La carrera


9.12 miré el reloj que me hablaba desde la pared de la cocina. Estará retrasado para la Carrera. La escarcha fuera había dejado babas de barba blanca en los marcos de la casilla; el gato ni se movía de al lado del horno abierto y encendido que dejaba mi madre por la noche, y en el almanaque repasé la figura del invierno en un señor arropado y gigante soplando hojas de hielo sobre el mundo esférico y azul. Me deslicé por el pasillo hacia el baño con sigilo de ladrón; sólo mi padre advertido y enseñorado desde la escalera interior y mateando me silbó e hizo un gesto señalando la cocina. ¿A donde vas tan temprano siendo domingo? Murmuré algo de un partido importante. Y no llevás botines. Me señaló al verme desarmado de los aparejos de guerra. Me los llevan. Voy a pescar también, musité. Vas a pescar a dos boludos muertos, ¿sabés?. Vos vas a la Carrera. Y era verdad. Era el día. Se habían citado en el puente Avellaneda el Kerosenero con su Rumy y Caballo Loco con su Pumita. Era el desafío para cruzar Rondeau con semáforo a suerte o verdad partiendo desde donde nacía el puente recién construido. ¿Eh? Inquirió. ¿Tengo o no tengo razón?. No voy a avisar a nadie, además me tengo que ir pero no quiero a la noche tener que ir a ningún velorio: si me entero que se hace vas a ir al tuyo. Huy que miedo,lo desafié. Ya había aprendido a burlarme con la soltura del que se sabe que jamás ligará cachetetazo alguno. Me miró con pena, sobrándome. En mi tiempo había cosas así, los muchachos nos probábamos a ver quien era el mejor o el más fuerte, pero a las piñas. No a la muerte. Ahora andá y ya sabés: lo que tenés ahorrado en el chanchito te voy a obligar a gastarlo en flores. Di un salto y salí huyendo, avergonzado, agrandado, convulsionado. Mi papá entendía los juegos de guerra, mi papá no los admitía pero entendía que la sangre llama a la sangre. Como se había enterado ni cavilé: él se enteraba de todo. Decía tener poderes de leer mi mente o escucharme hablar en sueños. No lo sé. Subí a la bici el asiento helado se me incrustó entre las pelotas y los muslos como una herida , guantes de frisa, diario al pecho, campera de cuero guerrera y silbando hacia el campeonato de los finaditos. Iba a ver morir quizás. Iba a ser el primero en llorar o juntar los restos de los adversarios. Iba a ser mi debut en la Muerte Grande, como le llamaban a esos desafíos de los mayores, pibes de quince que dirimían su coraje, alguna chinita compartida u ofensa, allí en el puente, moto contra moto y cruzar con rojo demostrando el valor. En el comienzo del puente ya había cinco o seis pibes. Estaba el Alto, un energúmeno hijo de peluqueros, fanático de la lucha y cazador de perros a gomerazos. Luego Cardetti, otro pequeño asesino que envenenaba ratones y los conservaba en formol para luego ponerlo en algunos sitios incomprensibles como el altar consagrado, por ejemplo. Estaba Luigitengo, con su jopito de cantor y su navajota nerviosa que no impidió esa marca en el cuello producto de una pelea contra tres y él desarmado. Acusaba un niño tuerto y pajaritos muertos a manos de su rifle Maheli aire comprimido cinco y medio. Y Fino o Pinocho, hijo dilecto de las comisarías. Su papá era suboficial una vez nos llevó al baldío de Don Tomás y ajustició un gato barcino que tenía atado con un alambre para que viéramos la puntería . Y el Gordi, un aprendiz de secretario de valientes que quería lo integraran pero sus manos estaban vírgenes de sangre alguna. Yo era casi un desconocido pero me habían visto cascoteando vidrios de la escuela y eso me daba chapa de corsario. Uno tenía reloj, el que fumaba. Che, son las diez y media y estos que no vienen. De pronto, como salidos de un hoyo ruidoso aparecieron ambos por Avellaneda, juntos, sin separarse, cabeza a cabeza a dos por hora. Estaban serios. Llegaron hacia donde estábamos y fue Caballo Loco el que habló. El Kerosenero asentía. Lo pensamos bien y decidimos amigarnos. No vale la pena matarse por una mujer -recitó como en un tango y yo ya veía en él a la sombra de un adulto reculando, justificando su paso atrás y el de su compañero. No obstante me sonó sincero. Somos unos boludos si nos hacemos matar por ella, justificó. El grupo hizo crecer un murmullo de decepción. Eran las once: en el campanario el disco viejo se repetía en el badajo llamando a los fieles a misa. El Kerosenero estaba con el mentón bajo como avergonzado. Caballo Loco soportaba el traspié de una tormenta difusa, cierto halo de indignidad con su ancho pecho de tanque, dispuesto a dar pelea si alguno los cuestionaba. Por algo era el mayor, el más grande y peligroso. Demasiado que le avisamos, explicó el Kerosenero. Entonces, bajado de su chata gris, en mangas de camisa y pitillo en los labios, silbando de costado, lo vi aparecer a mi viejo, saludando como quien entra a un cumpleaños. Aquello era un velorio. ¿Ya está? ¿Ya corrieron? ¿Quien ganó, che? Me miró a mi. Este pendejo ni me dijo nada pero me enteré en el club y vinimos con los muchachos a verlos, ahí llegan. Venían si, cuatro más del club en motos verdaderas, hombres poderosos que iban a jugar su partido en la cancha de Carrasco y alertados por mi viejo se habían llegado hacia allá. La escena era estúpida y cortante. Che ¿y no se mataron?, continuó mi viejo que ya me empezaba a cansar. Yo sangre no veo, agregó otro. Hasta que finalmente, un flaco alto pero panzón a quien lo apodaban Limzul por que no se bañaba nunca vino hasta ambos y juntándolos habló: Son unos seres erróneos, no hay nada que probar. A la vida se la prueba con la vida misma. Sus compañeros, incluso mi padre lo miraron: esas frases estaban magnificadas en el domingo gris. Yo no tengo hijos, la vida me los quitó, pero si quieren hacerse hombres larguen eso. Señaló las motos. Y las navajas que tienen escondidas. Para ser hombre primero hay que hacerse respetar pero no ante ustedes. Ante el patrón. Ese es al que hay que darle. El tienen la culpa de todo, ¿comprenden? Hubo un silencio. El libreto era improvisado y sorprendió a todos. Vamos, muchachos, dijo al resto y nos dejó a todos silenciosos, sin entender del todo su bronca y pensando que todo lo ignoraba sobre las pruebas de sangre para demostrar que uno era un hombre.

