Imágenes de Tristes Lobizones




Imágenes de la presentación del la novela" Tristes Lobizones" presentado en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia, ante una concurrida cantidad de seguidores.

La última carta Náutica


Cuando la Tía Náutica murió yo andaba cerca de los veinte y me encargaron la tarea de buscar la documentación en su casa de la calle Rubiroa. Ya se sabe, no se entierra a nadie sin papeles ni carnet al día de la prepaga que la tía, tan ordenada, venía abonando puntualmente para ganarse el hueco de portland en que consistía su módico cielo a plazos. Abrí la casona empeñada en derramar sol y gatos por todos lados. Revolví el placard, me tomé unos mates. Y encontré esto, en un sobre celeste escrito a máquina:


"Dicen que ahora las chicas no se cuidan como antes. Se van con cualquiera apenas les crecen los pelos de la chucha. No hay más vergüenza. Ni pudor.
Mamá no nos dejaba ni ir a la esquina solas. O con Atilio, que nos acompañaba, o con ella. O con el Raimundo. Pero solas no. Una no sabía lo que le podía pasar. La gente iba a pensar mal. Estas no tienen madre, que andan sueltas como hilo sin carretel.
Mamá nos enseñó a almidonar las sábanas, los manteles, las camisas.
Los muchachos iban a la Base. Ellos eran hombres. Ellos tenían que estar impecables. Salían a trabajar en los talleres navales. El sábado a los bailes. A pescar a Villa del Mar; los domingos. Nosotras íbamos al cementerio con Mamá. A limpiar la tumba de Papá. Que en paz descanse. Las mujeres en casa. Las chicas decentes no salían solas.
La Maruja campaneaba por la ventana. Le gustaba uno que pasaba todas las tardes... Cuando lo veía venir, salía al jardín. Barría la vereda. Cortaba flores. Canturreaba bajito. Y lo miraba... A mí también me gustaba. Pero no tenía el coraje ni el desparpajo de esa bruja. Cada tarde se abría más el cuello. Era pechugona la atrevida. Tenía unas tetas desbordantes. Que se desesperaban por saltarse. Parecían dos enormes racimos de uvas, que competían por el sol. El tipo se paraba a decirle piropos. Y se le acercaba cada vez más... Ella se reía con una risita espesa, que me chorreaba y me hacía mojar la bombacha. Una puta. Eso era la Maruja. Yo los espiaba.
Mamá embelesada con la voz de Alfredo Alcón.
El comedor en penumbras parecía engullirla, mientras se tomaba unas copitas de anís.
Esa tarde el tipo empezó a abrazarla. A mí la piel se me hizo seda. Espiándolos. Me latían los tajos, la lengua, las sienes. Hasta el pelo, parecía que esperaba.
Un hombre. Un maldito hombre tocando mi cintura.
Un ardor de deseos me mareó y me puse a gritar.
Yo, no soy como la Maruja, soy chata. Igual que la abuela Amparo. Pero mis pezones se habían parado como olisqueando el aire.
Ella, en cambio, era como la Abuela Fortunata.
Fue esa tarde pálida de otoño, que la Maruja se fue.
Mamá no se había dado cuenta.
Ahora que estoy vieja, sola y encerrada como siempre, a veces, vuelvo a sentir olor a hombre.
Y lloro".
La tía Náutica nunca se casó y pasó por la vida con la levedad de su cuerpo espumoso sin hacer un ruido, alegre en soledad, gastando en cuentagotas los ahorros de un padre capitán ballenero y una mamá irlandesa. La tía Náutica vivió cerca del mar pero odiaba el viento helado, sólo lo visitaba en primavera y allí pintaba unos cuadros medio espantosos con gaviotas y caballos. Fuera de ello tocaba el piano, mantillas en los muebles, porcelanas, olor a alcanfor: una delicada empresa de vivir con naranjas en invierno, malvones y durazneros en verano; una flor de cálido aliento sin sofocar, una flor sola en su plantío, abierta discretamente. La Tía Naútica fue la más bella, desapercibida e invisible de la familia.
Tomé los papeles y aparecí en el funeral. Le entregué las cosas al tío Aurelio y me fui a la esquina a tomar café con caña. Decidí no verla.
¿Por qué tardaste tanto? Ya casi se la están llevando, me reprendió con sus bigotazos y su aspereza de lobo jubilado.
Porque me estaba despidiendo de ella, mi amor de siempre, desde los catorce hasta ahora en que decidió irse sola, dejando escondido un relatito fugaz e intenso de sus fervores, de su sangre en ebullición.
Pero no dije nada. La ví pasar camino al cementerio como un contraste en todo aquello tan negro: una luz en movimiento iba dentro de ese coche y no lo sabían: abrazos, siestas perfumadas nuestras que nunca nadie habría de enterarse y que se habrían de hundir con ella en su océano de portland como los ingenuos barcos que pintaba solamente para mí.
* En colaboración con Mónica Oliver.

