas son ramitas paradojales en el árbol de los malentendidos, en la enredadera surrealista que está en nuestras vidas asombrándonos, regalándonos una dimensión de asombro. Finalmente está la gente como este oscuro escriba, que escribe leyendo párrafos ajenos de buena pluma; lo que se dice palabra sobre palabra; componer en caliente, robar sin delatarse demasiado. Puede ser una hoja de paradojas si se lo mira magnánimamente, mas creo que es llanamente, hay que decirlo, envidia. Y de la hay que deducir en su favor que encierra una buena acción también: sirve para despertar la luz del movimiento en almas dormidas a pesar de ser un sentimiento mal nacido y en las sombras. Les dejo la última con respecto a los políticos: la gente pidió el "que se vayan todos" y de a uno están regresando. Constituye una mínima paradoja y una gran vergüenza.

Reflexiones: Grandes misterios del Mundo adulto

Jueves, 10 de marzo de 2005
A quién le importan los pequeños misterios? ¿Quién se interesa por los enigmas devaluados? ¿Qué tienen de atractivo hoy la maldición de Tutankamón, el Triángulo de las Bermudas o la vida sexual del Yeti? Pavadas de la historia. Nomenclatura barata de mitos sin estirpe. Relatos de náufragos aburridos en bibliotecas con aromas a orines de roedores y papeles amarillentos. Ya se sabe hasta cómo pateó Cristo su primer penal, quién fue el arquero y si tomó carrera. Misterios quedan pocos y encima irrumpen en casa desde una pantalla.

Los míos son difíciles de sobrellevar en la adultez sin exponerlos al escarnio de la burla. Aquí empiezo: los jugadores en las canchas se ven chiquitos como hormigas, no obstante los relatores los reconocen en milésimas a pesar que nunca antes los habían visto. ¿Cómo diablos hacen? Los religiosos que aparecen en la medianoche seguramente grabarán sus programas todos en un mismo día; luego, al verse, ¿no les dará impresión esa ristra fatigosa de máximas y pasajes bíblicos? Yo aún me quedo absorto deduciendo por dónde entran los bichitos que yacen momificados dentro de los globos de luz. O que nunca sorprenda a los que escriben los graffitis. No poder comprobar la efectividad de esas botellas dispuestas en las veredas para que los pichichos no orinen. Ignorar si algunos policías ya nacieron con esa pinta de guardianes o el trajín los fue torneando. No encontrar el porqué de las curanderas cuando el empacho hace que la cinta métrica cada vez se acorte más. El misterio de algún artefacto que en la caja se veía esplendoroso y una vez abierto imposible de armar. Desconocer qué mecanismo mágico crece dentro del pabellón del oído de algunos mecánicos para que determinen que achaques tiene el auto con solo oírlo ronronear. Uno se golpea y le crece un chichón, ¿es el hueso que se hincha?. Uno mira la ciudad y tiene un pensamiento extraño: ¿cuántas muertes, cuántos nacimientos y orgasmos simultáneos se estarán produciendo? ¿Habrá alguna