Mujeres y tabaco


Los primeros puros, con envoltorio en corteza de tabaco llegaron en unas cajas de madera balsa pirograbadas con el dibujito de un león reinante y mi padre las depositó en el cuartito donde se herrumbraban mundos varios. Olor a pólvora seca, pescado y laca, óxidos con pegotes, humedad y limonero cercano que entraba por un ventanuco sucio. Las cajas estuvieron durmiendo allí abajo, junto al cajón de manzana repleto de alambres, en el plano inclinado destinado a las cosas inútiles.
Para la misma época nos habían ordenado en el colegio construir un mapa con las producciones agrícolas, ganaderas y mineras del país: así fue que en la zona de algodonales pegamos un pompón, en la del trigo una espiga y en la del tabaco no nos quedó otra que comprar un atado de Colmena. Con pegamento fijamos el cigarrillo y luego en la terraza, nos fumamos el resto del trabajo práctico apresuradamente.
Carlitos regresó violeta a su casa y yo quedé en cama con fiebre, luego de habernos pasado tardíamente menta por las encías para que no nos descubrieran. A pesar de la intoxicación nuestro trabajo mereció un diez y nos repusimos vehementemente gracias al premio. Para festejar nos fumamos algunos más pero con prudencia.
Una tarde de inusitado calor entré al cuartito en busca de los cigarros de hoja. Revolví, y mi padre, astuto, sabedor que habíamos accedido al tabaco culpa de las tareas e intuyendo que saquearíamos esa fortuna humosa los había desterrado. Lo que descuidó, disimuladas apenas por un envoltorio de papel de lija, fueron las hojas violáceas de una revista. Allí estaba el mercado de frutas con diamantes inexplorados, el viento del mareo, la locura del tesoro imposible: mujeres desnudas fotografiadas. Lucían con estrellitas dibujadas en los senos y bombachones gigantes. Ellas, las putas que mi padre escondía como yo ocultaba mis dibujos de guerra
Descubrí bajo las páginas los cigarros de palma y encendí uno fuera, para que el viento disipe el olor, mientras hojeaba la revista. Empezó a llover y tuve que entrar: lo apagué y en un rincón del patio de tierra, cercano al gallinero, vomité largamente una bilis verde que colapsó pegando un salto desde mi estómago vacío. Tras eso, como pude entré, dejé todo donde la había sacado y me apoyé en la morsa. Un aroma inconfundible de meada emergente por las vejigas de los demonios, gatos sin consuelo que entraban a veces al cuartito a dormir me despabiló. Sentí las llaves de la puerta: mi madre y una amiga charlando animadas luego de una salida al centro. Me hice el que estaba dibujando bajo el haz de luz.
Ella se asomó, la saludé por lo bajo y me tomó de la pera: ¿Qué te pasa a vos? Estás amarillo. Y con esa visión materna de descubrir señales bajo el agua, desenmascaró el escondite y en un santiamén estuvieron en sus manos la pila de revistas. La sostuvo sin mirarla. Lo único que espero no hayas sacado plata del monedero para comprarlas. Sacudió la puerta del cuartito y sopesé que era más una actuación que un malestar sincero. Se las llevó, pero antes olfateándome como a un dragón infecto me susurró: Y te enjuagás bien la boca: !estuviste fumando, mocoso de mierda!
Afuera había salido el sol y el olor del limonero atenuaba mi pena, mi indicio de algo que sobrevendría por la noche, cuando no habría escapatoria y habríamos de sentarrnos con mi padre a cenar y ella hablaría del asunto. La tarde se deshizo consumida en una mudanza errante de pensamientos difusos: aparecían las chicas en bolas, el olor como a podrido de los puros, el secreto de mi padre, la boca roja de mi madre en un rictus de falsa amargura, la risa de mi hermana que había oído todo y festejaba a su modo en el patio embaldozado cuestionando en voz alta como un mariquita cómo yo hacía esas cosas, si lo que menos me gustaba era fumar y menos aún las mujeres.
Lo noche como un baldazo de vino helado con estrellitas cayó sobre el cuartito y la casa toda: tuve que salir. Estaba mi padre sentado frente al televisor y presentí que ya había sido informado. Mi hermana esperaba la fusilería con expectante maldad mientras hacía juego de letras. El empezó a hablar de vaguedades: de un tío que se le estaba muriendo, de arrendamientos en un campo estragado por el agua, de un pez extraño que habían pescado río arriba cuando sonó el timbre y mi madre fue presta a atender; la siguió mi hermana pues era la madre de una compañera urgida por una tarea. En esos segundos mi padre, tocándome el brazo, y hablando y mirando hacia adelante: Nosotros piolas, ¿eh? Como las magos, nada por aquí, nada por allá. Mañana te compro una caja de figuritas y vamos a remar y te llevo, te lo juro al cine un mes seguido, pero esto debe ser un pacto entre caballeros. Ni vos sabés ni yo sé. Ahora fijate como se la creen... Y al cerrar la puerta y entrar ambas mujeres de la familia se sorprendieron de ver a mi padre tirándome del pelo en un truco extraordinario que solo él conocía, mientras yo daba gritos falsos de dolor hasta pedir perdón y oir a mi madre deciendo basta, que está bien, que ya aprendió, que dejalo, no seas bruto vos también. Mi hermana pedía un poco más.
Al día siguiente, al volver del partido, bajo la ducha tuve mi bautismo masturbatorio. Cuando salí del baño, con las piernas temblando, entendí que era otro. Ambos mantuvimos el pacto pero nunca volví a peguntar donde habían ido a parar aquellas revistas. Una tarde, en la cómoda, bajo el alhajero de mi madre las reconocí. Me extrañó el sitio, pero ya no me dieron ganas de hojearlas

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.


Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.

Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.

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¡Ay Dios, empiezan las clases!


