El surubí enloquece a los humanos


Mi viejo para ese verano ya se había convertido en un gladiador de las aguas. Junto a mi padrino Varela habían pescado con red, como a la altura del remanso Valerio un surubí de 45 kilos.
Varela, esto es un Fiat 600, fue la frase que acuñara, repetida hasta el cansancio por meses en respaldos de sillas, en autos prestados, en mesas familiares, velorios y cumpleaños. Eso fue cuando, según el cuadro de Goya que él pintara, se avecinaba una tormenta espectral, nocturna y estaban repechando cuando sintieron el peso inerte del bicho.
Éra como un Fiat 600, se entusiasmaba él en ambientes de talleres, casas de parientes y hasta consigo mismo, entonado la frase a modo de canzoneta mientras se afeitaba. Aquella enfermedad tropical, aquella fiebre duró todo el calor, el frío, para acallarse en la primavera. Mi padre empezó a amenguar en su relato y hasta solía dejarlo por la mitad, sin agregar siquiera la metáfora automovilística. Algo estaba pasando.
Tu viejo está colifa, sentenció mi tía Mariel. Les pasa a todos los deportistas: cuando ya han llegado al podio todo lo demás les parece la nada. Es que en la altura no hay oxígeno y te mareás, colejía para mi que no entendía del todo, mientras me permitía repasar su coleccion de almanaques y acariciar el carey lustroso del bandoneón de su marido Nacho, muerto en un accidente de auto cuando iba a tocar con Pugliesse. Luego, invariablemente me hacía acariciarle las tetas.
¿No te parece que están primorosas todavía? ¿Ves?, ni una piba las tiene así, para luego, sin aviso, regresar al bordado carmesí de un paño con el que decoraría la tumba del finado.Todos estaban con el moño mal puesto en la familia. Mi padre dejó de hablar en ese tiempo y retiró la cabeza del surubí que presidía el living. Mi mamá estaba con la congregación de no sé que Santos y rezaba para que el Mal no toque siquiera las paredes externas de nuestra casa. Yo solito me firmaba los boletines de la escuela y había ocasiones en que me preparaba la comida. Mi padre, según murmullos, decía que había empezado a hablar con el suyo, extinto.
!Y claro! La fama aturde hasta a los más sabios, me repetía Mariel. Si habla con tu abuelo le voy a decir que le mande un mensaje a Nacho diciéndole que ya está casi lista la bandera! Ay Dios Poderoso dame valor? y me ponía las tetas delante.
Dale, sobrino, chupá y decime si no están duras como pomelos, decime vos un poco, che!. Yo hacía lo que ella decía hasta que se cansaba y se iba hasta la cocina a escuchar el radioteatro. Lloraba cuando la saludé al irme. Tuvo la amabilidad de hacerme una seña consternada y echarme con un gesto de su mano mientras el humo de vapor de la plancha la sumergía en un paisaje brumoso y caliente. Cuando llegué a mi casa había un tipo alto, camisa a cuadros, moñito y sombrero de copa, sentado en el living.
Es el exorcista, para tu padre, graficó Chita, la vecina tuerta que acompañaba a mi mamá al Culto. Entró mi papá como una tromba y sin más, como presintiendo lo inverosímil le depositó la cabeza del surubi en las faldas del predicador
Este es el culpable hable con El Señor y dígale que estoy bien y que mi padre quiere que le pongan rosas chinas en vez de las rojas de siempre. Y acto seguido, tomándolo de un hombro sacó a patadas en el culo a ese espantador de demonios, tan espantado que huyó a la carrera. Mi madre, espiando tras una puertita estalló en sollozos. Mi padre se pedorreó primero y después, pisando de costado la cabezota del pez, la levantó como a una pelota y la mató con el pecho. Le habló entonces a los ojos de carey, a los bigotazos endurecidos por la laca.
Vos, vos sos el culpable de mi ruina, nunca tendría que haberte sacado, no voy a tener otro igual y mirá, mirá en lo que te convertí, en un sorete negro disecado. Chita se desmayó y mi madre, en un arranque entró al living y le volcó un florero con agua en la cabeza. Justo, como en los films, tan justo que sentí un alivio supremo ,entró mi padrino Varela, pitando sus famosos cigarros y sin resquemor alguno lo apagó en el piso, apurado como estaba por consolar a mi viejo. Se lo llevó a la cocina y allí se estuvieron con la grapa durante horas hasta que los escuché reir como antes, como siempre y me quedé tranquilo. Era de noche ya y la cuña de la luna entraba por el patio. Yo tomé con algo de asco la cabezota del surubí y le espeté aquello que había visto en una serie de la tarde.
Ser o no ser, dat is de cuestion. La escondí en el alero y me fui a dormir con el castillo en paz.Temprano en la mañana de domingo la envolví en un trapo y me llegué hasta lo de la tía Mariel. Pero ni me miró. Andaba por el jardín espiando no sé que duendes fabulosos que crecían dentro de las glicinas y que le estaban ayudando a bordar la bandera mortuoria de su finado Nacho.
Y vos, sacame esa cabeza de porquería de acá, me gritó como nunca.
¿No te das cuenta que espanta a la magia de la vida maravillosa que hay en los jardines?.No me dejó tocarle ni la puntita de las tetas y me dió de beber lemoncello para después salir sin cerrar la puerta. Había juntado un manojo de calas e iba hasta el cementerio. Yo me quedé solo en la galería, con la cabeza al lado mío y el primer sondeo de mis dedos sobre las teclas del bandoneón.
La cabeza me miraba pero alcanzé a tocar igual Mi noche triste de punta a punta, desafinado pero con sentimiento. Después salí a la calle y entrando en la iglesia, deposité la testa del pescado sobre la del Niño Jesús.Dios me perdone, total que le hacía al Cielo una locura más, si todos sabemos que las cabezas de los surubíes muertos enloquecen a los humanos.

