Foto Abonizio en El Altillo


Foto Interior CD Todo es humo de Abonizio


Recital de la Trova Rosarina en La Florida

Lalo de los Santos , Rubén Goldín, Jorge Fandermole y Adrián Abonizio

Disculpe la molestia por Adrián Abonizio

Viernes 03 de diciembre de 2004.
Ya no sé qué siento realmente. Mi cabeza me pide condescendencia y armonía, pero un fragmento de ella me contraría, empeñada en mantenerme de malhumor. Con mi tendencia bien argentina de erradicar los males de forma impropia, les echo la culpa a los demás; al verano en ciernes, a la cercanía de las fiestas y, tal vez, al campeonato adverso de una divisa que sienta sus reales por el parque de la Independencia. Aduzco un cansancio acumulado, el abandono de la plaza de buscador de encuentros amorosos y de una edad más que adulta con su consiguiente menopausia varonil. Antes, y no hace mucho, me molestaba por ejemplo la invasión de propaganda yanqui, ahora lo que me disgusta es que sus productos sean tan caros. Antes me ofuscaba el ocultamiento de la verdad, ahora me preocupa cuando una amante no sabe mantener el secreto de su condición. Antes me contrariaban los lejanos disparos de una guerra, ahora me pone nervioso el silbato del cuidador nocturno o el estúpido carrillón del vendedor de helados. Antes me enloquecía no poder establecer una comunicación telefónica, ahora las indicaciones interminables de una voz grabada. Antes el libre albedrío que debía reinar en una casa, ahora las miguitas en la cama, el olor del sanitario o un mate mal cebado.

He pasado de una molestia universal, poética y humanitaria a otra de cabotaje, pequeña, mísera, caprichosa. Es mi nueva condición y lo admito. Hay menos selvas pero más desiertos. Menos golpes de Estado pero más Estados forjados a los golpes. Menos fábricas pero más humo. Menos petróleo pero más automóviles. Más democracia pero menos ideas. Poco ha cambiado, no obstante. La gente se asesina por un plato de fideos, un color, una divisa o una mujer. Y el mundo sigue andando, sólo que ahora, en mi territorio de nuevo varón adulto, sencillamente me electrizan las minucias que yo antes reservaba a los otros, a los tontos, a los llanos, a los chatos.

Mi malestar se compone de fobias puras, de dolores agudos en el alma de las cosas y los objetos; una superstición sobre la malignidad del destino que vive haciendo lo imposible para que no me sienta pleno. Y para muestra un resumen de incomodidades: los vendedores que te atienden como si te hicieran un favor enorme; las confesiones ruidosas en los bares y con celulares; los autos en doble fila o los que pasan atronando marcha o cumbia; los artistas callejeros sin talento, los enfermos de optimismo, los pibes en los cybers, los graffitis idiotas, los taxistas que se creen filósofos y las modelos que se creen actrices. Los festejos del Día del Amigo, las reuniones de ex alumnos y los clubes de enólogos. Los ascensores pequeños, los relatores deportivos y los bares mugrientos. Los que rechinan los dientes en busca de una basurita, las biromes secas y la demora de los remises a domicilio. La gente que habla del tiempo, los que silban una melodía interminable y desafinada, los choferes que te abruman con la mecánica de sus cascajos, las canciones parroquiales que emanan de algún antro religioso, los conductores de programas infantiles, la Operación Triunfo, los que dejan ladrar a sus mascotas durante horas, los galanes bronceados. Y así, un sinfín de pequeñeces que me hacen la vida difícil.

Ya no sé lo que siento en mi nueva piel. Antes era veloz y despectivo con estos avatares; los eludía con elegancia juvenil, ahora me atropellan. Esta mañana, por ejemplo, muy temprano en la pantalla de mi tevé apareció un funcionario cortando una cinta inaugural de algo; luego un cantante me aulló acerca de una verdad reveladora y una propaganda de manteca me instaba a creer que gracias a un pote redondo la familia estaría más cerca del amor. Luego, quise salir y no encontré las llaves, ni el paraguas, ni mi diente postizo. Vivo contrariado, confuso, ofuscado y a años luz de lo que fui y presentía para mi futuro.

