Viejo, ciego , llorabas...



Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era/ buena, cuando tenías en tus ojos el sol:/ pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,/

qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera/ sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,/ y como las bestias entre la noche ciega/ sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva/ en dos o tres minutos hacia la vida nueva,/ viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,/ animal viejo y ciego, no sabes el camino.

Pablo Neruda

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Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo.
Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano.
De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos.
Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.
En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.
En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.
Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.
Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.
Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella
Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.
No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.

Elogios de la derrota


Ser derrotado implica que se ha combatido: contra el fuego de las armas y la niebla de la conciencia. Idiota de aquel que no ha sido derrotado y mantiene una amatoria ilusión con el triunfalismo. Central es el equipo que ha perdido en este domingo previo al nacimiento de la Patria, pero sus exequias no son tales ni tan rotundas. ¿Por qué? ¿Por el llamado de una raza llorosa que pueden pensar que encarna este escriba? No. La derrota adquiere en estos casos otra dimensión cuando su rival, que ha permanecido en las aguas flotantes de la A, es de menor cuantía espiritual y utiliza atributos vergonzantes como el adulterar campeonatos, adquirirlos descaradamente y lo más grave para este canalla, no poder fabricar una contraofensiva ingeniosa por nuestro traspié: todo se reduce a la burla vana, el sacar la lengua, dibujar fantasmitas de la B como el más alto chiste entre lo que se supone son guerreros enfrentados. Caímos con mucho ruido y mucha sangre expuesta. Con generales cobardes que durante meses no asistieron a ninguna batalla pretextando enfermedades varias y mandando al frente a una tropa inexperta, devaluada, humillada por el propio mandamás y su hijo, a todas luces ineptos de la peor calaña: no se dan cuenta del pecado cometido. De las heridas terrible se aprende. Visitaremos canchas adversas con legionarios golpeados; asistiremos a combates en canchas de tierra con árbitros matreros y pelotas chuecas. Viajaremos una caravana de espanto y silencio, con la Muerte a nuestro lado, el recuerdo de ella que nos condenará a traficar los senderos de la B. Pero en la verdadera pelea se foguean los luchadores. Al fin y al cabo va a ser una aventura terrible que nos pone la sangre de punta y afila las lanzas de nuestras soldadesca cuasi adolescente. Burlarse de esta gesta es indigno. Pobre de aquel que lo haga cuando su pasado es espurio y sus logros, sus estrellas están viciadas de fraude. Somos derrotados pero en la derrota está nuestra victoria: pone a prueba el temple. Hacia él vamos, hacia la guerra. Quien no cae no se levanta. Quien no cree no tiene patria. Quien no se arriesga nunca contará lo que significa caer.Y caer es aprender. Este escriba no se consuela con artilugios verbales ni retóricas idiotas. Este escriba luce entero, sabiendo que la adrenalina y el corazón están preparados. El Destino nos puso por delante este desafío: bienvenido, hacia él vamos, pase lo que pase, estamos vivos y no tenemos frío alguno en nuestros pechos lastimados.
Es un orgullo ser canalla y poder gritarlo aún en ésta. No necesito decir "volveremos". Simplemente porque, como el fantasma errante de la revolución y la lucha, somos, seremos, estamos.