Ay Dios, empezaban las clases y el Sr. Tiempo maduraba el cosmos regurgitando su racimo de uvas sobre nuestras cabezas de reos dispuestos al patíbulo. Secretamente, no admitía que me gustaba ser alumno pues eso era declararse ortiva. Ocurre que era quinto año y me debía una entrada triunfal al equipo de handball que se me había prometido ni bien pisara ese grado Michifuz, que así apodábamos al profe de gimnasia. Era un tipo, paradójicamente a pesar del apodo, lungo, con cara de roedor mal ensamblado por algún dibujante beodo de la Walt Disney, pues cargaba la cintura pegada al plexo; por ende resultaba un panzón con llavero y pito en mano haciéndolos girar en un tick de mando en vozarrón de milico. Pero me había puesto los ojos y me insistió que jugaría en la liga superior. Pero, el ¡Ay Dios empiezan las clases! era el runrún y no debía -como atleta que me consideraba- desconcentrarme. La oración era dicha en boca de las señoras sudadas, con batones y crías feroces: ¿No se podría alumbrar la idea de un comienzo de clases amable, sin apremios, algo normal o sin inconmensurable alegría, pero al menos evitar el fantasma de que todo aquello era un castigo? Pero las entendía: esas madres venían de maridos indiferentes o fajadores, transpirados indolentes que se calzaban la pilcha y se iban al boliche. Señoras que habían vuelto a ser vírgenes por intocadas luego de metódicas maternidades, con un ristra de hijos e hijas, a las que había que asear, desmelenar, despulgar y obligarlos a calzarse un uniforme. Todo aquello les recordaría la situación de calvario, mientras las varices aumentaban y las pastillas para los nervios circulaban de monedero en monedero como caramelos. Yo las veía, las consentía, las comprendía: estaba alto en mi metier, andaba comtemplativo y por suerte mi madre no era del grupo de raposas perdedoras, olientes a cocina y con vello en las axilas. Ella llevaba tacos, se empolvaba la nariz, lucía corte de peluquería y saludaba con una sonrisa, pero de lejos, para no involucrarse con ese sufriente ganado en pie que solo podía murmurar: ¡Ay Dios empiezan las clases! Pobres de ellas, pobre manada de mujeres sin armas, sin alma ni libertad.
El primer día de gimnasia Michifuz, alto, señero, pegándome un tincle en la nuca me anotició que estaba en el equipo. Lo miré como a un dios: era olímpico, de bigotazos duros como de estatua, ganador y me había elegido. Transcurrió la tarde y mi felicidad no cabía en el buzo azul. Luego, a la hora de Hijitus traspuse el umbral donde mi madre, sonriente como Bette Davis, me esperaba con la chocolatada fría. Había otra persona en la sala, la espié: era la esposa del profe Michifuz. Llamé a mi madre con un guiño y le hablé al oído contándole que me habían puesto en el equipo y si la presencia de esa dama allí en el rectángulo del living tenía algo que ver con mi debut en primera. No, son otras cosas... Historias de grandes... Andá para la cocina a ver televisión que tengo que hablar con Doña Laura. Un algo me dijo que podría sintonizar otra película mejor: subí al techo y por los bordes para que no oyera mi retumbar me colé boca abajo y por una pequeña abertura que daba al cuarto donde ya estaban departiendo me dispuse a oír. Fue memorable. Fue monstruoso. Fue educativo. Fue gracioso. Unas piedritas se me clavaban en el cuerpo, había una caca de paloma seca cerca de mi cara pero no quería delatarme. La que hablaba era Doña Laura. Fragmentos, claro: Y así es, Doña, vine a usted porque usted sabe... Usted es sensible y sabe aconsejar. El, él es un bruto, siempre con otras, siempre mirando a otras... Pero hoy, después de su clase lo esperé, y le grité tanto que todo el barrio se enteró, ¿sabe? Lo puse de patitas en la calle. Yo oí un suspiro de aprobación y un lloriqueo... Entonces, créame señora que no obstante el despecho se me aflojó el corazón, y fue porque se me largó a llorar. El infame, me hizo cornuda con perdón de la palabra y se larga a llorar... Que no podía estar solo, que tenía miedo de hacer una locura. ¿Y usted? La voz de mi mamá, severa, sonó por vez primera desaprobando. Yo, yo... Lo dejé pasar..y una vez dentro, viendo que en sus manos tenía las cosas que le tiré a la vereda.. Le pegué con la escoba en la cabeza y enseguida se largó a llorar de nuevo.... Lo tengo en cama, metido, meta moquear... ¡Hasta se le ha dado por ver la novela! Hubo una risotada contenida de ambas que así se despacharon con la desgracia del Michifuz, golpeador, amante, voz de trueno y por lo escuchado bastante cagón.
Me deslicé hacia atrás como una víbora y terminé la leche. La Sra. Laura partió. Mi madre me interrogó sonriente: ¿Que tal el gimnasio? mientas juntaba ropa seca. Bien, todo bien -dije concentrado en Neurus y Pucho.
Al día siguiente lo vi: los dedos con el pito y las llaves, canchero y en nada evidenciando la paliza recibida a no ser el parche en la pelada ensortijada. Me caí limpiando el techo a pedido de la Bruja, ¿viste?, argumentó a su ayudante mientras le miraba en un giro rápido el culo a la profe interina.
Ordenó, gritó, nos trató de maricones sin resistencia, de pelotuditos; que no teníamos aguante y de muchas otras cosas más. Se las toma con nosotros porque ayer casi lo rajan ¿no? -murmuré por lo bajo. ¿Qué dice usted?, me apostrofó y su sombra azul se proyectó sobre mi cuerpito entumecido por el esfuerzo.
Nada, profe. ¡Usted es mi ejemplo! Gracias por enseñarme tantas cosas buenas, eso dije. Me miró y se sonrió reconfortado ante todos. Luego cuando salimos se puso a mi lado y tomándome del hombro, con su garra de gato sucio en mi hombrito deslizó: Una sola palabra de lo que ya me parece que sabés y te quedás afuera del equipo, ¿tamo?
Así era el mundo canchero, artero, gladiador de cobardes y oliente a caca de hombre mayor. Pensé en las mujeres de batón y deduje que ellas, con sus penurias de encierro, con sus penas de telenovela, resultaban más fuertes que todos los Michifuz del planeta. Y mucho más honestas.

