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La Mary, sacudida por la vida real


Ha sido la esposa de Aldo Zampapiglietta. Está en cuclillas de frente a la ciudad del tercero H, interno, desde donde se puede ver un pedacito inconcluso de ciudad, con sus perreríos en la terraza, las antenas de fierro movidas por el otoño y las luces de las torretas altas con su apariencia engañosa de aeropuerto. Está en perspectiva de espiar todo esto que bien conoce de memoria pero en este momento algo la distrae: se está dejando visitar el trasero por vez primera. Su mentón, producto de la inclinación paulatina ya está reposando en el apoya brazos del sillón que fue verde allá hace tiempo con el casamiento y los días largos con el Aldo y su furia concentrada por no poder escapar de sí mismo. Todo esto lo puede advertir La Mary, porque piensa en ello ahora, mientras siente el empuje que le suena a niebla difusa, como de agrisada está la habitación en el living de su casita magra. Todo es indoloro pues el galán, un cableador de televisores a quien ha tomado como amante hace un mes, se le atrevió, previo consentimiento de ella tras el muestreo de un frasco de Johnson y eso la terminó persuadiendo. Entonces él, un guerrero penetrador de cimientos, paredes, vigas, paneles y chapones lo está haciendo con una tranquilidad de sabedor, mientras percibe con un regocijo que le empieza a retumbar en el pecho que el mentón de la Mary está reluciente de sudor porque ella se está mordiendo los labios pero no hay dolor, mas bien una reconcentración y una expectativa por adivinar cuando va a empezar la conmoción pues así le han contado que sucede y así lo ha entrevisto en su propia carnecita de pimpollo lacerada por los arrestos impropios de su ex esposo, quien en medio de la propia impericia y la natural torpeza de cinco vasos de Royal Comand y una cena intensa, pretendió a los postres imponerle su montura de macho y no logró porque ella se cerraba y porque él, ofendido con el mundo, con su esposa, con su miembro que se había bajado, abandonara el asunto y fuera a la cocina a servirse otro whisky y luego encender el televisor para ver a Racing. Ella, La Mary, sin los chicos en su casa, siente además, el dedo pétreo del Carlos el cableador que la empieza a acariciar por delante y entonces sí, descubre sus tetas en el reflejo del vidrio, siente el olor a sudor y fragancia a Colbert y comprende que no precisaba más que esto para empezar a ser íntegra y conocer lo que significa el culminar. Una noche oblicua, distinta, sin palabras, que se va enderezando según pasan las horas y que comienza a entrar vertical dentro de su ser como si una lanza delicada la tocara en un lugar inadvertido que no pude explicarse ni menos aún situarlo, porque se sabe, las mujeres transcurren una tierra inconclusa donde el olor a cría, la cocina y el detergente amortiguan todos las demás sensaciones y las ganas, sumergidas bajo esta barcaza de hierro pesado como lápida, se hunden en el secaplatos. La Mary, seriecita, oblicua y sensual de caderas bajas, imperfecta como una modelo realista, envuelta en las sábanas cruza el living sin hacer ruido y trae para ambos la botella de whisky que el Aldo abandonó cuando huyera de la madriguera para perderse vaya a saberse en que circuitos de pereza, hastío y depresión que rodean como una maldición al Hombre Separado. El, que ha comprendido que quedarse inerte es la muerte y moverse es la inquietud de lo que sobreviene al deceso. ¿Huir hacia adónde? ¿Con qué armas? ¿Con que convicciones? ¿Con cual dinero? ?-¡Eh, muchachos!, nos grita Aldo, ahora apoyado en el borde como de musgo del casín mientras los demás apenas lo escuchan porque está hablando demasiado fuerte de algo que se debe contar reciamente en voz baja, en confesiones de mesas marrones, con naipes y café filtrado con una caña. No así, despellejado y monstruoso, descarnado de tal forma que da pena, somnolencia y ganas de borrar de un golpe esa figura trágica, un poco bebido contando sobre su pasado de ayer, de acá a la vuelta y encima tener que soportar como se imagina la nueva vida de su ex, a quien todavía quiere pero ya siente que es tarde para todo.

La verdadera María está allí nomás a algunas cuadras, mientras regresa del living y como una jovencita y madre sirve en una tacita de té el whisky que le da en la boca a su hombre, mientras los chicos duermen tranquilos, y ella siente que su casa la cobija y que por primera vez vuelve a tener veinte años y el mundo mañana, cuando claree y el cableador mágico haya desaparecido y los chicos llevados al colegio, la lluvia, esa compañía que había abandonado en medio del caos del matrimonio volverá a ser su amiga.

Pero esto Aldo no lo sabe ni imagina y sigue con la cantinela, mientras afuera ha empezado a garuar y ya nadie, ni el fantasma de su propio cuerpo enmohecido en el espejo, lo escuchan. Pobre Aldo, ya sin nosotros siquiera que hemos vuelto a nuestras casas a guarecernos y el retornará al Hotel San Carlos como un perro a quien cualquiera que pasase puede hasta tirarle una patadita de desprecio, de vergüenza para querer olvidarse de ese dolor en carne viva; pobre Aldo que ha caído de repente y nadie sabe porque lo ha hecho, porque de ser un tipo común se ha mutado en esa forma horrorosa que lleva el nombre de Aldo, el que dejó a La Mary.

Aldo Busca Trabajo


"...Ahí está la bandera chilena que más que ondear una estrella azul parece el resultado de un piedrazo, chilenos facistas que le prestaron las pistas para que se reabastezcan los aviones ingleses en Malvinas; chilenos feos de minas más fuleras todavía, porque no se vuelven a sus chozas y a aprender un curso de cómo hacer mapas sin querer cagarnos, mentirosos, porque no se caen todos al mar..." Aldo está parado frente a la empresa, con un cansancio en los riñones con un odio y un frío milenario hacia esa situación de estarse en la esquina a punto de solicitar el empleo en la empresa que resultó trasandina y que él, movido involuntariamente por el rencor, la oscuridad del miedo a no trabajar y la humillación que representa, se la ha emprendido contra todo lo que le signifique un rencor valedero y le impida pensar en el suyo propio, el de verse vencido de antemano porque hace mucho ya ha puesto en el tablero las fichas y las jugadas erróneas. Flamea junto a la Argentina, allí en el hueco entre el río y la ruta. Aldo ahora la mira pensando en aquello de la energía positiva y hasta la ve linda, prolija y vehemente, una amiga en el desierto que le tiene que dar cobijo. ?-Vamos, se dice y entra en la boca del monstruo. Hay en la entrada un diagrama de acrílico: venitas azules, diagonales rojas, flechas grises, nomenclaturas y túneles. Está en un hormiguero. Y lo están llevando hacia las pupas y posteriormente hacia el encargado mayor de las obreras y los soldados, donde se irá adaptando para recoger y garantizar el insumo de hojas nutricias y habrá de vigilar por ellas a cambio de un jornal flaco
Pasillos de verde agua, fosforescencias en una pista cercana, tambores internos que rebozan un líquido azulado y atravesar lo que parece haber sido una cancha de básquet para ingresar de nuevo a un pasillito con luz del día y allí a cinco metros la salida el molinete donde un guardia, sin mirarlo, le está permitiendo la salida. Ha conseguido el puesto. Ahora debe tener una guarida. -?Habrá hoteles en este pueblo de perros, se pregunta. Y va hacia la parada de micros, de donde descienden cerca de una docena de operarios que rumbean para el portón por donde el acaba de salir. Un olor ondulante pero firme a caliza, a amoníaco, le recuerda su barrio de Refinerías y siente un puntazo leve de angustia. Arriba el cielo se ha cerrado y empieza el torpe atardecer sin matices, sin horizonte, sin vida. El almacén luce oscuro, en esa hora incierta en que las luces aún no se encienden. Aquí mismo, le responde el viejo que atiende a su pregunta acerca de donde poder hospedarse. Separa las cortinas de tiritas de nylon y le muestra un ancho patio tapiado, una escalera gótica y arriba en un pasillo cuatro puertitas de color naranja. -?Elija la que quiera que estan todas vacías. -?¿Tiene baño privado? se escucha decir. Y se siente un idiota. "Este viejo mono no debe saber que es un baño". -?Claro, pues, le contesta. La 3 tiene, pero le va a salir un poco más. No importa, cierra Aldo y extiende los doscientos sobre el mostrador. Al rato, arrollado en la cama matrimonial, no sabiendo si morirse o dormir mientras la televisión le devuelve una novela siente al viejo que en vez de tocar a la puerta parece escarbarla. Suavemente, le susurra
-?Aquí le traigo, amigo. Y Aldo se ve después en aquel espejo rectángulo del cuarto devorando el sanguche y metiendo el hocico en el tazón de café con leche y siente invariablemente que el mundo ha pegado otro giro y ha salido esta bola misteriosa que lo deposita donde está, envuelto en una manta ruana, lejos de todo, comiendo como un cerdo y con unas ganas inmensas de ponerse a llorar hasta que se borre el mundo que lo tiene agarrado desde que se empezó a desplazar en defectuosos territorios donde no existen ni el hogar, ni la familia ni los amigos.
Hay un azul de metileno dentro del iris de los pájaros; el se sienta en una sillita de paja, hace frío pero está bien: siente que bajo la piel le circula algo caliente: la pintura pugna por salir y se estrecha en el cuello del pote. Lo empuja, salta sobre unas mazorcas ya dibujadas y aquello lo enoja. De pronto el cielo se rompe en un gris de hueco, en un gris de comarca volcánica bajo un cielo que él sabe asfixiante y que se denomina el fin del mundo. Lo sabe, toma como puede la pintura que se le cae en el barroso surco de los carros. Está solo y se avecina una tormenta o algo peor: la muerte en pleno graznando bajo la silueta de los cuervos que le empiezan a poblar el cuadro entero. Entonces, ya es Van Gogh fulminado por el desastre; se despierta transpirado, extrañando no al sueño de artista sino que inexplicablemente se le ha diluído la caja de pinturas que le había prometido al hijo mayor la tarde en que se tuvo que ir, de desaparecer de aquella vida con la Mary. Y ahora, ya no sabe que es peor, si continuar, regresar o estrolarse desde un puente. --?No, se dice, bajando de la cama para entrar al bañito helado... Todavía falta, todavía falta. Afuera, sobre la claraboya el cielo se ha puesto azul noche y por el efecto del viselado se asemeja a los cielos del holandés con sus luces y soles nocturnos, girando, girando como girasoles que buscan el mostrador de la noche igual a borrachos en la larguísima noche de los hombres divorciados.

