¡Ay Dios, empiezan las clases!


Ay Dios, empezaban las clases y el Sr. Tiempo maduraba el cosmos regurgitando su racimo de uvas sobre nuestras cabezas de reos dispuestos al patíbulo. Secretamente, no admitía que me gustaba ser alumno pues eso era declararse ortiva. Ocurre que era quinto año y me debía una entrada triunfal al equipo de handball que se me había prometido ni bien pisara ese grado Michifuz, que así apodábamos al profe de gimnasia. Era un tipo, paradójicamente a pesar del apodo, lungo, con cara de roedor mal ensamblado por algún dibujante beodo de la Walt Disney, pues cargaba la cintura pegada al plexo; por ende resultaba un panzón con llavero y pito en mano haciéndolos girar en un tick de mando en vozarrón de milico. Pero me había puesto los ojos y me insistió que jugaría en la liga superior. Pero, el ¡Ay Dios empiezan las clases! era el runrún y no debía -como atleta que me consideraba- desconcentrarme. La oración era dicha en boca de las señoras sudadas, con batones y crías feroces: ¿No se podría alumbrar la idea de un comienzo de clases amable, sin apremios, algo normal o sin inconmensurable alegría, pero al menos evitar el fantasma de que todo aquello era un castigo? Pero las entendía: esas madres venían de maridos indiferentes o fajadores, transpirados indolentes que se calzaban la pilcha y se iban al boliche. Señoras que habían vuelto a ser vírgenes por intocadas luego de metódicas maternidades, con un ristra de hijos e hijas, a las que había que asear, desmelenar, despulgar y obligarlos a calzarse un uniforme. Todo aquello les recordaría la situación de calvario, mientras las varices aumentaban y las pastillas para los nervios circulaban de monedero en monedero como caramelos. Yo las veía, las consentía, las comprendía: estaba alto en mi metier, andaba comtemplativo y por suerte mi madre no era del grupo de raposas perdedoras, olientes a cocina y con vello en las axilas. Ella llevaba tacos, se empolvaba la nariz, lucía corte de peluquería y saludaba con una sonrisa, pero de lejos, para no involucrarse con ese sufriente ganado en pie que solo podía murmurar: ¡Ay Dios empiezan las clases! Pobres de ellas, pobre manada de mujeres sin armas, sin alma ni libertad.
El primer día de gimnasia Michifuz, alto, señero, pegándome un tincle en la nuca me anotició que estaba en el equipo. Lo miré como a un dios: era olímpico, de bigotazos duros como de estatua, ganador y me había elegido. Transcurrió la tarde y mi felicidad no cabía en el buzo azul. Luego, a la hora de Hijitus traspuse el umbral donde mi madre, sonriente como Bette Davis, me esperaba con la chocolatada fría. Había otra persona en la sala, la espié: era la esposa del profe Michifuz. Llamé a mi madre con un guiño y le hablé al oído contándole que me habían puesto en el equipo y si la presencia de esa dama allí en el rectángulo del living tenía algo que ver con mi debut en primera. No, son otras cosas... Historias de grandes... Andá para la cocina a ver televisión que tengo que hablar con Doña Laura. Un algo me dijo que podría sintonizar otra película mejor: subí al techo y por los bordes para que no oyera mi retumbar me colé boca abajo y por una pequeña abertura que daba al cuarto donde ya estaban departiendo me dispuse a oír. Fue memorable. Fue monstruoso. Fue educativo. Fue gracioso. Unas piedritas se me clavaban en el cuerpo, había una caca de paloma seca cerca de mi cara pero no quería delatarme. La que hablaba era Doña Laura. Fragmentos, claro: Y así es, Doña, vine a usted porque usted sabe... Usted es sensible y sabe aconsejar. El, él es un bruto, siempre con otras, siempre mirando a otras... Pero hoy, después de su clase lo esperé, y le grité tanto que todo el barrio se enteró, ¿sabe? Lo puse de patitas en la calle. Yo oí un suspiro de aprobación y un lloriqueo... Entonces, créame señora que no obstante el despecho se me aflojó el corazón, y fue porque se me largó a llorar. El infame, me hizo cornuda con perdón de la palabra y se larga a llorar... Que no podía estar solo, que tenía miedo de hacer una locura. ¿Y usted? La voz de mi mamá, severa, sonó por vez primera desaprobando. Yo, yo... Lo dejé pasar..y una vez dentro, viendo que en sus manos tenía las cosas que le tiré a la vereda.. Le pegué con la escoba en la cabeza y enseguida se largó a llorar de nuevo.... Lo tengo en cama, metido, meta moquear... ¡Hasta se le ha dado por ver la novela! Hubo una risotada contenida de ambas que así se despacharon con la desgracia del Michifuz, golpeador, amante, voz de trueno y por lo escuchado bastante cagón.