La marca de marzo


Y ya cuando marzo empezaba a languidecer, extinguiéndose de a poco como una estela, abandonábamos todo entusiasmo y nos íbamos replegando, dejando sobre la playa del cemento escudos y artillería, caracoles y animales cazados; fogatas marchitas que eran todo un símbolo contundente y sin gloria del fin de los buenos tiempos. Eramos viejos abandonando su hogar para pasar a las casas de retiro; éramos heridos de guerra llevados a enfermería donde por un año no veríamos ese sol, y esos árboles de la orilla. Con penuria nos obligaban a desandar el camino de greda y empezar otro, de pavimento y olor a escuela. ¿Hay algo peor que el olor impregnado a útiles, láminas escolares, el guardapolvo esperándonos? Agazapado, como siempre acechaba el Mal: yo a su merced sin fuerza combativa y mi ejército disperso por la mala hora. Dejábamos los balnearios para remojarnos en otras aguas, fundamentalistas, cerradas, extenuantes. Lo único bueno consistía en el regreso del fútbol que había estado sumergido en dos meses y ahora resurgía anhelante, con otros nombres, cambios y álbum de figuritas nuevo. En una terraza soltamos al aire nuestro polen interno como una salutación al calor germinal que estábamos perdiendo. Un vecino nos vio y contó todo, timbreando en nuestras casas: mi padre, abanicándose con un cartón lo mandó a la mierda porque además estaba escuchando el primer partido de Central y venía fulera la cosa. El tipo era uno que vivía de rentas y lustraba los caireles de la iglesia para purificarse. Fue con su monserja hacia otros padres y de todos ellos recibió una expulsión parecida. Un domingo mi viejo me estaba llevando en bicicleta a comprar el pan: había organizado una "pescadeada" y quería tener todo en orden y temprano: los cuchillos afilados, el mantel lavado, la leña preparada y la radio con pilas. Ese día estaba inspirado. ¡Huy, mirá quien va allá! Era el vecino alcahuete, presto a misa de once, culito erguido, apurado en su meta angélica. Advirtiéndome que me agarrara pasó tan cerca que de un barquinazo de su máquina entrando en lo oscuro de un charco salpicó al fulano hasta el vidrio de los anteojos. !Chau, Cristo!, le gritó y lanzó una pedorrera bucal que me pareció excesiva. Solía por ese entonces avergonzarme: era una aparición de lenguaraz cómico con un trasfondo indecible de crueldad. Su estilo era inmediato, filoso y más de las veces, injusto. Entonces sobrevino lo peor, lo que nadie hubiese imaginado que pase: el tipo, tocado por la afrenta empezó a corrernos. Mi padre lo azuzaba como a un caballo. Pero al alcanzarnos vi su garra en la camisa paterna y el posterior empujón que nos arrinconara a ambos contra el manubrio y el conductor de aquella loca cuadriga al no tener poder ya de manejo se precipitó sobre otro charco. Era marzo, el marzo espantoso de las lluvias que se estaban comiendo las calles con agua impura, hojas revolcadas, pozos profundos. Caímos en uno, una boca de tormenta terciada y salimos de aquel evento él con una pierna rota y yo con el corazón bombeándome bajo la remera amarronada. Aún lo recuerdo, puteándolo desde el empedrado, mientras el sujeto desaparecía con cara de susto metiéndose en su cubil cristiano de parroquia. Luego, lo demás: la ambulancia, mi papá sangrando de la boca y blasfemando como un condenado, la bicicleta hecha un nudo guardada en el bar conocido y yo extrañamente sano y disuelto en una nada mientras que afuera empezaba el viento de marzo y ya el Carrasco nos cobijaba como a heridos del frente. Pasó marzo, mi padre contaba los días en su litera para salir a romperle los huesos. Arriba, un cielo gris de barriletes me auguró la idea. El tipo de culito parado, el mariconzuelo que vivía aún con su mami anciana debía ser apresado en nuestro cubil. Todo lo maquiné en una esquina mientras veía llegar a la viejita que ya estaba a dos casas de la mía. Tuve la inspiración del diablo: de unos saltos estuve al lado de ella y de un empellón suave la introduje en mi casa. La senté en el comedor. No había nadie, era la siesta de marzo y mi viejo dormía en su guarida. Tomé un cuchillo de cocina y le exigí a la viejita el número de teléfono. Llamé. Al rato, tocaba el timbre el alcahuete, con los pómulos rojos, la lengua afuera y transpirándose todo. Mi viejo ya había sido alertado. ¡Hey, preparate que tenés visitas! El eunuco entró con pavor y lo recibí con el cuchillo largo, el de despanzurrar bogas. Ahí está su mami sana y salva mirando la novela y por acá, pase, lo están esperando. Lo tomé del hombro con una fuerza que desconocía en mí y lo metí de prepo en la pieza. Mantuve a la vieja a raya hasta que oí risas estruendosas de mi viejo. Vení, vení, me llamaba con rugidos cortados por la risa. Abrí y la luz empecinada de marzo iluminó la escena: allí estaba el vecino, desnudo, rezando de rodillas frente a mi padre que lo flagelaba con un diario, bufoso en mano. Por la raya del culo blanco del tipo, de entre los cachetes le asomaba un ramito de flores plásticas.
Aquella visión me acompañó mucho tiempo. La viejita ni se enteró, ordené vestirse al tipo, mi padre hipaba de risa, reconfortado como un rey demente. El portazo que di era por una extraña motivación donde ladraban dentro mío la furia, la tristeza, el orgullo, el pudor. Cuando mi padre me llamó para felicitarme, yo ya estaba arriba, sentado en el palomar, mirando la nada, sorprendido en el alma y a la vez estremecido por entrar de lleno a esa raza de humor y de maldad que me marcaría como tatuaje para siempre, el mismo que hoy llevo bajo la piel y se me hace imposible de borrar.

Un pedazo del infierno allá por el oeste


Los martillos parecen descender en cámara lenta. Disciplinados y alterando la velocidad del cosmos, se descargan sobre los chapones dejando un surco fantasma de su movimiento en la luminosidad del taller. Aquello me tiene atrapado, definitivamente: nunca había visto nada así y asisto al cuadro aquel, pleno en esplendores con una claridad de mortaja al fondo producto de una lonas carcomidas que se mecen con el viento. Hipnotizado. Feliz.
Che, Nuevo, me sacude de un brazo el capataz. ¡Que carajo viste, a la Virgen María que te mande hace un buen rato a que me trajeras las bandejas y todavía te estoy esperando! El hombre es bestial pero tiene razón; suda como un hinojo banco, si los hinojos sudasen , como un ratón o koala de ojos enardecidos. Es un polaco cruel que ha sufrido la guerra. Habla a los gritos y hasta debe cagar a los gritos.La bandeja llamaba como tal, es un rectángulo de diez kilos donde se remojan las heramientas expuestas al calor de este infierno.
Voy, digo, sacándome su brazo del mío.Como no me importa nada de nada y sé que tengo los días contados como aprendiz puesto que nunca seré más que el Nuevo o el Boludo en esta cárcel infrahumana de San Juan al 6000, donde vienen a morir los cóndores viejos tras su jubiliación, los pibes sin edad ni familia y otras subespecies de condenados, voy a los leones como los santos: riente. Pero yo no, señor. Yo no he de morir en cámara lenta. Yo sé nadar, conozco el mar y habré de bajar por la alcantarilla hasta alcanzarlo y me fugaré donde no haya fábrica alguna, ni padre, ni madre, ni dios, ni gobierno, ni sindicato, ni capataz, ni compañero alguno que me pueda alcanzar. Retiro las bandejas y las cargo sobre una carretilla: paso entre los fuegos temibles de ambas cortinas con salpicaduras de hierro ante el horror de mis colegas, pero ellos me ignoran porque soy el Nuevo y un sacudón de quemante susto puede que me avive, pero a mi ,que de esto sé un montón, nada me importa ya que estoy protegido por un Dios lumínico que hace que las esquirlas golpeen mi vestimenta azul pero no me toquen la piel. Humeo como una brasa, como un hule en un incendio.Hay conmoción en la cárcel: veo sus caras, su detención de las labores y me sonrío. Es buenísimo estar loco. No hay que dar explicaciones. Una vez entregadas las bandejas, meto mi cabeza en el chorro de agua helada. Me contemplan como a un maníaco que ha huído de los pabellones. Que ha invertido el orden astral de los planetas. Levanto la cabeza y les sonrío beatíficamente.
¿Nunca vieron un loco? Ey, denme un cigarrillo, les grito.Uno, el más viejo, por superstición y en un acto reflejo me pega una cachetada. No queremos boludos acá, pendejo. Te pudiste haber incendiado...¿Sabés a cuanto atravesaste los cortinados de fuego?....así, así por el pelito de una uña no te quemaste, la puta que te parió.....Estoy en el piso sofocado. Una barra está en mis dedos y le aplasto el pie de un trincazo.
A mi nadie me putea, viejo y la recalcada concha de tu puta madre! Yo mando sobre mi y hago lo que quiero!. Se retuerce de dolor y me mira más asombrado que dolorido: no lo puede creer.
!Llamen al Sindicato, al Polaco, que se lo lleven!, aúlla. Algunos lo cargan arrastrando un pie, como a un águila herida en su alón grasiento.Viene un morocho y detrás otro, al que le dicen el Peruano y detrás un tercero. Me miran como a un excremento, extrañados de mi valor, como ante la presencia de un cascarudo rabioso.
Tomo la barra. !Nadie me dice lo que tengo que hacer, esclavos putos. Soy como el Che Guevara! En ese momento por detrás un abrazo me contiene y otra mano me desarma, luego siento la aplanadora que es un trompazo exacto detrás de mi oído. Nock out. Despierto en un largo ataúd de cajas a la sombra. Estoy sobre una pila de cartones que se elevan hasta el cielorraso con apariencia de tributo egipcio. Un médico me toma la presión, mientras desliza una sublingual que me abre el pecho y hace que todo pueda respirar. El cielo está violeta y los pájaros que tienen su nido en la altura, vuelan en cámara lenta otra vez, como en una visión de purgatorio. Luego, una camilla y me cargan atado por los brazos y voy directo al hospital.Duermo, hago que duermo, veo enredaderas siento el trópico en mis sienes, el tráfico parece una tormenta tropical y ansío morir en ese momento de esplendor y de clarividencia. El doctorcito suave, de pecas y anteojos me susurra?.
Ya llegamos, campeón, vas a estar bien, sufriste un sourmenagge.
Eso es para los putos como vos, le agredo en su condición.Se sonríe.
Hay que ser muy valiente o estar loco para hacer lo que hiciste y para ser puto tambien, pibito. Enterate. Los martillos de la sala parecen descender en línea recta y cámara lenta sobre mi pecho expuesto del que no mana sangre alguna
Mi madre ha mutado en una heroína vengadora que pone sus dedos en los labios haciéndome señas que espere, que ya nos iremos. Mi padre es una araña gorda y colgante que yace presa o vive allí desde tiempos inmemoriales.Hay olor a calas en el recinto y cotejo que he muerto.
Una voz . Es típico señora, el calor, son más de 60 grados y muchos organismos no lo soportan? tuvo lo que se puede llamar una locura lipotímica provisoria, ahora está medicado y descansará dos días más hasta que se reponga. Ella asiente, la presiento.
Y va a tener que buscarse un trabajito de oficina, el infierno no es para los demonios y al tocarme la cabeza, siento que la retira pues el dolor agudo que le causo, por el odio, por la tristeza de obrero, por las penurias de un libro de antemano que llevo escrito en mi cabeza, lo han quemado y constituyen la brasa de rencor, el haber nacido pobre y querer ser artista sin trabajar de asno
Yo te entiendo, mi amor, es la voz de mi madre. Vas a ir a la Academia de Arte cuando salgas y como que hay un Dios que trabajaré para que sigas.La imagino limpiando una gran escalera de mármol. Una lágrima, la primera que derramo en mi vida conciente arde y desciende hasta mis comisuras infernales. Después sueño que pinto, pinto y pinto hasta desmayarme.