Mi primer empleo


Mi primer empleo vino a caerme en el mediodía de diciembre, post Navidad, tras ese letargo de cocodrilo luego de un banquete, de sábalo lagunero en aguas tibias del barro luego de un festín, de madriguera sucia aún con restos de pieles de animales muertos, frutas podridas y olor a sidra volcada. Ese era mi estado: el alcohol envenenaba más la circulación sanguínea, así que lo único que hacía, preso en mi casa fresca era dormir de una resaca propiciada por el abatimiento tras las Fiestas por parte de los adultos que me transmitían, de sus lugares comunes, de sus reyertas, testimonios de verborragia en vano y fetiches con agujas clavadas en el cuerpo de un pariente adverso. Eso era cansancio y a mis catorce años era demasiado: por eso buscaba los huecos de baldosas sin calor de la casa y evitaba escuchar conversaciones de fracasos o enemistades ardiendo.
Era joven, creía en la gente, me sabía inocente en puñaladas y precisaba irme. Mi viejo, largando un chorro de soda sobre su copa con Amargo Obrero dictaminó señalando un punto ahí afuera Vas a trabajar, entrás mañana, mi amigo te espera. Es un buen sueldo y son solamente seis horas. Me explicó tratando de que la noticia me aliviara en vez de preocuparme. Lo tomé como un salvataje: eso me alejaría de este armisticio y saldría al fin a la vida. En la mañana sentí calambres en la panza cuando entré al depósito de repuestos para autos. Me dieron un mameluco que me quedaba grande y me ordenaron clasificar las piezas. Era sencillo; tanto que cuando me quise acordar ya era mediodía. En el ancho patio almorzaban, tirados, esquivos del sol los obreros de la planta.
Yo busqué una zona alejada y tras adquirir un sanguche en la cantina me senté en el cordón, bajo un limonero con olor a gas oil. Arriba resonaban los aires acondicionados de la oficinas de los jefes. Una voz dijo mi nombre. Me paré instantáneamente. De su casa, me dijo el tipo. Vaya tranquilo, por acá y me condujo hacia una escalera caracol que comunicaba con una oficinita discreta: el tubo marfil del teléfono volcado y la cara seria de la chica me confirmaron el presagio: mi mamá estaba internada.
Fue el verano más triste: se despide a los muertos bajo el rayo indolente del sol, se los entuba en un cajón, las manos sudadas, se transita la avenida de greda roja a paso lento y luego se tapia la puerta labrada. Te llevan de los hombros, estás transpirado, la boca seca y no se sienten las piernas. Allá abajo, en la tetilla izquierda el corazón aletea y rebota contra las costillas: está solo y apenado, está gris de bronca y pena. Por la tarde sonó el timbre. Mi tía, que aguantaba su baja presión bajo las aspas del ventilador llegó como pudo hasta la puerta. Del trabajo, dejaron esto. Y en una caja con marca de amortiguadores me devolvieron lo que había olvidado en el primer día laboral: mi ropa doblada, la llave, unas monedas, el DNI y diez pesos de paga.
Y era como si yo mismo me hubiese muerto en alguna guerra fraticida y ahora me estuvieran entregando a mi mismo las huellas de mi paso en la tierra. Muerto, yo había muerto ese día y no mi mamá. Las flores no eran suyas ni era suyo el cuerpo puesto en el arcón de madera, ni suyos los oídos que escuchaban la algarabía por el Año Nuevo que llegaba y que se propalaba por una vecina radio ajena al luto en sus cercanías. Un pajarito cantó tan fuerte que retumbó por toda la galería. Luego empezó a tronar y más tarde una lluviecita perfumada a orines de gato y madreselvas inundó la cocina. Yo salí a la galería. Mi primer día de trabajo y el adiós de mi mamá.
Ahora empezaba otro nuevo. Aprender a vivir sin ella y emplearme en algo para ayudar en la casa. Me tiré en un rincón donde nadie me pudiera ver.
Con los diez pesos ayudo a pagar el entierro, se me ocurrió, antes de cerrar los ojos.