La última carta Náutica


Cuando la Tía Náutica murió yo andaba cerca de los veinte y me encargaron la tarea de buscar la documentación en su casa de la calle Rubiroa. Ya se sabe, no se entierra a nadie sin papeles ni carnet al día de la prepaga que la tía, tan ordenada, venía abonando puntualmente para ganarse el hueco de portland en que consistía su módico cielo a plazos. Abrí la casona empeñada en derramar sol y gatos por todos lados. Revolví el placard, me tomé unos mates. Y encontré esto, en un sobre celeste escrito a máquina:


"Dicen que ahora las chicas no se cuidan como antes. Se van con cualquiera apenas les crecen los pelos de la chucha. No hay más vergüenza. Ni pudor.
Mamá no nos dejaba ni ir a la esquina solas. O con Atilio, que nos acompañaba, o con ella. O con el Raimundo. Pero solas no. Una no sabía lo que le podía pasar. La gente iba a pensar mal. Estas no tienen madre, que andan sueltas como hilo sin carretel.
Mamá nos enseñó a almidonar las sábanas, los manteles, las camisas.
Los muchachos iban a la Base. Ellos eran hombres. Ellos tenían que estar impecables. Salían a trabajar en los talleres navales. El sábado a los bailes. A pescar a Villa del Mar; los domingos. Nosotras íbamos al cementerio con Mamá. A limpiar la tumba de Papá. Que en paz descanse. Las mujeres en casa. Las chicas decentes no salían solas.
La Maruja campaneaba por la ventana. Le gustaba uno que pasaba todas las tardes... Cuando lo veía venir, salía al jardín. Barría la vereda. Cortaba flores. Canturreaba bajito. Y lo miraba... A mí también me gustaba. Pero no tenía el coraje ni el desparpajo de esa bruja. Cada tarde se abría más el cuello. Era pechugona la atrevida. Tenía unas tetas desbordantes. Que se desesperaban por saltarse. Parecían dos enormes racimos de uvas, que competían por el sol. El tipo se paraba a decirle piropos. Y se le acercaba cada vez más... Ella se reía con una risita espesa, que me chorreaba y me hacía mojar la bombacha. Una puta. Eso era la Maruja. Yo los espiaba.
Mamá embelesada con la voz de Alfredo Alcón.
El comedor en penumbras parecía engullirla, mientras se tomaba unas copitas de anís.
Esa tarde el tipo empezó a abrazarla. A mí la piel se me hizo seda. Espiándolos. Me latían los tajos, la lengua, las sienes. Hasta el pelo, parecía que esperaba.
Un hombre. Un maldito hombre tocando mi cintura.
Un ardor de deseos me mareó y me puse a gritar.
Yo, no soy como la Maruja, soy chata. Igual que la abuela Amparo. Pero mis pezones se habían parado como olisqueando el aire.
Ella, en cambio, era como la Abuela Fortunata.
Fue esa tarde pálida de otoño, que la Maruja se fue.
Mamá no se había dado cuenta.
Ahora que estoy vieja, sola y encerrada como siempre, a veces, vuelvo a sentir olor a hombre.
Y lloro".
La tía Náutica nunca se casó y pasó por la vida con la levedad de su cuerpo espumoso sin hacer un ruido, alegre en soledad, gastando en cuentagotas los ahorros de un padre capitán ballenero y una mamá irlandesa. La tía Náutica vivió cerca del mar pero odiaba el viento helado, sólo lo visitaba en primavera y allí pintaba unos cuadros medio espantosos con gaviotas y caballos. Fuera de ello tocaba el piano, mantillas en los muebles, porcelanas, olor a alcanfor: una delicada empresa de vivir con naranjas en invierno, malvones y durazneros en verano; una flor de cálido aliento sin sofocar, una flor sola en su plantío, abierta discretamente. La Tía Naútica fue la más bella, desapercibida e invisible de la familia.
Tomé los papeles y aparecí en el funeral. Le entregué las cosas al tío Aurelio y me fui a la esquina a tomar café con caña. Decidí no verla.
¿Por qué tardaste tanto? Ya casi se la están llevando, me reprendió con sus bigotazos y su aspereza de lobo jubilado.
Porque me estaba despidiendo de ella, mi amor de siempre, desde los catorce hasta ahora en que decidió irse sola, dejando escondido un relatito fugaz e intenso de sus fervores, de su sangre en ebullición.
Pero no dije nada. La ví pasar camino al cementerio como un contraste en todo aquello tan negro: una luz en movimiento iba dentro de ese coche y no lo sabían: abrazos, siestas perfumadas nuestras que nunca nadie habría de enterarse y que se habrían de hundir con ella en su océano de portland como los ingenuos barcos que pintaba solamente para mí.
* En colaboración con Mónica Oliver.

De como echamos a los carros


Llegaban cuando se les ocurría. Al menos para uno que no tenía los días de llegada agendados; sólo las viejas sabían la entrada del mamotreto andante portador de verduras, pescado,enseres.
-?Hoy es lunes, pasa el pescadero. Su sonido era fiero, descalabrado y arribaba precedido del vocear empecinado que se anticipaba unas cuadras. Había de todo: imágenes inclementes como el de las yeguas apaleadas o de las otras: hermosos animales sanos entrando a la cortada con flores entre las orejas y al silbador carrero de buen humor, despacioso y gentil. Las primeras sufrían la tiranía de un amo rudo que derivaba por lo general en mercadería mala. Las segundas eran olorosas y vendían, tras sus ancas, un generoso mercadeo. Eran los carreros famosos por sus piropos y sus capacidades en el arte de la esgrima: usaban látigo que hacían chasquear en el aire, pero bajo el asiento los acompañaba una pértiga de hierro o un basto de madera pesada, lista para actuar cuando algún auto osaba pasarles muy cerca de las varas.Las bestias, bostezaban u orinaban sin pedir permiso. Y a veces en medio de ventas propicias ahuyentaban por un rato la clientela con el revolotear de moscardones en su fragancia a herrumbre intestinal. Para nosotros los carros eran un ejército venenosamente organizado: suspendían el partido de fútbol y hasta se aposentaban cerca del arco impidiendo la concreción del gol. Estaban de carreros el tano Lumbrizi, el Mirasol, una español lechero que fue estragado por la pulmonía; el Ruso, un petiso encallecido de mal carácter, tullido y bizco. El criollísimo don Amancio; cauto, meandroso, con un pucho apagado en la boca que mercaba con medias reses robadas y frutas de descarte al mayoreo. Todos ellos eran nuestros adversarios: gritaban mucho, nos ensuciaban la cancha con bosta o meada y detenían el juego. De nada valían nuestros torpedear de terrones sobre el animal para que huyera, ni aquellos petardos que descargamos cerca de sus patas y que nos valieron una patada en el culo a uno de los nuestros que acabó herido en el hombro. Pero los caballos ni así se movían; parecían de fierro, mecánicas bestias respondiendo solo al amo. Nunca los íbamos a ver en dos patas o tirando de apuro el carro o saltando y cortando las bridas. No, se mantenían firmes pese a nuestras bombardas. Eran alcahuetes y esclavos, los pobres.
-?Hay que tirarles unos fósforos al kerosenero para que los demás aprendan, dijo una tarde Toledo, desesperado porque ese día se estaba convirtiendo en goleador y hubimos de suspender el match por la llegada de uno. Pero justo él era amigo nuestro así que desechamos la oferta subversiva. Habíamos visto hacía poco la lucha de cuadrigas romanas en la tele gracias a Ben Hur y aquellos trastos nos parecían mucho más vergonzantes, como la imbecilidad del mundo adulto, sus bellaquerías, flor y nata del universo cruel que sabíamos se habría de abatir sobre nosotros. Había que resignarse y esperar a que se vayan. Entonces vimos el cuadro. El verdulero alcanzándole el bolso lleno a una vecina mientras le pasaba sus manos por las tetas. Ella inmutable sonreía como si nada. Era la madre del Yani la manoseada pero nunca se lo dijimos. Tampoco nos importó porque ella le había gustado y no era la primera vez; buscábamos un algo indefinible para justificar nuestra ira acumulada. Pero el Mal, el Repelente Mal, opera sobre las almitas insignificantes con maestría de jugador y nos sopló al oído la idea. Era una alternativa como para no aquietarnos: hacerle llegar al esposo de la mamá del Yani que el verdulero le hacía eso. El cornudo era un monstruo pelado de dos metros, trabajador nocturno y con fama de asesino. No fue más que escribir la nota y garrapatear con carbonilla la pared de la casa. Al otro día, contemplamos horrorizados cómo el verdulero era atropellado a trompadas por el marido engañado. Entonces oímos como una bendición la frase atronadora del padre de Yani: -?¡Y no pasa más por esta calle ningún otro carro! ¡No me dejan dormir tranquilo! ¡Al próximo le arranco la cabeza con esta! Y enarboló una pistola que llevaba al cinto. Recogieron los pedazos astillados del verdulero que fue cargado en su propio carro a modo de paseo funerario y depositado en el Hospital Carrasco. Las señoras tuvieron que ir hasta la calle de la vuelta para poder comprar.
Efectivamente no pasó mas carro alguno. Solo oíamos, de vez en cuando a modo de aliento por nuestros goles, las biabas que le propinaba el gigante a su esposa infiel.

Los tropiezos de un hombre separado


Estaba contrariado y con dolor de estómago - su cagadera perpetua- pero había ordenado café. Antes, en el hotel San Carlos, había repasado sus bolsillos y calculó le alcanzaría para una semana más, pagando la estadía y una sola comida diaria. Empezaría a robar entonces: módicos choreos sustanciales y prolijos; un cacho de queso en el super de los gallegos; una porción de tarta expuesta allí mismo y llevarla camino al baño donde pasaría desapercibida en la maletín, previamente envuelta en una servilleta para limpiar culos, en esa postal donde los extremos parecían tocarse: boca y ojete, como le gustaba a él.
Pero ahora estaba nervioso: no había ido a la comisaría a declarar por la ausencia del hogar que seguro la esposa le había metido y lo estarían buscando. "No sea cosa que me confundan con uno de la banda que choreó y se llevó puesto al cana. Todos me vieron la puta que los parió y encima casi me la pegan a mí; debería ir a presentarme ya mismo".
La moza lo miró erguida en sus tetas. "Café por favor". Ella mismo fue quien llamó a la comisaría; lo había reconocido porque estaba en el callejón y lo había visto en el revoltijo. "¿De dónde conozco a esta mina yo?", se dijo. Cuando advirtió que era quien lo miraba con fijeza en al altercado de la tarde justo entraron dos canas y se vinieron directamente hacia su mesa. No pudo tomarse el brebaje. "Voy, voy, no me toquen --aclaró--. Y no hagan revuelo". "Acompáñenos y no nos dé ordenes que es peor, vamos levántese muy despacito. ¿Está armado?".
Maldita confusión, maldita la suerte de estar en el lugar equivocado. Mendiolaza, el ex comisario, que repasaba las carreras en la mesa del ángulo advirtió el hecho y el velado empujón del cana rubio. "Un sospechoso de algo", se dijo. Aunque con esa cara de pejerto... Lo vio irse queriendo mantener la dignidad y que nadie note que se lo estaban llevando. "Todos somos iguales", pensó Mendiolaza, que empezó a divertirse con la escena. Al tipo se le cayeron unas monedas y al meter la mano en el bolsillo para sacar no sé que cosa la enganchó con un pedazo de tarta que evidentemente se llevaba de recuerdo. La moza cayó como un rayo. "¡Qué desgraciado resultaste! Te robabas la comida!".
No, es de otro lado.
Ella examinó el logo. "Qué casualidad: dice Sur Café. Llévenselo antes que lo escupa. Primero le toca el culo a una señora que se para a ver el tema del robo al banco, ahora viene acá y se roba lo que después tendría que pagar yo". Los canas le pegaron otro empujón. "Dejá la porción sobre la mesa". "Y que pague el café", alargó ella, perfecta en su papel de redentora. Mendiolaza pasó de divertirse a ponerse serio. Dentro de su fuero justiciero algo le dijo que el tipo era un pobre diablo, que los canas se agrandaban con un infeliz y que la Bella era una alcahueta humilladora. "Pobre tipo", se dijo mientras desaparecía por la puerta de vidrio y entraba al patrullero. "Además tiene cuerpo y cara de papa".
Llamó a la moza: "Este café que me sirvió, querida, estaba frío y el borde la taza bastante sucio (pasó deliberadamente el dedo como quien hace un acto carnal por el borde), pero a pesar de servir mal igual la felicito". Ella, ofendida y con los colores en la cara respondió de un brinco: "¿Por?". "Porque resultó una ciudadana ejemplar y buchona, por eso". Las tetas, de furia, casi le saltan a la cara. Mendiolaza, ex profeso, encendió un cigarrillo. Ella lo conminó a apagarlo. "Eso quería. Verte más enojada, corazón. Traeme el pedazo de tarta que dejó el tipo, parecía estar buena y un café mejor servido". Tiró la última bocanada y apagó el Clifton sobre el platito.
Esto, mejor narrado, fue lo que nos contó el gordo Aldo, que a su vez es lo que le contó Mendiolaza cuando lo sacó de lástima de la comisaría, en la época cuando empezó con las tribulaciones de un tipo separado. "Ustedes, que todavía son pendejitos, piénsenlo bien antes de acollararse --sentenció con amargura- . Se llena la vida de sinsabores y malos entendidos". Y salió a los corretajes. Era el año 1972 y la aventura de Aldito con sus tropiezos y remiendos recién estaba empezando. Lo vimos irse: parecía salido de una película de Chaplin.