Debo estar mutando, envejeciendo, enloqueciendo, asistiendo al magro espectáculo de haberme convertido en un ser normal. Qué lejos estoy de aquel que vivía en una burbuja sin odio, navegando en el cielo de las utopías. A salvo de elecciones presidenciales conformistas, falsas revoluciones y besos de ensueño. Promesas de redención, de una patria justa y soberana, un paraíso en la tierra y la cercanía de un dios piadoso y gentil.

Sin embargo, no estoy emplazado por mis acreedores, ni hay una picota sobre mi cabeza, ni tengo cita en Tribunales. En ciertas noches, luego de un día de calor como para abatir búfalos, me siento en los reinados del patio a merced del alucinógeno destilado en alambiques propios que llevo instalados en mi cerebro y me dejo arrastrar por abstracciones de epifanía. Mi equipo sale campeón del mundo, humillo y echo a un volcán a los dictadores y aquellas mujeres que me fueron negadas se ahogan en el mar o escriben sagas con mi nombre. Ningún vecino cuida sus bienes en exceso, los medicamentos son gratuitos, no hay llaves en las puertas. La basura no sirve como alimento, las clases son una fiesta en los colegios, las prostitutas se emplean como guías turísticas. El fútbol sólo se propaga en domingo, las islas no se incendian y los amigos nunca mueren. Nadie rubrica un acuerdo con papeles, los jubilados dictan cátedra de vida, los ladrones donan sangre todos los días. Y ya no preciso de la comida, del sexo como cucarda o de la gloria como pendón. Les pido a todos disculpas por la molestia, por el enjambre contradictorio y tal vez ilusorio, por el palabrerío de este insomne descarriado que, pese a todo, sabe que es feliz.

Funcionarios de carrera por Adrián Abonizio

Jueves, 09 de diciembre de 2004
Vienen por lo general bien paridos al mundo. Prolijos de antemano, en la sala de partos adoptan una postura eficiente; apenas si lloran. Salen en las primeras fotos muy seriecitos. Sus juguetes son inmaculados y sus deposiciones certeras. En el colegio rehacen los palotes con una insistencia inquietante y pocas veces juegan en los recreos. Prefieren la sombra alada de una maestra reparadora que los cobija o la charla con algún colega que comparte sus aficiones sobre el largo de los lápices y los zapatos lustrados. Algunos compartieron los claustros conmigo. Fue imposible ser amigo de ellos: uno temía mancharlos con el aliento. Eran soberanos levemente despectivos que levantaban la mano cuando nadie lo hacía y ponían una muralla de cartucheras entre sus trabajos y la mirada de los demás. No eran malos bichos, sólo eran indiferentes y de corazón frío. Eso los convertía en blanco de las maldades infantiles, pero las repelían con una cuota de suficiencia y mucha filosofía del que se sabe superior. Yo usaba a uno de ellos para pararlo junto al poste en los centros cuando irremediablemente tenían que salir de su cubil prolijo para la clase de gimnasia: eran grandes reboteros y soportaban con estoicismo los pelotazos que los rivales hacían caer sobre nuestra valla. Servían para eso: para tapar chutazos y desviar todo lo que se les tiraba sobre sus humanidades.