Me deslicé hacia atrás como una víbora y terminé la leche. La Sra. Laura partió. Mi madre me interrogó sonriente: ¿Que tal el gimnasio? mientas juntaba ropa seca. Bien, todo bien -dije concentrado en Neurus y Pucho.
Al día siguiente lo vi: los dedos con el pito y las llaves, canchero y en nada evidenciando la paliza recibida a no ser el parche en la pelada ensortijada. Me caí limpiando el techo a pedido de la Bruja, ¿viste?, argumentó a su ayudante mientras le miraba en un giro rápido el culo a la profe interina.
Ordenó, gritó, nos trató de maricones sin resistencia, de pelotuditos; que no teníamos aguante y de muchas otras cosas más. Se las toma con nosotros porque ayer casi lo rajan ¿no? -murmuré por lo bajo. ¿Qué dice usted?, me apostrofó y su sombra azul se proyectó sobre mi cuerpito entumecido por el esfuerzo.
Nada, profe. ¡Usted es mi ejemplo! Gracias por enseñarme tantas cosas buenas, eso dije. Me miró y se sonrió reconfortado ante todos. Luego cuando salimos se puso a mi lado y tomándome del hombro, con su garra de gato sucio en mi hombrito deslizó: Una sola palabra de lo que ya me parece que sabés y te quedás afuera del equipo, ¿tamo?
Así era el mundo canchero, artero, gladiador de cobardes y oliente a caca de hombre mayor. Pensé en las mujeres de batón y deduje que ellas, con sus penurias de encierro, con sus penas de telenovela, resultaban más fuertes que todos los Michifuz del planeta. Y mucho más honestas.

La marca de marzo


Y ya cuando marzo empezaba a languidecer, extinguiéndose de a poco como una estela, abandonábamos todo entusiasmo y nos íbamos replegando, dejando sobre la playa del cemento escudos y artillería, caracoles y animales cazados; fogatas marchitas que eran todo un símbolo contundente y sin gloria del fin de los buenos tiempos. Eramos viejos abandonando su hogar para pasar a las casas de retiro; éramos heridos de guerra llevados a enfermería donde por un año no veríamos ese sol, y esos árboles de la orilla. Con penuria nos obligaban a desandar el camino de greda y empezar otro, de pavimento y olor a escuela. ¿Hay algo peor que el olor impregnado a útiles, láminas escolares, el guardapolvo esperándonos? Agazapado, como siempre acechaba el Mal: yo a su merced sin fuerza combativa y mi ejército disperso por la mala hora. Dejábamos los balnearios para remojarnos en otras aguas, fundamentalistas, cerradas, extenuantes. Lo único bueno consistía en el regreso del fútbol que había estado sumergido en dos meses y ahora resurgía anhelante, con otros nombres, cambios y álbum de figuritas nuevo. En una terraza soltamos al aire nuestro polen interno como una salutación al calor germinal que estábamos perdiendo. Un vecino nos vio y contó todo, timbreando en nuestras casas: mi padre, abanicándose con un cartón lo mandó a la mierda porque además estaba escuchando el primer partido de Central y venía fulera la cosa. El tipo era uno que vivía de rentas y lustraba los caireles de la iglesia para purificarse. Fue con su monserja hacia otros padres y de todos ellos recibió una expulsión parecida. Un domingo mi viejo me estaba llevando en bicicleta a comprar el pan: había organizado una "pescadeada" y quería tener todo en orden y temprano: los cuchillos afilados, el mantel lavado, la leña preparada y la radio con pilas. Ese día estaba inspirado. ¡Huy, mirá quien va allá! Era el vecino alcahuete, presto a misa de once, culito erguido, apurado en su meta angélica. Advirtiéndome que me agarrara pasó tan cerca que de un barquinazo de su máquina