Cachetadas y flores


Era el muerto vivo más perfecto que habíamos visto. Sobresalía entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilínea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Un difunto con gravedad cero en su negocio, con hojitas desprendidas de sus pistilos en el aire, mientras despachaba las flores para su entierro que parecía no concluir nunca, destinado a oficiar de asistente a su propio velorio. Era lo más parecido a un espantapájaros pero bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los días con una resignación de viudo, de enlutado por su alma impropia en esta tierra de bárbaros alegres y felices a la fuerza que traíamos sólo por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la muerte y estar enamorados de algo que nos bullía en la panza. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque: el lago central, un manchón de verdín, el laguito anexo donde jugábamos a llevarnos a nuestra cama a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacía dormida desde que teníamos uso de razón, esperando vaya a saber qué príncipe valiente que la sacara de su encantamiento y la hiciera mujer de carne y hueso.
Ni nos convertimos en sapos, ni pudimos sacar a la dama de su encantamiento. Comenzaba así, ese largo destierro de ilusiones, que se nos había filtrado en las largas siestas de verano, en la que alguna tía, ilusionada ella todavía, nos leía cuentos de príncipes, dragones y centellas.
Como dentro de un decorado de frisos del cementerio, por detrás pasó El Florista caminando con unos gladiolos en la mano. Llevaba un sombrerito alto que le confería a su figura el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos y ya cerca del zoológico dio a sentarse junto a una chica que lo estaba esperando en un banco.
Pensándolo bien, el zoológico, es otra forma de cementerio. Pero eso no interesa, ahora. Ella lo estaba esperando. Vestido floreado. Desodorante y perfume del kiosco de Doña Rosalía. Lo más bonito eran sus zapatos amarillos. Los zapatos amarillos que reían, desde el movimiento ondulado de su balanceo. Junto con sus piernas regordetas. Toda en ella era como inflado. Desbordante. Nada fea. Algo en sus ojos titilaba con vivacidad. Sentados, uno al lado del otro, como para sacarse la foto del recuerdo, componían un cuadro irregular. La delgadez usurosa, palidecía avergonzada, ante la rubicunda figura estentórea, sin avaricia de carnes.
La vieja de los gatos quedó tiesa, embadurnada de asombro, como si estuviera presenciando una jugada celestial impredecible. Un raro encastre de formas, donde lo filoso repica campanadas sobre lo mocho. Pelea fantasmal, que compartimos con la mujer, que ya no parecía tan agobiada. Y creo con nadie más.
Tal vez algún minino, desde lejos, lo vio también, desde el sol de sus ojos amarillos.
No tuvimos mejor idea que las piedritas con la cerbatana. Había que tener puntería. Pero para eso estábamos todo el tiempo tirando. Blancos móviles. Nos acomodamos con disimulo, entre canteros, bancos y una canilla.
Fue inquietante ver al estilizado enano de jardín, romper su rutina de ramo envuelto en papel brillante. Se desarmó un escenario que parecía inmóvil y nos sorprendió con esta alternativa de reencuentro con la carne, lo vivo, el deseo.
Algo nos decía que debíamos malograr la historia. Cupidos del diablo. Los gladiolos eran rojos. Y nosotros también. ¿Cuál más rojo, más sangriento, más vivo?
Ah, el amor. Nosotros odiábamos el amor. Era asqueroso, lleno de saliva, ternura y pérdida de tiempo. Eso que asomaba por el aire estaba allí, delante nuestro, oliendo a calas viejas, retiro de monjes, aguas de cantero. El amor hedía, olía mal y nos incomodaba. Impedía la actividad, la guerra libre y nos congestionaba el pecho con algo incómodo: eso, eso horrible, temíamos, lo sabíamos, alguna vez nos ocurriría.
Nos concentramos en la curva ondulante del trasero de ella. No era difícil acertar. Y no tuvimos piedad, ni indulgencia.
La respuesta no tardó. Ella, no parecía tan ágil, sin embargo se levantó como una foca y se echó al mar... Corriendo vino hasta nosotros, que estábamos silbando bajito, como perro que pateó la olla, y yo que estaba más cerca disimulando inocencia absoluta, sin avivarme recibí dos bofetones, que me dejaron la cara marcada.
? ¡Para que aprendan a no molestar una dama!
Lo más sorprendente fue cuando el florista me abrió la boca y me encajó el ramo de gladiolos.
El flaco sombra de alambre jamás se olvida cuando me ve pasar y se ríe, el boludo, ya casado. Desde entonces, me dicen... Florero de gorda.


* En colaboración con Mónica Oliver

El dueño de la pelota


Me presento, soy Jorge, Jorgito. Ahora tengo casi cincuenta pero en mi relato estoy situado en los diez, los doce, pongamos. Vivía enfrente del parque, mi abuelo tenía el kiosco. Me sacaban a la mañana temprano o en la tardecita. En aquella época no había rehabilitación o mi familia era muy bruta. Mamá trabajaba de enfermera en el Monroe y nunca estaba, entre las guardias y los novios. "Tengo derecho a rehacer mi vida", gemía y me hablaba como si yo fuera un adulto más. Me fui acostumbrando a ver, a escuchar. Casi que no hablaba. La radio gigante, con estuche de cuero, me acompañaba. Yo sintonizaba tangos y fútbol. Y los radioteatros, pero los ponía bajito al oído para que no piensen que encima de tullido había resultado maricón.

Corría la dictadura de Onganía y el parque estaba despoblado... No comprendíamos las razones, pero la policía montada no nos dejaba jugar al fútbol en ese lugar. Nosotros teníamos seis, siete u ocho años y - sin saberlo- éramos "la resistencia". La montada entraba al parque al galope destruyendo el pasto que decían defender, y ante sus ojos un picado se transformaba instantáneamente en "las fuerzas realistas".
Tenían su infantería, compuesta por unos señores de mameluco, que en el medio de las imaginarias canchitas plantaban, una y otra vez, arbustos espinosos, arbustos que nosotros, una y otra vez pero por las noches, arrancábamos de cuajo.
Estaban obsesionados con nosotros... claro, nunca nos habían podido sacar la pelota y encima le dejábamos los arbustos arrancados como piquete.
Cuando los ruidos de corceles y de acero se dejaban oír, con nuestra brigada nos desparramábamos subiendo hasta la copa de los eucaliptus, y cuántas veces se terminaron quedando horas amenazándonos para que bajemos.
Habíamos construido una casa en uno de ellos, de los eucaliptus, y allí nos reuníamos a conspirar y planificar nuestras tácticas y estrategias. Pensábamos en trampas para los caballos, en tensar un alambre a la altura de los jinetes y hasta en la osadía de ir al cuerpo a cuerpo, pero nos dimos cuenta de que desgastarlos progresivamente y dejarlos al ridículo sería el mejor método. Llegamos a torearlos y burlarlos desde los caballitos de la calesita... Los atacábamos con barriletes y les tirábamos con unas pelotas de goma falladas que nos daba Don Gerildo, el dueño de "La Pulpo".
Increíblemente, los tipos llegaron a odiarnos por cosas como estas, y no podían hacer otra cosa que asustarnos. Su triste victoria sólo era sacarnos la pelota a nosotros, no cualquiera, una "Pintier" que en esa época valía oro.
Fue Ernesto el que un día me invitó. Entre todos los pibes cruzaron el carrito conmigo adentro y lo pusieron cerca del arco de la calesita para que viera mejor. Casi los mata mi abuelo, pero no importa. El gesto fue lo principal. Y las ganas mías de jugar que me hicieron saltar pis en el pantalón. Después vino la noche, la helada, mi neumonía pero no importa: el día se había llenado de gloria y casi casi había estado jugando a la pelota con ellos.
Nos retiramos por un tiempo del campo de batalla y volvimos a la cuadra a jugar al "1 y 2", también "al cabeza"; pronto nos aburrimos y volvimos al parque a dar la batalla final... Le dijimos a los de Vidal que por fin aceptábamos el desafío, pero en el parque. "En el parque no viene la montada, ya nos dejan", les dijimos. Se armó el desafío pero con la "Pintier" de ellos. Les estábamos pintando la cara y, como previmos, la montada apareció por sorpresa. Me la dieron a mí, como estaba planeado; la levanté y de volea se la puse en las manos al del primer caballo que la atajó sorprendido. Salimos todos corriendo y vimos cómo la caballería reculó y volvió con "su trofeo". Nunca más regresaron. Habrán creído, como siempre, que nos habían robado la pelota.
Después nunca mas lo ví: un día, en la época de Isabel alcancé a cruzarlo en la esquina pero me saludó triste. Después supe que lo andaban buscando. Y que lo cazaron. Nunca le supe agradecer que me llevara a la casa de la puta, que me hiciera comer higos recién cortados de la planta, que me repasara el cuaderno del colegio y que compartiera muchas cocas colas que él mismo le compraba a mi abuelo para tomarlas conmigo. Y jamás lo vi limpiar el pico de vidrio cuando yo se la pasaba.
Ahora Ernesto se fue. Heredé el kiosco, armé una canchita enfrente con arcos siempre bien pintados y cerco perimetral.
Hace un mes, durante el juicio al que asistí de testigo declarante, pude devolverle todo de un solo saque: limpiar su memoria, sacarlo a la luz, ver la cara de los dueños de la pelota con las esposas puestas porque creyeron que silenciándolo a él, robándosela, iban a poder con nosotros, los enfermos, los rengos, los callados, los que nunca pudieron hacer un gol y se quedaron silenciados hasta hoy.

* En colaboración con Ernesto Garabato.






