Mocho era el fantasma del gimnasio, coronado a fuerza de transpiración y fama. Que hubo un día que estuvo veinte horas haciendo ejercicios parando solo a mear y tomarse una jarra de cinco litros de limonada con cubitos. Que se cargó una máquina de mezcla hasta un tercer piso. Que hacía pesas levantando sobre su cabeza rijoza el metegol. Que levantaba los Dauphine con una sola mano. Que había matado a cabezazos a un capataz de obraje. Que tenía un pacto con el demonio. Mocho era negro como el paladar de los perros de la calle y ostentaba como ellos origen incierto. Eso era antes. Lo cierto que Mocho venía de las selvas, derribando bosques, quitándole la respiración a los yacarés, asfixiando las anacondas. Mocho era bueno, desdentado y ahora ya estaba viejo. Mocho había alimentado a los leones en su jaula y trabajado en un circo de forzudo. Mocho había perdido su corona provincial de medianos a manos de otro negro hambreado como él, allá en Manaos, en el Amazonas, sobre un ring al rayo del sol. Lo habían puesto en un recuadrito del Gráfico hace muchos años, cuando decir Mocho era síntoma de miedo, respeto y admiración, tres cosas que la muchachada de hoy no comprende, ignora todo de él, que está viejo y anda con un trapeador y un balde oxidado limpiando las sudaderas del piso del gimnasio y hablando solo y bajito para no molestar a los forzudos en sus rutinas. Mocho, cuando no trabaja, descansa en su piecita del fondo, junto al excusado y oye la radio, preferentemente los radioteatros, de esos con música de truenos, gritos de pelea y guiones desorbitados. Mocho es una sombra negra de su cuerpo negro lampiño. Mocho cuelga su módica ropa a secar en los fondos donde cuenta con dos gallinas que les dan huevos y un gallo pisador que, como él, sobrelleva un pasado de luchador fornido, pero ahora se está al sol, cabeceando de vejez, sin ánimo para conquistar a novia alguna, esperando pasen los días y poder irse sin dolor, definitivamente. El mismo gallo que duerme con él, a los pies de la cama, porque se sabe, Mocho tiene miedo que se le muera de frío o se deje comer por algún gato maléfico; tan cansado y sin poder defenderse lo nota. Mocho sirvió a las ordenes de los comerciantes del barrio. Lo pusieron de rey Momo, de Melchor y hasta de Cristo en una crucifixión para Semana Santa que organizara el cura. Mocho era una novedad porque era negro y fuerte como una piedra negra, pero al andar los siglos fue debilitándose su efecto y terminó en el gimnasio como gerente de limpieza, como se lo designaba. El resto es sabido. Que Mocho empezara a mostrar otro arte oculto: cosía ropa y bordaba como la mejor de las modistas especializadas en ropa de confección. Así que tras alcanzarle la máquina en préstamo empezó a coser para afuera batitas, ropa de interlock con florcitas, pañuelos con el nombre y hasta camisetas enteras de cuadros del barrio. No daba abasto. Trabajaba de mañana, delante de su cubil, bajo una escuálida parra en las horas en que el gimnasio estaba cerrado porque abría recién a la tarde. Era un gimnasio para hombres, de esos que trabajaban en cualquier cosa y venían antes de caer el sol para pegarle a las bolsas y descargarse allí de ser ellos mismos bolsas humanas. A nosotros nos era permitido entrar por el costadito una cerca celeste que estaba siempre abierta y patear un rato frente al único arco de caños del patio enorme siempre y cuando no hiciéramos ruido, no rompiéramos nada y nos comportáramos. Lo veíamos a Mocho entonces, saludaba encorvado sobre la Singer con sus dedos torcidos asintiendo nuestra llegada. Nadie le hablaba porque era inusual que Mocho contestara y menos aún que empezara con alguna frase. Era imperturbable, impenetrable, impertérito. Estaba allí, eran sus dominios, pero no existía. Solo existía el pedal de la costura, la sombra de Mocho alargada sobre las baldosas que pisábamos, la pila de ropa recién faenada, los nidos de hilitos que se llevaba el viento.
Alguien debió de advertirlo, estar atento pero se confiaron. Nosotros lo vimos con las camisetas pero ni nos fijamos. Cuando se las alcanzaron para que bordara sobre el lado del corazón las letras de El Progreso, sólo eso, sencillamente, ignoraban en que lo estaban metiendo. Debió haber ido hasta el salón con la luz que pegaba en el vidrio donde se leía el nombre del club y copiar los signos. Sólo que al revés. Quedó algo como OSERGORP LE con algunas letras invertidas y en colorado. Mocho, el rey del Gimnasio bautizó al equipo como Osegorp Los Osegor nos decían para simplificar . Nadie había deducido que además de ser leyenda, era una leyenda que no había aprendido a leer.