Aldo mira el río


Está metido en la noche de perros, hocico bruno al norte desde donde ventea el ruido de la civilización que le llega amortiguado en los chapones del puente cercano que retumban como sobre un tapizado de algodón por el peso de los neumáticos de los camiones rodando indiferentes camino a Santa Clara con fondo de las luces verdosas del puente y los fanales que a cada hora, ostentando que llegan del mar abierto, cursan el trámite del horizonte pidiendo telegráficamente entrada a puerto, a casita que llueve, bajo una llovizna gris, no queremos nadar en lo pútrido del río y quien sabe a expensas de qué monstruosa cosa que se levanta del fondo de estos remansos de pavor que no conocemos, gritan callados los marinos de Africa o de la Rusia que desde sus literas se asoman a ver el porque están detenidos en medio de la nada y perciben solo la orilla que se adivina tras el pantallazo sobre las copas de los arbolitos y la autopista por donde pasan camioncitos de juguete y algunas lucecitas tenues. Una de ellas, es la del almacén-pensión que ahora, justo en este instante es la que se apaga para que Aldo, fumando, mirando por el ventanuco, se vuelva a percibir triste de nuevo. Ignoran que ese hombrecito daría su vida por estarse en alguno de esos barcos, con caracolas en los estantes, una mesa rústica, coñac y barbados compañeros de un truco interminable, mientras se huele la amistad, se habla de cosas añoradas y aconteceres extraños, de las fatigosas enseñanzas y la agradable indiferencia por la espera para entrar al puerto, cortejando el empinado bosque que se adelanta o se levanta allí mismo, cerca de la ribera como un muro y todo no termina de ser porque pesa una nada y la nada se disuelve en un sueño sin vigilia puesto que la llovizna casi no moja y uno puede salir a cubierta a fumarse algo. Aldo lo hace en calzoncillos agarrado a la baranda, tirando el humo hacia abajo, para que suba y busque el orificio cuadrado del patio y se lleve los sinsabores, el malestar de araña que le está picando la barriga y más arriba donde se supone late el corazón, cuando le oprime en algunas de estas noches en que deambula por el pasillo alto.

-Soy un paria, se sorprende pensando. Paria, viene de parir, por ende soy un mal parido, deduce alarmado pero no por ello con la certeza de que hay un error flotante en algún lado de su historial llano que le provoca rebelión y no sabe bien la causa. Le sucede seguido: Está viendo la nada, dejándose llevar de las fatigas cuando le empieza a subir un vapor, un calor que es rabia presa en una jaula y que no sabe como descomprimir. Nunca ha sabido. En movimiento es distinto, se puede uno sacudir, pero en quietud se oye pensar. Recuérdase jugando a la pelota, gritando por un partido de truco o hasta shoteando tenuemente un disparo de casín y aquello le otorga al movimiento un relajado enojo traducido en la concreción de un logro, tapiando la ira de no saber porque se embronca.

Allá lejos suele haber un patio con las baldozas enjabonadas y las piernas de su madre con la escoba odiosa repasando todo; el olor a flit, el padre oscuro llegando para deglutir y dormir la siesta. Con eso solo le alcanza. Un cuadro de soledad, de abismo familiar. -Nadie habló conmigo nunca, se dice, maravillado por el horror. Y la frase es arrolladora, matemática: Un muerto, un pibe muerto se sabe que fue. ¿Dónde? ¿Dónde estuve y quién fui? ¿Cuándo fue que me velaron? ¿Quién me hizo nacer para después ni hablarme? Padres mudos, padres fallecidos, padres sin voz, padres que tendrían que haberse ido antes que el mismo naciera. Padres míos, padre nuestro, amén. Baja la cabeza y entiende que es un sólo un chico solo, al borde de una baranda, mirando pasar barcos como aquel otro, el que veía pasar carros rumbo a la ciudad céntrica y la premonición que debía escaparse escondido en uno de ellos, como ahora que fuma y tira el humo que se arremolina en la bajante de la escalera como antes lo hacía el ollín de la estufa a kerosene entre las batientes de la ventana y él era el negado a salir y ver la vida, solo porque sus padres clausuraban pronto la estancia para oir la radio y el mundo afuera se ponía tormentoso de a poco, era otoño y oía cantar una ronda infantil que lo martirizaba

-El puente va a caer, va a caer....somos lo soldaditos que venimos del Perú...hu,hu,hu. Rondas, juguetes truncos, café con leche, pan con manteca. -Alguien me va ayudar a sacarme este gusano negro que llevo, se dijo sonriente por una vez en la huida,...alguien. Se quedó mirando el río infinito que se hizo un telón oscuro sin él darse cuenta y entonces bostezó y sintió dentro del tumulto de cosas horrorosas algo parecido a la calma de no ser nadie, de no saber nada y de no tener pasado. -Es como andar sin pensamiento, se dijo, como en el tango. Y antes que esa sensación poderosa lo abandonara se metió en la cama del hotel para dormirse acompañado, por fin, de una idea envuelta en algo parecido a la ternura.

Mendiolaza en la noche azul


La noche gira alrededor del bar y lo envuelve hasta depositarlo contra un reservado, de espaldas a la puerta por profesión, enmascarado tras los vidrios viselados: algo que le permite ver sin ser visto. No hay ya cacería, teme que lo confundan con un animal viejo en las pasturas porque la muñeca que ya viene a sentarse en su mesa es delicada y bella, ostentosa y desenfadada, lo que evidencia su edad menor, por más pinturas que se ponga en la cara. Sonríe y es una iluminación. Ante esa certeza Mendiolaza no puede evitar un entrecerrar los ojos para evitar encandilarse. Le sugiere se siente. El mozo atraído como un insecto ante aquella ofrenda a la que no ha dejado de mirar se acerca prontamente sin sacarle los ojos de encima. -?Un coñac del bueno para mí, un jugo para ella y lupas para vos así mirás mejor, ¿te parece? Andá, andá, le dice con un imperceptible girar de dedos. Ella advierte todo pero no entiende. Se queja: -?Yo quería una copa de vino.

-?Sos chica para tomar alcohol.

Lanza una risotada que se atenúa cuando advierte que ha producido un chasquido imprevisto en el aire. Llega el mozo de ceño cerrado. "Mirá -- empieza Mendiolaza--. Yo busqué verte no porque seas hermosa y trabajés de prostituta. No voy a descubrir nada, ni quiero nada de vos".

-?Ya me di cuenta: la otra noche no le gusté.

-?No, todo lo contrario: estabas como para matarme si no te tocaba, pero elegí la muerte, digamos. No me gusta sentirme indigno, ¿se entiende?

