La Patria amontonada

Por Adrián Abonizio


En la mañana inaudita por la escarcha presente hasta en los pliegues del guardapolvos, nos habían tiznado las caras con corcho para asemejarnos a negros. Hasta a Cato, tan oscuro como el barro de la calle en que vivía o los techos de su casa o el perro que cuidaba la entrada le habían deslizado manchones por la frente y los pómulos. El se reía Si yo ya soy un negro, aseguraba dando fuertes zancadas como afirmación. Sí, pero no queremos que nadie te juzgue, alargó una maestra con voz piadosa. Nadie entendió qué quiso decir. Luego se entrelazó en mascullaciones y velados improperios contra sus colegas acerca del orden del acto. Hablaban de él como de una cosa profunda y única, disputándoselo, tironeándo. Están mal del coco, dedujo Sergio atinadamente que lucía un disfraz de papel glacé de granadero a pesar que ostentaba la altura de un enano de circo de provincia. Su madre se lo había confeccionado pero no había tenido en cuenta la afluencia de gatos nocturnos en el salón de costura por lo que todo aquel conjunto hedía a meada de felino que era un portento.
Sergio, el solitario custodio de altura indebida vagaba solo; nadie quería su envenenada companía. Luego, los congresistas: Gordos acomodados del dueño del bazar o hijos de un empresario barrial y un renguito que pusieron allí como figurante. Mi colegio era de alma abierta y no escatimaba esfuerzos por integrarnos. Los rubios, con coraza de cartón roja hacían de realistas: Ahí nos enteramos que los españoles eran todos de tez blanca, cabellos de oro o color del fuego. Las chicas hacían de damitas, maquilladas como alternadoras simulando tomar el té. Lucardi, a quien le faltaba la dentadura pero por ser casi un simio dúctil y manso lo habían puesto de rey, pero allá atrás, junto al telón final, representando al Pasado, según nos cuchiceó una maestra. Ahh, suspiramos todos.
Aquello se avecinaba como un espanto desorganizado. Por reflejo miramos al cielo: una llovizna presagiando truenos rotundos estaba cayendo en la mañana de mayo. Igual que en la estampita graficó Polichizo. Hubo un rumor de fiesta entre la soldadesca actoral: Aquella reunión estaba resultando un malentendido y nadie nos había consultado si queríamos participar de esa representación deforme y mal pintada. Por ende estábamos felices. Punta, taco, punta, taco ensayaban bajo el alero los bailarines del cielito inicial. Un relámpago cruzó entonces como un búho plateado iluminando primero las retinas para atravesarnos el pecho y finalmente, ya hecho trueno, quebrar el aire de vidrio y bruma que se empezaba a aposentar en el patio central. Ululamos. !Victoria!. !Victoria!. Martita se enjugaba las lágrimas y ya la estaban consolando las mujeres de la cooperadora como si el 25 de mayo fuese su marido que hubiere fallecido en ese instante. "Con todo el esfuerzo que hicimos, ay mi Dios, que desastre, que pena enorme" y moqueba sentadita en una silla de paja mientras el rimel le caía sobre el pecho enarbolado con muchas escarapelas y rollos de cintas blancas y celestes que colgaban de sus manos para engalanar los rebordes del escenario pero que el negro viento y el chubasco se lo estaban impidiendo. Ay que pena, por favor, mientras intentaba reponerse. Es insólito ver a una maestra envuelta en lágrimas como un abrigo helado: Uno se queda como maldecido y quieto sin saber qué hacer. Nos silenciamos porque advertimos un movimiento a su alrededor. Habíase parado en una silla y empezaba a canturrear con una voz agudísima hasta el cielo que parecía hacer temblar los caireles de la entrada singularmente encendidos. !Oiiiiddd mortaaaalesss el griiiiito sagraaaaado!. Y arengaba como en una tribuna. Muchos escondían las cabezas, otros cantaban bajito.
En la mañana brumosa entonces, con olores que la lluvia multiplicaba, el malhumor danzante y feroz de las encargadas del acto indispuesto, con el perfume a axilas y pinturas vencidas en el breve tiempo que dura un chubasco, más el encuentro de mucha gente en el hall central y los torpes movimientos de las madres ofuscadas por la suspensión, algunos padres con cara de mulos, todo, todo se estaba transformando en un pesebre, en un pajar repleto de animales montunos con las patas atadas y ariscos, sudados, enceguecidos por volver a la llanura, con los gritos y chillidos de las crías ante el menor rayo que cimbreara en los vidrios viselados y la voz de la Directora, voz de macho terrateniente tratando de imponerse sobre el paisanaje asustado, ofuscado y levantisco, sabiendo que todo se hacía pedazos, que el acto soñado se había empañado, que los cuadros musicales se iban con el agua burbujeando hacia la alcantarilla, que los himnos y las cadenas soberanas se hacían polvo en los excusados sobrecargados de repentina meadas y movidas de vientres múltiples pues a todos se les había dado por cagar, mear, llorar, transpirar o llorar.
Todo el fracaso de un día envuelto en el paño de una bandera que habían olvidado afuera y que en lugar de flamear soberana, ya era un trapo grisado que temblaba de frío abrazada al mástil aún más frío y desolado que toda esa multitud que discutía, corría, bramaba, pateaba.Y arriba, alto y señero el cuadro pintado a mano, como de dos metros al estilo la Ultima Cena que repentinamente adquirió actualidad porque las maestras le habían puesto un cartelón con fibrón que rezaba: "Primera Junta. Así se hizo la Patria". Y San Martín en su caballo guiándonos hacia la salida, hacia el hastío de regresar con las manos vacías como tantísimas veces a él le habían enseñado desde los escritorios de Buenos Aires que se volvía luego del esfuerzo sobrehumano de generosidad y eso que habíamos combatido, perpetuado nuestros nombres, aprendido las partes y las madres habían sorfilado, cosido, planchado hasta el desmayo. "Exodo de Jujuy", decía otro y era una copia hecha a mano con un Belgrano de pelo claro y sable corvo en un caballo rechoncho. Todo se reducía a eso, a un éxodo bajo la tormenta a que nos estaba condenando este 25 de mayo, albor de la nación única, nido trémulo de frío y sequedad, al lado de la cara horripilante de Sarmiento que parecía enojado con todo ser viviente.
Allí en ese momento, de la mano de mi mamá, con un cercano y amplio olor a patas de niños y pedorreos escondidos. Allí, con sudores agrios, reyertas y gritos destemplados de los mandamases entre la fusilería del cielo, entendí que así, desconcertado, deforme, descuartizado e inocente, habría sido el parto contra natura de nuestra patria querida.
Henchí el pecho con orgullo. Yo ya estaba siendo Historia.