Disciplinas



Franzúa viene de otro barrio y es potencial enemigo hasta que no lo veamos jugar. Así, de civil, se para bien. Es chueco, pecho implume pero de tórax vigoroso y unas piernas chuecas. Conocedores del tema, estimamos que son garantía de un hábil. Leyenda acuñada en la esquina de filosofía y cálculo numérico, todos sabemos que los grandes han sido y serán de piernas combadas. ¿Y Artime? soslaya José. Es un muerto. Sí, un muerto que hace goles, digo yo que me dejo apodar como él y defiendo por tanto,su escudería. Caen los nombres de las figuritas: Avallay, Wilington, Gramajo. En eso estamos cuando desciende del 21 negro el mismísimo Franzúa, carpeta negra con liga al medio y canchereando un pozo da un saltito breve y elegante para pararse en el cantero y esperar el semáforo. Se para como diez, estima Maurito. Es un zurdo, un once, deduzco. Cruza junto a los escombros con una delicadeza de su gesto ensombrecido porque el polvo levantado se le ha metido un poco en el uniforme y se lo sacude rápidamente. Lo llamamos con cordialidad; le mostramos la naranjada de litro que estamos tomando luego del desafío en la cortada, allí bajo las lilas y el alero. Llega y le extendemos el envase. Limpia modosamente el pico con un pañuelo que extrae del bolsillo del uniforme escolar que detectamos por primera vez inmaculado con la jerarquía del lacre en el escudo. Su perfume es de ricos, sus zapatos son mocasines de los caros, sus manos son delgadas y usa un anillo de sello delgado en el anular. Toledo lo inquiere de frente: ¿De que jugás?. El se echa hacia atrás, en un gesto encantador, se tira el pelo al medio y responde como en un reportaje la frase enigmática que nos sobrevuela horas: Lo mío no es el fútbol, cualquier disciplina menos eso de la pelotita. Lo miramos como a un escuerzo, algo barroso surgido de los sulfuros del infierno, un ser que ha osado mancillar con su respuesta la sagrada biblia, el pesebre inmaculado donde reposa Dios con su pelota de piel de lebrel bajo el brazo, esperando el pitazo. Sé que a ustedes les parecerá raro, vienen de allí y señala una zona aérea que delimita el barrio, los techos bajos, la manzana. Yo, yo provengo de una familia francesa y me tienen prohibido el fútbol, ¿saben? Responde aleccionador, distante, difuso. Ah, digo yo quitándole la botella de la que no ha bebido. Estamos tan pasmados que hay un hueco de silencio largo, cual preludio de una batalla o retirada. Nadie habla. Al fin, Franzúa con una soltura de los que tienen conocimiento de su poder, saca de entre las piernas de José la pelota de plástico y la empuja al aire, tan alto y tan lejos que de una volcada de viento, queda enganchada entre los cables donde se sacuden los gorriones espantados. Repite el gesto de acomodarse el pelo y oímos lo que nunca: Sorry amigos, soy un torpe en estas lides. A ver, toquemos timbre para que nos dejen sacarla. La casa a la que refiere es la del gomero, un sujeto horroroso capaz de asesinar si un timbrazo proveniente de niños lo saca de su ensueño de vinos y gordas feas que lo suelen visitar. Alguien le quiere avisar. Le hacemos un gesto de silencio: que lo fusilen, que lo trituren, que lo deguellen. Por traidor, por presumido, por pillado y por sorete. Nos alejamos para evitar el salpicón de sangre, nos cruzamos de vereda y asistimos al espectáculo: la manija se mueve y vemos la sombra furibunda, las manos de grasa, los pies de monstruo. El francesito entra. Al rato vemos al gigante con una escalera y un palo intentando desamarrar la pelota. Y a Franzúa quien desde abajo lo azuza. Dele, buen hombre ¿O se cree que voy a estar todo el día? ¿O no sabe manejar un palo? Otro silencio y nos miramos como ante un milagro. La pelota cae y el monstruo se retira dando pasos hacia atrás, temeroso y sonriente en sus caninos forzados. El pibe se cruza y se sonríe, dueño de todo. Es el empleado de papá,una bestia. Acá tienen y nos la pone en las manos, como una flor, como nunca se ha de entregar pelota alguna.
Así me dijeron que son los franceses, medita Toledo cuando el extranjero ya es un recuerdo de paso. Y nadie le puede replicar porque nadie sabe que ha sucedido pero sentimos en el aire una ceniza invisible como la que dejan los meteoros a su paso. Un meteoro de diamantes, exótico que nos hace sentir diminutos, hombrecitos perdidos en una galaxia donde la luz del sol es manejada por seres superiores. En eso estamos cuando abre la puerta el gomero y sencillamente, con la testuz baja como un toro a punto de ser decapitado, nos extiende una jarra perlada de agua fría con limoncitos dentro.
Ta fuerte el sol, muchachos, alarga con una voz tan delicada como desconocida.

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.
Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.
Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.