El surubí enloquece a los humanos


Mi viejo para ese verano ya se había convertido en un gladiador de las aguas. Junto a mi padrino Varela habían pescado con red, como a la altura del remanso Valerio un surubí de 45 kilos.
Varela, esto es un Fiat 600, fue la frase que acuñara, repetida hasta el cansancio por meses en respaldos de sillas, en autos prestados, en mesas familiares, velorios y cumpleaños. Eso fue cuando, según el cuadro de Goya que él pintara, se avecinaba una tormenta espectral, nocturna y estaban repechando cuando sintieron el peso inerte del bicho.
Éra como un Fiat 600, se entusiasmaba él en ambientes de talleres, casas de parientes y hasta consigo mismo, entonado la frase a modo de canzoneta mientras se afeitaba. Aquella enfermedad tropical, aquella fiebre duró todo el calor, el frío, para acallarse en la primavera. Mi padre empezó a amenguar en su relato y hasta solía dejarlo por la mitad, sin agregar siquiera la metáfora automovilística. Algo estaba pasando.
Tu viejo está colifa, sentenció mi tía Mariel. Les pasa a todos los deportistas: cuando ya han llegado al podio todo lo demás les parece la nada. Es que en la altura no hay oxígeno y te mareás, colejía para mi que no entendía del todo, mientras me permitía repasar su coleccion de almanaques y acariciar el carey lustroso del bandoneón de su marido Nacho, muerto en un accidente de auto cuando iba a tocar con Pugliesse. Luego, invariablemente me hacía acariciarle las tetas.
¿No te parece que están primorosas todavía? ¿Ves?, ni una piba las tiene así, para luego, sin aviso, regresar al bordado carmesí de un paño con el que decoraría la tumba del finado.Todos estaban con el moño mal puesto en la familia. Mi padre dejó de hablar en ese tiempo y retiró la cabeza del surubí que presidía el living. Mi mamá estaba con la congregación de no sé que Santos y rezaba para que el Mal no toque siquiera las paredes externas de nuestra casa. Yo solito me firmaba los boletines de la escuela y había ocasiones en que me preparaba la comida. Mi padre, según murmullos, decía que había empezado a hablar con el suyo, extinto.
!Y claro! La fama aturde hasta a los más sabios, me repetía Mariel. Si habla con tu abuelo le voy a decir que le mande un mensaje a Nacho diciéndole que ya está casi lista la bandera! Ay Dios Poderoso dame valor? y me ponía las tetas delante.
Dale, sobrino, chupá y decime si no están duras como pomelos, decime vos un poco, che!. Yo hacía lo que ella decía hasta que se cansaba y se iba hasta la cocina a escuchar el radioteatro. Lloraba cuando la saludé al irme. Tuvo la amabilidad de hacerme una seña consternada y echarme con un gesto de su mano mientras el humo de vapor de la plancha la sumergía en un paisaje brumoso y caliente. Cuando llegué a mi casa había un tipo alto, camisa a cuadros, moñito y sombrero de copa, sentado en el living.
Es el exorcista, para tu padre, graficó Chita, la vecina tuerta que acompañaba a mi mamá al Culto. Entró mi papá como una tromba y sin más, como presintiendo lo inverosímil le depositó la cabeza del surubi en las faldas del predicador
Este es el culpable hable con El Señor y dígale que estoy bien y que mi padre quiere que le pongan rosas chinas en vez de las rojas de siempre. Y acto seguido, tomándolo de un hombro sacó a patadas en el culo a ese espantador de demonios, tan espantado que huyó a la carrera. Mi madre, espiando tras una puertita estalló en sollozos. Mi padre se pedorreó primero y después, pisando de costado la cabezota del pez, la levantó como a una pelota y la mató con el pecho. Le habló entonces a los ojos de carey, a los bigotazos endurecidos por la laca.
Vos, vos sos el culpable de mi ruina, nunca tendría que haberte sacado, no voy a tener otro igual y mirá, mirá en lo que te convertí, en un sorete negro disecado. Chita se desmayó y mi madre, en un arranque entró al living y le volcó un florero con agua en la cabeza. Justo, como en los films, tan justo que sentí un alivio supremo ,entró mi padrino Varela, pitando sus famosos cigarros y sin resquemor alguno lo apagó en el piso, apurado como estaba por consolar a mi viejo. Se lo llevó a la cocina y allí se estuvieron con la grapa durante horas hasta que los escuché reir como antes, como siempre y me quedé tranquilo. Era de noche ya y la cuña de la luna entraba por el patio. Yo tomé con algo de asco la cabezota del surubí y le espeté aquello que había visto en una serie de la tarde.
Ser o no ser, dat is de cuestion. La escondí en el alero y me fui a dormir con el castillo en paz.Temprano en la mañana de domingo la envolví en un trapo y me llegué hasta lo de la tía Mariel. Pero ni me miró. Andaba por el jardín espiando no sé que duendes fabulosos que crecían dentro de las glicinas y que le estaban ayudando a bordar la bandera mortuoria de su finado Nacho.
Y vos, sacame esa cabeza de porquería de acá, me gritó como nunca.
¿No te das cuenta que espanta a la magia de la vida maravillosa que hay en los jardines?.No me dejó tocarle ni la puntita de las tetas y me dió de beber lemoncello para después salir sin cerrar la puerta. Había juntado un manojo de calas e iba hasta el cementerio. Yo me quedé solo en la galería, con la cabeza al lado mío y el primer sondeo de mis dedos sobre las teclas del bandoneón.
La cabeza me miraba pero alcanzé a tocar igual Mi noche triste de punta a punta, desafinado pero con sentimiento. Después salí a la calle y entrando en la iglesia, deposité la testa del pescado sobre la del Niño Jesús.Dios me perdone, total que le hacía al Cielo una locura más, si todos sabemos que las cabezas de los surubíes muertos enloquecen a los humanos.