De como echamos a los carros


Llegaban cuando se les ocurría. Al menos para uno que no tenía los días de llegada agendados; sólo las viejas sabían la entrada del mamotreto andante portador de verduras, pescado,enseres.
-?Hoy es lunes, pasa el pescadero. Su sonido era fiero, descalabrado y arribaba precedido del vocear empecinado que se anticipaba unas cuadras. Había de todo: imágenes inclementes como el de las yeguas apaleadas o de las otras: hermosos animales sanos entrando a la cortada con flores entre las orejas y al silbador carrero de buen humor, despacioso y gentil. Las primeras sufrían la tiranía de un amo rudo que derivaba por lo general en mercadería mala. Las segundas eran olorosas y vendían, tras sus ancas, un generoso mercadeo. Eran los carreros famosos por sus piropos y sus capacidades en el arte de la esgrima: usaban látigo que hacían chasquear en el aire, pero bajo el asiento los acompañaba una pértiga de hierro o un basto de madera pesada, lista para actuar cuando algún auto osaba pasarles muy cerca de las varas.Las bestias, bostezaban u orinaban sin pedir permiso. Y a veces en medio de ventas propicias ahuyentaban por un rato la clientela con el revolotear de moscardones en su fragancia a herrumbre intestinal. Para nosotros los carros eran un ejército venenosamente organizado: suspendían el partido de fútbol y hasta se aposentaban cerca del arco impidiendo la concreción del gol. Estaban de carreros el tano Lumbrizi, el Mirasol, una español lechero que fue estragado por la pulmonía; el Ruso, un petiso encallecido de mal carácter, tullido y bizco. El criollísimo don Amancio; cauto, meandroso, con un pucho apagado en la boca que mercaba con medias reses robadas y frutas de descarte al mayoreo. Todos ellos eran nuestros adversarios: gritaban mucho, nos ensuciaban la cancha con bosta o meada y detenían el juego. De nada valían nuestros torpedear de terrones sobre el animal para que huyera, ni aquellos petardos que descargamos cerca de sus patas y que nos valieron una patada en el culo a uno de los nuestros que acabó herido en el hombro. Pero los caballos ni así se movían; parecían de fierro, mecánicas bestias respondiendo solo al amo. Nunca los íbamos a ver en dos patas o tirando de apuro el carro o saltando y cortando las bridas. No, se mantenían firmes pese a nuestras bombardas. Eran alcahuetes y esclavos, los pobres.
-?Hay que tirarles unos fósforos al kerosenero para que los demás aprendan, dijo una tarde Toledo, desesperado porque ese día se estaba convirtiendo en goleador y hubimos de suspender el match por la llegada de uno. Pero justo él era amigo nuestro así que desechamos la oferta subversiva. Habíamos visto hacía poco la lucha de cuadrigas romanas en la tele gracias a Ben Hur y aquellos trastos nos parecían mucho más vergonzantes, como la imbecilidad del mundo adulto, sus bellaquerías, flor y nata del universo cruel que sabíamos se habría de abatir sobre nosotros. Había que resignarse y esperar a que se vayan. Entonces vimos el cuadro. El verdulero alcanzándole el bolso lleno a una vecina mientras le pasaba sus manos por las tetas. Ella inmutable sonreía como si nada. Era la madre del Yani la manoseada pero nunca se lo dijimos. Tampoco nos importó porque ella le había gustado y no era la primera vez; buscábamos un algo indefinible para justificar nuestra ira acumulada. Pero el Mal, el Repelente Mal, opera sobre las almitas insignificantes con maestría de jugador y nos sopló al oído la idea. Era una alternativa como para no aquietarnos: hacerle llegar al esposo de la mamá del Yani que el verdulero le hacía eso. El cornudo era un monstruo pelado de dos metros, trabajador nocturno y con fama de asesino. No fue más que escribir la nota y garrapatear con carbonilla la pared de la casa. Al otro día, contemplamos horrorizados cómo el verdulero era atropellado a trompadas por el marido engañado. Entonces oímos como una bendición la frase atronadora del padre de Yani: -?¡Y no pasa más por esta calle ningún otro carro! ¡No me dejan dormir tranquilo! ¡Al próximo le arranco la cabeza con esta! Y enarboló una pistola que llevaba al cinto. Recogieron los pedazos astillados del verdulero que fue cargado en su propio carro a modo de paseo funerario y depositado en el Hospital Carrasco. Las señoras tuvieron que ir hasta la calle de la vuelta para poder comprar.
Efectivamente no pasó mas carro alguno. Solo oíamos, de vez en cuando a modo de aliento por nuestros goles, las biabas que le propinaba el gigante a su esposa infiel.