El mozo anda por allí cerca, él se interrunpe, luego lo llama y se pone de pie cuando llega.

-?Si no te vas en dos segundos te voy a clavar entre los ojos esta cucharita, ¿estamos? Y da un pequeño empellón con la uña de su índice, como quien empujara una mosca muerta al piso.

-?¿Siempre tan peleador?

-?No me gustan los que escuchan, ni tampoco los que te manejan la vida a vos, ¿entendés adonde voy? Odio a los vivos, a los metidos y a los proxenetas.

"¿Los que?", alarga ella con la pajita en la boca.

-?Nada, te cité para decirte que te cuidés y que tengo algo mejor para vos, un trabajo decente. Ella gira como un girasol en la noche; azul en su vestidito caro, azul los ojos delineados, azul la punta de sus tetitas bajo el corpiño que asoma azul en los breteles. ¿Entonces de modo que así es la vida? ¿La empuñadura falsa de un paraguas para una lluvia que no acaba nunca de caer? ¿Esto? ¿Un raspado corazón de viejo que pretende salvar a la chica y en lugar de caer en la cueva de los malandras a tiro limpio le aconseja como a una virgen y le consigue trabajo? ¿Esto es la vida? Esta quietud exasperante de vigilar la oscura entraña sucia que hace obligarla a desfilar como mascarones de proa en otro desfile de cartón a la belleza para entregarse a viejos inmundos, a malditos hijos de puta que habrán de celebrar por otra cosa después, no por haber pasado en el medio de estas dos piernas y haber rozado la belleza para siempre. La belleza, la belleza. Hay quienes susurran el horror, el horror, antes de morirse y entran también en la belleza. La belleza, el honor, el perfume, la cabriola de la bala que debe buscar el ojo del águila que hace comer carne descompuesta a estas delicias de la vida. ¿Y por qué entonces proteger? ¿Quién soy? ¿Dónde caigo? ¿Dónde mierda caemos todos sin nadie que ponga una red? Mundo hijo de puta, Colorado de mierda, vida, mierda, vida, nada sirve en esta simiente fatigosa. Pero la observa y recompone el gesto.

-?¿Que pensás?, dice ella.

Termina él de hacerlo, vuelve al mundo real y azul que los circunda. Ella bebe; está muy seria. Debería estar en el colegio ahora, uno nocturno y esperarla un novio verdadero a la salida en su moto que los llevaría hacia la casa de extramuros donde ella vive, santamente alegre y un día se habrán de casar. Ella levanta el mentón, le toma el dedo meñique y se lo lleva la boca para besarlo.

-?No hay nada que hacer, mi general: debo mucha plata y mi familia, imagínesela. Es tarde para armar todo de nuevo. El mira lejos por la ventana azul, evita mirarla hacia el azul profundo que emana la figurita preciosa de Klim que se levanta frente a él como un milagro.

-?Además,esta noche también está paga gracias a su amigo. ¿O no se dio cuenta de quién es el director técnico del equipo?

"Colorado, hijo de puta", responde él por dentro. Ella sigue: un equipo grande, muy grande compuesto de chicas muy chicas, ¿caza la onda? Ahora bien: si usted habla, me matan. O lo matan. Déjeme darle solo esto, y le da un besito adormilado a perfume, suave en el medio de los labios. Luego la noche giratoria se la termina llevando afuera, donde desaparece cruzando la calle, subiendo a los techos, hacia la estelita de brillos que deja caer la segunda estrella que se ha animado a salir en esta noche de perros.

La Mary, sacudida por la vida real


Ha sido la esposa de Aldo Zampapiglietta. Está en cuclillas de frente a la ciudad del tercero H, interno, desde donde se puede ver un pedacito inconcluso de ciudad, con sus perreríos en la terraza, las antenas de fierro movidas por el otoño y las luces de las torretas altas con su apariencia engañosa de aeropuerto. Está en perspectiva de espiar todo esto que bien conoce de memoria pero en este momento algo la distrae: se está dejando visitar el trasero por vez primera. Su mentón, producto de la inclinación paulatina ya está reposando en el apoya brazos del sillón que fue verde allá hace tiempo con el casamiento y los días largos con el Aldo y su furia concentrada por no poder escapar de sí mismo. Todo esto lo puede advertir La Mary, porque piensa en ello ahora, mientras siente el empuje que le suena a niebla difusa, como de agrisada está la habitación en el living de su casita magra. Todo es indoloro pues el galán, un cableador de televisores a quien ha tomado como amante hace un mes, se le atrevió, previo consentimiento de ella tras el muestreo de un frasco de Johnson y eso la terminó persuadiendo. Entonces él, un guerrero penetrador de cimientos, paredes, vigas, paneles y chapones lo está haciendo con una tranquilidad de sabedor, mientras percibe con un regocijo que le empieza a retumbar en el pecho que el mentón de la Mary está reluciente de sudor porque ella se está mordiendo los labios pero no hay dolor, mas bien una reconcentración y una expectativa por adivinar cuando va a empezar la conmoción pues así le han contado que sucede y así lo ha entrevisto en su propia carnecita de pimpollo lacerada por los arrestos impropios de su ex esposo, quien en medio de la propia impericia y la natural torpeza de cinco vasos de Royal Comand y una cena intensa, pretendió a los postres imponerle su montura de macho y no logró porque ella se cerraba y porque él, ofendido con el mundo, con su esposa, con su miembro que se había bajado, abandonara el asunto y fuera a la cocina a servirse otro whisky y luego encender el televisor para ver a Racing. Ella, La Mary, sin los chicos en su casa, siente además, el dedo pétreo del Carlos el cableador que la empieza a acariciar por delante y entonces sí, descubre sus tetas en el reflejo del vidrio, siente el olor a sudor y fragancia a Colbert y comprende que no precisaba más que esto para empezar a ser íntegra y conocer lo que significa el culminar. Una noche oblicua, distinta, sin palabras, que se va enderezando según pasan las horas y que comienza a entrar vertical dentro de su ser como si una lanza delicada la tocara en un lugar inadvertido que no pude explicarse ni menos aún situarlo, porque se sabe, las mujeres transcurren una tierra inconclusa donde el olor a cría, la cocina y el detergente amortiguan todos las demás sensaciones y las ganas, sumergidas bajo esta barcaza de hierro pesado como lápida, se hunden en el secaplatos. La Mary, seriecita, oblicua y sensual de caderas bajas, imperfecta como una modelo realista, envuelta en las sábanas cruza el living sin hacer ruido y trae para ambos la botella de whisky que el Aldo abandonó cuando huyera de la madriguera para perderse vaya a saberse en que circuitos de pereza, hastío y depresión que rodean como una maldición al Hombre Separado. El, que ha comprendido que quedarse inerte es la muerte y moverse es la inquietud de lo que sobreviene al deceso. ¿Huir hacia adónde? ¿Con qué armas? ¿Con que convicciones? ¿Con cual dinero? ?-¡Eh, muchachos!, nos grita Aldo, ahora apoyado en el borde como de musgo del casín mientras los demás apenas lo escuchan porque está hablando demasiado fuerte de algo que se debe contar reciamente en voz baja, en confesiones de mesas marrones, con naipes y café filtrado con una caña. No así, despellejado y monstruoso, descarnado de tal forma que da pena, somnolencia y ganas de borrar de un golpe esa figura trágica, un poco bebido contando sobre su pasado de ayer, de acá a la vuelta y encima tener que soportar como se imagina la nueva vida de su ex, a quien todavía quiere pero ya siente que es tarde para todo.

