Mujeres y tabaco


Los primeros puros, con envoltorio en corteza de tabaco llegaron en unas cajas de madera balsa pirograbadas con el dibujito de un león reinante y mi padre las depositó en el cuartito donde se herrumbraban mundos varios. Olor a pólvora seca, pescado y laca, óxidos con pegotes, humedad y limonero cercano que entraba por un ventanuco sucio. Las cajas estuvieron durmiendo allí abajo, junto al cajón de manzana repleto de alambres, en el plano inclinado destinado a las cosas inútiles.
Para la misma época nos habían ordenado en el colegio construir un mapa con las producciones agrícolas, ganaderas y mineras del país: así fue que en la zona de algodonales pegamos un pompón, en la del trigo una espiga y en la del tabaco no nos quedó otra que comprar un atado de Colmena. Con pegamento fijamos el cigarrillo y luego en la terraza, nos fumamos el resto del trabajo práctico apresuradamente.
Carlitos regresó violeta a su casa y yo quedé en cama con fiebre, luego de habernos pasado tardíamente menta por las encías para que no nos descubrieran. A pesar de la intoxicación nuestro trabajo mereció un diez y nos repusimos vehementemente gracias al premio. Para festejar nos fumamos algunos más pero con prudencia.
Una tarde de inusitado calor entré al cuartito en busca de los cigarros de hoja. Revolví, y mi padre, astuto, sabedor que habíamos accedido al tabaco culpa de las tareas e intuyendo que saquearíamos esa fortuna humosa los había desterrado. Lo que descuidó, disimuladas apenas por un envoltorio de papel de lija, fueron las hojas violáceas de una revista. Allí estaba el mercado de frutas con diamantes inexplorados, el viento del mareo, la locura del tesoro imposible: mujeres desnudas fotografiadas. Lucían con estrellitas dibujadas en los senos y bombachones gigantes. Ellas, las putas que mi padre escondía como yo ocultaba mis dibujos de guerra
Descubrí bajo las páginas los cigarros de palma y encendí uno fuera, para que el viento disipe el olor, mientras hojeaba la revista. Empezó a llover y tuve que entrar: lo apagué y en un rincón del patio de tierra, cercano al gallinero, vomité largamente una bilis verde que colapsó pegando un salto desde mi estómago vacío. Tras eso, como pude entré, dejé todo donde la había sacado y me apoyé en la morsa. Un aroma inconfundible de meada emergente por las vejigas de los demonios, gatos sin consuelo que entraban a veces al cuartito a dormir me despabiló. Sentí las llaves de la puerta: mi madre y una amiga charlando animadas luego de una salida al centro. Me hice el que estaba dibujando bajo el haz de luz.
Ella se asomó, la saludé por lo bajo y me tomó de la pera: ¿Qué te pasa a vos? Estás amarillo. Y con esa visión materna de descubrir señales bajo el agua, desenmascaró el escondite y en un santiamén estuvieron en sus manos la pila de revistas. La sostuvo sin mirarla. Lo único que espero no hayas sacado plata del monedero para comprarlas. Sacudió la puerta del cuartito y sopesé que era más una actuación que un malestar sincero. Se las llevó, pero antes olfateándome como a un dragón infecto me susurró: Y te enjuagás bien la boca: !estuviste fumando, mocoso de mierda!
Afuera había salido el sol y el olor del limonero atenuaba mi pena, mi indicio de algo que sobrevendría por la noche, cuando no habría escapatoria y habríamos de sentarrnos con mi padre a cenar y ella hablaría del asunto. La tarde se deshizo consumida en una mudanza errante de pensamientos difusos: aparecían las chicas en bolas, el olor como a podrido de los puros, el secreto de mi padre, la boca roja de mi madre en un rictus de falsa amargura, la risa de mi hermana que había oído todo y festejaba a su modo en el patio embaldozado cuestionando en voz alta como un mariquita cómo yo hacía esas cosas, si lo que menos me gustaba era fumar y menos aún las mujeres.
Lo noche como un baldazo de vino helado con estrellitas cayó sobre el cuartito y la casa toda: tuve que salir. Estaba mi padre sentado frente al televisor y presentí que ya había sido informado. Mi hermana esperaba la fusilería con expectante maldad mientras hacía juego de letras. El empezó a hablar de vaguedades: de un tío que se le estaba muriendo, de arrendamientos en un campo estragado por el agua, de un pez extraño que habían pescado río arriba cuando sonó el timbre y mi madre fue presta a atender; la siguió mi hermana pues era la madre de una compañera urgida por una tarea. En esos segundos mi padre, tocándome el brazo, y hablando y mirando hacia adelante: Nosotros piolas, ¿eh? Como las magos, nada por aquí, nada por allá. Mañana te compro una caja de figuritas y vamos a remar y te llevo, te lo juro al cine un mes seguido, pero esto debe ser un pacto entre caballeros. Ni vos sabés ni yo sé. Ahora fijate como se la creen... Y al cerrar la puerta y entrar ambas mujeres de la familia se sorprendieron de ver a mi padre tirándome del pelo en un truco extraordinario que solo él conocía, mientras yo daba gritos falsos de dolor hasta pedir perdón y oir a mi madre deciendo basta, que está bien, que ya aprendió, que dejalo, no seas bruto vos también. Mi hermana pedía un poco más.
Al día siguiente, al volver del partido, bajo la ducha tuve mi bautismo masturbatorio. Cuando salí del baño, con las piernas temblando, entendí que era otro. Ambos mantuvimos el pacto pero nunca volví a peguntar donde habían ido a parar aquellas revistas. Una tarde, en la cómoda, bajo el alhajero de mi madre las reconocí. Me extrañó el sitio, pero ya no me dieron ganas de hojearlas

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.


Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.

Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.

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