"Esta noche te acompaño" por Radio Nacional





Adrián empezó un programa los martes a la noche en Radio Nacional, de 22hs. a Ohs.-a veces en FM y otras en AM-que se llama " Esta noche te acompaño"
Acercate al dial y decime que opinás?.

Los tropiezos de un hombre separado


Estaba contrariado y con dolor de estómago - su cagadera perpetua- pero había ordenado café. Antes, en el hotel San Carlos, había repasado sus bolsillos y calculó le alcanzaría para una semana más, pagando la estadía y una sola comida diaria. Empezaría a robar entonces: módicos choreos sustanciales y prolijos; un cacho de queso en el super de los gallegos; una porción de tarta expuesta allí mismo y llevarla camino al baño donde pasaría desapercibida en la maletín, previamente envuelta en una servilleta para limpiar culos, en esa postal donde los extremos parecían tocarse: boca y ojete, como le gustaba a él.
Pero ahora estaba nervioso: no había ido a la comisaría a declarar por la ausencia del hogar que seguro la esposa le había metido y lo estarían buscando. "No sea cosa que me confundan con uno de la banda que choreó y se llevó puesto al cana. Todos me vieron la puta que los parió y encima casi me la pegan a mí; debería ir a presentarme ya mismo".
La moza lo miró erguida en sus tetas. "Café por favor". Ella mismo fue quien llamó a la comisaría; lo había reconocido porque estaba en el callejón y lo había visto en el revoltijo. "¿De dónde conozco a esta mina yo?", se dijo. Cuando advirtió que era quien lo miraba con fijeza en al altercado de la tarde justo entraron dos canas y se vinieron directamente hacia su mesa. No pudo tomarse el brebaje. "Voy, voy, no me toquen --aclaró--. Y no hagan revuelo". "Acompáñenos y no nos dé ordenes que es peor, vamos levántese muy despacito. ¿Está armado?".
Maldita confusión, maldita la suerte de estar en el lugar equivocado. Mendiolaza, el ex comisario, que repasaba las carreras en la mesa del ángulo advirtió el hecho y el velado empujón del cana rubio. "Un sospechoso de algo", se dijo. Aunque con esa cara de pejerto... Lo vio irse queriendo mantener la dignidad y que nadie note que se lo estaban llevando. "Todos somos iguales", pensó Mendiolaza, que empezó a divertirse con la escena. Al tipo se le cayeron unas monedas y al meter la mano en el bolsillo para sacar no sé que cosa la enganchó con un pedazo de tarta que evidentemente se llevaba de recuerdo. La moza cayó como un rayo. "¡Qué desgraciado resultaste! Te robabas la comida!".
No, es de otro lado.
Ella examinó el logo. "Qué casualidad: dice Sur Café. Llévenselo antes que lo escupa. Primero le toca el culo a una señora que se para a ver el tema del robo al banco, ahora viene acá y se roba lo que después tendría que pagar yo". Los canas le pegaron otro empujón. "Dejá la porción sobre la mesa". "Y que pague el café", alargó ella, perfecta en su papel de redentora. Mendiolaza pasó de divertirse a ponerse serio. Dentro de su fuero justiciero algo le dijo que el tipo era un pobre diablo, que los canas se agrandaban con un infeliz y que la Bella era una alcahueta humilladora. "Pobre tipo", se dijo mientras desaparecía por la puerta de vidrio y entraba al patrullero. "Además tiene cuerpo y cara de papa".
Llamó a la moza: "Este café que me sirvió, querida, estaba frío y el borde la taza bastante sucio (pasó deliberadamente el dedo como quien hace un acto carnal por el borde), pero a pesar de servir mal igual la felicito". Ella, ofendida y con los colores en la cara respondió de un brinco: "¿Por?". "Porque resultó una ciudadana ejemplar y buchona, por eso". Las tetas, de furia, casi le saltan a la cara. Mendiolaza, ex profeso, encendió un cigarrillo. Ella lo conminó a apagarlo. "Eso quería. Verte más enojada, corazón. Traeme el pedazo de tarta que dejó el tipo, parecía estar buena y un café mejor servido". Tiró la última bocanada y apagó el Clifton sobre el platito.
Esto, mejor narrado, fue lo que nos contó el gordo Aldo, que a su vez es lo que le contó Mendiolaza cuando lo sacó de lástima de la comisaría, en la época cuando empezó con las tribulaciones de un tipo separado. "Ustedes, que todavía son pendejitos, piénsenlo bien antes de acollararse --sentenció con amargura- . Se llena la vida de sinsabores y malos entendidos". Y salió a los corretajes. Era el año 1972 y la aventura de Aldito con sus tropiezos y remiendos recién estaba empezando. Lo vimos irse: parecía salido de una película de Chaplin.