La verdadera María está allí nomás a algunas cuadras, mientras regresa del living y como una jovencita y madre sirve en una tacita de té el whisky que le da en la boca a su hombre, mientras los chicos duermen tranquilos, y ella siente que su casa la cobija y que por primera vez vuelve a tener veinte años y el mundo mañana, cuando claree y el cableador mágico haya desaparecido y los chicos llevados al colegio, la lluvia, esa compañía que había abandonado en medio del caos del matrimonio volverá a ser su amiga.

Pero esto Aldo no lo sabe ni imagina y sigue con la cantinela, mientras afuera ha empezado a garuar y ya nadie, ni el fantasma de su propio cuerpo enmohecido en el espejo, lo escuchan. Pobre Aldo, ya sin nosotros siquiera que hemos vuelto a nuestras casas a guarecernos y el retornará al Hotel San Carlos como un perro a quien cualquiera que pasase puede hasta tirarle una patadita de desprecio, de vergüenza para querer olvidarse de ese dolor en carne viva; pobre Aldo que ha caído de repente y nadie sabe porque lo ha hecho, porque de ser un tipo común se ha mutado en esa forma horrorosa que lleva el nombre de Aldo, el que dejó a La Mary.

Aldo Busca Trabajo


"...Ahí está la bandera chilena que más que ondear una estrella azul parece el resultado de un piedrazo, chilenos facistas que le prestaron las pistas para que se reabastezcan los aviones ingleses en Malvinas; chilenos feos de minas más fuleras todavía, porque no se vuelven a sus chozas y a aprender un curso de cómo hacer mapas sin querer cagarnos, mentirosos, porque no se caen todos al mar..." Aldo está parado frente a la empresa, con un cansancio en los riñones con un odio y un frío milenario hacia esa situación de estarse en la esquina a punto de solicitar el empleo en la empresa que resultó trasandina y que él, movido involuntariamente por el rencor, la oscuridad del miedo a no trabajar y la humillación que representa, se la ha emprendido contra todo lo que le signifique un rencor valedero y le impida pensar en el suyo propio, el de verse vencido de antemano porque hace mucho ya ha puesto en el tablero las fichas y las jugadas erróneas. Flamea junto a la Argentina, allí en el hueco entre el río y la ruta. Aldo ahora la mira pensando en aquello de la energía positiva y hasta la ve linda, prolija y vehemente, una amiga en el desierto que le tiene que dar cobijo. ?-Vamos, se dice y entra en la boca del monstruo. Hay en la entrada un diagrama de acrílico: venitas azules, diagonales rojas, flechas grises, nomenclaturas y túneles. Está en un hormiguero. Y lo están llevando hacia las pupas y posteriormente hacia el encargado mayor de las obreras y los soldados, donde se irá adaptando para recoger y garantizar el insumo de hojas nutricias y habrá de vigilar por ellas a cambio de un jornal flaco
Pasillos de verde agua, fosforescencias en una pista cercana, tambores internos que rebozan un líquido azulado y atravesar lo que parece haber sido una cancha de básquet para ingresar de nuevo a un pasillito con luz del día y allí a cinco metros la salida el molinete donde un guardia, sin mirarlo, le está permitiendo la salida. Ha conseguido el puesto. Ahora debe tener una guarida. -?Habrá hoteles en este pueblo de perros, se pregunta. Y va hacia la parada de micros, de donde descienden cerca de una docena de operarios que rumbean para el portón por donde el acaba de salir. Un olor ondulante pero firme a caliza, a amoníaco, le recuerda su barrio de Refinerías y siente un puntazo leve de angustia. Arriba el cielo se ha cerrado y empieza el torpe atardecer sin matices, sin horizonte, sin vida. El almacén luce oscuro, en esa hora incierta en que las luces aún no se encienden. Aquí mismo, le responde el viejo que atiende a su pregunta acerca de donde poder hospedarse. Separa las cortinas de tiritas de nylon y le muestra un ancho patio tapiado, una escalera gótica y arriba en un pasillo cuatro puertitas de color naranja. -?Elija la que quiera que estan todas vacías. -?¿Tiene baño privado? se escucha decir. Y se siente un idiota. "Este viejo mono no debe saber que es un baño". -?Claro, pues, le contesta. La 3 tiene, pero le va a salir un poco más. No importa, cierra Aldo y extiende los doscientos sobre el mostrador. Al rato, arrollado en la cama matrimonial, no sabiendo si morirse o dormir mientras la televisión le devuelve una novela siente al viejo que en vez de tocar a la puerta parece escarbarla. Suavemente, le susurra
-?Aquí le traigo, amigo. Y Aldo se ve después en aquel espejo rectángulo del cuarto devorando el sanguche y metiendo el hocico en el tazón de café con leche y siente invariablemente que el mundo ha pegado otro giro y ha salido esta bola misteriosa que lo deposita donde está, envuelto en una manta ruana, lejos de todo, comiendo como un cerdo y con unas ganas inmensas de ponerse a llorar hasta que se borre el mundo que lo tiene agarrado desde que se empezó a desplazar en defectuosos territorios donde no existen ni el hogar, ni la familia ni los amigos.
Hay un azul de metileno dentro del iris de los pájaros; el se sienta en una sillita de paja, hace frío pero está bien: siente que bajo la piel le circula algo caliente: la pintura pugna por salir y se estrecha en el cuello del pote. Lo empuja, salta sobre unas mazorcas ya dibujadas y aquello lo enoja. De pronto el cielo se rompe en un gris de hueco, en un gris de comarca volcánica bajo un cielo que él sabe asfixiante y que se denomina el fin del mundo. Lo sabe, toma como puede la pintura que se le cae en el barroso surco de los carros. Está solo y se avecina una tormenta o algo peor: la muerte en pleno graznando bajo la silueta de los cuervos que le empiezan a poblar el cuadro entero. Entonces, ya es Van Gogh fulminado por el desastre; se despierta transpirado, extrañando no al sueño de artista sino que inexplicablemente se le ha diluído la caja de pinturas que le había prometido al hijo mayor la tarde en que se tuvo que ir, de desaparecer de aquella vida con la Mary. Y ahora, ya no sabe que es peor, si continuar, regresar o estrolarse desde un puente. --?No, se dice, bajando de la cama para entrar al bañito helado... Todavía falta, todavía falta. Afuera, sobre la claraboya el cielo se ha puesto azul noche y por el efecto del viselado se asemeja a los cielos del holandés con sus luces y soles nocturnos, girando, girando como girasoles que buscan el mostrador de la noche igual a borrachos en la larguísima noche de los hombres divorciados.