A la noche, cuando mi papá se sentó a comer me comentó por debajo para que no oyera nadie El Limzul es un anarquista. Ah, dije yo que no sabía lo que era pero me hice el que sí. Pero decile que llegó tarde. Y me serví, que yo recuerde, el inaugural vaso de vino con soda de mi existir.

Bombas del recuerdo


Cuando nací todos pusieron en duda que viviera de tan flaquito que había llegado. Muchos lo seguían poniendo en duda y auguraban para mi madre sola un paño de lágrimas. Vinieron las consultas al médico de la familia un decir pues médico de la familia sólo tenían quienes estaban constituidos como tal. El facultativo era un quinielero sin matrícula, un curapupas que atendía a domicilio fumando, sanador, místico y arrabalero. Nosotros éramos apenas mi vieja y yo, rodeados de parientes zonales. Una familia en construcción permanente pero nunca asentada. Familiares que se mudaban, y otros ocupaban la casa. Algunos morían y otros, naturalmente la tomaban. Sin reyertas, amables en su ronda. Pocas peleas y mucho movimiento. Toda esa traslación de gitanos me ensambló en la idea de una fugacidad temprana por las cosas y los seres.

Pasaba el día en una casa, corriendo tras la pelota, en los baldíos con rocas lunares y por la noche me llevaban a la mía. Mamá no quería que yo me quedase a dormir en otra cama que no fuera la nuestra. Le entraba un pánico vespertino, una angustia disimulada en sus cigarrillos largos que fumaba como una actriz, semirecostada en el parante de la galería, mientras mi tío Gerli abría la puerta y se sonreía como sonreían antes los mayores. Con todos los dientes y feliz en esos costumbrismos de verse con cualquier excusa y prolongar los lazos sanguíneos.