Cachetadas y flores


Era el muerto vivo más perfecto que habíamos visto. Sobresalía entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilínea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Un difunto con gravedad cero en su negocio, con hojitas desprendidas de sus pistilos en el aire, mientras despachaba las flores para su entierro que parecía no concluir nunca, destinado a oficiar de asistente a su propio velorio. Era lo más parecido a un espantapájaros pero bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los días con una resignación de viudo, de enlutado por su alma impropia en esta tierra de bárbaros alegres y felices a la fuerza que traíamos sólo por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la muerte y estar enamorados de algo que nos bullía en la panza. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque: el lago central, un manchón de verdín, el laguito anexo donde jugábamos a llevarnos a nuestra cama a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacía dormida desde que teníamos uso de razón, esperando vaya a saber qué príncipe valiente que la sacara de su encantamiento y la hiciera mujer de carne y hueso.
Ni nos convertimos en sapos, ni pudimos sacar a la dama de su encantamiento. Comenzaba así, ese largo destierro de ilusiones, que se nos había filtrado en las largas siestas de verano, en la que alguna tía, ilusionada ella todavía, nos leía cuentos de príncipes, dragones y centellas.
Como dentro de un decorado de frisos del cementerio, por detrás pasó El Florista caminando con unos gladiolos en la mano. Llevaba un sombrerito alto que le confería a su figura el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos y ya cerca del zoológico dio a sentarse junto a una chica que lo estaba esperando en un banco.
Pensándolo bien, el zoológico, es otra forma de cementerio. Pero eso no interesa, ahora. Ella lo estaba esperando. Vestido floreado. Desodorante y perfume del kiosco de Doña Rosalía. Lo más bonito eran sus zapatos amarillos. Los zapatos amarillos que reían, desde el movimiento ondulado de su balanceo. Junto con sus piernas regordetas. Toda en ella era como inflado. Desbordante. Nada fea. Algo en sus ojos titilaba con vivacidad. Sentados, uno al lado del otro, como para sacarse la foto del recuerdo, componían un cuadro irregular. La delgadez usurosa, palidecía avergonzada, ante la rubicunda figura estentórea, sin avaricia de carnes.
La vieja de los gatos quedó tiesa, embadurnada de asombro, como si estuviera presenciando una jugada celestial impredecible. Un raro encastre de formas, donde lo filoso repica campanadas sobre lo mocho. Pelea fantasmal, que compartimos con la mujer, que ya no parecía tan agobiada. Y creo con nadie más.