Abonizio - Clínica de letras en Gálvez.

En marco del Ciclo "Gálvez Suena" y organizada en conjunto por el Municipio de la Ciudad y Gálvez Music, se llevó a cabo en el Liceo Municipal, la Clínica de Letras de Canciones a cargo de Adrián Abonizio.
Ante una muy buena concurrencia, el eex integrante de la Trova Rosarina y autor de importantísimos temas musicales, brindó una gran capacitación, coronada con un show de alta calidad
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Abonizio en Sabina Bar


El 16 toco en Sabina Bar, canciones propias, sin improvisar desde las 22 hs. Te espero.... Adrián

Recital del trío Abonizio - Sáinz y Aberastegui en Santa Fé


El Trío que integran Adrian Abonizio, Sergio Sainz y Rodrigo Aberastegui brindarán un concierto este sábado, a las 22:30hs, en el Solar de las Artes. Estos tres reconocidos músicos rosarinos grabaron en el 2006 el exquisito disco " Cualquier tren a ningún lado", que fue nominado al premio Gardel 2006 como el mejor disco de folclore.

Adrián Abonizio: es uno de los pilares de la trova rosarina por ser el autor de la mayoría de las canciones que grabó Juan Carlos Baglietto, transformados en éxitos rotundos para la historia del rock nacional y con un sello muy particular que sólo se lo pudieron dar artistas de un movimiento del interior que revolucionó toda una generación a través de temas como "El témpano", "Dios y el diablo en el taller", "Mirta, de regreso", "Canción de mate cocido" y muchos más..Su historial discográfico cuenta con cuatro discos, más una infinidad de participaciones en trabajos de otros artistas y no menos en la autoría de temas para otros cantantes de diferentes estilos musicales.

Noticias


  • En agosto,septiembre y octubre retoma los cursos de taller de canciones en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia.
  • Adrián está filmando una pelicula de Burman llamada" La Suerte esta en tus manos".
  •  Sigue con el programa de radio Nacional "Esta noche te acompaño" los martes en AM y presuntamente en junio por Fm.Que más tenemos un Abonizio a full, igualmente los fans seguimos esperando los dos nuevos CD.

Imágenes de Tristes Lobizones




Imágenes de la presentación del la novela" Tristes Lobizones" presentado en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia, ante una concurrida cantidad de seguidores.

La última carta Náutica


Cuando la Tía Náutica murió yo andaba cerca de los veinte y me encargaron la tarea de buscar la documentación en su casa de la calle Rubiroa. Ya se sabe, no se entierra a nadie sin papeles ni carnet al día de la prepaga que la tía, tan ordenada, venía abonando puntualmente para ganarse el hueco de portland en que consistía su módico cielo a plazos. Abrí la casona empeñada en derramar sol y gatos por todos lados. Revolví el placard, me tomé unos mates. Y encontré esto, en un sobre celeste escrito a máquina:


"Dicen que ahora las chicas no se cuidan como antes. Se van con cualquiera apenas les crecen los pelos de la chucha. No hay más vergüenza. Ni pudor.
Mamá no nos dejaba ni ir a la esquina solas. O con Atilio, que nos acompañaba, o con ella. O con el Raimundo. Pero solas no. Una no sabía lo que le podía pasar. La gente iba a pensar mal. Estas no tienen madre, que andan sueltas como hilo sin carretel.
Mamá nos enseñó a almidonar las sábanas, los manteles, las camisas.
Los muchachos iban a la Base. Ellos eran hombres. Ellos tenían que estar impecables. Salían a trabajar en los talleres navales. El sábado a los bailes. A pescar a Villa del Mar; los domingos. Nosotras íbamos al cementerio con Mamá. A limpiar la tumba de Papá. Que en paz descanse. Las mujeres en casa. Las chicas decentes no salían solas.
La Maruja campaneaba por la ventana. Le gustaba uno que pasaba todas las tardes... Cuando lo veía venir, salía al jardín. Barría la vereda. Cortaba flores. Canturreaba bajito. Y lo miraba... A mí también me gustaba. Pero no tenía el coraje ni el desparpajo de esa bruja. Cada tarde se abría más el cuello. Era pechugona la atrevida. Tenía unas tetas desbordantes. Que se desesperaban por saltarse. Parecían dos enormes racimos de uvas, que competían por el sol. El tipo se paraba a decirle piropos. Y se le acercaba cada vez más... Ella se reía con una risita espesa, que me chorreaba y me hacía mojar la bombacha. Una puta. Eso era la Maruja. Yo los espiaba.
Mamá embelesada con la voz de Alfredo Alcón.
El comedor en penumbras parecía engullirla, mientras se tomaba unas copitas de anís.
Esa tarde el tipo empezó a abrazarla. A mí la piel se me hizo seda. Espiándolos. Me latían los tajos, la lengua, las sienes. Hasta el pelo, parecía que esperaba.
Un hombre. Un maldito hombre tocando mi cintura.
Un ardor de deseos me mareó y me puse a gritar.
Yo, no soy como la Maruja, soy chata. Igual que la abuela Amparo. Pero mis pezones se habían parado como olisqueando el aire.
Ella, en cambio, era como la Abuela Fortunata.
Fue esa tarde pálida de otoño, que la Maruja se fue.
Mamá no se había dado cuenta.
Ahora que estoy vieja, sola y encerrada como siempre, a veces, vuelvo a sentir olor a hombre.
Y lloro".
La tía Náutica nunca se casó y pasó por la vida con la levedad de su cuerpo espumoso sin hacer un ruido, alegre en soledad, gastando en cuentagotas los ahorros de un padre capitán ballenero y una mamá irlandesa. La tía Náutica vivió cerca del mar pero odiaba el viento helado, sólo lo visitaba en primavera y allí pintaba unos cuadros medio espantosos con gaviotas y caballos. Fuera de ello tocaba el piano, mantillas en los muebles, porcelanas, olor a alcanfor: una delicada empresa de vivir con naranjas en invierno, malvones y durazneros en verano; una flor de cálido aliento sin sofocar, una flor sola en su plantío, abierta discretamente. La Tía Naútica fue la más bella, desapercibida e invisible de la familia.
Tomé los papeles y aparecí en el funeral. Le entregué las cosas al tío Aurelio y me fui a la esquina a tomar café con caña. Decidí no verla.
¿Por qué tardaste tanto? Ya casi se la están llevando, me reprendió con sus bigotazos y su aspereza de lobo jubilado.
Porque me estaba despidiendo de ella, mi amor de siempre, desde los catorce hasta ahora en que decidió irse sola, dejando escondido un relatito fugaz e intenso de sus fervores, de su sangre en ebullición.
Pero no dije nada. La ví pasar camino al cementerio como un contraste en todo aquello tan negro: una luz en movimiento iba dentro de ese coche y no lo sabían: abrazos, siestas perfumadas nuestras que nunca nadie habría de enterarse y que se habrían de hundir con ella en su océano de portland como los ingenuos barcos que pintaba solamente para mí.
* En colaboración con Mónica Oliver.