Toda esa movilidad, creo, hoy que soy mayor y ya casi ni los veo, me llevó a estudiar la Historia. Necesidad de fijarme en algo establecido y sólido como el pasado. No hay nada mejor que un pasado. No se lo puede mover, se lo puede ojear de arriba, de abajo, como a un hueso o un esqueleto, se lo puede admirar, relativizar más nunca romper. Un cuadro estático ante tanta mudanza. Eso, sin sicologismos representa el huir sin fronteras, salvo la de la Historia puesta allí como la legítima barrera ante tanto descalabro. Por esos días le pusieron la bomba a mi tío Estoril. Le decían Estoril porque era el dueño del bar homónimo y había sido peronista y caído preso en el 55. Es una bombita de mierda, estos militares ni fuerza para armar una como dios manda tienen, dicen que dijo a la puerta del bar. Yo pasé por ahí y había un comando radioléctrico estacionado en la vereda de donde por algún hueco de agua roto, manaba una cascada que llegaba hasta la canaleta para luego desaparecer cuadras abajo. Mi tía Espina estaba seria pero se alegró cuando me vió. Me apretujaba contra sus tetas bajo el batón y yo olía allí, en un síntesis casi aritmética, el mundo entero. La cebollas de las quintas traídas en largos camiones llenos de tierra de las quintas de Alvarez; el queso rancio a propósito "le da más gusto si está pasado" de los tanques cordobeses donde lo almacenaban, un vago aroma a flores frescas y pan frito con un toque de anchoas más vino tinto volcado. El delantal prodigioso que lucía pese a este abanico estelar de olores siempre almidonado, lo mismo que los manteles. Se la pusieron, dijo apretujándome. Y hablaba para ella, con la bravura en sus ojos celestes de española celta y su voz de disgusto. Se la dieron a la final, y miraba con rencor a mi tío que se movía dando órdenes. Me estrechaba contra el frente de sus caderas que no habían visto hijos pero si empellones variados, al decir de los comentarios jocosos de los parientes.

Ella no lo negaba y se reía con la boca grande, los hoyuelos profundos, el olor a comida en su pelo que pero a ello no la tornaba desagradable. Me deshice y salí a la vereda. Un milico me hizo correr con las palabras mágicas de la época. Circulá, pibe, circulá. Le hice jueguitos con la pelota delante de sus narices. Por la noche, a la luz de una lámpara baja, mientras mi mamá oía el teleteatro del viernes, yo dibujé el mapa del estallido como una batalla. Acá estaban los buenos, de rojo, por allá en la confusa noche que llené de brumas a lápiz llegaban ellos de azul, los diablos que ponían las bombas. Aún sentía en mis espaldas de flacucho ratón las tetas soberbias de la tía Espina.

Emir era un nombre ambidiestro, servía para hombre o mujer. Emir me condujo hasta donde yo solo no hubiese podido entrar: La concha de una mujer. Como un árabe, en medio del desierto sexual, él me entregó a la Ester, solita en el cuarto donde su hermana daba clases de música. Todo lo hizo ella e impidió que huyera. Luego Emir apareció pintado sobre una plazoleta, a bleque furioso denunciándolo como desaparecedor. "Si somos cristianos le deberíamos decir a esta gente que no busque más", enunciaba por tevé algunos años más adelante un talabartero anónimo jubilado del ejército en alusión a los desaparecidos. Pero para ello faltaba mucho. Mucha Udelpa, facultad y Woodstock. Todo esto no lo sabe nadie, ni los vientos ni el almanaque, ni la Argentina frugal, veraniega y potente en que creíamos, ni menos aún el perfume ensoñante de la tía Espina que me atrapaba con firmeza de perra bella entre su caderas.

No es conveniente medir la aureola del pasado si uno anda con las defensas bajas, aconsejan. Me meto de lleno en él, mi adrenalina, mi dopamina es buena aún. Me acuerdo ahora de Emir, no se por qué. El está muerto, cayó en un operativo de las fuerzas conjuntas. Lo mandaron a hacer de nuevo, dijo el Pinguino en una esquina. Todo cosido por las propias balas imperfectas de sus muchachos colimbas puestos allí para forzar a la muerte de los subversivos y al error de disparar contra los oscuros de campera simil cuero y recortada que rodearon la fortaleza de calle Mendoza, en donde nada se encontró, salvo un bebé muerto, el papá con un 22 en mano y muchos, muchos discos de Viglietti. !Pum!, un tiro en la espalda y Emir se cayó de un techo, luego el cianuro de una de ellas y la foto de la abatida y su marido, más el agente agujereado, colocado en exposición de pasta de héroe y toque de trompeta; sobre su ataúd la bandera argentina. Equívocos de balas y bombas, Espina y la bomba, Emir y la Itaca. Olores viejos y yertos perfumes actuales donde la Historia me toca la pierna y me obliga a otro café.