El triunfo


Apenas había pasado el mediodía. El sol de este verano prematuro en combinación con el pavimento transformaban la calle en un infierno.
-Me había detenido la luz roja de un semáforo ajeno e inmutable. A mi derecha paró un coche. La sonrisa grabada en el rostro del conductor me robó la atención. Quizás por culpa de la insolación, me puse a imaginar el motivo de su sonrisa en soledad. ¿En que estará pensando?, ¿Será feliz? -me pregunté.
Al lado mío hay un tipo que me mira: son esas observaciones banales mientras se espera el cambio del semáforo, pero lo reconozco. Sí, exactamente. Es el que me llevó la novia, el que me dejó afuera. Marcelo, Marcelito, con sus remeras Penguin y su autito colorado. Veo que cambió: al menos ahora tiene uno azul, impecable pero berreta. Conserva, el perfil canchero que le destrozaría de un mazazo. Increíble que piense en esto: calma, doctor, calma, no es para tanto. ¿O si?
-La luz verde lo alejó velozmente de mi lado. Mientras avanzaba fui observando los rostros que estaban a mi alcance. Como hipnotizado por la idea traté de adivinar algún signo de felicidad en ellos. ¿Quién será el ganador? ¿El del auto importado, el de la bicicleta, el chico, el del aperitivo en el bar, el de traje y maletín, el que discute acaloradamente por celular?
No me puedo quejar: llevo una vida impecable, sin una rotura de la malla. Todo en su lugar y con prudencia: no me emociona nada pero debo hacer como si. Nada me gusta del todo pero debo imaginarme un mundo vivaz. Me dan asco todos los buscadores de fe y salud con quienes me encuentro casi a diario pero debo transmitirles algo de lo que sé fingir que todo es posible, que la sanación es legítima, que nuestros pensamientos buenos nos sacarán del pozo del infierno al mediodía. El amor es la cuenta en el banco y la amistad estarse junto con otros embaucadores en la cima, y la negrada abajo, sabiéndonos que en realidad somos actores, excelentes autores de guiones aprendidos de memoria. ¿Acaso está mal?
-Hace muchos años, una pitonisa de adolescencia me dijo: "La felicidad no existe", y agregó: "Lo máximo a lo que podemos aspirar es a un instante interesante, alegre pero efímero. Sólo eso".
Arranqué, puse segunda y lo dejé atrás como avergonzado si me llegó a reconocer. Un doctor, caramba, y el otro, a juzgar por su autito, apenas un laburante, un luser: me extraña doctor que esté pensando en asesinarlo, y tan solo por una pollerita. !Vamos! Hágase hombre de una vez, la vida te cambia, el rencor es doloroso y vano ¿Acaso no es lo que enseño, yo, el Doctor del Espíritu en mis clases de Formación Profesional para el Exito? Me extraña, vamos que ya lo tiene en el espejito como a media cuadra. ¿Ah, lo va a esperar? ¿Resolvió entonces el conflicto? Bueno, veamos. Pongo punto muerto anticipando lo que vendrá, je y el coche se abre a la derecha para dejar el paso al bulto azul que viene detrás. Esperemos. Hay una mariposa en el parabrisas, golpeo el vidrio: me ponen nervioso estos bichos del pleistoceno que tendrían ya que haber desaparecido. Fuera, fuera.
¿Será así? ¿Qué es la felicidad? ¿El sí de una mujer, el dinero, el camino allanado en lugares donde abundaban las piedras, un éxito deportivo, las manos de un niño, algún logro laboral, la cristalización de un sueño, todo esto junto?
Ahí viene. Vino. Ni lo rocé, conozco el lugar en este mediodía de sol de bronce fundido, no pudo maniobrar y se dio pleno, justo contra los barrilones, con solo dar un volantazo para que se asuste y al girar se tope con la valla de hierros. Bajo la velocidad: ni un alma en la calle, sin testigos, sin nada, ahí estás ganador, robador de novias, esto es el sol, el verdadero sol de muerte, el infierno que me propiciaste, el de la vergüenza ahora se te vino encima, con ese retorcerse de fierros, chapones y fuego de donde no vas salir más que en una bolsa para la morgue, che galán. Lo que hiciste a un Profesor de la Sensibilidad como yo no se le hace. ¿Entendiste como es el mundo?
Una bocina irritada me devolvió al mundo. Volví a sentir el calor. Por suerte ya estaba a pocas cuadras de mi casa en donde me esperaba mi flamante pileta de lona para brindarme el rato de felicidad que me toca.
Ahora me meto en el club; tomo un trago, saludo, festejo y a la noche, con el aire encendido, una buena pipa y la familia lejos prendo el noticiero para verlo arder. ¿No era un valiente arrojado en brazos de ideales e injusticias mundanas? ¿No era el acaso el que se la llevó e hizo que la hicieran bolsa por guerrillera? Bueno ahí tenés: a veces ganamos nosotros. Pero no aparece, busco en la guía, doy con su número y atiende él, con su voz tranquila. Corto, tiro el whisky y voy al despacho: en la cajita están las pastillas que hoy no tomé. Nadie debe saber que lo hago. Que de lo contrario veo, sueño, imagino cosas, mentiras horribles del pasado, sombras de sombras que me rompen la cabeza y no me dejan vivir feliz y en paz con mi triunfo.

*en colaboración con Marcelo Contreras.

Mi padrino tenía calor



Nadie podría sacarme de la cabeza que antes, cuando uno era chico hacía menos calor. Aducen algunos que al ser pibe uno no comprende las altas temperaturas porque está inmune a ellas. La adultez trae el calor como un castigo. Recuerdo la sala de la casona de mi padrino, la sala de confección, el techo alto, negro y las aspas batientes y silenciosas de un ventilador generoso que inundaba de viento todo el antro. El cosía las solapas, con alfileres en la boca a la vez que hablaba un verdadero prodigio y detrás, con las alas abiertas inmortalizadas en una mala disección un flamenco que con su pico negro admonitorio parecía aún en la sequedad de la muerte, estar reclamándole el por qué de su derrumbe a manos de una escopeta en la alta noche de los bañados. En su lecho final, mi padrino me susurraba que le diera "cristiana sepultura" al pajarraco, porque él no creería "verlo en el cielo, porque yo, ahijado, me voy derecho al Infierno". Allí, en esa otra sala del Hospital 9 de julio sí que hacía calor en serio o ya me había vuelto adulto: los ventanales con una cortinita de rafia eran masacrados por el sol y flotaba en el aire un tufo a prisión, a limones agrios, vendajes con ungüentos. Era mediodía, busqué al enfermero y le comenté la canícula de fuego. Ay, querido, no se puede hacer nada con esta obra social, ni ventiladores tienen y se fue en un giro de mariposa. Fui hasta mi casa a dos cuadras y traje el mío: un Atma de mesa, giratorio como una tromba. Cuando llegué, la cama de mi padrino estaba tendida. Una gorda de uniforme azul la estaba acomodando. Le pregunté por él, temiendo lo peor. Fijate en administración, algo pasó, no se murió quedate tranquilo, pero algo pasó. Se había fugado, quejándose del calor, vestido con un ambo blanco de médico y en ojotas. Afuera, la lava del aire disolvía los cuerpos que circulaban a la sombra de las paredes de las casonas como fantasmas sudados. Miré hacia ambas esquinas y tuve un pálpito: fui hasta el parque Urquiza donde lo encontré. Estaba entrando por el callejón que llevaba al puerto libre de Bolivia. Le grité, se dio vuelta, jorobado y distante pero continuó avanzando. Iba al río, a su río compadre donde alguien lo estaba llamando. Cuando ingresé por la puertita semioculta estaba a la sombra de unos paraísos, sentado, descalzo y en cueros con el ambo doblado con respeto sobre su falda. Lucía unos calzoncillos marrones con dibujitos de anclas que yo le había mandado a la clínica. El calor parecía no poder entrar a ese círculo de sombras de hojas, como si un redondel mágico nos protegiera. Vos sí que te cuidás de este calor, tosió señalando el ventiladorcito que aún tenía en la mano. Nos reímos,encendimos dos fasos. Le pregunté si quería alguna cosa, agua, una toalla, algo. Un vaso de cerveza La Negrita y quedarme con tu viejo acá, pescando con línea. Su dedo sarmentoso señalaba los confines del puerto, los fierros oxidados, el gran Paraná. Me volvió a comentar la noche que extrajo con bichero aquel surubí ancestral de 57 kilos mientras empezaba una tormenta fabulosa arriba que hizo que volviéramos en la chatita con el cadáver del bicho y sus aletas ventrales asomando a los costados bajo la lluvia, los relámpagos violáceos, las ramas que caían cerca y la risa potente de mi padrino porque había vencido a las calamidades del río y extraído el más gigante entre gigantes. Tenía una boca así, entrabas completo en esa época, me señaló. La barba de tres días, con pelusitas duras de canas le daban una imagen de santoral, semidesnudo, como con un taparrabos. Aún le colgaba del brazo el tubo del suero. A ver, Varela, permitime y le saqué la aguja suavemente. Me miró. Sos mejor que tu viejo, che Costeleta, aunque como pescador sos un salame. Miro a la distancia, donde los arbolitos, algunas lanchones, el agua ondulando en la incandescencia. Pero sos, como sea, pescador y guitarrero. No hubo dramatismo ni nada patético. Repito, fue una postal sin flores, erguido y dando la última pitada cuando me despidió. Ya sé. Me vas a decir que no me vas abandonar y todas esas pavadas, pero ahora andate, che Costeleta. Dame la mano y andate que tengo que hacer, ¿eh? Decile a tu viejo que se cuide, que no haga como yo y que ya lo voy a visitar cuando esté dormido. Ahora anda, andate que me sé cuidar solo. Me dio la mano áspera y como desde que tenía uso de la memoria, me dio un suave coscorrón en la cabeza.
Al otro día me dieron la noticia. Pasé por su casa y puse en el bolso el flamenco disecado que enterré por Vera Mújica al fondo, antes de ir a verlo a la sala mortuoria.
Había aire acondicionado y un olor a jazmines que mi papá había cortado de la planta del patio para él. ¿Sabés que Varela pescó un "mostro" una noche en el puerto? Vos eras muy chiquito para acordarte, ¡que te vas acordar!

La piedra filosofal de la artillería


Evocar los significados de una postal detenida es tarea simple: me tiro boca arriba sin culpa por el ocio y elucubro el paso del tiempo como si fuese una araña durmiendo la siesta. Recién hablé con un amigo y quién sabe porqué acabamos hablando de las figuritas. Coleccionarlas era furor en las barriadas. Cualquiera las coleccionaba si tenía una familia dispensiosa en regalar. El asunto era la estrategia para conseguirlas sin gastar un peso. Y se las obtenía no con el robo o lo espurio, sino con el arte del combate, la lucha donde se premiaba la puntería, el tezón, la fortuna, el calibre y elección de la plaza de armas. Se usaba en la empresa un muro antiguo, los fondos de una fábrica o el cordón mismo de la vereda. Consistía en parar una determinada cantidad de figus, pongamos diez para el caso, lo mismo que el contrincante. Luego de verificada que estaban bien alineadas se retrocedía hasta un lugar pautado de común acuerdo y mediante un sorteo breve se establecía quién dispararía primero. ¿Con qué? Con una piedra, el borde un mosaico o bien, los más avezados, con su propio instrumento de lidia, vale decir un puntie. Podía ser una bujía, un trozo de hierro, algo sólido, algo consistente que nos avalara con su presencia.
Tal preciado objeto era de un valor incalculable para su dueño, pues consistía en ser el ente mágico y único que nos podría ofrendar la gloria o la humillación según su uso. Andaba en un hueco secreto de nuestros bolsillos y solo salía a relucir segundos antes de la pelea. Podía ser maldecido, ojeado o lo más terrible: hurtado o extraviado, lo que equivalía para el desafortunado una pérdida horrorosa. La pareja de duelistas estaba lista y empezaba la batalla. Surcaban el aire los punties y según su caída se hacían mediaciones, se otorgaban prendas voceadas antes que el rival, tal como retroceder al punto de tiro si el proyectil caía de una forma u otra.
Una complicada red de códices señeros que incluían el grito, el apremio, la invocación de ciertos pasos, nombres y artes alquímicas del lenguaje y que debían cumplirse en el campo con honor en la victoria y con resignación en la derrota. Incluían las frases que determinaban un movimiento u otro complejo para el ignaro tales como "con endere", "penado pasando cabeza" "choquito vuelve al tiro". Una lingüística bélica, atenta y fulmínea. De ese manojo dependía la felicidad arrancada con la puntería. Era conmovedor ver álbumes donde estaban pegadas figuritas todas acribilladas, con los bordes mordidos para la piedra, como semicadáveres o moribundos congelados con engrudo y expuestos luego de una fragua guerrera: pero allí en ese papel barato, pegadas en el número que correspondía estaban como muestras del coraje, la astucia, la fortuna y el deseo.
!Con qué amor se disimulaban las heridas, con qué opaciencia se enderazaba el cartón lastimado, con qué fervor se las unía saneándoles heridas, humillaciones o sinsabores! Recuerdo partidas memorables que culminaban con la ausencia de luz o con un contrincante en bancarrota pidiendo a su adversario crédito o algunas trompadas o el "arribatiña", un gesto de bajeza que consistía en que un advenedizo de la barra perdidosa al ver a su jefe cayendo en derrota aplicaba un golpe de manos sobre el victorioso para que la figus, al rodar, quedaran para el que más avidamente las recogía y luego el desbande, cada cual con su rapiña a cuestas.
Cuántos chicles, alfajores o cigarrillos evité para alcanzar con el dinero para ver si embocaba la inconseguible en una de las raras veces que que me podía comprar paquetes de figuritas. El auténtico experto las obtenía con su arte, con su puntie, su ojo de águila y su temple. Era de débiles comprar: se las ganaba con la lidia y por más magulladuras que obtuvieran tenían un valor inexplicable, rebosante de orgullo. Nunca pude llenar un álbum, me faltó suerte, dinero y puntería. Pero puse empeño, saña, trampa y fe. Ya no se recobran ni el amor perdido, ni la razón menos aún la juventud. La salud va y viene, el deseo también y muy poco la sensación exacta de quiénes éramos. Pero de vez en cuando, como un regalo express de la felicidad, viene a mi, la postal de quien fui, la fragancia perfecta, el dibujo exacto. Un deja vú, breve que se esfuma con solo soplarlo. Borges, en un poema escribió que la lluvia le hacía recordar a su padre. A mi observar algunas paquetitos de figuritas expuestas pegadas en algunos kioscos me lleva a evocar los punties, como si alguno, exacto, hermoso y eterno, hubiera quedado dentro mío y es el que intenta guiar el disparo perfecto, el que me dará felicidad, salud, amor y alcanzará de un golpe seco, sin rasgar a la figurita exótica, la más bella, preciada, amada y maldecida, la lunita de cartón más secreta concebida en el imaginario taller del Cielo donde se fraguaba una sola, la mejor, la más hermosa, la "difícil". Tan parecida a un amor imposible.