Mi primer empleo


Mi primer empleo vino a caerme en el mediodía de diciembre, post Navidad, tras ese letargo de cocodrilo luego de un banquete, de sábalo lagunero en aguas tibias del barro luego de un festín, de madriguera sucia aún con restos de pieles de animales muertos, frutas podridas y olor a sidra volcada. Ese era mi estado: el alcohol envenenaba más la circulación sanguínea, así que lo único que hacía, preso en mi casa fresca era dormir de una resaca propiciada por el abatimiento tras las Fiestas por parte de los adultos que me transmitían, de sus lugares comunes, de sus reyertas, testimonios de verborragia en vano y fetiches con agujas clavadas en el cuerpo de un pariente adverso. Eso era cansancio y a mis catorce años era demasiado: por eso buscaba los huecos de baldosas sin calor de la casa y evitaba escuchar conversaciones de fracasos o enemistades ardiendo.
Era joven, creía en la gente, me sabía inocente en puñaladas y precisaba irme. Mi viejo, largando un chorro de soda sobre su copa con Amargo Obrero dictaminó señalando un punto ahí afuera Vas a trabajar, entrás mañana, mi amigo te espera. Es un buen sueldo y son solamente seis horas. Me explicó tratando de que la noticia me aliviara en vez de preocuparme. Lo tomé como un salvataje: eso me alejaría de este armisticio y saldría al fin a la vida. En la mañana sentí calambres en la panza cuando entré al depósito de repuestos para autos. Me dieron un mameluco que me quedaba grande y me ordenaron clasificar las piezas. Era sencillo; tanto que cuando me quise acordar ya era mediodía. En el ancho patio almorzaban, tirados, esquivos del sol los obreros de la planta.
Yo busqué una zona alejada y tras adquirir un sanguche en la cantina me senté en el cordón, bajo un limonero con olor a gas oil. Arriba resonaban los aires acondicionados de la oficinas de los jefes. Una voz dijo mi nombre. Me paré instantáneamente. De su casa, me dijo el tipo. Vaya tranquilo, por acá y me condujo hacia una escalera caracol que comunicaba con una oficinita discreta: el tubo marfil del teléfono volcado y la cara seria de la chica me confirmaron el presagio: mi mamá estaba internada.
Fue el verano más triste: se despide a los muertos bajo el rayo indolente del sol, se los entuba en un cajón, las manos sudadas, se transita la avenida de greda roja a paso lento y luego se tapia la puerta labrada. Te llevan de los hombros, estás transpirado, la boca seca y no se sienten las piernas. Allá abajo, en la tetilla izquierda el corazón aletea y rebota contra las costillas: está solo y apenado, está gris de bronca y pena. Por la tarde sonó el timbre. Mi tía, que aguantaba su baja presión bajo las aspas del ventilador llegó como pudo hasta la puerta. Del trabajo, dejaron esto. Y en una caja con marca de amortiguadores me devolvieron lo que había olvidado en el primer día laboral: mi ropa doblada, la llave, unas monedas, el DNI y diez pesos de paga.
Y era como si yo mismo me hubiese muerto en alguna guerra fraticida y ahora me estuvieran entregando a mi mismo las huellas de mi paso en la tierra. Muerto, yo había muerto ese día y no mi mamá. Las flores no eran suyas ni era suyo el cuerpo puesto en el arcón de madera, ni suyos los oídos que escuchaban la algarabía por el Año Nuevo que llegaba y que se propalaba por una vecina radio ajena al luto en sus cercanías. Un pajarito cantó tan fuerte que retumbó por toda la galería. Luego empezó a tronar y más tarde una lluviecita perfumada a orines de gato y madreselvas inundó la cocina. Yo salí a la galería. Mi primer día de trabajo y el adiós de mi mamá.
Ahora empezaba otro nuevo. Aprender a vivir sin ella y emplearme en algo para ayudar en la casa. Me tiré en un rincón donde nadie me pudiera ver.
Con los diez pesos ayudo a pagar el entierro, se me ocurrió, antes de cerrar los ojos.

Disciplinas



Franzúa viene de otro barrio y es potencial enemigo hasta que no lo veamos jugar. Así, de civil, se para bien. Es chueco, pecho implume pero de tórax vigoroso y unas piernas chuecas. Conocedores del tema, estimamos que son garantía de un hábil. Leyenda acuñada en la esquina de filosofía y cálculo numérico, todos sabemos que los grandes han sido y serán de piernas combadas. ¿Y Artime? soslaya José. Es un muerto. Sí, un muerto que hace goles, digo yo que me dejo apodar como él y defiendo por tanto,su escudería. Caen los nombres de las figuritas: Avallay, Wilington, Gramajo. En eso estamos cuando desciende del 21 negro el mismísimo Franzúa, carpeta negra con liga al medio y canchereando un pozo da un saltito breve y elegante para pararse en el cantero y esperar el semáforo. Se para como diez, estima Maurito. Es un zurdo, un once, deduzco. Cruza junto a los escombros con una delicadeza de su gesto ensombrecido porque el polvo levantado se le ha metido un poco en el uniforme y se lo sacude rápidamente. Lo llamamos con cordialidad; le mostramos la naranjada de litro que estamos tomando luego del desafío en la cortada, allí bajo las lilas y el alero. Llega y le extendemos el envase. Limpia modosamente el pico con un pañuelo que extrae del bolsillo del uniforme escolar que detectamos por primera vez inmaculado con la jerarquía del lacre en el escudo. Su perfume es de ricos, sus zapatos son mocasines de los caros, sus manos son delgadas y usa un anillo de sello delgado en el anular. Toledo lo inquiere de frente: ¿De que jugás?. El se echa hacia atrás, en un gesto encantador, se tira el pelo al medio y responde como en un reportaje la frase enigmática que nos sobrevuela horas: Lo mío no es el fútbol, cualquier disciplina menos eso de la pelotita. Lo miramos como a un escuerzo, algo barroso surgido de los sulfuros del infierno, un ser que ha osado mancillar con su respuesta la sagrada biblia, el pesebre inmaculado donde reposa Dios con su pelota de piel de lebrel bajo el brazo, esperando el pitazo. Sé que a ustedes les parecerá raro, vienen de allí y señala una zona aérea que delimita el barrio, los techos bajos, la manzana. Yo, yo provengo de una familia francesa y me tienen prohibido el fútbol, ¿saben? Responde aleccionador, distante, difuso. Ah, digo yo quitándole la botella de la que no ha bebido. Estamos tan pasmados que hay un hueco de silencio largo, cual preludio de una batalla o retirada. Nadie habla. Al fin, Franzúa con una soltura de los que tienen conocimiento de su poder, saca de entre las piernas de José la pelota de plástico y la empuja al aire, tan alto y tan lejos que de una volcada de viento, queda enganchada entre los cables donde se sacuden los gorriones espantados. Repite el gesto de acomodarse el pelo y oímos lo que nunca: Sorry amigos, soy un torpe en estas lides. A ver, toquemos timbre para que nos dejen sacarla. La casa a la que refiere es la del gomero, un sujeto horroroso capaz de asesinar si un timbrazo proveniente de niños lo saca de su ensueño de vinos y gordas feas que lo suelen visitar. Alguien le quiere avisar. Le hacemos un gesto de silencio: que lo fusilen, que lo trituren, que lo deguellen. Por traidor, por presumido, por pillado y por sorete. Nos alejamos para evitar el salpicón de sangre, nos cruzamos de vereda y asistimos al espectáculo: la manija se mueve y vemos la sombra furibunda, las manos de grasa, los pies de monstruo. El francesito entra. Al rato vemos al gigante con una escalera y un palo intentando desamarrar la pelota. Y a Franzúa quien desde abajo lo azuza. Dele, buen hombre ¿O se cree que voy a estar todo el día? ¿O no sabe manejar un palo? Otro silencio y nos miramos como ante un milagro. La pelota cae y el monstruo se retira dando pasos hacia atrás, temeroso y sonriente en sus caninos forzados. El pibe se cruza y se sonríe, dueño de todo. Es el empleado de papá,una bestia. Acá tienen y nos la pone en las manos, como una flor, como nunca se ha de entregar pelota alguna.
Así me dijeron que son los franceses, medita Toledo cuando el extranjero ya es un recuerdo de paso. Y nadie le puede replicar porque nadie sabe que ha sucedido pero sentimos en el aire una ceniza invisible como la que dejan los meteoros a su paso. Un meteoro de diamantes, exótico que nos hace sentir diminutos, hombrecitos perdidos en una galaxia donde la luz del sol es manejada por seres superiores. En eso estamos cuando abre la puerta el gomero y sencillamente, con la testuz baja como un toro a punto de ser decapitado, nos extiende una jarra perlada de agua fría con limoncitos dentro.
Ta fuerte el sol, muchachos, alarga con una voz tan delicada como desconocida.