entrando en lo oscuro de un charco salpicó al fulano hasta el vidrio de los anteojos. !Chau, Cristo!, le gritó y lanzó una pedorrera bucal que me pareció excesiva. Solía por ese entonces avergonzarme: era una aparición de lenguaraz cómico con un trasfondo indecible de crueldad. Su estilo era inmediato, filoso y más de las veces, injusto. Entonces sobrevino lo peor, lo que nadie hubiese imaginado que pase: el tipo, tocado por la afrenta empezó a corrernos. Mi padre lo azuzaba como a un caballo. Pero al alcanzarnos vi su garra en la camisa paterna y el posterior empujón que nos arrinconara a ambos contra el manubrio y el conductor de aquella loca cuadriga al no tener poder ya de manejo se precipitó sobre otro charco. Era marzo, el marzo espantoso de las lluvias que se estaban comiendo las calles con agua impura, hojas revolcadas, pozos profundos. Caímos en uno, una boca de tormenta terciada y salimos de aquel evento él con una pierna rota y yo con el corazón bombeándome bajo la remera amarronada. Aún lo recuerdo, puteándolo desde el empedrado, mientras el sujeto desaparecía con cara de susto metiéndose en su cubil cristiano de parroquia. Luego, lo demás: la ambulancia, mi papá sangrando de la boca y blasfemando como un condenado, la bicicleta hecha un nudo guardada en el bar conocido y yo extrañamente sano y disuelto en una nada mientras que afuera empezaba el viento de marzo y ya el Carrasco nos cobijaba como a heridos del frente. Pasó marzo, mi padre contaba los días en su litera para salir a romperle los huesos. Arriba, un cielo gris de barriletes me auguró la idea. El tipo de culito parado, el mariconzuelo que vivía aún con su mami anciana debía ser apresado en nuestro cubil. Todo lo maquiné en una esquina mientras veía llegar a la viejita que ya estaba a dos casas de la mía. Tuve la inspiración del diablo: de unos saltos estuve al lado de ella y de un empellón suave la introduje en mi casa. La senté en el comedor. No había nadie, era la siesta de marzo y mi viejo dormía en su guarida. Tomé un cuchillo de cocina y le exigí a la viejita el número de teléfono. Llamé. Al rato, tocaba el timbre el alcahuete, con los pómulos rojos, la lengua afuera y transpirándose todo. Mi viejo ya había sido alertado. ¡Hey, preparate que tenés visitas! El eunuco entró con pavor y lo recibí con el cuchillo largo, el de despanzurrar bogas. Ahí está su mami sana y salva mirando la novela y por acá, pase, lo están esperando. Lo tomé del hombro con una fuerza que desconocía en mí y lo metí de prepo en la pieza. Mantuve a la vieja a raya hasta que oí risas estruendosas de mi viejo. Vení, vení, me llamaba con rugidos cortados por la risa. Abrí y la luz empecinada de marzo iluminó la escena: allí estaba el vecino, desnudo, rezando de rodillas frente a mi padre que lo flagelaba con un diario, bufoso en mano. Por la raya del culo blanco del tipo, de entre los cachetes le asomaba un ramito de flores plásticas.
Aquella visión me acompañó mucho tiempo. La viejita ni se enteró, ordené vestirse al tipo, mi padre hipaba de risa, reconfortado como un rey demente. El portazo que di era por una extraña motivación donde ladraban dentro mío la furia, la tristeza, el orgullo, el pudor. Cuando mi padre me llamó para felicitarme, yo ya estaba arriba, sentado en el palomar, mirando la nada, sorprendido en el alma y a la vez estremecido por entrar de lleno a esa raza de humor y de maldad que me marcaría como tatuaje para siempre, el mismo que hoy llevo bajo la piel y se me hace imposible de borrar.