¿Quién dijo que el mar es verde?


De pibe tenía una obsesión, Adrián, conocer el mar, pero estaba mucho más lejos que para otras personas, y que sólo debía conformarme con la Picasa, cuando íbamos a visitar a unos parientes en Rufino.

Lo buscaba en las revistas de la farándula, en algunos programas de tv en blanco y negro, y en varias enciclopedias, pero me quedaba con los relatos de algunos conocidos que habían tenido la suerte de verlo, entre ellos el de la solterona Mercedes, profesora de geografía en un secundario, que tenía la habilidad de enfriar todo lo que hablaba, hacerlo técnico y mas lejano aún, como explicarme delante de una foto al lado del lobo marino como si fuera un mapa geográfico, que el mar argentino tenía una soberbia plataforma submarina cosa que no contaba el océano Pacífico y era la que ocasionaba esas olas de más de dos metros que se podían ver al final de la foto.
-Yo lo presentía en las propagandas de Hawaianas, donde se veía una sandalia al lado de almejas: ¿Como no las levantan?. Esa indolencia me desesperaba. E imaginaba andar por las playas de ensueño con una bolsa de arpillera juntando caracoles, láminas de strass sicodélico, tesoros de nácar con olor a sal. Mientras los turistas se refrescaban el orto en el agua, perdiendo el tiempo, Víctor.
Al otro día le pregunté a Elalberto, sodero de la Liverpool de la calle San Luis, cuanto medía el camión cargado que manejaba, "que se yo, más de dos metros," me contestó a la pasada, desde ese día me quedaba al lado del Bedford imaginando que una ola gigante me envolvía, Elalberto siempre me lo agradeció porque pensaba que se lo estaba cuidando.
Generalmente no iba a la escuela los días de lluvia, pero castigado por haber canjeado un vuelto por tres paquetes de figus ese día tuve que ir. De mi grado éramos tres nomás, a tal punto que juntaron a todos los alumnos de la escuela en una sola aula, la mía, y a mi lado no lo tuve al ruso Benzecri como todo el año sino que se sentó Anita, una piba de un grado mayor que había visto en algún recreo. Pero nunca me había fijado en ella, jamás había visto ni había imaginado ver semejantes ojos verdes, ni escuchar un cantito entrerriano que me ponía la piel de gallina.
-Anita, Anita, ahora se va a poner a dramatizar sobre la pibita: éramos chicos, ya sé que duele todo mucho más y los grandes creen que nos olvidamos fácilmente: nos cambian de colegio, nos mudan y cada movimiento de revés es un desgarro. ¿Pero cómo le digo a Víctor lo de Ana, Anita, la más linda de todas? Este es un sensible de verdad. Esta noche, en el billar le hablo.
No podía decir ni una palabra, ya que sentía lo mismo que cuando mi tío Santiago, un tipo grande como una casa, y con la fuerza de diez personas, me tiraba para arriba y me atajaba antes de tocar el piso, o cuando me subía al Gusano Loco, lo tapaban con una lona y empezaba a girar para atrás, allí tampoco decía nada, es más estaba más cerca del grito que de la palabra, igual que aquella tarde.
Pero a Anita le gustaba hablar mucho, noté que pestañaba demás cuando lo hacía y que para escuchar abría grande sus ojos cuando se sorprendía, por lo cual comencé a contarle historias increíbles para poder observar ese verde mar que me llamaba y poder acercarme a esos dos chispazos, a esos dos fuegos que habitaban detrás de sus pupilas.
-¿No te dije? Escribió todo esto por ella. No olvida, es como los búfalos, capaz de esperar al cazador que lo hiriera, digamos un año antes, y boletearlo de un cornazo. Ahí está. Se pone de nuevo a hablar y no lo para nadie.
Quien iba a decir que en esa aula amarronada y entristecida por una educación pasiva, hubiera sentido tantas sensaciones, sin haberme movido de mi lugar de siempre, que a partir de ese día una mujer nunca fue lo mismo para mí, y que comencé a dudar de dichos escuchados como "ojos que no ven corazón que no siente", porque hacía varios días que no la veía y seguía sintiendo lo mismo.
Salí a buscarla, me habían dicho que vivía por una cortada al oeste de la escuela República de Chile, no podía seguirla porque su papá la venía a buscar en una Apache todos los días, lo cual me indicaba que cerca no vivía, pero nunca tan lejos, nunca pasando Avellaneda, ¿Había vida más allá? ¿Acaso se podía volver si uno cruzaba, acaso el cine Echesortu y Echesortu Sport, no eran la Aduana de esta frontera seca? Trillé todo el verano con mi bici y con mi mente fronteriza estructurada en la misma escuela donde conocí lo que estaba buscando, pero al llegar a la avenida me quedaba sentado en la bicicleta, como la pintura de San Martín en el caballo blanco, pero con cero coraje para cruzar semejante cordillera.
Esperé marzo que iniciaran las clases como nunca, me dijeron que se había vuelto a Diamante, empecé el largo camino del olvido.
-No se nota: estás de novio con el Recuerdo. ¡Y ya sos grande! Dale, jugá con la del punto que te quedaste colgado en las alturas. Mejor te cuento: yo, que anduve atravesando Avellaneda y me animé para volver cagado de miedo, puedo decirte que Anita murió mucho tiempo después en Europa, donde hacía la residencia como médica: la mató el novio, un loco egipcio y la dejó en la playa, celoso porque le descubrió en una cajita de cuero cerrada con llave Ana olvidó ese día bajarle la tapa fotos de su país, el cuaderno de papel araña azul con dibujitos y uno que mal que mal eras vos y debajo, en letras coloridas y despatarradas la frase con el error incluído: Víctor, Mi Movio. Uno se entera tarde y mal de las cosas. Cosas de la magia, insensibilidades de angelitos necios y estupidizados de tanto volar en vano sobre un océano gris, aburrido y torpe como el que narraba la de Geografía.
A mi soledad ahora la acompañaban dos obsesiones o quizás era la misma, al final de ese año mi hermana con su novio en un Fiat 600 con portaequipaje y una carpa me llevaron a Mar del Plata, llegamos justo al amanecer, por fin frente a frente, por fin algo que supere a mi imaginación, no sabía del ruido de sus olas como tampoco sabía de la voz de Anita, no sabía del viento que me peinaba los cabellos, como no sabía del pestañar de una mujer. La única diferencia que pude sacar es que el amanecer en el mar tiene un solo sol.

*En colaboración con Víctor Maini.

El Humor en los tiempos de plomo



Claro, eran tiempos de cortaderas y de viento helados, de zunchos atados dentro de los cuales los cadáveres iban al fondo del mar, eran tiempos donde una palabra tenía un significado incordial; la palabra rojo por ejemplo era subversiva, al igual que grupo, tendencia, perón, mao y volante. Nosotros no las usábamos, no pertenecíamos a secta alguna que las habría de proferir en secreto: nuestros desaparecidos eran muchos y de tan variada ralea que les habíamos perdido la cuenta simplemente porque estábamos fuera de toda contienda y todo lo ignorábamos y sin embargo estábamos dentro de su centro, porque éramos los poligrillos que animaban la fiesta de la masacre: pibes estudiantes, artistas jovencitos, delegados que no tenían ni veinte años, pibes de los lápices que escribían poemas de amor, algo sobre la liberación de los pueblos y nada más.
La primera vez que la cana nos paró íbamos por Buratovich en una noche de primavera: cuatro autos entraron por sus cuatro calles interiores de la plaza y nos enfocaron. Levantamos las manos, nos hicieron sentar en la fuente. Eran una docena de colimbas, varios policías y un jeep del ejército.
Vos, hijo de puta, dame eso- y le extendí el grabador donde recopilábamos las grabaciones de nuestra música.
Hijo de puta- me decía el morocho en la cara.
!Y tirá el cigarillo, puto! ¿O te crees que estás en una fiesta? Yo aún lo sostenía entre los dedos. Un canoso gordo a quien conocíamos del barrio se acercó y advirtió al negro alto que me estaba puteando.
-Son de acá enfrente, tienen una orquesta.
Me puteó el hijo de puta-, redundó el simio que se la había agarrado conmigo. Me cargaron en un Falcon.
Chau-, les dije a mis tres amigos batería, bajo, saxo.
Si no vuelvo, el derecho de autor de los temas sigue siendo mío.
Un empujón y la punta del arma en las costillas me introdujeron en el auto.
Adelante iba el negro. Vas a ver cuando lleguemos y oigamos esto, el grabador geloso de tecla amarilla de On circulaba entre sus dedos.
Dejalo en paz -dijo por lo bajo con autoridad el canoso. En el portadocumentos habían encontrado un bono contribución que le había comprado al PST sin inscripción alguna.
El comisario me hizo pasar. El pendejo me insultó, señor- se inclinaba el morocho que quería verme fusilado en el patio. Yo no sentía el corazón; tengo esas cosas, me transformo en un pulpo, en una pez abisal, sin memoria que me delate, no tengo pensamientos y abro los ojos perplejos y bien dispuesto. El agente me dio una silla y me tiró del pelo.
Putito.
Déjelo-, ordenó el comisario que asomaba su cara de lobo entre un haz de luz y la oscuridad de la oficina con el gesto de querer irse a su casa.
¿Que es esto? Tenía el impreso de la rifa en la mano.
Una rifa: queremos comprarnos las camisetas de Estudiantes.
¿Quiénes son y dónde vive el resto del equipo?
Dí una larga lista de casa y direcciones inventadas, todas del barrio y con una seguridad apabullante.
-Y nos falta la rifa para la pelota, les ganamos ya a Río Negro, pero no tenemos camisetas-, argumenté. El morocho me puso algo frío en la nuca. Dejalo, dijo el canoso, que es un buen cantor. Bueno, ya cantó, dijo el comisario cerrando la entrevista. Llévenlo a la sala y que espere. Sentadito en un banco, pensando en nada oía tras la puerta de visillos mi música, nuestra música que llegaba asordinada pero audible.
"Huy cómo desafiné en esa parte; el solo de bajo de Marcelo hay que hacerlo mas corto y Hugo con su guitarra satura, el Topo en cambio suena peor: hay que comprarle unos platos nuevos... Zidjian sería copado... el solo de órgano de Juan... ahora viene Islas, ja una copia mala de King Crimson...eh...esta parte esta buenísima, la de 'los brotes de talles del mar y las fragatas piratas que renacen de la tumba del mar'... y Yayi con la percusión tapa la voz...no está mal".
Se abrió una puerta y el morocho me agarró del brazo, me levantó y me ordenó irme.
No me voy sin el grabador. Se me acercó, olía a correaje, a óxido mojado y a diablo.
Hijo de puta la sacaste barata, andate. El canoso, le puso una mano en el pecho.
Tomá, esto es tuyo y me extendió el aparato junto al DNI.
Sigan ensayando que van a ser alguien en la vida.Me dio un cigarrillo. Antes de irme y darle la mano, grabador bajo la axila alcanzé a mirar al negro a los ojos. Tocamos dentro de quince días, ¿Quiere ir con su novia? Le guardamos entrada. El canoso carcajeó y un escribiente también. Luego les di la espalda y salí por donde había entrado, el portón abierto donde estaba el Falcon. Un sofocón me detuvo y ya no pude caminar más. A diez metros de la comisaría me tuve que detener en un umbral, sin poder respirar, mis piernas habían desaparecido y estaba a merced de mis captores, seguramente advertidos del engaño. Apoyé la cabeza en una rosa de fierro de la puerta y rogué se me pasara rápido. Luego en un árbol, descargué todo el orín contenido, que ya se había amenguado un poco sobre mi vaquero de corderoy. Llamé a Marcelito.
Che, somos un éxito en la policía, dije con una voz raramente calmada. El pavor transfigura y suele hacer milagros.

