Es la primavera

Es la primavera, argumentan las señoras cuando alguien se sobrepasa en puteada, en alcoholes adultos o piropos. Nuestro volcán apretado se dirime en los callejones aparte de las miradas: ejércitos de piedras y venenitos de los paraísos que hacen estallar las piernas y pican que es un tormento.
Es la primavera, por eso estamos así, alzados en disputas, irguiendo y derrumbando tronos, sudorosos y malolientes con imaginarias cabezas de enmigos colgando del morral que huele a azufre y flores. Miramos los estrellas con la cabeza en las vías para sentirlo cuando viene, cuando retocando el pito piafa sobre la curva para asegurarse que no pisará a nadie o no recibirá artillería. Estamos imbéciles, con nuestros amplios pensamientos sobre el tonto cielo abanderado de una luz rosa que emociona y con nuestras pijitas enanas que buscan lo que ignoran y estan inquietas en su cárceles de algodón.Acabamos por ahí entre las piedras de la marmolería o campeonando bajo la higuera quien termina primero, imaginando las chicas de las calcomanías que estan sentadas de costado y solo dejan entrever un pecho, rubias, extranjeras, fumadoras.
Quito y Fruni me invitan a sus terrazas a un juego teatral: uno hace de Isabel Sarli y los demás le tocan el culo un poco. Es la representación magra y burlona de los filmes que hemos espiado y no hay roce alguna de miembro con miembro, solo el acariciar raspado de nalgas.Luego ellos preparan limonada como en las pelis y descendemos en esos huecos muertos que suele haber entre casa y casa, amparados por una enamorada del muro y unos trastos viejos. El líquido está caliente y corremos como gatos envenenados buscando donde cagar. Regreso con el calzoncillo enmerdado levemente y sucio de tierra. Mi madre no dice nada y le agradezco: ella no entendería. No, no saldré puto me digo y le rezo a la Virgen María para que no me lo permita. Ella emite desde mi vientre un sonido de niño hilarante y tierno que me reconforta con su comprensión, aunque dudo si no estaré como ella, preñado de Dios por mis pecados. Los misterios son infinitos.
Mi padrino aconseja ponerme grasa de carro en la zona del pubis y allí voy yo, conviviendo tres días con ese pegote. Tampoco mi madre dice nada; se ha enterado y no quiere humillarme. Solo me dice que me crecerán los pelitos como los brotes en la primavera y pregunta por mi novia, Claudia como para asegurarse que me gustan las chicas.
En la tienda le suplico compre hilos Tomasito que vienen con cabezas de animales, pero ella solo adquiere un largo paño. El radioteatro empieza y el ventilador empuja unas telas de arañas sobre mi cara. Me río con mi madre, ella asegura que cura las heridas. Elijo un trapo verde para coser sobre el la forma de un pájaro. Dice que porque no dejo eso y me voy afuera a jugar a la pelota. El aire mariquita da resultado y me encuentro estoy pegándole duro a una marca roja que establecí como ángulo extremo donde no llega ni Carrizo.
!Bienvenida primavera!, grita el locutor y sale mi madre a enjugarse el sudor y meter su cabeza toda bajo la canilla del patio. Tiene lindas tetas y el agua le corre hacia ellas sin pudor.
¿Que mirás? me dice y se ríe. Son con las que te alimenté, hijo, y sale disparada hacia dentro del salón de costura. No tienen nada que envidiarle a las chicas de las calcomanías pero son de mi mamá. Logro la abstracción, la diferencia y a la hora de la paja aquello es un poder inigualable, evitando se mezclen los cuerpos.
Evoluciono hacia arriba, hacia el calor de los pájaros muertos de sed y las antenas. Raúl está silencioso junto a su pajarera: lleva una paloma apretada en sus piernas y sé que sueña con una mujer. Lo dejo y me agacho para recibir la sombra de las chapas perforadas.
Es la primavera, doña, se oye a la Isabel que al lado que le franquea la puerta a alguien. Pero no hay vecina ni señora alguna; es un tipo, el gasista el que entra lo hizo por si escuchaban la puerta . No duermo, pero entro en un mar de cielo blanco: alrededor el aire explota y me siento al fin lo que siempre quise: un hombre solo en lo más alto de la montaña mientras abajo, en los valles artificiales de cemento silba la siesta de primavera.