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.
Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.
Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.

El salón de los billares



Practicaba el arte ocioso del cigarrillo con parsimonia. Al llevárselo a los labios sostenido por unas uñas extremadamente largas se le completaba un aire entre Bogart y Bela Lugosi. Húmedo de naftalina en su sobretodo marrón, siempre con un pie en la tierra y otro, balsámico, con olor a alcohol allá en las nubes, artista de privilegios como era, lo admirábamos. A lo lejos, tras el muro transparente del vidrio se desdibujaba una tarde inmensa. El taco de billar, parado de culo se estremecía cuando alguna de la bolas rebotaba en las bandas, porque el tipo tiraba y rápidamente como si le quemara llevaba el madero al pecho o lo apoyaba en el borde.

El Negro Cornejo, último sobreviviente de una raza extinta apaciguó el correr de la roja con la mano. Era un tape oscuro y ceremonioso que jugaba con él y en ese gesto denotaban que se encontraban corrigendo direcciones en la búsqueda del tiro perfecto. El Flaco sopesaba la alquimia de una idea como quien repasa mentalmente la táctica de una batalla.Era lo más importante del mundo lo que entre ellos estaba sucediendo y le transmitían la electricicidad al ambiente. Nosotros, a unos metros sabíamos lo que interrumpíamos con los constantes traqueteos groseros de los mangos del metegol y nuestros gritos perrunos.El ritmo de un anuncio que estaba al caer nos hizo hacer silencio.Allí había algo y no era bueno perdérselo. Podríamos aprender.

"Dulce de leche" era el apodo del tipo y aquello lo tornaba algo indigno, pegajoso, poco menos que incompatible con su aire de dandy y de aventurero venido a menos. Es por el color del sobretodo que no se saca nunca, aclaró Pellegrino mientras hacía sonar el repique de un gol que sonó como un balazo. Nos acercamos al rectángulo verde iluminado con fluorescentes: los contendientes parecían generales dispuestos sobre un mapa, pero si uno los miraba a fondo la alcurnia por una gallardía de generalato se iba a pique rápidamente.Corrnejo llevaba una camisa de mozo con el reborde negro de tierra acumulada; olía a sudor añejo y nos odiaba mientras que Dulce de Leche, más enigmático pero persuasivo a la hora de explicarnos el porque una bola hacía tal o cual derrotero, parecía perfumarse con ginebra y tabaco. Era nuestro preferido: tenía algo de galán derrotado, de padre con hijos perdidos, pájaro mal entrazado en una tierra de águilas; nos movía, en definitiva, la admiración y un poco la lástima.

Cornejo nos quiso echar. Dulce de Leche observó, cigarrillo entre los labios. Déjelos, Indio, así aprenden...esto es como mirar un cuadro...uno que se pinta con cada tacazo, vea...Aquel pensamiento logró deslumbrarme porque era una verdad a gritos: si se pudiera trazar la línea de cada bola con color tendríamos obras impensadas. Yo que aún no había descubierto el arte contemporáneo, ni los graffittis, ni el colagge había entendido fugazmente que el arte era un poco de polen en el aire. Como las manchas de humedad. Como las cortezas de los árboles.No sé porque pero recordé a mi padre señálando a quien hacía una prueba imposible demostrando habilidad innata y entonces era cuando magnificaba todo con la frase: El Fulano es un artista, una eminencia. Se refería al abanico que comprendía a cantores, a artesanos, a baskebolistas, delanteros, estafadores o contadores de cuentos. Yo ya había entendido. Daba lo mismo. El mundo pleno estaba allí, repleto de talentos y de espíritus solitarios en medio de una llanura de preciocismos.

Lo mismo dicen aseguraba un tal Riestra, aquel desconocido que solíamos ver parado en un ángulo del estaño tratando de pasar inadvertido: se sabía era escritor y que venía a ver al tipo de sobretodo porque estaba escribiendo una novela de billares. Era callado y tomaba apuntes, invisible y foráneo. Es una belleza, ronroneaba por lo bajo Dulce de Leche: La bola de punto giró sobre sí misma, desplazó a la otra que ahuecó el pecho suavemente contra la roja enviándola hacia un ángulo donde quedó muerta tras besar a la primera. Cornejo festejó afirmando con la cabeza. El otro saludó a una platea invisible: había logrado, según adivinamos, algo insuperable. Tanto que ambos batalladores dejaron el juego y se fueron abrazados por los hombros hacia la barra, donde el Indio, jovialmente despachó a su rival un vaso de vino hasta el borde. De regalo, como ofrenda, mientras movía la cabezota resignado en la derrota, complacido por la epifanía. Nosotros, chiquitos ante la magnificencia del hecho regresamos hacia el metegol, donde nos olvidamos rápidamente del Momento, mientras evitábamos el molinete y el tiro al voleo, afinando los dedos, sacando punta a nuestras almitas horizontales, deseando nosotros, también ser un poco artistas.

Pero nos faltaba mucho, la sangre era un chorro de energía y no había tiempo alguno para fijarse con detalle en las cosas: ya habría espacio y lugar, cuando dejáramos la cáscara de pajaritos en la vereda y aprendiéramos a meternos en el mundo verdadero con garras y picos a la vista.