Luego, en la vida de la jungla habrían de operar igual, tirando todo afuera, lejos del juego verdadero, pero importantes a la hora de ser frontones. Se convirtieron, así, en funcionarios de carrera. Desarrollaron una supervivencia en el arte del disimulo, el orden, la diplomacia, las breves frases, los aforismos y los libros de historia. Comenzaron recomendados para sentar sus feudos en algún laberinto estatal y allí prosiguieron hasta alcanzar otras alturas. Les agregaron alas a sus cuerpos hinchados y con proposición animal fueron especializándose en escaladas y ascensos, sin temer a las alturas ni a las cabezas que iban dejando caer al abismo. Jamás fue notorio que derramaran sangre, por eso sus triunfos fueron más imperceptibles y parecían no dejar víctimas en el camino. Ya crecidos se unen a una dama congelada que les da una piara estable de crías y comida a punto. Se aburren y no lo saben. Procrean por generación espontánea, pocas veces dudan sobre la maldita condición humana o la alegría vertiginosa del absurdo y del amor. Leen revistas de diseño industrial, de oratoria y de crónicas de viajes. Coleccionan habanos o mates de plata. Algunos adoptan creencias religiosas porque deducen que deben tenerlas y mascotas para que les cuiden el pórtico de sus casas. No dan propina ni estimulan a nadie ni sueñan utopías. El mundo ya está hecho: ¿para que preguntarse si está bien o mal? Cada uno sabe, se repiten con su filosofía sin tropiezos. Son dialoguistas sin encono y solo evitan la rabia para procurar llevar el agua para los molinos que administran. Siempre a metros de la cocina de los menjunjes decisivos, siempre en la antesala, siempre funcionarios, siempre fusibles. Nadie los recordará ni evocará por ellos frases emotivas. Son chanchitos prácticos y de voracidad controlada. Y paradójicamente, son incapaces de arrastrar una moneda ajena a sus bolsillos. Son útiles, como los útiles del colegio, como las carpetas, los mapas o las gomas: una vez que cumplen su ciclo, sencillamente se los tira al cesto. Ignoran la agonía de no saberse nada, administran sus magros talentos como un tesoro, prendidos a la teta materna del Estado o un jefe, mamando la leche de un sueldo seguro, una casita de fin de semana y un entierro sin gastos. Se harían matar por el amo si fuera necesario, pero nunca por la patria. Una vez me encontré con uno cara a cara y créanme que parecen cartilaginosos y da un poco de vértigo tenerlos cerca. Parecen no transpirar, parecen no respirar, parecen algo que no es ni vegetal ni mineral siquiera. Son algo, otra cosa inclasificable y poderosa en su condición de fantasmas rellenos con unos kilos de carne humana. El que vi ostentaba corbata de punto piqué, uñas esmeriladas, todos los dientes sanísimos y una enorme lapicera que blandía para dar explicaciones.

Me impresionó la ausencia de rubor en sus mejillas y el aspecto mortuorio de sus ojos. No eran tristes, ni apenados: estaban fallecidos bajo la mortaja de sus anteojos perfectos y una luz monacal descendía desde la ventana trasera hasta sus espaldas. Yo estaba allí, frente a él, a su merced y necesitaba de su aprobación para salvarme de un entuerto financiero. ¿Sobornarlo? ¿Conmoverlo? ¿Apelar a nuestro pasado común? Porque él, el funcionario de carrera, había sido compañero de claustros y según deduje, había borrado todo su pasado como si nunca hubiese existido y con él mi cara, las mañanas en el colegio, su puesto junto al poste, aguantando pelotazos. Me retiré como había venido, sumido en promesas que nunca se habrían de cumplir, admirado por su lógica de hacer el mal, creyendo que se hace el bien.