Tal vez algún minino, desde lejos, lo vio también, desde el sol de sus ojos amarillos.
No tuvimos mejor idea que las piedritas con la cerbatana. Había que tener puntería. Pero para eso estábamos todo el tiempo tirando. Blancos móviles. Nos acomodamos con disimulo, entre canteros, bancos y una canilla.
Fue inquietante ver al estilizado enano de jardín, romper su rutina de ramo envuelto en papel brillante. Se desarmó un escenario que parecía inmóvil y nos sorprendió con esta alternativa de reencuentro con la carne, lo vivo, el deseo.
Algo nos decía que debíamos malograr la historia. Cupidos del diablo. Los gladiolos eran rojos. Y nosotros también. ¿Cuál más rojo, más sangriento, más vivo?
Ah, el amor. Nosotros odiábamos el amor. Era asqueroso, lleno de saliva, ternura y pérdida de tiempo. Eso que asomaba por el aire estaba allí, delante nuestro, oliendo a calas viejas, retiro de monjes, aguas de cantero. El amor hedía, olía mal y nos incomodaba. Impedía la actividad, la guerra libre y nos congestionaba el pecho con algo incómodo: eso, eso horrible, temíamos, lo sabíamos, alguna vez nos ocurriría.
Nos concentramos en la curva ondulante del trasero de ella. No era difícil acertar. Y no tuvimos piedad, ni indulgencia.
La respuesta no tardó. Ella, no parecía tan ágil, sin embargo se levantó como una foca y se echó al mar... Corriendo vino hasta nosotros, que estábamos silbando bajito, como perro que pateó la olla, y yo que estaba más cerca disimulando inocencia absoluta, sin avivarme recibí dos bofetones, que me dejaron la cara marcada.
? ¡Para que aprendan a no molestar una dama!
Lo más sorprendente fue cuando el florista me abrió la boca y me encajó el ramo de gladiolos.
El flaco sombra de alambre jamás se olvida cuando me ve pasar y se ríe, el boludo, ya casado. Desde entonces, me dicen... Florero de gorda.


* En colaboración con Mónica Oliver

El dueño de la pelota


Me presento, soy Jorge, Jorgito. Ahora tengo casi cincuenta pero en mi relato estoy situado en los diez, los doce, pongamos. Vivía enfrente del parque, mi abuelo tenía el kiosco. Me sacaban a la mañana temprano o en la tardecita. En aquella época no había rehabilitación o mi familia era muy bruta. Mamá trabajaba de enfermera en el Monroe y nunca estaba, entre las guardias y los novios. "Tengo derecho a rehacer mi vida", gemía y me hablaba como si yo fuera un adulto más. Me fui acostumbrando a ver, a escuchar. Casi que no hablaba. La radio gigante, con estuche de cuero, me acompañaba. Yo sintonizaba tangos y fútbol. Y los radioteatros, pero los ponía bajito al oído para que no piensen que encima de tullido había resultado maricón.