máquina para comprobarlo? ¿Por qué parece que la gente buena se muere antes que la dañina? ¿Qué significa ese cartel que nos anuncia que estamos siendo filmados para nuestra seguridad? ¿Será para identificar mejor a los cadáveres en caso de un robo violento? ¿Por qué en las tragedias viales los accidentados pierden sus zapatos? ¿Habrá que entrar a la eternidad descalzos? Debemos ser serios y no pensar en abstracciones. Debemos silenciar al pibe que se pregunta cosas, porque por algo crecimos y nuestras conversaciones deben versar ahora sobre los motores diesel o la consabida frigidez femenina. Sería suicida entrar a un bolichón de extramuros con tauras y asesinos en donde uno, además de ser un extraño, empiece a cuestionarse estos tópicos y provocando a los señores con acertijos, pullas y pedorreos. ¿Le parece peligroso? Mucho más lo es ir tapiando los enigmas, sintiéndonos mayores sólo porque nos aburrimos como ostras. Lo insano no está en exponerlo en sitios inconvenientes, sino en esconderlos en lugares convenientes. Por eso, amigos, yo ando con mi candidez ilustrada siempre a mano. Alguna noche pretendí sacar a bailar a la musa de los misterios para develar bajo su máscara de rouge la verdad de las verdades, pero tras mis pisotones me invitó a que no entre más a una milonga donde acceden sólo los buenos bailarines. ¿No son esas obras de arte modernas similares a las que realizan sin saberlo los albañiles en los laterales de edificios reparando la gusanera de la humedad, o los chapistas torciendo el metal? Hay mujeres que al besarlas evocan el gusto a malvón en sus labios y a animal marino en su sexo, y hombres que huelen a las cebollas crudas en su axila y a bosques quemados en su aliento ¿No seremos naturaleza plena y no lo admitimos? ¿No será el misterio mucho más sencillo de lo que parece pero que no conviene explicar? Yo admiro muchas cosas como un chico: el políglota es para mí un poseído; el que derrama una estrategia de ajedrez con eficacia un médium, y un semidiós al que dibuja una carambola de billar un gol prodigioso. Debo ser un imbécil que quiere creer en magias. Un bicho exótico que no encaja en el manicomio. Soy capaz de ver bella a una mujer sin fortuna ni gracia por el sólo hecho de haberme mirado de alguna forma particular. Soy capaz de admirar el sonido sinfónico que despide un matricero trabajando en una pieza. Y no crean que finjo ser un sensible permanente, amigos. Todo esto lo mastico en silencio. No me creo nada, pero creo en todo. No soy nadie porque soy muchos. Veo cosas que son sagradas y gratuitas sin pagar entrada. Oigo el mar o el viento sin salir de playa ni internarme en los bosques. Aprendí a ser callado y a disimular. Es que muchos me han llamado idiota por esto o impostor o aficionado a los brebajes alucinógenos. Sepan disculparme la arrogancia pero prefiero ser un boludo alegre a un inteligente triste.
Adrián Abonizio