Reflexiones: Excusas por Adrián Abonizio

Jueves, 20 de enero de 2005
Siempre pareceríamos estar más dispuestos a dar excusas que a vivir. No se buscan razones para hacer lo que se quiere, se buscan excusas, dijo alguien. Resulta una mentira piadosa, dulce y apreciada, que crece como una planta zángano dentro de otra más laboriosa y legítima, y excúsenme la solemnidad, que denomino planta de la verdad. ¡Ah, resulta tan tentadora como un pecado, tan emborrachadora de gozo que aletarga como una droga, pospone y evita el dolor! ¡Eludamos con alegría y denuedo nuestras batallas perdidas! ¡Finjamos saber y hagámosnos los misteriosos aún con nosotros mismos! ¿Para que luchar si podemos posponer, para que sufrir ahora si podemos invertir a futuro sobre el lomo terso de la diplomacia? Es como regalar flores: su repetición no invalida su eficacia.Hay diferencias sutiles entre la disculpa y la excusa. La primera tiene resonancias gentiles y conlleva el arrepentimiento. La segunda actúa como escudo de la impostura y debería avergonzarnos, pero estamos enfermos de "Excusitis" y ella, como una bacteria embrujada jamás se habrá de disculpar: es arrogante, mentirosa y meliflua igual a la hechicera de las fábulas. Y bonita además.Lejos de avergonzarnos, las excusas nos hacen conservar un inexplicable orgullo. Un placer de mentir y huir por la tangente, una felicidad infantil de haber engañado al adulto que está allí afuera, engañado.Hay excusas forjadas en el resentimiento; otras en la estupidez, la modorra o la necedad. Un equipo pierde un partido imposible y alude a las dimensiones del campo o a la lluvia. Uno debería visitar al médico aquel que nos aconsejó un chequeo pero siempre estamos ocupadísimos. Luego de cenar como leones nos mentimos con empezar el régimen el lunes. Un gobierno alude estar bien encaminado, pero arrastra una pesada herencia. Es que las excusas son dulcísimas y se maceran sobre el fuego del pensamiento mágico al que le solemos atribuir un poder inconmensurable de Sr. Destino. Si no cumplimos lo prometido o no nos animamos a empezar se deberá seguramente a que "algo o alguien" así no lo desean.Darnos cuenta de la medida de nuestra miseria, es casi imposible: la luz embriagadora produce ceguera. Un sujeto que lleva el crimen en la sangre se calzará un uniforme y tendrá licencia para matar, en nombre de la ley y el derecho. Un hincha es humillado durante años, aún antes de serlo: luego, en la tribuna, la excusa de sus salvajadas es la bandera adversaria. Hay que pegar primero antes que nos peguen.No se hace campaña para evitar muertes abortivas o enfermedades por contacto sexual con la peor excusa de todas: la divina. Nos arrima al horror oscuro de la fugacidad de las cosas y de los seres. Paranoia que convierte a los demás en enemigos de nuestro coto, nuestro dios, nuestra libertad. Creo que para muchos vivir es un excusa para no decidirse a fallecer con cierta hidalguía por eso posponen encontrarse con la cruel verdad. Una madre no se realizó por culpa de sus hijos; un taxista abandonó las artes por el puchero, otro no se casó por culpa de los padres. Algunos se tornan monstruos y otros generan simpatías. Todo depende del ángel o el demonio que nos empuje a la impostura de estos paraísos artificiales.Y cuidado conmigo, amigos: que el que suscribe fue un campeón de las excusas. La excusa para el intento de cambiarme el sexo fue pensar que así le podría gustar más a mis amigos. No ir al dentista y tener la dentición como Charly García se debió a mi halitosis y a no querer incomodar al profesional. ¿Para que recoger perros abandonados habiendo tantos pibes en el mismo estado? Es cierto, claro, que no hice ni una cosa ni la otra, pero, por algo será, no me pregunten por qué.Aduje que los tangos son tristes, pues esa libertad que se afirma a sí misma, ese existencialismo criollo, simplemente me desbordaba. No tengo más que un único amigo pero bueno (en realidad desconfío de todos, inclusive de él pero no se lo digo). El corazón me sirve solo para pensar; soy demasiado sensible para este mundo alocado. Soy un excusado en rehabilitación. He utilizado la retórica, al chantaje, la hipnosis, la piedad, el miedo, el mito del Tiempo que corre veloz, la salvación de la patria, la salud de los ancianos y el buen nombre de mi hermana como excusa para evitar males mayores. He parodiado a los honestos, fingido enfermedad y embaucado a los débiles. He acusado con falsía, suprimido pruebas incriminatorias y recusado testigos para potenciar mi excusa. He adquirido un buen nombre, he traicionado y he vaciado de contenido algunas palabras sagradas.Mi excusa es simple: soy apenas un mortal que no sabe bien qué hace; un ciudadano confundido por la palabrería de los poderosos y una víctima del sistema, mis amigos. Pobre de mi. Pobrecito, me repito. Me bancan económicamente, pues saben que no quiero ser tragado por este sistema perverso. Y si escribo acá es porque estoy esperando la edición a nivel mundial de mis obras. Créanme: sólo hago estas notas a los apurones y para entretenerme. No es excusa, pero yo estoy para otra cosa.