De como echamos a los carros


Llegaban cuando se les ocurría. Al menos para uno que no tenía los días de llegada agendados; sólo las viejas sabían la entrada del mamotreto andante portador de verduras, pescado,enseres.
-?Hoy es lunes, pasa el pescadero. Su sonido era fiero, descalabrado y arribaba precedido del vocear empecinado que se anticipaba unas cuadras. Había de todo: imágenes inclementes como el de las yeguas apaleadas o de las otras: hermosos animales sanos entrando a la cortada con flores entre las orejas y al silbador carrero de buen humor, despacioso y gentil. Las primeras sufrían la tiranía de un amo rudo que derivaba por lo general en mercadería mala. Las segundas eran olorosas y vendían, tras sus ancas, un generoso mercadeo. Eran los carreros famosos por sus piropos y sus capacidades en el arte de la esgrima: usaban látigo que hacían chasquear en el aire, pero bajo el asiento los acompañaba una pértiga de hierro o un basto de madera pesada, lista para actuar cuando algún auto osaba pasarles muy cerca de las varas.Las bestias, bostezaban u orinaban sin pedir permiso. Y a veces en medio de ventas propicias ahuyentaban por un rato la clientela con el revolotear de moscardones en su fragancia a herrumbre intestinal. Para nosotros los carros eran un ejército venenosamente organizado: suspendían el partido de fútbol y hasta se aposentaban cerca del arco impidiendo la concreción del gol. Estaban de carreros el tano Lumbrizi, el Mirasol, una español lechero que fue estragado por la pulmonía; el Ruso, un petiso encallecido de mal carácter, tullido y bizco. El criollísimo don Amancio; cauto, meandroso, con un pucho apagado en la boca que mercaba con medias reses robadas y frutas de descarte al mayoreo. Todos ellos eran nuestros adversarios: gritaban mucho, nos ensuciaban la cancha con bosta o meada y detenían el juego. De nada valían nuestros torpedear de terrones sobre el animal para que huyera, ni aquellos petardos que descargamos cerca de sus patas y que nos valieron una patada en el culo a uno de los nuestros que acabó herido en el hombro. Pero los caballos ni así se movían; parecían de fierro, mecánicas bestias respondiendo solo al amo. Nunca los íbamos a ver en dos patas o tirando de apuro el carro o saltando y cortando las bridas. No, se mantenían firmes pese a nuestras bombardas. Eran alcahuetes y esclavos, los pobres.
-?Hay que tirarles unos fósforos al kerosenero para que los demás aprendan, dijo una tarde Toledo, desesperado porque ese día se estaba convirtiendo en goleador y hubimos de suspender el match por la llegada de uno. Pero justo él era amigo nuestro así que desechamos la oferta subversiva. Habíamos visto hacía poco la lucha de cuadrigas romanas en la tele gracias a Ben Hur y aquellos trastos nos parecían mucho más vergonzantes, como la imbecilidad del mundo adulto, sus bellaquerías, flor y nata del universo cruel que sabíamos se habría de abatir sobre nosotros. Había que resignarse y esperar a que se vayan. Entonces vimos el cuadro. El verdulero alcanzándole el bolso lleno a una vecina mientras le pasaba sus manos por las tetas. Ella inmutable sonreía como si nada. Era la madre del Yani la manoseada pero nunca se lo dijimos. Tampoco nos importó porque ella le había gustado y no era la primera vez; buscábamos un algo indefinible para justificar nuestra ira acumulada. Pero el Mal, el Repelente Mal, opera sobre las almitas insignificantes con maestría de jugador y nos sopló al oído la idea. Era una alternativa como para no aquietarnos: hacerle llegar al esposo de la mamá del Yani que el verdulero le hacía eso. El cornudo era un monstruo pelado de dos metros, trabajador nocturno y con fama de asesino. No fue más que escribir la nota y garrapatear con carbonilla la pared de la casa. Al otro día, contemplamos horrorizados cómo el verdulero era atropellado a trompadas por el marido engañado. Entonces oímos como una bendición la frase atronadora del padre de Yani: -?¡Y no pasa más por esta calle ningún otro carro! ¡No me dejan dormir tranquilo! ¡Al próximo le arranco la cabeza con esta! Y enarboló una pistola que llevaba al cinto. Recogieron los pedazos astillados del verdulero que fue cargado en su propio carro a modo de paseo funerario y depositado en el Hospital Carrasco. Las señoras tuvieron que ir hasta la calle de la vuelta para poder comprar.
Efectivamente no pasó mas carro alguno. Solo oíamos, de vez en cuando a modo de aliento por nuestros goles, las biabas que le propinaba el gigante a su esposa infiel.

"Esta noche te acompaño" por Radio Nacional





Adrián empezó un programa los martes a la noche en Radio Nacional, de 22hs. a Ohs.-a veces en FM y otras en AM-que se llama " Esta noche te acompaño"
Acercate al dial y decime que opinás?.