Escrito en el cuerpo por Adrián Abonizio

Jueves, 18 de noviembre de 2004
El buen escritor no se distingue de cualquier humano. No tiene cuernos dorados, no es luminoso, ni ostenta una corona radiante. Es muy parecido a un cualquiera. En eso reside su poder: la invisibilidad, el don de pasar desapercibido. Está tomando café y sonríe ante el logo del Congreso de la Lengua. "Hay un millón de pibes analfabetos en Argentina que si ven esto confundirían a esta e minúscula con un muñequito". Luego habla como si estuviese solo.

"Escribir es un privilegio y una maldición. Es una espada que está hambrienta de nuestro cuerpo y que siempre cae parada de punta sobre la tierra mientras nosotros yacemos debajo. Escribir cansa y a la vez alarga la vida. Nos llena de protagonismo en un mundo de abanicos intermitentes, candilejas mustias y adioses sagrados. Es el protagónico de la soledad: solos en la duermevela, solos en la madrugada, solos en la altura o bajo la garúa o la nieve. Escribir conduce la electricidad y el rayo; apaga las tormentas de arena con reflejos de otro viento que la amaina. Amansa las fieras y las reaviva, surgidas de un fuego fatuo que provocamos al infringir la ley primera: no hay que mover de sus casillas secretas a los fantasmas. Escribir angustia, exalta y diagnostica, enferma, salva y ahoga. Perfuma, aburre y mata. Perfora y tapa. Ahuyenta y atrae, enloquece y cura. Escribir es como mirar la noche sin testigos, como dormir en el campo, o alumbrar un pozo de animales peligrosos o hacer ruido en medio de una casona repleta de asesinos durmiendo. El escritor quiere pasar desapercibido pero no puede: sus letras lo apabullan y hacen el ruido que el no quiere oír. El escritor ha traído hijos al mundo y debe luego alimentarlos. Por eso es que los escritores son padres a la fuerza para comprobar en carne la verdadera simiente y no la abstracta, la de las oraciones que reclaman con más fuerza el fin de su orfandad. Hay escritores que no son valientes y se caen, podridos del árbol. No hace falta escribir denuncias para serlo. La valentía es algo horizontal, imperceptible no vertical y llamativa. Cada uno sabe donde le empieza a picar la cobardía. Un buen escritor se da cuenta de todo eso, sólo que debe disimular para no enloquecer o hacerse matar en extramuros. Hay escritores que no son valientes y simulan serlo. Hay otros que son en exceso y nadie lo sabe, ni ellos mismos. Pena sobre pena hace la vida lastimarse. Alegría sobre alegría hace que uno viva sonriendo y se agobien las comisuras. El buen escritor no quiere ni una cosa ni otra: quiere todo, todo junto y mezclado. El sabe que cuando está cerca de algo y luego se aleja y luego vuelve a acercarse si ha desarrollado la capacidad de caza a la espera sobrevivirá. A pesar del insomnio. El impaciente es devorado por la luz del amanecer y tal vez con él se mueran un rosario de buenas intenciones. El escritor es un silencioso pescador enamorado del sedal o del pez: debe contar con una paciencia infinita para hilar o matar. Solo él atrapará ese animal, solo él lo matará, solo él lo podrá dar a comer a sus vecinos si así lo quisiera".

No lo puedo seguir, se lo digo. Hace un gesto leve de fastidio y sigue: "El buen escritor anda en un territorio de sombra con encrucijadas en los caminos. Letreros de chapa que conducen a posadas funestas o a hoteles de diez pesos, caminos sin salida, pantanos, gramíneas que esconden espantapájaros o mochuelos fúnebres o mozas de bosque de novelas dispuestas a compartir manjares. El escritor cuando es benévolo muchas veces deja inconclusa una frase por socorrer a alguien. Luego se arrepiente. El buen escritor cuando es egoísta puede dejar morir a su mejor amigo que no dejará la presa. Luego, el remordimiento se amengua con una tapa fragante y de reciente edición. ¿Cómo distinguir uno del que no lo es? Pregunta incómoda. Solo puedo decir que los escritores sudan otro olor, que están acá tomando café con nosotros pero no lo están. No fingen de distracción, son la distracción misma. Son el empeño, el coraje, la traición, la locura y la fe enorme de caminar en las nubes cuando abajo apenas si se llega a pagar los impuestos. ¿Son los escritores llamados para algo? Habitualmente nadie los convoca, ni los redime, ni los calma. Los ignoran, los estafan, los ocultan. A veces ocurre que un buen escritor logra la anticipación con la gente y esa gente lo elige como a un gobernante. A veces es la misma gente que ruega bajito que se muera para poder llorarlo. O que se exilie para entenderlo. El buen escritor debe conocer este juego maldito: te amo pero te odio, quiero tu destrucción y tu gloria. Debe cuidarse más que nada de sus lectores. Que no lo ablanden las alabanzas, ni las preguntas llamativas, ni las mujeres o los hombres hermosos: debe entender que son diablos aburridos que los quieren despistar. Un buen escritor sabe que no existe para nadie pero es eterno. No importa que pinten sus frases en los muros o que alguna oración suya sea recitada por gente impresentable. El escritor siempre debe estar en otro lado, pero armado. No es conveniente salir a la calle con tanto loberío. Tanta comadre. Tanto escritor de sobrecitos de azúcar dando vueltas. Ahora que está el Congreso de la Lengua el buen escritor debe aprovechar el momento: hay tanta gente culta ocupada en el evento que el buen escritor debe estar alerta para tratar de conquistar las mujeres de esos otros escritores con asistencia perfecta, salvo al lecho. Y si, por algún hechizo le otorgan un premio no está permitido rechazarlo ni criticarlo: solo cambiarlo por efectivo en alguna casa de empeño". Luego, como si yo saliera de la nada me consulta sobre el precio del café.