Corría la dictadura de Onganía y el parque estaba despoblado... No comprendíamos las razones, pero la policía montada no nos dejaba jugar al fútbol en ese lugar. Nosotros teníamos seis, siete u ocho años y - sin saberlo- éramos "la resistencia". La montada entraba al parque al galope destruyendo el pasto que decían defender, y ante sus ojos un picado se transformaba instantáneamente en "las fuerzas realistas".
Tenían su infantería, compuesta por unos señores de mameluco, que en el medio de las imaginarias canchitas plantaban, una y otra vez, arbustos espinosos, arbustos que nosotros, una y otra vez pero por las noches, arrancábamos de cuajo.
Estaban obsesionados con nosotros... claro, nunca nos habían podido sacar la pelota y encima le dejábamos los arbustos arrancados como piquete.
Cuando los ruidos de corceles y de acero se dejaban oír, con nuestra brigada nos desparramábamos subiendo hasta la copa de los eucaliptus, y cuántas veces se terminaron quedando horas amenazándonos para que bajemos.
Habíamos construido una casa en uno de ellos, de los eucaliptus, y allí nos reuníamos a conspirar y planificar nuestras tácticas y estrategias. Pensábamos en trampas para los caballos, en tensar un alambre a la altura de los jinetes y hasta en la osadía de ir al cuerpo a cuerpo, pero nos dimos cuenta de que desgastarlos progresivamente y dejarlos al ridículo sería el mejor método. Llegamos a torearlos y burlarlos desde los caballitos de la calesita... Los atacábamos con barriletes y les tirábamos con unas pelotas de goma falladas que nos daba Don Gerildo, el dueño de "La Pulpo".
Increíblemente, los tipos llegaron a odiarnos por cosas como estas, y no podían hacer otra cosa que asustarnos. Su triste victoria sólo era sacarnos la pelota a nosotros, no cualquiera, una "Pintier" que en esa época valía oro.
Fue Ernesto el que un día me invitó. Entre todos los pibes cruzaron el carrito conmigo adentro y lo pusieron cerca del arco de la calesita para que viera mejor. Casi los mata mi abuelo, pero no importa. El gesto fue lo principal. Y las ganas mías de jugar que me hicieron saltar pis en el pantalón. Después vino la noche, la helada, mi neumonía pero no importa: el día se había llenado de gloria y casi casi había estado jugando a la pelota con ellos.
Nos retiramos por un tiempo del campo de batalla y volvimos a la cuadra a jugar al "1 y 2", también "al cabeza"; pronto nos aburrimos y volvimos al parque a dar la batalla final... Le dijimos a los de Vidal que por fin aceptábamos el desafío, pero en el parque. "En el parque no viene la montada, ya nos dejan", les dijimos. Se armó el desafío pero con la "Pintier" de ellos. Les estábamos pintando la cara y, como previmos, la montada apareció por sorpresa. Me la dieron a mí, como estaba planeado; la levanté y de volea se la puse en las manos al del primer caballo que la atajó sorprendido. Salimos todos corriendo y vimos cómo la caballería reculó y volvió con "su trofeo". Nunca más regresaron. Habrán creído, como siempre, que nos habían robado la pelota.
Después nunca mas lo ví: un día, en la época de Isabel alcancé a cruzarlo en la esquina pero me saludó triste. Después supe que lo andaban buscando. Y que lo cazaron. Nunca le supe agradecer que me llevara a la casa de la puta, que me hiciera comer higos recién cortados de la planta, que me repasara el cuaderno del colegio y que compartiera muchas cocas colas que él mismo le compraba a mi abuelo para tomarlas conmigo. Y jamás lo vi limpiar el pico de vidrio cuando yo se la pasaba.
Ahora Ernesto se fue. Heredé el kiosco, armé una canchita enfrente con arcos siempre bien pintados y cerco perimetral.
Hace un mes, durante el juicio al que asistí de testigo declarante, pude devolverle todo de un solo saque: limpiar su memoria, sacarlo a la luz, ver la cara de los dueños de la pelota con las esposas puestas porque creyeron que silenciándolo a él, robándosela, iban a poder con nosotros, los enfermos, los rengos, los callados, los que nunca pudieron hacer un gol y se quedaron silenciados hasta hoy.

* En colaboración con Ernesto Garabato.






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