Los tropiezos de un hombre separado


Estaba contrariado y con dolor de estómago - su cagadera perpetua- pero había ordenado café. Antes, en el hotel San Carlos, había repasado sus bolsillos y calculó le alcanzaría para una semana más, pagando la estadía y una sola comida diaria. Empezaría a robar entonces: módicos choreos sustanciales y prolijos; un cacho de queso en el super de los gallegos; una porción de tarta expuesta allí mismo y llevarla camino al baño donde pasaría desapercibida en la maletín, previamente envuelta en una servilleta para limpiar culos, en esa postal donde los extremos parecían tocarse: boca y ojete, como le gustaba a él.
Pero ahora estaba nervioso: no había ido a la comisaría a declarar por la ausencia del hogar que seguro la esposa le había metido y lo estarían buscando. "No sea cosa que me confundan con uno de la banda que choreó y se llevó puesto al cana. Todos me vieron la puta que los parió y encima casi me la pegan a mí; debería ir a presentarme ya mismo".
La moza lo miró erguida en sus tetas. "Café por favor". Ella mismo fue quien llamó a la comisaría; lo había reconocido porque estaba en el callejón y lo había visto en el revoltijo. "¿De dónde conozco a esta mina yo?", se dijo. Cuando advirtió que era quien lo miraba con fijeza en al altercado de la tarde justo entraron dos canas y se vinieron directamente hacia su mesa. No pudo tomarse el brebaje. "Voy, voy, no me toquen --aclaró--. Y no hagan revuelo". "Acompáñenos y no nos dé ordenes que es peor, vamos levántese muy despacito. ¿Está armado?".
Maldita confusión, maldita la suerte de estar en el lugar equivocado. Mendiolaza, el ex comisario, que repasaba las carreras en la mesa del ángulo advirtió el hecho y el velado empujón del cana rubio. "Un sospechoso de algo", se dijo. Aunque con esa cara de pejerto... Lo vio irse queriendo mantener la dignidad y que nadie note que se lo estaban llevando. "Todos somos iguales", pensó Mendiolaza, que empezó a divertirse con la escena. Al tipo se le cayeron unas monedas y al meter la mano en el bolsillo para sacar no sé que cosa la enganchó con un pedazo de tarta que evidentemente se llevaba de recuerdo. La moza cayó como un rayo. "¡Qué desgraciado resultaste! Te robabas la comida!".
No, es de otro lado.
Ella examinó el logo. "Qué casualidad: dice Sur Café. Llévenselo antes que lo escupa. Primero le toca el culo a una señora que se para a ver el tema del robo al banco, ahora viene acá y se roba lo que después tendría que pagar yo". Los canas le pegaron otro empujón. "Dejá la porción sobre la mesa". "Y que pague el café", alargó ella, perfecta en su papel de redentora. Mendiolaza pasó de divertirse a ponerse serio. Dentro de su fuero justiciero algo le dijo que el tipo era un pobre diablo, que los canas se agrandaban con un infeliz y que la Bella era una alcahueta humilladora. "Pobre tipo", se dijo mientras desaparecía por la puerta de vidrio y entraba al patrullero. "Además tiene cuerpo y cara de papa".
Llamó a la moza: "Este café que me sirvió, querida, estaba frío y el borde la taza bastante sucio (pasó deliberadamente el dedo como quien hace un acto carnal por el borde), pero a pesar de servir mal igual la felicito". Ella, ofendida y con los colores en la cara respondió de un brinco: "¿Por?". "Porque resultó una ciudadana ejemplar y buchona, por eso". Las tetas, de furia, casi le saltan a la cara. Mendiolaza, ex profeso, encendió un cigarrillo. Ella lo conminó a apagarlo. "Eso quería. Verte más enojada, corazón. Traeme el pedazo de tarta que dejó el tipo, parecía estar buena y un café mejor servido". Tiró la última bocanada y apagó el Clifton sobre el platito.
Esto, mejor narrado, fue lo que nos contó el gordo Aldo, que a su vez es lo que le contó Mendiolaza cuando lo sacó de lástima de la comisaría, en la época cuando empezó con las tribulaciones de un tipo separado. "Ustedes, que todavía son pendejitos, piénsenlo bien antes de acollararse --sentenció con amargura- . Se llena la vida de sinsabores y malos entendidos". Y salió a los corretajes. Era el año 1972 y la aventura de Aldito con sus tropiezos y remiendos recién estaba empezando. Lo vimos irse: parecía salido de una película de Chaplin.

Cachetadas y flores


Era el muerto vivo más perfecto que habíamos visto. Sobresalía entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilínea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Un difunto con gravedad cero en su negocio, con hojitas desprendidas de sus pistilos en el aire, mientras despachaba las flores para su entierro que parecía no concluir nunca, destinado a oficiar de asistente a su propio velorio. Era lo más parecido a un espantapájaros pero bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los días con una resignación de viudo, de enlutado por su alma impropia en esta tierra de bárbaros alegres y felices a la fuerza que traíamos sólo por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la muerte y estar enamorados de algo que nos bullía en la panza. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque: el lago central, un manchón de verdín, el laguito anexo donde jugábamos a llevarnos a nuestra cama a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacía dormida desde que teníamos uso de razón, esperando vaya a saber qué príncipe valiente que la sacara de su encantamiento y la hiciera mujer de carne y hueso.
Ni nos convertimos en sapos, ni pudimos sacar a la dama de su encantamiento. Comenzaba así, ese largo destierro de ilusiones, que se nos había filtrado en las largas siestas de verano, en la que alguna tía, ilusionada ella todavía, nos leía cuentos de príncipes, dragones y centellas.
Como dentro de un decorado de frisos del cementerio, por detrás pasó El Florista caminando con unos gladiolos en la mano. Llevaba un sombrerito alto que le confería a su figura el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos y ya cerca del zoológico dio a sentarse junto a una chica que lo estaba esperando en un banco.
Pensándolo bien, el zoológico, es otra forma de cementerio. Pero eso no interesa, ahora. Ella lo estaba esperando. Vestido floreado. Desodorante y perfume del kiosco de Doña Rosalía. Lo más bonito eran sus zapatos amarillos. Los zapatos amarillos que reían, desde el movimiento ondulado de su balanceo. Junto con sus piernas regordetas. Toda en ella era como inflado. Desbordante. Nada fea. Algo en sus ojos titilaba con vivacidad. Sentados, uno al lado del otro, como para sacarse la foto del recuerdo, componían un cuadro irregular. La delgadez usurosa, palidecía avergonzada, ante la rubicunda figura estentórea, sin avaricia de carnes.
La vieja de los gatos quedó tiesa, embadurnada de asombro, como si estuviera presenciando una jugada celestial impredecible. Un raro encastre de formas, donde lo filoso repica campanadas sobre lo mocho. Pelea fantasmal, que compartimos con la mujer, que ya no parecía tan agobiada. Y creo con nadie más.
Tal vez algún minino, desde lejos, lo vio también, desde el sol de sus ojos amarillos.
No tuvimos mejor idea que las piedritas con la cerbatana. Había que tener puntería. Pero para eso estábamos todo el tiempo tirando. Blancos móviles. Nos acomodamos con disimulo, entre canteros, bancos y una canilla.
Fue inquietante ver al estilizado enano de jardín, romper su rutina de ramo envuelto en papel brillante. Se desarmó un escenario que parecía inmóvil y nos sorprendió con esta alternativa de reencuentro con la carne, lo vivo, el deseo.
Algo nos decía que debíamos malograr la historia. Cupidos del diablo. Los gladiolos eran rojos. Y nosotros también. ¿Cuál más rojo, más sangriento, más vivo?
Ah, el amor. Nosotros odiábamos el amor. Era asqueroso, lleno de saliva, ternura y pérdida de tiempo. Eso que asomaba por el aire estaba allí, delante nuestro, oliendo a calas viejas, retiro de monjes, aguas de cantero. El amor hedía, olía mal y nos incomodaba. Impedía la actividad, la guerra libre y nos congestionaba el pecho con algo incómodo: eso, eso horrible, temíamos, lo sabíamos, alguna vez nos ocurriría.
Nos concentramos en la curva ondulante del trasero de ella. No era difícil acertar. Y no tuvimos piedad, ni indulgencia.
La respuesta no tardó. Ella, no parecía tan ágil, sin embargo se levantó como una foca y se echó al mar... Corriendo vino hasta nosotros, que estábamos silbando bajito, como perro que pateó la olla, y yo que estaba más cerca disimulando inocencia absoluta, sin avivarme recibí dos bofetones, que me dejaron la cara marcada.
? ¡Para que aprendan a no molestar una dama!
Lo más sorprendente fue cuando el florista me abrió la boca y me encajó el ramo de gladiolos.
El flaco sombra de alambre jamás se olvida cuando me ve pasar y se ríe, el boludo, ya casado. Desde entonces, me dicen... Florero de gorda.