En lo del Cordobés




Jugar en lo del Cordobés y no tomar vino era lo mismo que no jugar. Aún recuerdo la cajita rugosa, un tanto chueca de chorreada, reblandecida en su base con el dibujito del toro manchado, pasando de mano en mano; ellos saliendo de los conventillos que en un tiempo fueran prostíbulos y que guardaban esa rancia figura de paredes rasposas y tablones dispuestos verticales como columnas para que no se pueda espiar. Entrever gente arracimada, humo, muchas criaturas y esa fecundidad entremezclada, malnacida y fiera de pobres con delincuentes. Ellos jugaban conmigo sin hablar. Yo jugaba con ellos sin decir palabra. Andaba por esa época por los diecinueve y había decidido suicidarme. Aún no tenía la forma pero ese extremo, de jugar de arquero para ellos, ese olor a tristes arrabales mortuorios anticipaban mi suerte. Buscaba yo el alto edificio donde tirarme pero no lograba entrar sin ser visto; buscaba el tren que dilataba su arribo, el arma que no conseguía y la barranca con alambres de púas donde abajo el río cimbreba como una culebra. Yo esperaba el paso de los días con una confianza en morir que me tornaba invencible: El miedo y el dolor eran un conjuro que no sentía en mi contra. Ni miedo de dejar esta espina con heridas ni dolor físico. Por eso me había convertido en un arquero de manicomio que salía al choque, que nada le dolía; sacaba todo lo que le tiraban, que era felicitado pero ni agradecía, por eso el vino, el orín caliente tras el ombú y a trotar entonados con la tardecita del sábado con un pozo abierto por donde caía cuando me quedaba solo y ya no era del Cordobés, ni de ellos, ni de sus ráfagas de malevos turbios, hijos de hijos de maleantes y podridos dueños del cuchilleo, la trompada a la esposa y el escruche.

Era mi honda pena adolescente apretujada en un odio descomunal. En eso andaba: Como no me suicidaba me iba matando de a poco hasta que un día, suponía yo, toda la ira acumulada iba a explotarme en la cara con su cartucho de ira o en el pecho o me quebraría el cuello en una mala salida y quedaría tirado allí, enfriado y yéndome morir. Les pegaban ellos hasta a las palomas. Eran malos de verdad y todo contrincante era un animal espúreo al que habia que pisarle la cabeza. Todos los equipos allí perdían o cobraban y yo, el más imbécil suicida de todos estaba de su lado, en las filas asesinas, reidores de dientes sucios y putas que se tornaban en novias para luego ser regenteadas por ellos, devenidos en cafiolos jovencitos.

Era cerca de Pichincha y yo anhelaba morir. La cajita de vino no me nublaba, me hacía orondo y sereno en mi depresión; salía desguarnercido a morir en un choque y eso, esa locura animal que me absolvía de morir abría a mi paso una aureola de alambradas filosas y también un reinado de admiración que sabía recorría las filas de los soldados que cuidaban mis palos. Ellos eran criminales pero supieron distinguir entre un pintoresco y un demente. No digo que me temieran más bien habitaban la superstición del que reconoce a un infradotado sino que me respetaban a fuerza de verme dar cabezazos contra las nucas o contra los ladrillos que hacían de arco y salir airoso.

Se jugaba entre risas y chistes de sus ambientes; a mi me llegaba todo aquello como en sordina: Cuando uno está muy triste o enloquece lo primero que se pierde es la audición. Además, bien poco me importaba lo que hablasen: yo venía de mi yugo cadavérico; me cambiaba, tomaba un poco de vino, luego atajaba como un monstruo lleno de rencor y hastío.No me importaban sus decires, sus mugres anticipatorias de familias que armarían igual a la que tenían, ni toda esa carne de presidio, estúpida, inerte, sin brillo y más lúgubre que yo mismo, un finado casi.Pero sucedió aquello. Lo supe un rato antes, me había pasado una vez y era lo mismo solo que fue incontrolable: Sentí de pronto que todo se abría, musical y enérgico y que latía de nuevo. Como se sale de coma, como se resucita. Tuve una semisonrisa, bajé los brazos armados para el despegue. Recibí un pelotazo en la cara y el gol. Me repuse del golpe pero me reía. El dos me miró serio: Era un armador de juego allí abajo, reconcentrado y mi carcajada lo fastidiaba. Una pelota aérea, suave cayó a mis pies y me pasó por debajo del izquierdo. Gol. La fui a buscar entrecortado de dicha y con el resto de risa que me estaba quedando Che, ¿te pasa algo? Interrogó el Cordobés. Está en pedo, dijo otro. Yo reía. No, es que me dí cuenta que soy un boludo estando acá y pensé en la muerte, en querer dejar el mundo y todo me pareció de repente vergonzoso y pueril. Había terminado el hechizo, de repente. Debía irme. Cuando dieron el pase el nueve de ellos encontró el arco vacío. La empujó con temor. Estaba yo cambiándome detrás. En calzoncillos miré los altos barracones, las casas feas, el mundo patinoso en donde había estado y una angustia bella, de esas que te ponen alas en los pies me azuzó a irme de ahí para siempre.

Entendía por fin la epifanía de los santos, el enamoramiento, el fin de las batallas o el salir campeón del mundo. El mundo hostil de mi alma oscura se había disuelto, no sabía bien cómo. Miré para atrás: Hasta habían suspendido el partido para verme. Y me dieron pena con sus bramidos y su mugre pues me sentí airoso, eterno, escupiendo en una baba larga y certera todo el feo mundo que ya no me volvería a atrapar. Ahí sentí el empellón de la chata y luego nada más, solo un largo raspón sobre el pavimento poceado y mi sonrisa, porque seguía sonriendo pese a todo porque estaba a salvo.