Té con Cobos

En aquel tiempo no tan lejano en que se reunió el Campo con el Gobierno a los fines de limar asperezas se pensó traer una amoladora de titanio de la Nasa una amiga que tengo en el Gobierno me susurró que el edecán, quien goza de un alto sentido del humor había dicho: ¿Julito Cobos no vino?. Enseguida Cristina viajó al acto de mando de Lugo en el Paraguay y fue el mismo funcionario quien sugirió empacar el sillón de Rivadavia en el avión por las dudas alguien se lo quedara. Repitió la idea cuando Cristina viajó a China. Pasaron meses, declaraciones, y la cara de tujes apretado del vice lloroso apareciendo hasta en las propagandas de yogurt porque nadie lo invitaba a ningún ágape, asado criollo o partido de metegol. Menos aún para el velorio de Néstor.
Entonces la Primera Dama, a instancias del Jefe de Gabinete, quien movía el bigotazo con denuedo, anunció que se haría un "huequito" para poder atender al disidente que estaba ya arribando a Casa de Gobierno como un novio solícito. Un impermeable desusadamente grande le empequeñecía su magro cuerpo al descender del coche.
¿Chaleco anti balas tal vez?, le espetó un guardaespaldas. Otro oficial lo palpó amablemente.
Es por si trae otro "NO"-, deslizó feliz con la ocurrencia. Cleto pidió un traductor no presumía un diálogo claro con la presidenta y alguien que le pruebe la bebida. Ambas cosas fueron descartadas con un guiño: Tranquilo, macho, le apostrofó el edecán. Ves mucho Discovery Channel sobre la vida de los romanos.
Luego, por el pasillo le recordó al pasar aquel jugador de River, Poncio de apellido y amablemente lo invitó al toilette por si quería lavarse las manos. Tuvo un viaje largo, se permitió aclararle. Imperturbable Julio admitió la sorna y le firmó un autógrafo a un granadero quien ni lo tocó.
¿Ven? dijo Cobos, con aire de fingida paranoia. Acá me hacen el vacío. Y se rió sonzamente buscando complicidad. Nadie le festejó nada. El mismo edecán le dió un empujoncito leve a la altura de la cintura para que caminara más rápido y la comitiva arribó al salón donde una Cristina hablando por teléfono a la vez que se pintaba las uñas, un Ministro del Interior absorbido en una batalla naval con Nilga Garré fueron la escena que preponderaba. Saludaron sin mirar. Llegó el té. Amable, el Vice dio el pésame e invitó a la Presi a beber primero y como un prestidigitador le ofreció su taza por aquello del envenamiento y otras postales que Cleto consumía asesorado por Lilita Carrió.
"Es el único hombre que me hizo esperar toda una noche", se sorprendió la Presi recordando aquel cuadro lamentable de la 125 y la decisión timorata del presente. "Yo le voy a dar la sección Mantenimiento de Excusados, otra que ingerencia", murmuró por lo bajo para que el Ministro del Interior la oyese. Ja, como si no la hubiese tenido, le contestó Randazzo mientras le cantaba "A 8" a la Ministra de Defensa, que obviamente, se defendía. Averiado, contestó señalando con el mentón al funcionario desempatador. Luego desde unos parlantes se oyeron los acordes de "Solo le pido a Dios" justo en el renglón que dice "si un traidor puede mas que unos cuantos que esos cuantos no lo olviden fácilmente".
Editado, sonaba una vez tras otra. Ay, fíjense que se quedó enganchado, debe estar rayado, soltó Cris a un secretario técnico. Tomada, recién ingresado y de buen humor jugaba con Boudou a las palabras cruzadas.
Persona débil, fácil de olvidar promesas, incompetente y peligrosa. A ver, che ¿cuántas letras? Siete y empieza con trai-contestó el Ministro de Trabajo. Basta chicos, dijo Cris retándolos. !No ven que estoy con gente!. Sí ¿decía usted?, alargó expectante Cleto. Por los altoparlantes se oía "! La vida es una moneda quien la rebusca la tiene!" y "El amor después del amor ".
Cris bostezaba artificialmente, Cobos exigía cambios. Randazzo le señaló que efectivamente estaban haciendo falta una lámpara nueva y el cortinado lateral. El edecán le susurró un chiste. Julio no oyó el remate porque las risotadas de los funcionarios se lo impidieron. Shh, solicitó Cristina, que acá, el caballero tiene algo que decirnos parece. Y el Vice, ilusionado agradeció, sin advertir que a quien se refería ella era a un moreno vestido de gaucho quien entró por detrás guitarra en ristre a pura milonga. ....Delía es De ...De lía, tartamudeó. ¿No estaba fuera de nuestro gobierno?. ¿Nuestro dijo?, se le oyó a Cris. Sí, le contestó un glacial Fernández, pero anima muy bien las reuniones. Un frío de baja presión le corrió por la espalda transpirada al Vice. Besó la medalllita con la cara de San Alfredito De Angelis, santo protector de los Sojeros. El edecán le acercó al oído otro chiste. Entra un tipo a una librería y le pide al empleado Deme el libro "Cómo hacer amigos" pero tráigalo, rápido, !imbécil!". Justo en ese momento arribaron las masitas. La moza tenía un cierto aire a Yiya Murano. El edecán se le adosó de nuevo. Lo palmeó tan sorpresivamente que le hizo escupir el té. Cris le espetó Ay, Julito ¿en su casa no le enseñaron modales?. No tuvo casa, tuvo madriguera entonó el sólido morocho cantor que andaba cerca mientras en la oreja le masticaba con rabia una medialuna. Bueno, va siendo hora de irme, musitó Cobos por lo bajo a la vez que corría la silla para levantarse. Dos ministros estaban a plena pulseada en mangas de camisa festejando el juego, Delia había hecho entrar a la Agrupación Gauchos Descalzos que zapateaban alrededor del mendocino y le tiraban alguna que otra patadita coreográfica, Yiya ofrecía masitas y la Presi, mientras se retocaba la nariz, recibía llamados por sus catorce celulares y ordenaba a sus ministros al grito de !Chicos, saluden que se va la visita!. La empleada gubernamental me narró las últimas postales de aquel encuentro: mientras el mendocino, manchado de té derramado en sus zapatos, salpicado con harina de masitas, sudado de pánico, se retiraba como podía el edecán lo tironeó de la manga asestándole el último chiste. Cobos no le entendió ni quiso oir su final. El funcionario se rascó la cabeza y le comentó a mi espía femenina. Este es un amargo como pocos, deslizando la broma mientras señalaba las espaldas del mendocino y su atropellado éxodo. Llega un hombre a una empresa y le pregunta al portero: Está el jefe? No, se fue a un entierro. ¿Tardará mucho en volver? Supongo que sí, iba en el ataúd.
Afuera garuaba y Cleto se había venido sin paraguas.

Música para la noche


El ciego mira la noche y la puede tocar con su nariz pero decide oprimir las teclas de su acordeón: así llegará más puro y veloz su pensamiento a las estrellas. Lo sabe el bebedor que por un instante ha dejado la botella y dentro de la marea turbia entiende que sucede. Las chatas entran sin hacer demasiado ruido para no romper el paño del dibujo que se está formando: una esquina de ángulo, dos sombras, la luna mal crecida sobre una casita y la música que empieza a caer como si fuese agua deslizándose desde lo alto de una escalera. Hay un enriedo de luz que sorprende al borracho: el trolley que pasa despide constelaciones que parecen chocar con las que ya se estßn asomando y la bocina de un barco se mete en la misma tonalidad de la canción que toca el ciego.