* En colaboración con Mónica Oliver

El dueño de la pelota


Me presento, soy Jorge, Jorgito. Ahora tengo casi cincuenta pero en mi relato estoy situado en los diez, los doce, pongamos. Vivía enfrente del parque, mi abuelo tenía el kiosco. Me sacaban a la mañana temprano o en la tardecita. En aquella época no había rehabilitación o mi familia era muy bruta. Mamá trabajaba de enfermera en el Monroe y nunca estaba, entre las guardias y los novios. "Tengo derecho a rehacer mi vida", gemía y me hablaba como si yo fuera un adulto más. Me fui acostumbrando a ver, a escuchar. Casi que no hablaba. La radio gigante, con estuche de cuero, me acompañaba. Yo sintonizaba tangos y fútbol. Y los radioteatros, pero los ponía bajito al oído para que no piensen que encima de tullido había resultado maricón.

Corría la dictadura de Onganía y el parque estaba despoblado... No comprendíamos las razones, pero la policía montada no nos dejaba jugar al fútbol en ese lugar. Nosotros teníamos seis, siete u ocho años y - sin saberlo- éramos "la resistencia". La montada entraba al parque al galope destruyendo el pasto que decían defender, y ante sus ojos un picado se transformaba instantáneamente en "las fuerzas realistas".
Tenían su infantería, compuesta por unos señores de mameluco, que en el medio de las imaginarias canchitas plantaban, una y otra vez, arbustos espinosos, arbustos que nosotros, una y otra vez pero por las noches, arrancábamos de cuajo.
Estaban obsesionados con nosotros... claro, nunca nos habían podido sacar la pelota y encima le dejábamos los arbustos arrancados como piquete.
Cuando los ruidos de corceles y de acero se dejaban oír, con nuestra brigada nos desparramábamos subiendo hasta la copa de los eucaliptus, y cuántas veces se terminaron quedando horas amenazándonos para que bajemos.
Habíamos construido una casa en uno de ellos, de los eucaliptus, y allí nos reuníamos a conspirar y planificar nuestras tácticas y estrategias. Pensábamos en trampas para los caballos, en tensar un alambre a la altura de los jinetes y hasta en la osadía de ir al cuerpo a cuerpo, pero nos dimos cuenta de que desgastarlos progresivamente y dejarlos al ridículo sería el mejor método. Llegamos a torearlos y burlarlos desde los caballitos de la calesita... Los atacábamos con barriletes y les tirábamos con unas pelotas de goma falladas que nos daba Don Gerildo, el dueño de "La Pulpo".
Increíblemente, los tipos llegaron a odiarnos por cosas como estas, y no podían hacer otra cosa que asustarnos. Su triste victoria sólo era sacarnos la pelota a nosotros, no cualquiera, una "Pintier" que en esa época valía oro.
Fue Ernesto el que un día me invitó. Entre todos los pibes cruzaron el carrito conmigo adentro y lo pusieron cerca del arco de la calesita para que viera mejor. Casi los mata mi abuelo, pero no importa. El gesto fue lo principal. Y las ganas mías de jugar que me hicieron saltar pis en el pantalón. Después vino la noche, la helada, mi neumonía pero no importa: el día se había llenado de gloria y casi casi había estado jugando a la pelota con ellos.
Nos retiramos por un tiempo del campo de batalla y volvimos a la cuadra a jugar al "1 y 2", también "al cabeza"; pronto nos aburrimos y volvimos al parque a dar la batalla final... Le dijimos a los de Vidal que por fin aceptábamos el desafío, pero en el parque. "En el parque no viene la montada, ya nos dejan", les dijimos. Se armó el desafío pero con la "Pintier" de ellos. Les estábamos pintando la cara y, como previmos, la montada apareció por sorpresa. Me la dieron a mí, como estaba planeado; la levanté y de volea se la puse en las manos al del primer caballo que la atajó sorprendido. Salimos todos corriendo y vimos cómo la caballería reculó y volvió con "su trofeo". Nunca más regresaron. Habrán creído, como siempre, que nos habían robado la pelota.
Después nunca mas lo ví: un día, en la época de Isabel alcancé a cruzarlo en la esquina pero me saludó triste. Después supe que lo andaban buscando. Y que lo cazaron. Nunca le supe agradecer que me llevara a la casa de la puta, que me hiciera comer higos recién cortados de la planta, que me repasara el cuaderno del colegio y que compartiera muchas cocas colas que él mismo le compraba a mi abuelo para tomarlas conmigo. Y jamás lo vi limpiar el pico de vidrio cuando yo se la pasaba.
Ahora Ernesto se fue. Heredé el kiosco, armé una canchita enfrente con arcos siempre bien pintados y cerco perimetral.
Hace un mes, durante el juicio al que asistí de testigo declarante, pude devolverle todo de un solo saque: limpiar su memoria, sacarlo a la luz, ver la cara de los dueños de la pelota con las esposas puestas porque creyeron que silenciándolo a él, robándosela, iban a poder con nosotros, los enfermos, los rengos, los callados, los que nunca pudieron hacer un gol y se quedaron silenciados hasta hoy.