Una belleza, una belleza murmuraba Dulce de Leche abarcando al universo a través del líquido bordó de su vaso de tinto. Al fondo, sin que lo hubiésemos notado, estaba parado Riestra: alto, flaco, con los ojos húmedos.

Flora y fauna




Esta es una inedita: con Chipi, el hijo del Turco en el mar durante una gira

La cuadra del mundo




La cuadra toda tenía el hechizo encapsulado en los motes y con ellos la leyenda. Una forma de prolongarse en el tiempo y dejar una huella en el cemento fresco de las familias, de toda la tropa de hijos, patios, esposas, carros, vendedores, olores, cuentos. Los Campanella eran Campana dado que todos sus miembros ostentaban una panza anormal que les sobresalía por debajo como un volado de carne. Luego estaban los Cara de Auto, dos solterones que vivían en una casa enana con su madre y manejaban cual buque nodriza un Oldsmobile negro, cucarachón que portaba un hocico igual al de sus dueños. A veces para matizar el cuadro se llegaba el Bicho Canasto, un viejo que manejaba un triciclo con las piernas muertas encorsetadas dentro de un tubo de mimbre que se accionaba con una palanca a la que había que subir y bajar según la velocidad deseada. Al lado la Vieja Coquito, cuyo ojete era un coco parado y, alto y redondo que la hacia caminar inclinada. Luego Agipgas, de nombre Delia cuyas pantorrillas evocaban deliciosas garrafas de quince kilos sumergidas en tacos bajos. La Virgencita, una delicada solterona de gafas preciosas; serpiente letal transmisora de entuertos y enjuagues. El Villano, deformación de Villani, policía alto como una puerta, dientes de caballo y manos de monstruo que salía en bicicleta haciendo leves ochos pues supuraba vino como un manantial. La señora Petrona de Gandulfo, encargada de tortas y tan pringosa como una de ellas, recargaba de crema, buenas intenciones y cornamenta al tono. Porque ella, sin saberlo ostentaba una grande como una parra pues el marido pintor se sabía era una máquina de bombear mujeres ajenas. Los Vicentillos, familia española a la que no se les entendía una mierda pero siempre dispuestos a la fiesta comunitaria, a las trompadas justicieras y el pedorreo socarrón. Por equilibrio, junto a ellos, medianera tenebrosa de por medio vivía Boris Karloff, un jorobado con hijo estudiante de Medicina al que le señalábamos un futuro de cadáveres, morgues y nocturnales experimentos en castillos. Luego Laurita y sus ventanas abiertas con telares blancos y los cigarrillos Virginia Slims que fumaba a la vista de todos regresando y descendiendo de autos descapotables rojos, con una familia dichosa, comunista, de buen pasar. Al fondo, como con vergüenza el pasillo erizado de vidrios donde vivían, unos sobre otros esa gente difusa sin edad ni origen: chilenos de obras, algún maturrango perseguido, correntinos pacíficos, carne de puertos o puertas, familias sin hogar y hogar sin familia. Esa sola cuadra era el muestrario del mundo. Y eso que estoy hablando de una sola vereda. Enfrente y del lado oeste estaba la Tetona, una dromedaria sonriente y fea pero con dos atributos como para ensoñarse en pajas siesteras. Al lado, la academia de música y solfeo, refugio de excusas para no estudiar nada y pasarse la vida en la cocina mateando. La escobería con sus laburantes sudando, chifladores de las chicas; el pasillo donde vivía un norteamericano de dos metros con una rubiecita ínfima,ambos testigos de Jehová. Luego Cachuli, vendedor de pollos con patio de tierra y hembras en batones y en batas e hijos, muchos hijos sueltos por todos lados. La Casa de la Mantecol, con su pelo en degradé, alemana escapada del Tercer Reich junto a la casa gris de Otto otro alemán pero de los buenos junto a su dama, una sorda mansita que siempre sonreía, aun cuando fue atropellada por un cohete en plena Navidad. Y la casa de las pequeña Lulú, madre soltera y niña pomposa en vestiditos. Venía luego una casilla con verdines, sospechada de timbas y algo más que regenteaba un taxista de ojeras negras que no saludaba a nadie y que nos odiaba porque el muy desubicado pretendía dormir la siesta cuando nosotros jugábamos a la pelota. Y la casa de Enrique y su mastín de cabeza negra y su mamá apaleada y su padre obtuso que cayera preso luego de una trastada con paliza incluida y finalmente llegando a la esquina este la casa de la Demente que vivía en el altillo y que tiraba comida, colchones y hasta su propio perrito blanco desde las alturas de sus minaretes árabes. Y en el medio de la cuadra, mi casa, pasillo, alero inglés, tubería que rebalsaba sapos durante las tormentas, al fondo un limonero, un cerezo, mi padre engrasado y mi madre con su radio y mi hermana lejana en tierras de revolución.

Una noche, en un esquina, cuando regresaba de un mandado pude obtener la satisfacción más alta por boca de dos señoronas que hablaban de mi casa y de mí. Ahí, ve, ahí por donde pasó Esteban está la casa del pibe loco, el Adrián.

Asignarme locura fue haber abrazado al fin la tierra exótica, el ser distinto, la eternidad, la muerte. Ah, el Loco y esa noche no comí, me dejé llevar por el orgullo que al fin me habían descubierto y me había convertido en un ser peligroso, pleno de misterio y de enigmas.

Festival de la Trova Rosarina

El Museo Histórico Provincial “Dr. Julio Marc” organiza el "Festival de La Trova Rosarina"

Toda la retrospectiva de la música rosarina en una noche única

El domingo 20 de diciembre a las 20 el Museo Histórico “Dr. Julio Marc” organizará en sus escalinatas el "Festival de La Trova Rosarina". Un espectáculo donde se rescatará la identidad local a través de un repertorio musical completo. Toda la ciudad está invitada a disfrutar de este festival que conjuga cultura y calidad artística.

Gracias al auspicio de Bauen Pilay, Adrían Abonizio, Rubén Goldín, Ethel Koffma, Pichi De Benedictis y Silvina Garré cantarán una vez más frente a un público en el que se congregan todas las generaciones.

En caso de lluvia se traslada al día siguiente
Este espectáculo es a total beneficio de los "Hogares Maternales"

Noticiosos


Los noticiosos eran dos: Sucesos Argentinos, con un jinete derrapando y deteniendo la cabalgadura justo delante de cámara y el restante uno que en letras fascistoides rezaban UFA sobre un planeta en blanco y negro girando sobre su eje. El segundo era el más aplaudido. Pues el primero se remitía a la voz de pito de un locutor que hablaba presurosamente anunciando desagües, actos gubernamentales o curiosidades criollas. El segundo Europa a pleno: En pantalla gigante uno podía espiar castillos medievales, carreras de autos, desfiles de modelos, pesca submarina o goles. Goles fantásticos de finales; goles monumentales donde el visor siempre mostraba la pelota entrando en las mallas con el ojo atrás, tomada justo y con un arquero que se movía a velocidades prodigiosas volando a veces desde una toma insuperable hasta casi dentro de nuestras pupilas.

