Reyes de la noche por Adrián Abonizio

Jueves, 06 de enero de 2005
Fue el Gordo Ontiveros el que empezó a azuzarnos con aquello de que los Reyes eran los padres. Constituía una verdad y un chiste involuntario, pero igual decidimos no creerle: los padres tenían juguetería. El había descubierto a Don Ontiveros fastidiarse con el regalo de su párvulo, porque tenía que desarmar la vidriera y era el último trencito eléctrico que le quedaba. La anécdota se tornó confusa y con el tiempo prevaleció que el Gordo resultaba ser un mentiroso y un cínico.

Para todos los Reyes caminaban desde adentro de nuestros ojos, pero nunca se dejarían ver, ni revelarían identidad alguna. Eran como los marcianos pero generosos. Constituían un azúcar cósmica, dulcísima y tan fría como el congelamiento de las estrellas, eran un licuado de frutas de hielo que hacía doler la nariz y embriagaba con su aroma, eran el beso maduro de una actriz de cine, el gusto a chocolate, la Pileta Municipal, la larga noche ansiada donde engaño y el deseo dormirían juntos.

Siempre fui medio idiota. He esperado por años la señal sicótica que de chico veía en las láminas sagradas. He creído oír los pasos de los camellos en el pasillo, la sombra casi macabra de una aparición real, el olor a mirra en el espiral Caracol humeando y las pisadas leves de los gatos en el techo de chapas como el anticipo del milagro sideral.

Los Tres Magos nunca morían, el Niño Jesús no se cansaba de nacer y Santa Claus era un cuarto Rey algo tempranero, un adelantado cual un Pedro de Mendoza del espacio.

Mis padres, semidesnudos por la tórrida noche, se acostaban y prometían que todo habría de llegar a su tiempo, pero había que dormir. Mi viejo roncaba ajeno a la magia del momento. Mi hermana era mayor y ya no esperaba, yacía tirada en la cama, pintándose las uñas, implacable y despectiva. Se burlaba de mi fe con la crueldad femenina a menudo hormonal y vigorosa. Me decía que era idiota por que aún anhelaba algo que bajase de las estrellas. Ella ansiaba otros reyes, bonitos rugbiers rubios y de buen pasar que había empezado a frecuentar en la secundaria.

El Trío Mágico en su pasada anterior me habían dejado en el patio una bicicleta de mujer similar a la usada de mi hermana, pero repintada de azul. Lo había sorprendido a mi padre dándole una mano con la maquinita de flit pero no desconfiaba del fraude. Ella me repetía que era estúpido, pero yo creía. Y se burlaba repitiéndome la historia del auto que mi padre dijo me habían traído los Reyes y que estaba afuera: una Estanciera metalizada, bruñida a la que subí y de la que bajé con pateaduras, a instancias del dueño.

Los Reyes siempre estaban en bancarrota y yo los comprendía. ¿Cómo iba a dudar de esos seres fabulosos que entraban sin ruido alguno en todas las casas, eran invisibles, evitaban que ladrasen los perros y no dejaban siquiera la marca de boñiga de sus cabalgaduras? ¿Cómo no dejarles pasto con alas de mariposas asesinadas en la víspera como la ofrenda terrible que se le deja a un dios? ¿Cómo no pensar que eran ellos los que en la madrugada abrían la heladera, tomaban del gollete, se pedorreaban y luego para sorpresa mayor se metían en la pieza de nuestros padres? ¿Cómo desconfiar que había otro mundo sin peso ni gravedad, con espuma de cometas, con esperanza y un nunca por siempre morir? ¿Cómo no creerle a esa morocha que vendía café en la tienda cuando me mostró sus piernas de mora y que al sonreír como una esclava de Oriente me prometió interceder por un buen regalo?

Era medio idiota pero ya sabía destilar en mí una droga que hacía negarme a entrar en ese otro mundo paralelo de los adultos. El universo de los otros, los que olían a sudor y eran bestiales, los que fallecían de cáncer o se ahogaban en el remanso Valerio, los que se peleaban entre hermanos y luego un día desaparecían de nuestras vidas sin siquiera consultarnos solo porque éramos chicos.

No conocía el significado de la palabra placebo pero empecé a percibir su significado una tarde del 5 de enero. Las madres nos lo daban a modo de consuelo para que no estallemos de furia por el año transcurrido en la Cárcel de Encausados, vale decir el colegio. Todo se reducía, mediante la expectativa de un premio mayor, a un mero arresto domiciliario.

Esto, dicho de otro modo, era lo que hablaba mi tío, el Francés, con otro amigo socialista, ambos en cuero en la cocina, cebándose mates y enojados con Dios, el Santo Padre y la Sagrada Familia.

-Esto, cuando haya un gobierno nuestro se va a terminar- dijo el otro.

Confieso que me asusté pero lo repito, yo era medio idiota en esa época. El Francés agregó:

-Mirá, hermano, esta noche no será Noche de Reyes sino que voy a ser el Rey de la Noche con lo que me está esperando.

El tío, calavera, mantenido y bailarín tenía ideas de izquierda y se jactaba de nunca haber trabajado para patrón alguno. Me llevaba, alto hasta el cielo en la noche poderosa de la visita del Trío Mágico haciéndome remontar un barrilete-cajón con una vela dentro y un pedido. Lo trajeron la mañana del 6 de enero aquel adentro de un ataúd, trajeado a la fuerza, con cara de incómodo finado. Lo lloré en la terraza, solo. Un marido celoso lo había baleado cuando salía de la alcoba matrimonial. El, a su modo, siguió creyendo en Los Reyes: si hasta lo encontraron muerto, con los zapatos en la mano.

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