Reflexiones: Siesta del diablo

Jueves, 24 de febrero de 2005
Dios mío, me dije en aquella siesta en que Dios no estaba ni parecía vigilar. Sabía por dichos que el demonio se aposentaba a esa hora para meternos malos pensamientos, pero de ahí a verlo había diferencia. ¿Y qué eran los malos pensamientos? No significaban el asesinar a los padres o envenenarle los perros a la señora del chalé que jamás nos devolvía la pelota y que cuando lo hacía, la dejaba caer a nuestros pies tajeada por cuchillos o mandíbulas. Tampoco era rogarle al Malo por el incendio del colegio o que muera el nueve de Independiente que le había hecho un gol agónico al Gato Andrada. No, los malos pensamientos eran las mujeres, mis amigos. Señoritas descubiertas en poses extremas. Señoritas desnudas que sólo pude espiar en unos naipes que mi padrino Varela daba vueltas con parsimonia cruel sobre el paño verde de su taller de sastre. Señoritas en pose de sirena dentro de calcomanías sobre el caño de las bicicletas. Señoritas rellenas con cinturas exiguas y pechos inmensos. Chicas norteamericanas, busconas; señoritas ronroneantes que en las series desaparecían bajo las sábanas tras una nube de tabaco. Chicas que se acostaban con espías de jopo o con bandoleros. Señoritas argentinas que bailaban levantando sus patitas en "Casino Royal", donde un Marty Cossens o un Chico Novarro buenos mozos hacían la parodia del singer negro o melancólico con pucho en la boca, acariciando con ternura las teclas del piano y pasando sus dedos con erotismo ingenuo sobre los hombros descubiertos de una corista emplumada.Ah, esos concursos de bellezas donde ellas desfilaban en trajes de baño. Ah, esas propagandas de perfumes, de plumitas de Altai, de aceites para ensaladas y cañas quemadas para el garguero, donde una modelo besaba a la cámara o se enroscaba sensualmente a los pies de un compadrito. Eso, amigos, nos conducía a la siesta del diablo, encerrados en el baño, y con las fotos de las revistas enrolladas invariablemente bajo el pantalón corto o camufladas por un Gráfico. Todo sucedía en verano, amigos. Durante el calor se asilaba en nosotros, bajo nuestra piel escarada de picaduras, el mismísimo demonio, quien descendía de los campos labrados en la altura de unas montañas perpetuas o de unas llanuras de fuego con descansos umbríos junto a un río de plata y de miel; venía, digo, a echarnos azufre en los intestinos, y a soplarnos fuego verde entre las piernas y a secarnos la garganta, mientras se hinchaba en nuestros miembros y hacía que manase de él una saliva pecaminosa; un calvario de cuellos transpirados y piernas que temblaban luego y nos quedábamos como idiotas mirándonos al espejo que se tornaba grisáceo, impactados del poder que estaba dentro nuestro, del sueño desvelado de la siesta sin señoritas reales y madres durmiendo cerca, lo que acentuaba la culpa y el peligro.Pienso y digo: María Aurelia Bisutti, sonriendo a la cámara que la retrataba bajo un sol radiante en el césped mientras detrás se perfilaban unas canoas y un muelle vacío. María Concepción César y sus breteles ariscos bajo un haz nocturno. Zulma Faiad retorcida en una telaraña de nailon enfermizo. Y luego tantísimas hojas arrancadas, robadas a otros o compradas en el mercado negro que uno mezclaba y distribuía en un mazo hasta lograr el colmo de la bestialidad frankensteiniana: unir las mejores partes y culminar en una sola imagen, puesto que las fotos no eran desplegables.-Dios mío, me dije aquella vez, y creí que me moría. -Dios mío, murmuré, a la vez que se me erizaban los pelitos de los antebrazos. Era el demonio y estaba allí, a la salida del patio, con los brazos en jarra y todo rojo. El diablo de cola negra y crestas de lagarto; las garras, el aliento de sulfuro, el olor a peste. Avanzando hacia mí. Creí escuchar un : "¿Qué estabas haciendo, eh?", pero eso fue un brevísimo instante como lo que debe durar el aliento de la muerte antes del golpe y la caída, y las estrellitas que de verdad existen al machucarse uno la crisma. Ah, Dios mío, aquel tío imbécil probando su disfraz de Diablo justo conmigo. Y María Aurelia Bisutti desmoronándose en las baldosas con los pechos semicubiertos de donde le asomaban unas estrellitas, las mismas que había visto girar en mi cabeza cuando culminé en el baño, las mismas que habían caído desde adentro de mi cabeza con el golpazo, las mismas que coronaban el techito de la parroquia, donde la Virgen dormía en la frescura de su siesta purísima junto a su hijo Jesús crucificado, muerto y resucitado. Allí, donde escondíamos las revistas bajo su manto; allí donde él dormía feliz de estar en el regazo de su mamá sin pecado concebida y a quien seguramente nunca le habría dado un disgusto como yo a la mía; eso de salir en la locura de un viento norte para hacerme el estudioso, cruzar el patio y encerrarme, para que luego el mismísimo diablo de la siesta me descubriese celebrando la misa hereje de mi cuerpo en soledad.