Viejos cuadernos del educando




El Cuaderno en vacaciones olía a moco viejo, fruto del pegamento que fuera incluído en otros días con el frío y la obligación de la tarea consistente en recortes, pero que ahora, en el calor de enero se empezaba a resecar, convidado a la renuncia y al olvido. El Cuaderno, sabiéndose abandonado, parecía cobrar vida y repeler nuestro desdén incomodando con su perfume. ¿Qué sienten estos útiles que no alcanzaron a ser libros cuando entienden que ya son pasado? Se mueren, sencillamente, empiezan a amarillearse librados a su suerte. Por eso es que hieden, enterrados a tumba abierta de antemano.
Al mío ahora se lo estaban devorando las hormigas. Lo había encontrado y puesto como guía en el palo que oficiaba de poste derecho del arco callejero enganchado en una ramita de paraíso. Pude advertirlo cerca del mediodía, con lipotimia infantil en ciernes y unos ventarrones que en nada amenguaban el calorón que nos invadía. Decidimos parar el partido. Lo tomé por el lomo.
Esto tiene olor a culo, graficó Toledo que empezaba a hojearlo. San Martín recortado de un Billiken, una canoa con indios flacos que eran tumbados por los arcabuces de nuestros liberadores españoles, un paisaje lunar, cifras y un Te Felicito.
López repasó la firma de mi viejo: Es como la del mío, se nota que no sabe escribir.
Verifiqué lo que ya sabía: una letra infantil. Mi padre. Mi pobre padre expoliado en sudores, pibe solitario de los caminos de polvo, vendedor infante de semillas, lustrador de botines, modelo de un cuadro de Berni, arador del almácigo y la luna del verano, nadador de corrientes de zanjones y cazador impiadoso de pajaritos. Todo ello en una foto sepia donde nunca salió retratada el aula. El afirmaba que su colegio era tan pobre que lo mandaron a cortar yuyos cercanos hasta que llegara el maestro que nunca arribó al pueblo y por eso no pudo estudiar para derivar en trabajos variados; todo con el fin supremo que su hermano menor sí lo hiciera y así lograr forjarse un futuro yéndose lejos a los campos de petróleo para amasar el ideario del nunca más volver, salvo en la jornada aquella que fue electrocutado por un rayo y si regresó, pero en forma de polen humano, recuerdo de osamenta frita, inteligencia tan obstinada como extinta.
Todo esto pensé. Mi padre y su firmita de educando sin escuela. Su letra de no saber agarrar una birome. Su nombre y apellido de aprendiz en un colegio adverso. Mi padre y su foto adolescente de traje prestado y en el bolsillo superior las puntas cerradas de dos lapiceras, cosa que le confiriera importancia al joven que parece decir a la cámara "yo he estudiado por eso las llevo en el bolsillo del saco". Retuve el cuaderno de tapas rojas. Ajado, lamido por el bleque. Un resto de mi cuerpo. Me dio impresión. López que era un diablo me leyó la mente: Pensar que nuestros padres hacen un sacrificio enorme para comprarnos los útiles y al año siguiente ya no sirven más.
Yo investigué: faltaban muchas hojas en blanco, tenía uso aún. Volví a estudiar el garabato de mi padre. Allí estaba él de cuerpo presente: en su bicicleta de carrera, pelo enmarañado, sudor en barba de dos días, uñas con pintura de taller debajo, camiseta y camisa, alpargatas, sonriente y cautivo de su humor de clown. Sus manos con rasguños de algún acero malo de los talleres, sus dedos que olían a gas oil y que lejos estaban de la contemplación del cuaderno de su hijo o el capturar la pluma con que rubricar mi certificado de supervivencia; que vivía, que era su prole y que me quería a su modo, el de los payasos italianos que mucho han sufrido y pretenden de un golpe de chiste endurecerte para que te conviertas en hombre completo y no sufras lo que ellos, hijos de padres de otros cabezas de manadas bestiunes y cavernarios temerosos de devorar la cría pero sin tiempo para entenderla, solo darle el alimento robado en los bosques, jugar torpemente con sus lobatos y no saber tomar un lápiz con que formar frase alguna.
¿Qué pretendían las tontas maestras de nuestros padres y de todos los padres antecesores? ¿Que hagan maravillas con las siluetas de una tinta? ¿Que sean Miró, Picasso? Firma del padre, tutor o encargado, se leía y en el rectangulito la letra exigua que delataba su inocencia de animal silvestre obligado a civilizarse para que su hijo se cultive y quizás un día se reciba de algo.
López, un demonio con honor me lo alcanzó: -Llevalo, no merece que uno lo deje tirado acá. Y señaló el ancho espacio solar e hirviente de la cuadra, el soplete prendido donde el horizonte de varillas de la casa de frutas parecía temblar con el calor y los perros que dormitaban en el alero y solo nosotros como insectos dementes estábamos allí a la exposición de la lava, el sentimiento de paréntesis vacacional, la molicie de no hacer nada ni conocer el mar ni las montañas ni la vida mejor.
Llevate eso con olor a culo, remató Toledo. Pero no dije nada: su papa jamás podría rubricar boletín o cuaderno de educando alguno; se había ido cuando su hijo estaba todavía en la cuna y por allí andaría, en continentes de otro barrio, borracho por los almacenes; sin hablar, sin llamar, sin escribir y menos aún sin querer firmarle Cuaderno del Educando alguno.