Luego, cuando culmina, ambos bajan la cabeza a la vez, como si el concierto se hubiese dado entre dos y para el planeta entero que es apenas este sur que ya va siendo noche. Estamos en la vereda, bajo un ombú que la ha desfigurado con sus raíces sobresalientes. En el piso, las flores resecas manchan todo. La pelota, ya sin quien la coquetee está en un hueco de tierra del macetón, durmiendo. Arriba, en alguna pieza iluminada suena un piano y el Merceditas, el taxi del viejo Polonio se detiene a la puerta del garaje, como un perro acostumbrado a la cucha. El peluquero tiene colgado fuera un gusano blanquirojo que gira y parece tanto subir como bajar; con las luces, inclinado en ßngulo contra la pared parece que va salirse de su eje en cualquier momento.De pronto se empieza a detener: el dueño ha accionado la perilla de apagado y da comienzo al cierre del negocio. Como en sintonía, alternadamente se escuchan las persianas de los locales que bajan con estrépito de hollín: la panadería, el cerrajero, la zapatería. Es la música de la noche. La del viento que hace estremecer porque recuerda al invierno que ya se ha ido y produce un escozor entre las hojas. Es el altoparlante que debe andar por Montevideo invitando a una función. El ciego llama a alguien, nos llama. ¿Me cambian las chirolas? Y ofrece un tacho forrado en terciopelo que supo ser rojo donde tintinean los centavos. Vamos al kiosco quien recibe el puñado como una ofrenda y a cambio nos alarga dos billetes, azules, gigantescos. Se lo damos. Ni la tentación existe: robarle a un ciego es como matar a un perrito.
Además, lo sabemos, tiene un radar para saber con exactitud cuánto lleva recaudado. El borderó es el puc hero de gallina-, murmura y nos recibe extendiendo la mano. Y se levanta del pilar donde trabaja, silbando empecinado la misma melodía desde siempre. El canto de las sirenas-, dice, enigmático. Y se va; no tiene más que hacer media cuadra para adentrarse en el pasillo, junto a la columna, donde vive su noche eterna junto a su hija, la señorita que enseña piano. Ella debió ser la que se anunció hace un rato tocando, tal vez como una llamada para el padre avisándole que ya es tarde o que está la lista la comida. Llegan las criaturas de la noche: unos destemplados grillos empiezan a hablar desde la espesura y en el aire ya se oyen los siseos cortitos de los murciélagos. Hay un momento, sin embargo, en que no se oye nada, todo penetra en un gran y hondo pozo y si se aguza el oído se pueden escuchar las llaves en las cerraduras del que regresa después del yugo. Es como un juego de mareas; llega de pronto una, poderosa y reemplaza la sumisa para sumergir al aire de audiciones, luego, la calma expectante por donde sobresalen los aleteos de los pajaritos que vuelven a dormir en las alturas, alguna persiana descorriéndose, el grito de un madre llamando al hijo. La música de la noche. No la llamamos así. Le decimos "Eso" o "esto" y todos sabemos de que estamos hablando, creyendo que nadie en el barrio, en el mundo entero se ha percatado de los vaivenes de los sonidos que en si mismo forman una oleada poderosa, sumisa de a ratos, salvaje en otros, imperfecta e impredecible. Y debe ser así: estamos solos en la batiente semioscuridad como pacíficos guerreros luego de la batalla, descansando de una nada que nos ha fatigado porque sabemos que mañana y el otro y el otro día todo será igual o parecido y que la orquesta seguirá tocando bajo la rueda de la luna o la humedad que provenga del cielo. Es lo que reina sobre nuestras cabezas, vuela alrededor nuestro lo que nos maravilla y envuelve y nos trama una dulce fatiga que nos hace disolver a cada uno por su lado, afinando y desafinando con el ruido de nuestros pasos.

El rey del gimnasio

Mocho era el fantasma del gimnasio, coronado a fuerza de transpiración y fama. Que hubo un día que estuvo veinte horas haciendo ejercicios parando solo a mear y tomarse una jarra de cinco litros de limonada con cubitos. Que se cargó una máquina de mezcla hasta un tercer piso. Que hacía pesas levantando sobre su cabeza rijoza el metegol. Que levantaba los Dauphine con una sola mano. Que había matado a cabezazos a un capataz de obraje. Que tenía un pacto con el demonio. Mocho era negro como el paladar de los perros de la calle y ostentaba como ellos origen incierto. Eso era antes. Lo cierto que Mocho venía de las selvas, derribando bosques, quitándole la respiración a los yacarés, asfixiando las anacondas. Mocho era bueno, desdentado y ahora ya estaba viejo. Mocho había alimentado a los leones en su jaula y trabajado en un circo de forzudo. Mocho había perdido su corona provincial de medianos a manos de otro negro hambreado como él, allá en Manaos, en el Amazonas, sobre un ring al rayo del sol. Lo habían puesto en un recuadrito del Gráfico hace muchos años, cuando decir Mocho era síntoma de miedo, respeto y admiración, tres cosas que la muchachada de hoy no comprende, ignora todo de él, que está viejo y anda con un trapeador y un balde oxidado limpiando las sudaderas del piso del gimnasio y hablando solo y bajito para no molestar a los forzudos en sus rutinas. Mocho, cuando no trabaja, descansa en su piecita del fondo, junto al excusado y oye la radio, preferentemente los radioteatros, de esos con música de truenos, gritos de pelea y guiones desorbitados. Mocho es una sombra negra de su cuerpo negro lampiño. Mocho cuelga su módica ropa a secar en los fondos donde cuenta con dos gallinas que les dan huevos y un gallo pisador que, como él, sobrelleva un pasado de luchador fornido, pero ahora se está al sol, cabeceando de vejez, sin ánimo para conquistar a novia alguna, esperando pasen los días y poder irse sin dolor, definitivamente. El mismo gallo que duerme con él, a los pies de la cama, porque se sabe, Mocho tiene miedo que se le muera de frío o se deje comer por algún gato maléfico; tan cansado y sin poder defenderse lo nota. Mocho sirvió a las ordenes de los comerciantes del barrio. Lo pusieron de rey Momo, de Melchor y hasta de Cristo en una crucifixión para Semana Santa que organizara el cura. Mocho era una novedad porque era negro y fuerte como una piedra negra, pero al andar los siglos fue debilitándose su efecto y terminó en el gimnasio como gerente de limpieza, como se lo designaba. El resto es sabido. Que Mocho empezara a mostrar otro arte oculto: cosía ropa y bordaba como la mejor de las modistas especializadas en ropa de confección. Así que tras alcanzarle la máquina en préstamo empezó a coser para afuera batitas, ropa de interlock con florcitas, pañuelos con el nombre y hasta camisetas enteras de cuadros del barrio. No daba abasto. Trabajaba de mañana, delante de su cubil, bajo una escuálida parra en las horas en que el gimnasio estaba cerrado porque abría recién a la tarde. Era un gimnasio para hombres, de esos que trabajaban en cualquier cosa y venían antes de caer el sol para pegarle a las bolsas y descargarse allí de ser ellos mismos bolsas humanas. A nosotros nos era permitido entrar por el costadito una cerca celeste que estaba siempre abierta y patear un rato frente al único arco de caños del patio enorme siempre y cuando no hiciéramos ruido, no rompiéramos nada y nos comportáramos. Lo veíamos a Mocho entonces, saludaba encorvado sobre la Singer con sus dedos torcidos asintiendo nuestra llegada. Nadie le hablaba porque era inusual que Mocho contestara y menos aún que empezara con alguna frase. Era imperturbable, impenetrable, impertérito. Estaba allí, eran sus dominios, pero no existía. Solo existía el pedal de la costura, la sombra de Mocho alargada sobre las baldosas que pisábamos, la pila de ropa recién faenada, los nidos de hilitos que se llevaba el viento.

Alguien debió de advertirlo, estar atento pero se confiaron. Nosotros lo vimos con las camisetas pero ni nos fijamos. Cuando se las alcanzaron para que bordara sobre el lado del corazón las letras de El Progreso, sólo eso, sencillamente, ignoraban en que lo estaban metiendo. Debió haber ido hasta el salón con la luz que pegaba en el vidrio donde se leía el nombre del club y copiar los signos. Sólo que al revés. Quedó algo como OSERGORP LE con algunas letras invertidas y en colorado. Mocho, el rey del Gimnasio bautizó al equipo como Osegorp Los Osegor nos decían para simplificar . Nadie había deducido que además de ser leyenda, era una leyenda que no había aprendido a leer.





Matilde


Era Matilde hermosa, chiquita, delicada; con un entusiasmo a toda prueba. Siempre tan despabilada y con una energía apabullante. Yo la vi llegar una tardecita. Era más chica que nosotros. No rondaba el colegio la familia en donde había caído era extraña así que la veíamos por el barrio nomás cuando andábamos de ronda, sin nada que hacer, esperando surgan los haceres que bien podían ser escalar una casa abandonada, jugar a acertar los números de patentes o un fulbito. Cuando crezca un poquito va a ser mía-, susurraba Toledo mirándola. !Como si alguien pudiera obtener a alguien así nomás! Claro, venía de parientes gitanos y para ellos era eso lo normal: comprar una mujer o un animal, cambiarla por un auto o valijones de ropa de contrabando.
Ya le están creciendo las tetitas -surgía del barullo Antonioni, malicioso y fértil en sus ocurrencias, parapetado en su bicicleta de adultos, a punto de irse para algún sitio que ignorábamos pero que quedaba en confines inciertos y cuyos trámites nos eran desconocidos. Una vez volvió con un mono embalsamado para su tío. Otra vez enganchado a una silla de ruedas. Era mandadero oficial de una familia numerosa y en movimiento con supervivencias asombrosas.
Yo la traje a la Matilde... una tarde-, alargaba misterioso y señalando el caño, con su dedo negro culminaba: Acá, ¿ven?, acá la traje sosteniéndola y bien mansita que se quedaba la guacha.
Largaba una risotada que todos complementaban... -Ah, qué lindas tetitas tiene-, largaba en un suspiro. Y se iba hacia el poniente, misterioso y alto, pedaleando encargos turbios de mandadero pobre. Cuando las primeras hojas de retama empezaron a señalar la primavera, a la Matilde la dejaron salir. Primero a la vereda, después al parque, siempre acompañada de un mayor. Cruzaba las esquinas muy juiciosa, mirando al paseante a ver si aprobaba lo que hacía. Derechita, enhiesta y cierto aire aristocrático; era Matilde, la sonrisa del barrio, la claridad de su pelo sedoso, su andar de puntillas, su belleza.
Una tarde la seguimos: iba con Campanioli, que vivía con ellos al fondo, animal jubilado, solterón agriado. Le permitían llevarla a caminar, seguramente hastiados de entretenerla en casa, no encontraban más reposo que dársela al viejo ese para que la aireara. Al fin de cuentas era inofensivo el viejo. Zonzo y serio como un tonel. Por 9 de Julio, siguiendo las arboledas dobló de pronto y entró al boliche de Néstor, el Chaucha. Lo espiamos. Fue hasta el largo mostrador y pidió una jarra de vino. En la pared lucía un espejo de marco dorado. El sucio aire nublado empañaba su figura pero lo distinguíamos allí y Matilde muy quietita jugando con su pie. El viejo pidió otra, ya se había empinado una y iba por más. Lo vimos erguirse de su cuerpote como para embestir pero solo resopló y contempló todos los rostros como buscando entre ellos algún parecido. Los bebedores, callados, sombríos levantaron la cabeza. El Hipopótamo estaba arisco y pendenciero. Lo escuchamos ofertándose para pelear, brindando por la cobardía ajena en el aire, con la jarra de vino en ristre. El Chaucha se interpuso y le señaló la puerta. Temblamos por Matilde. ¿Dónde estaba? Me metí en el bar. Una negrura de caverna me recibió y entre el suave polvo como de mortuorias flores disecadas, caspa de siglos idos, lavandina reseca que se levantara de golpe desde inmemoriales suelos y lágrimas de todos los hombres que habían llorado en sus mesas, distinguí a Matilde, hecha un ovillo en un rincón como presintiendo el halo de asesinato cordial que se estaba preparando. Sus rulos tocaban el piso sucio. El Chaucha lo cuerpeó arreándolo hasta la vereda, sacándolo de un crimen seguro, puesto que algunos hombres, recibiendo la afrenta del Hipopótamo, serios como estaban se habían dispuesto al combate.
Afuera el chorro de luz pareció avergonzar al viejo que, como pudo, se calzó el sombrero y cruzó sin mirar la avenida para desaparecer, asustado de su propia borrachera para el oeste, olvidándose de Matilde y del mundo entero. Aquello fue el clarín para nuestras líneas, la llamada para protegerla. La agarramos entre dos, y la llevamos caminando lentamente para que no asuste, contándole pavadas, señalándole las copas de los árboles de donde caían florcitas magras en un espiral atractivo. Deducimos que nadie en sus cabales la abandonaría. Una familia que se precie de serlo no puede descuidar tamaña belleza confiándola a un borracho, ahora lo comprendíamos.
Matilde parecía sonreírnos, con sus bucles al vientecito y su andar de fiesta nuevamente. Ya pasó el susto-, le habló al oído Toledo, quien dijo estar dispuesto a llevársela a su casa, que allí había lugar, que Matilde tendría un hogar nuevo y que nosotros tendríamos un sitio donde visitarla y honrar su preciosura. Alguien propuso dejar una nota en la familia anterior. Era un rapto y estábamos excitados. Con lápiz, sobre un papel que encontramos escribimos que como la habían descuidado ahora estaba en otro lado, más segura. Pasamos el papel por debajo y corrimos por la 9 de Julio hasta la casucha de Toledo, con Matilde, el símbolo de la aristocracia, la primer perrita de raza que conocíamos