Reyes de la noche por Adrián Abonizio

Jueves, 06 de enero de 2005
Fue el Gordo Ontiveros el que empezó a azuzarnos con aquello de que los Reyes eran los padres. Constituía una verdad y un chiste involuntario, pero igual decidimos no creerle: los padres tenían juguetería. El había descubierto a Don Ontiveros fastidiarse con el regalo de su párvulo, porque tenía que desarmar la vidriera y era el último trencito eléctrico que le quedaba. La anécdota se tornó confusa y con el tiempo prevaleció que el Gordo resultaba ser un mentiroso y un cínico.

Para todos los Reyes caminaban desde adentro de nuestros ojos, pero nunca se dejarían ver, ni revelarían identidad alguna. Eran como los marcianos pero generosos. Constituían un azúcar cósmica, dulcísima y tan fría como el congelamiento de las estrellas, eran un licuado de frutas de hielo que hacía doler la nariz y embriagaba con su aroma, eran el beso maduro de una actriz de cine, el gusto a chocolate, la Pileta Municipal, la larga noche ansiada donde engaño y el deseo dormirían juntos.

Siempre fui medio idiota. He esperado por años la señal sicótica que de chico veía en las láminas sagradas. He creído oír los pasos de los camellos en el pasillo, la sombra casi macabra de una aparición real, el olor a mirra en el espiral Caracol humeando y las pisadas leves de los gatos en el techo de chapas como el anticipo del milagro sideral.

Los Tres Magos nunca morían, el Niño Jesús no se cansaba de nacer y Santa Claus era un cuarto Rey algo tempranero, un adelantado cual un Pedro de Mendoza del espacio.

Mis padres, semidesnudos por la tórrida noche, se acostaban y prometían que todo habría de llegar a su tiempo, pero había que dormir. Mi viejo roncaba ajeno a la magia del momento. Mi hermana era mayor y ya no esperaba, yacía tirada en la cama, pintándose las uñas, implacable y despectiva. Se burlaba de mi fe con la crueldad femenina a menudo hormonal y vigorosa. Me decía que era idiota por que aún anhelaba algo que bajase de las estrellas. Ella ansiaba otros reyes, bonitos rugbiers rubios y de buen pasar que había empezado a frecuentar en la secundaria.

El Trío Mágico en su pasada anterior me habían dejado en el patio una bicicleta de mujer similar a la usada de mi hermana, pero repintada de azul. Lo había sorprendido a mi padre dándole una mano con la maquinita de flit pero no desconfiaba del fraude. Ella me repetía que era estúpido, pero yo creía. Y se burlaba repitiéndome la historia del auto que mi padre dijo me habían traído los Reyes y que estaba afuera: una Estanciera metalizada, bruñida a la que subí y de la que bajé con pateaduras, a instancias del dueño.