* En colaboración con Ernesto Garabato.






Taller con Abonizio

Noticias: Drexler / Abonizio



Más músicos con Drexler


En la película "la suerte en tus manos", de Burman

El 6 de junio comenzará el rodaje de La suerte en tus manos, la comedia romántica de Daniel Burman que protagonizará el uruguayo Jorge Drexler junto a la argentina Valeria Bertucceli. Norma Aleandro y Luis Brandoni harán participaciones especiales. Además, firmaron contrato con BD Cine -productora de Burman y Diego Ducovsky-, los músicos rosarinos Juan Carlos Baglietto, Silvina Garré, Adrián Abonizio y Rubén Goldín (harán una participación musical en el final). Drexler encarnará a un hombre convencido de que para no sufrir en esta vida hay que vivir pareciendo ser otro. El encuentro con el personaje de Valeria cambiará esa perspectiva.

Te acordás hermano?

Una foto del recuerdo siempre vigente, testigo fiel de dos grandes historias rosarinas, que marcaron un antes y un despúes en la historia del Rock Nacional. Regalo de Rubén a Adrián vía e-mail, que quiso nuestro amigo compartir con todos sus seguidores.  

El triunfo


Apenas había pasado el mediodía. El sol de este verano prematuro en combinación con el pavimento transformaban la calle en un infierno.
-Me había detenido la luz roja de un semáforo ajeno e inmutable. A mi derecha paró un coche. La sonrisa grabada en el rostro del conductor me robó la atención. Quizás por culpa de la insolación, me puse a imaginar el motivo de su sonrisa en soledad. ¿En que estará pensando?, ¿Será feliz? -me pregunté.
Al lado mío hay un tipo que me mira: son esas observaciones banales mientras se espera el cambio del semáforo, pero lo reconozco. Sí, exactamente. Es el que me llevó la novia, el que me dejó afuera. Marcelo, Marcelito, con sus remeras Penguin y su autito colorado. Veo que cambió: al menos ahora tiene uno azul, impecable pero berreta. Conserva, el perfil canchero que le destrozaría de un mazazo. Increíble que piense en esto: calma, doctor, calma, no es para tanto. ¿O si?
-La luz verde lo alejó velozmente de mi lado. Mientras avanzaba fui observando los rostros que estaban a mi alcance. Como hipnotizado por la idea traté de adivinar algún signo de felicidad en ellos. ¿Quién será el ganador? ¿El del auto importado, el de la bicicleta, el chico, el del aperitivo en el bar, el de traje y maletín, el que discute acaloradamente por celular?
No me puedo quejar: llevo una vida impecable, sin una rotura de la malla. Todo en su lugar y con prudencia: no me emociona nada pero debo hacer como si. Nada me gusta del todo pero debo imaginarme un mundo vivaz. Me dan asco todos los buscadores de fe y salud con quienes me encuentro casi a diario pero debo transmitirles algo de lo que sé fingir que todo es posible, que la sanación es legítima, que nuestros pensamientos buenos nos sacarán del pozo del infierno al mediodía. El amor es la cuenta en el banco y la amistad estarse junto con otros embaucadores en la cima, y la negrada abajo, sabiéndonos que en realidad somos actores, excelentes autores de guiones aprendidos de memoria. ¿Acaso está mal?
-Hace muchos años, una pitonisa de adolescencia me dijo: "La felicidad no existe", y agregó: "Lo máximo a lo que podemos aspirar es a un instante interesante, alegre pero efímero. Sólo eso".
Arranqué, puse segunda y lo dejé atrás como avergonzado si me llegó a reconocer. Un doctor, caramba, y el otro, a juzgar por su autito, apenas un laburante, un luser: me extraña doctor que esté pensando en asesinarlo, y tan solo por una pollerita. !Vamos! Hágase hombre de una vez, la vida te cambia, el rencor es doloroso y vano ¿Acaso no es lo que enseño, yo, el Doctor del Espíritu en mis clases de Formación Profesional para el Exito? Me extraña, vamos que ya lo tiene en el espejito como a media cuadra. ¿Ah, lo va a esperar? ¿Resolvió entonces el conflicto? Bueno, veamos. Pongo punto muerto anticipando lo que vendrá, je y el coche se abre a la derecha para dejar el paso al bulto azul que viene detrás. Esperemos. Hay una mariposa en el parabrisas, golpeo el vidrio: me ponen nervioso estos bichos del pleistoceno que tendrían ya que haber desaparecido. Fuera, fuera.
¿Será así? ¿Qué es la felicidad? ¿El sí de una mujer, el dinero, el camino allanado en lugares donde abundaban las piedras, un éxito deportivo, las manos de un niño, algún logro laboral, la cristalización de un sueño, todo esto junto?
Ahí viene. Vino. Ni lo rocé, conozco el lugar en este mediodía de sol de bronce fundido, no pudo maniobrar y se dio pleno, justo contra los barrilones, con solo dar un volantazo para que se asuste y al girar se tope con la valla de hierros. Bajo la velocidad: ni un alma en la calle, sin testigos, sin nada, ahí estás ganador, robador de novias, esto es el sol, el verdadero sol de muerte, el infierno que me propiciaste, el de la vergüenza ahora se te vino encima, con ese retorcerse de fierros, chapones y fuego de donde no vas salir más que en una bolsa para la morgue, che galán. Lo que hiciste a un Profesor de la Sensibilidad como yo no se le hace. ¿Entendiste como es el mundo?
Una bocina irritada me devolvió al mundo. Volví a sentir el calor. Por suerte ya estaba a pocas cuadras de mi casa en donde me esperaba mi flamante pileta de lona para brindarme el rato de felicidad que me toca.
Ahora me meto en el club; tomo un trago, saludo, festejo y a la noche, con el aire encendido, una buena pipa y la familia lejos prendo el noticiero para verlo arder. ¿No era un valiente arrojado en brazos de ideales e injusticias mundanas? ¿No era el acaso el que se la llevó e hizo que la hicieran bolsa por guerrillera? Bueno ahí tenés: a veces ganamos nosotros. Pero no aparece, busco en la guía, doy con su número y atiende él, con su voz tranquila. Corto, tiro el whisky y voy al despacho: en la cajita están las pastillas que hoy no tomé. Nadie debe saber que lo hago. Que de lo contrario veo, sueño, imagino cosas, mentiras horribles del pasado, sombras de sombras que me rompen la cabeza y no me dejan vivir feliz y en paz con mi triunfo.

*en colaboración con Marcelo Contreras.