Los trenes del escarabajo


El Escarabajo vivía en la fonda almacén de Marga, entrando por su costado, al final de una especie de patio de gramilla recubierta con chapones vivero accidentado y pobre . El laterío, patos escandalosos, una bruma permanente, soga de nylon con ropa y tacuara para sostener, la trompa de un Ford desdentada y con óxido y lejos, como quien va para Córdoba, una fila de eucaliptus que limitaban el mundo real del imaginario.
Todo lo demás era un predio inmenso con olor a pólvora o algo así; olor de huesos de difuntos quemándose en la usina de la necrópolis; el sorgo convertido en humo que escapaba por la chimenea rojiblanca. El Escarabajo tenía una hermana que lo proveía de alimento y compañía. Era deforme, baldado en una pierna, con una joroba desarrrollada e iba a nuestra escuela en un grado superior. Con esa predisposición hacia lo horrendo que yo investía de piedad, fue que me acerqué a su agujero. La excusa, insensata, poco creíble era invitarlo a jugar a la pelota con nosotros. En realidad, yo ya andaba en esa edad donde necesitaba el temple del absurdo, las caminatas por espacios aéreos y solitarios, la investigación y corroboración que habría un mundo diferente al estigmatizado, más allá de Avellaneda, la luna elegante sobre el campanario, la cena familiar, un mundo previsible y amable donde, digámoslo, nunca pasaba nada. Por eso me adentraba en los andurriales atravesados siempre por vías que dejaban pasar cargueros hasta el tope con afrecho o esos gordos petroleros hinchados y malolientes. Había un mundo y yo estaba en él.
¿Por qué iba a rechazarlo en pos de una merienda organizada y un Hijitus que ya me resultaba incómodo? Fui hasta la tapia que se caía de vieja, dí palmas y el mismísimo Escarabajo me abrió. Me miró sorprendido. Su pregunta, destemplada, me causó gracia, porque había en ella una ternura que me llenaba de ánimo ¿Qué pasó? ¿Qué hice? Yo lo tranquilicé y le señalé de donde venía y los motivos: una invitación para jugar a la pelota. Tenía la boca dientuda sucia, como si lo hubiese sorprendido con el hocico dentro de un frasco de dulce.
Estaba trabajando, ¿querés pasar?. Iba delante y no paraba de verle la joroba, horrible, inmensa sobre sus piernas flaquitas que parecían apenas poder sostenerlo.
Vivo solo acá en el fondo, mi tía tiene la granja adelante pero yo vivo solo. Torció una puertita verde y penetramos en su habitación. Era de las antiguas en serio, con techo cuadriculado a ladrillos, a dos aguas. En el brasero se quemaban hojas de eucaliptus.En un rincón, bajo una lámpara fortísima estaba el objeto que me estaba señalando: un tren de madera balsa a medio hacer. Luego, en las repisas de fierro otros trenes y más y más vagones de todos los colores y formas, con sus números matriculares, sus máquinas y sus vías. Me acerqué como a un templo.
!Fiuuu!...silbé admirado! No sabía que eras un artista de verdad!. Se sonrió. Le faltaba un canino.
Por eso nunca juego, me dedico a esto más bien.
¿Más bien? !Sos un artista che! Y era verdad. Obritas de arte construídas a espaldas de la ciudad, deshechos que él juntaría en las vías o pediría por ahí con su vocecita tímida escondida en la caverna profunda que fabricaría su joroba. Tuve una iluminación. Me habían nombrado hace poco, junto a Danieli, responsable del Club de Arte de la Escuela., dada mi propensión al dibujo. Yo sería su curador, su representante. Le expliqué todo a borbotones con ilusión verdaderas y lo convencí que sacara a la luz sus perfectas reliquias para que el mundo se entere que debajo de esa piel de viejo, ese saco agrisado de ratón, esa pobreza congénita, esa deformación había un mago maravilloso. Arreglamos que para el lunes siguiente hablaría con las maestras, les informaría, vendrían a buscar sus obras y las expondrían bien visibles a la entrada del colegio.Se despidió con cara de susto. Me fui caminado cerca de los zanjones para no perderme pues la luna ya brillaba alto y debería llegar al cruce de alcantarillas para allí doblar hacia la avenida que me conduciría a mi casa.Cené con la vista perdida y una semisonrisa de orgullo patriótico por el descubrimiento y el acto de justicia que estaba por protagonizar. Faltaba un día para el lunes y era una eternidad. Me tiré en la cama y leyendo a Crusoe me quedé dormido. El lunes, bañado, limpio, exultante pedí permiso y fui a hablar con la Directora de mi idea. Solo recuerdo la naúsea y un leve zumbido que me entró en la sienes al oir aquello.
..Ay no, mijito...los trenes, los trenes...representan al peronismo, a Perón mismo y toda alusión está prohibida,...son cosas que usted como educando no entiende pero a nosotras nos tienen cortita en el Ministerio con la idea! Y se llevaba las manos al pecho. Me hacía oler sin querer su perfume de vaca hermoseada.Y se tornaba monstruosa, creciendo al punto de reventar la sala con su busto enorme y su boca roja de la que salían serpientes, barro, letras impresas, lava de volcanes.Me retiré sin saludar: era ya un niño fantasma.Me habían asesinado por la espalda y hedía como un cadáver. Evacué en el baño una pedorrera dolorosa e interminable. Anduve hasta el recreo vagabundeando por la escuela como si un monstruo me hubiese ya comido el alma para siempre.Con pintura saqueda del salón de Arte dibuje una vaca horrenda con las palabras PUTA al revés en la ventana, para que todos en el recreo miraran. Con el timbre repiqueteando recogí mi valija y me escapé hacia la casa del Escarabajo. A mi me sancionaron con una semana de suspensión y a él le allanaron cordialmente la vivienda: querían contemplar in situ el material subversivo.Creo que se lo llevaron a la frontera de otra escuela donde debe haberse muerto de pena. Por mi pertenencia blanca y mis contactos me dejaron vivir, degradado en galones,sin Aula de Arte ni nada.
Cuando crezca a esto lo voy a escribir, me dije esa noche en la semioscuridad de mi pieza, mientras lejos, como quien se va para otra vida mugían los bravos trenes de lidia que atravesaban la noche.

Un cabecita negra

Los cabecitas negra eran del sur, de los campos de Bahía Blanca preferentemente y se los cazaba en invierno, en los territorios escarchados bajo la neblina de cuento que yo había visto en algún amanecer. Un Ford es lo que primero se me aparece en la cerrazón, ronroneando sobre la huella reseca de los camiones que entraban con lluvia a los campos y dejaban su marca testimonial en esas franjas, para que uno las siguiera. Era el camino real, el feudo para entrar a los dominios aéreos del cabecita negra que por esos lares, se reproducía a salvo y era encarcelado para luego de un fatigoso viaje, aparecer en un jaulón pendenciero y oscuro, en un sitio remoto allá por Santa Fe.

Nada de esto sabían los bichos, pero empezé a practicar eso de hablarles al oído, para evitarles mayores sufrimientos. Los traían porque eran buenos apareándose con canarios y sus descendencias forjaban razas firmes, cantoras. Como el sapo era el esposo de la rana, el cabecita debía ser de los canarios. Si éstos son todos hembras y se crían en jaulitas, ¿cómo iban a conocer novios y así perpetuar la especie?. Allí aparecían los cazadores entonces, con sus viajes cinegéticos, arrasando con la libertad para promover lo nupcial y la continuidad de la estirpe.
Se justificaba, mediante un conjuro genético, que los hombres de las aldeas salieran con sus autos mochos a traer reproductores para lograr extender el imperio de artistas de gargantas emplumadas. Uno los miraba detenidamente y parecían que usaban una capucha; los ojitos eran amarillos lo mismo que el pecho salpicado de motitas negras. Los juntaban con la canaria y al tiempo nacían al menos dos crías. Una arpillera que los maridos iban deshilachando les serviría de colchón para el nido. Nunca poner dos cabecitas juntos porque se mataban a picotazos. Nunca mezclar dos hembras porque el macho caía abatido de tanto esfuerzo. Reglas matrimoniales claras. Alimento variado mijo, manzana, naranja y agua limpia sin moho. Luego a esperar la camada, separarla en cuanto crecieran.
Mixto cabecita, me decían los cazadores por mi cutis blanco y mi pelo negro azabache. Gallos, replicaba yo como una ofensa porque eran gordos, pechudos y no sabían volar. Ellos no lo advertían y me festejaban por el retruque pero ignoraban que yo había empezado a despreciarlos a medida que comprendía por qué encerrábamos los cabecitas: Se cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar; no, los billetes se solían apilar sobre la mesa del club a la hora de dividir ganancias. Chau, mixto. Váyase a la puta que lo parió. Y fueron varias veces, hasta que mi padre me soltara aquello del respeto a los mayores, que era muy feo decir palabrotas y que además no se explicaba porque me ofendía tanto.
Te dicen mixto cariñosamente. Y yo les digo hijos de puta cariñosamente. Mi padre suspiró. ¿Ves, Ciarlo?, replicó poniendo de testigo al tipo.....es un cabezadura peor que su abuela. No entiende razones y se cree con derecho a decir porquerías. Yo abotonaba mi saco para huir a la calle. Un viejo me agarró por el hombro. !Adonde va usted! !Está detenido por boca sucia!. Y se rió solo hasta que le pisé de un tacazo el pie y salté hacia adelante como un gato acorralado. Se cayeron algunos porotos y el mazo de naipes con que jugaban cuatro pensionistas del club. Aquello resultó un desconcierto. Mi viejo pretendió avanzar sobre mi pero atravesé la puerta de largos listones plásticos buscando la salida por la cocina. Después, de grande iba a ver esta escena en muchas policiales: El villano huyendo a través de cocineros, bandejas que se tumban, alguien que se quema con agua ardiente. Detrás las carcajadas sonaban como cachetazos. Alcancé la salida y no paré de correr hasta doblar la esquina. La luna estaba enorme: Era una bola de billar nuevecita. Un búho enorme la atravesó. Noche de cementerios abiertos, cadenas de chancho, viento en la bruma, pasillos de hombres lobos, campanarios con vampiros, momias en las esquinas, difuntos como pergaminos queriendo atraparnos, perros rabiosos que habían sido hombres. Mi madre me abrió, sobresaltada. ¿Qué hacés vos acás? ¿No estabas con tu padre en el club? Sí, pero me dieron ganas de ir al baño, argumenté y frente a ello no había reto. Hice ruido en el inodoro. ¿Te preparo un té?. No, tengo que tapar los pájaros. Y salí afuera donde los jaulones que ya estaban cubiertos iniciaron un revuelo asustado de plumas encandiladas por mi linterna. Tomé un cabecita negra, le olfateé el pico, tenía un olor a tierra y a cachorro de perro. Después lo solté en la noche imaginando que encontraría la ruta de regreso. Andá, avisale a los demás, murmuré.