Los Reyes siempre estaban en bancarrota y yo los comprendía. ¿Cómo iba a dudar de esos seres fabulosos que entraban sin ruido alguno en todas las casas, eran invisibles, evitaban que ladrasen los perros y no dejaban siquiera la marca de boñiga de sus cabalgaduras? ¿Cómo no dejarles pasto con alas de mariposas asesinadas en la víspera como la ofrenda terrible que se le deja a un dios? ¿Cómo no pensar que eran ellos los que en la madrugada abrían la heladera, tomaban del gollete, se pedorreaban y luego para sorpresa mayor se metían en la pieza de nuestros padres? ¿Cómo desconfiar que había otro mundo sin peso ni gravedad, con espuma de cometas, con esperanza y un nunca por siempre morir? ¿Cómo no creerle a esa morocha que vendía café en la tienda cuando me mostró sus piernas de mora y que al sonreír como una esclava de Oriente me prometió interceder por un buen regalo?

Era medio idiota pero ya sabía destilar en mí una droga que hacía negarme a entrar en ese otro mundo paralelo de los adultos. El universo de los otros, los que olían a sudor y eran bestiales, los que fallecían de cáncer o se ahogaban en el remanso Valerio, los que se peleaban entre hermanos y luego un día desaparecían de nuestras vidas sin siquiera consultarnos solo porque éramos chicos.

No conocía el significado de la palabra placebo pero empecé a percibir su significado una tarde del 5 de enero. Las madres nos lo daban a modo de consuelo para que no estallemos de furia por el año transcurrido en la Cárcel de Encausados, vale decir el colegio. Todo se reducía, mediante la expectativa de un premio mayor, a un mero arresto domiciliario.

Esto, dicho de otro modo, era lo que hablaba mi tío, el Francés, con otro amigo socialista, ambos en cuero en la cocina, cebándose mates y enojados con Dios, el Santo Padre y la Sagrada Familia.

-Esto, cuando haya un gobierno nuestro se va a terminar- dijo el otro.

Confieso que me asusté pero lo repito, yo era medio idiota en esa época. El Francés agregó:

-Mirá, hermano, esta noche no será Noche de Reyes sino que voy a ser el Rey de la Noche con lo que me está esperando.

El tío, calavera, mantenido y bailarín tenía ideas de izquierda y se jactaba de nunca haber trabajado para patrón alguno. Me llevaba, alto hasta el cielo en la noche poderosa de la visita del Trío Mágico haciéndome remontar un barrilete-cajón con una vela dentro y un pedido. Lo trajeron la mañana del 6 de enero aquel adentro de un ataúd, trajeado a la fuerza, con cara de incómodo finado. Lo lloré en la terraza, solo. Un marido celoso lo había baleado cuando salía de la alcoba matrimonial. El, a su modo, siguió creyendo en Los Reyes: si hasta lo encontraron muerto, con los zapatos en la mano.

Las pelotas de la maestra por Adrián Abonizio

El recreo largo duraba veinte minutos y se desarrollaba en el patio central. Eramos como cohetes expulsados a una meseta donde sobresalían campiñas acolchadas en yeso, piletones de cemento, planicies patrias. Explotábamos con colorido y furia. El timbrazo. La libertad. Había un piso de baldosas, un mástil en el centro y afiladas puntas de los balcones salientes. Corríamos y los golpes con sangraduras, rodillas raspadas eran lo habitual. En la temporada alta -primavera- la salita de primeros auxilios se asemejaba a un hospital de campaña. Allí por vez primera descubrí el alcohol espumante, la oxigenada, que jamás hacía arder. Sangré y fui sangrado. La batalla se componía de dos recios caballos abajo -los gordos eran ideales- y arriba de cada animal, un jockey guerrero, muñido de su regla de madera tratando de ensartar al otro, hacerlo caer al foso, chocar, morir, verle rasgarse la armadura de su guardapolvo. En aquel rectángulo de piedra lastimé a mi cabalgadura con un puñetazo acicateador Reprobado por la escena me echaron de la lidia. Me dediqué al peloteo. Dos arcos cuyos postes eran las carpetas y pelota de trapo concebida de antemano, en la intimidad de las casas nuestras. Como era una guerra ligera de quince minutos el armamento debía ser liviano y sin costo. Las de goma rebotaban mucho y eran presas fáciles para las maestras. Siguiendo vaya a saber qué tradición femenina ellas, al igual que las abominables vecinas, las capturaban y nunca la devolvían. -Se las llevan a los hijos, dijo acertadamente Pigui, mi caballo. De ahí a imaginarse el escenario hubo un paso. La casa de la maestra, con brillos y colores donde brincaban enormes o diminutas pelotas de todos los diámetros y dueños. Ideé un plan: conseguir la dirección de alguna de ellas, entrar por algún lado y saquearle la santabárbara donde, además de enriquecernos con redondas múltiples, recobraríamos las nuestras. Estaba loco: ya dibujaba guerras intergalácticas con marcianos de seis ojos como nadie: ya conocía lo que había en el medio de las piernas de las chicas y había ya probado mi valor y mi demencia caminando sobre el borde alto del techo de la escuela a la vista de todos. Yo estaba loco. Pero volvería a esa época aún dejando lo que me resta de vida, regalándola, para volver a sentir el diáfano rigor de la aventura y la infinitud de no medir el riesgo. Era valiente por reflejo, no por vocación. Amar sin presentir. Hoy no estoy más loco, pero lo necesitaría. Una pena de medio siglo sin haberle visto los cuernos al demonio ni oído las campánulas terribles de los ángeles agobia: una medianía tosca disfrazada de buenas maneras, un auto acerado que me lleva lejos, una amante, el futuro resuelto. Pero en aquel tiempo no sabía nada de esto: era incurable y me había obsesionado el asalto al tren. El robo al banco. El rescate de un soldado herido. La casa de una de ellas. Elegí la de Miriam. Fue un mediodía. La seguí desde la otra vereda. Dobló por Avellaneda y en un pasillito exiguo entró. Donde había una pintada de Perón Vuelve. Allí, me dije. Luego advertí al tipo conocido que saliendo de su auto parado en la puerta la siguió. Decidido, toqué el timbre y ella se asomó. Me miró a través de los diez metros del pasillo, era medio bizca y buscaba los lentes con la mano libre pues con la otra había tomado la precaución de no abrir del todo la vaina de la puerta. -Soy yo, alargué y confianzudo caminé unos pasos. La cadenita que había interpuesto me impidió entrar y me frené. Como en los cuadros de fantasmas, como si aquello fuese el cuerpo mismo de un fantasma vi, reproducido en el espejo frontal de un comedor, el perfil del padre de Pigui que se tiraba para atrás, en la semioscuridad de un recodo de comedor que apenas pude intuir, encandilado por el sol. -No, nada... ¿Usted no vio mi carpeta, señorita? Se llevó una mano a la frente, se acomodó los lentes, miró fijo y por sobre mi cabeza -¿Carpeta? ¿Cual carpeta? ¿Quien te dijo donde vivía? -La de Ciencias, nada, es que me pareció que me la olvidé con usted. -No, mi amor, dijo con una voz agudísima que me chirrió en los oídos. La mano me expulsaba y su voz quería ser serena. Como pude pegué un salto y ya estaba fuera con el corazón tamborilleando por lo que había visto. La casa de las pelotas escondía un secreto. Un rumbo oscuro en el mediodía. El campanario cerca les ayudaría a que el papá de Pigui pudiera regresar a tiempo para almorzar. No había pelotas ni depósito ni estanterías repletas ni claraboyas giratorias donde desfilarían lentamente para ser seguidas con la vista y con solo señalar la elegida esta bajaría solita a nuestros pies. Ya dije que estaba loco. Imaginaba paisajes, veía espíritus que se escondían tras los armarios. -Comé, ordenó mi mamá. Y dejá de mirar la luna. De fondo, la radio encendida, el bullir de la olla, el olor a huerta cocida. La llave en la puerta de chapa y mi padre sonriente. Lleva algo detrás: deja el bolso en el piso y me arroja, suavemente por el piso de la cocina grisado una enorme pelota naranja que viene rodando. -Me la dieron en la fábrica por el Día del Niño, anunció besando a mi mamá y pasando para el baño donde con fragor de soldado se lava ruidosamente las manos.