Arribar al cine era un acontecimiento total, pero a ello le sumábamos los noticiosos. Por ende uno se fijaba puntillosamente en el horario de la película y remarcado en negritas el horario de los avisos. El papel era brillante, blanco y negro y anunciaban allí todos los comercios del barrio. La idea fue de Blanco, el pibe loco sobrino solitario del portero y de familia acomodada. "Hay que hacer uno propio o chorearles el de ellos y salir a buscar que los negocios pongan la tela, deslizando los deditos flacos, pulgar e índice". No sabemos cómo, pero una tarde apareció en una esquina con un tipo con cara de plumero, enroscado en una corbata que le quedaba pésima, tratando de parecer serio, fumando y con la mano en el bolsillo del pantalón. "El es mi otro primo, sabe un montón de ventas". Desinteresados del proyecto lo oímos sin ganas. Toledo interrumpió. "¿Y nosotros de qué jugamos en esto?". Marcial Blanco, el estafador, graficó. "Se levantan pedidos de impresión a rolete, los hace él señaló técnicamentre al escobillón fumador y nunca se publican, o se hacen como si fuesen nuestros", agregó como remate. "Nos levantamos una fortuna de una vez y desaparecemos". "Para vos es fácil, no sos del barrio, gil; a nosotros nos conocen hasta los perros". El ladroncito, ofendido por nuestro resquemor tomó a su estropajo por el brazo y se fue cruzando Mendoza hacia latitudes de norte donde planearía el robo. A los días, asitimos a Sandrini con entradas regaladas. Era una peli vieja sobre una nena secuestrada. No nos interesó. Nos fijamos en el programa. Allí estaba el mismo diseño de un logo con un caballito batiente y clarín en la mano de su jinete. Lo había hecho. Lo intuíamos. El papel era más berreta. Habían simulado ser otros. Preguntamos, indagamos sobre el precio de cada aviso y llegamos a una cuenta que se nos antojó millonaria. Nos fuimos enterando por las voces de las vecinas: Blanco y su primo se habían convertido en cobradores ficticios de la firma, merced a sus caras de piedra y habían recaudado, extendiendo recibos a lo pavote.

Nos percatamos del asunto ya en Pedrín donde festejamos la mejicaneada. "Es un hijo de puta", extendió Antonioni derramando envidia. "Si lo hacíamos nosotros estamos presos". Y nos aliviamos. El tema saltó a los días: Cuando aparecieron los verdaderos cobradores y ya el dúo estaba lejos con su primo, contando el dinero vaya a saberse en qué barrio. No tenían a nadie, ni familia ni amigos. Salvo la escribanía que pocos conocían. Una pareja de salteadores sin ralea. Miramos los noticiosos. En la semipenumbra contamos los avisos. Nos alcanzaba para media docena de bicicletas. O diez visitas al Puente de las Putas. Atardecía y al llegar a la esquina nos atropelló el hermanito de José "¿Saben la noticia? Cayeron Blanco y el otro". A los tropezones lo contó: Habían anunciado "El Romance del Mío Cid", estreno para un club, vendido las entradas antes y cuando la gente fue no había nada, ni proyector, sólo el que juega al casín mudo, el Albertito, que los recibió sorprendido y encima casi lo matan al tipo. "¿Y Blanco?" preguntamos anhelantes. "Cayó, pero lo sacó el padre que es escribano". "¿Y el primo?. Ese sí la hizo bien: se llevó toda la plata y se fugó quién sabe dónde".

Hoy leemos el diario en la estación de servicio y alguno descubre el apellido y la foto en el fangal de policiales. "Blanco, ¿te acordás? Fijate la cara, sonríe el desgraciado como antes". Lo miramos. Sí, es él. Productor de programas de televisión en Ecuador, extraditado al país luego de una estafa millonaria donde incluía jugadores de fútbol, modelos y drogas.

"Siempre dije que andaba en la joda, graficó Ansaldi. Alguien le recordó que era él quien le había facilitado el préstamo inicial para el primer embuste de los programas y la impresión. "Cierto, pero es hora de decirles la posta. ¿Cuándo teníamos? ¿Trece, catorce? Bueno, mientras Blanquito hacía esos chanchullos y su papi la juntaba con pala en el estudio meta firmitas yo me acostaba con su mamá. Así me cobré la deuda".

"!Eso si es una buena película!", exploto yo. Y todos nos quedamos azorados mirándole la cara de cuis a Ansaldi quien durante treinta años había apisonado ese secreto. "Y esto no es todo", agregó mientras se paraba para arrancar su taxi detenido en la fosa. "Aún la visito. Está rebuena la viudita. Parece una actriz, parece. Es Sofía Loren en el Mío Cid. Igualita. O a la Reina de Holanda que salía en los Noticiosos, ¿se acuerdan?".

La mitad de la verdad



Al canaya le dicen "fiebre porcina" porque quiere estar cerca de la A, alarga el Negrazón Julio de la barra del boliche "Los primos", cerca de la cañada. Es lo único sin humedad en este sitio que la exhuda a mares. Afuera un sol gigante. Barrio Alberdi, énclave pirata pero a salvo. Dentro una foto de Ludueña y su camiseta rayada de Talleres me garantiza inmunidad diplomática en tierras adversas. He llegado a la Docta para refugiarme con mi acreditación extraviada. Cavilando ante la pesadumbre de no poder entrar a la cancha había barajado algunas posibilidades de verlo:

a) En un bar de muchachones con camisetas celestes, con piezas dentarias endebles posiblemente, refugiados de varias muertes, tatuajes rancios y ánimo de asesinato. Suicida.

b) En un hotel 5 estrellas. Alquilar una suite por ese día e hipotecarme por el resto del año. Costoso.

c) Casa de algún amigo que es de Belgrano de esos que "a mi el fútbol me da lo mismo". En cuanto empieze a interrumpir y a hablarme de Fito o de la revolución cultural o del golpe en Honduras, puedo optar por irme o echarlo de su casa. Molesto.

d) En la Terminal que es un sitio neutro pero el kilombo es mayúsculo y el tornillo que se filtra da que pensar en un mal augurio de la lepra. Incómodo.

e) Vestirme adecuadamente la noche anterior, asistir a un centro danzante y levantar una dama de buen pasar o que al menos tenga cable y luego de una sesión amatoria distraída, convencerla que debo quedarme en su cama hasta que empieze el match. Luego del otro, claro, donde para mantener la honra y el lugar en el lecho lograr un gol válido. Incierto.

f) Disfrazarme de policía estudiar por google el uniforme cordobés y apelando a mi cara de milico entrar de queruza. Una vez allí, temería me ordenen reprimir o yo no poder reprimir el gol de Central. Surrealista.

Nota de Promoción, me sugirieron en la redacción. Cobranos más barata la nota. Ja, dije, con el alcohol que vengo tomando debido a la gripe yo lo uso hace días pero por dentro no voy a permitir regateos. Necesito cash para las barreras epidemiológicas, retruqué. Rememorando la charla. Pedí el septimo coñac en la barra de este bolichón que lo expende desde una garrafa a 5 mangos. Aflojale al chupi que la mezcla hace mal, advierte el Negrazón. Ha descubierto tabletas energizantes, clonzepan en panes, efedrina recetada junto a una estampa de la Rosa Mística, Kempes cabeceando a la red y un folleto sobre "Budismo zen y su sistema de liberación del sufrimiento".

Mirá le digo extendiendole una servilleta, te armé el equipo de los sueños, del amor: Noce pronúnciese Noche en italiano , Mesa, Messera, Flores, Blanco, Gamboa, Bustos, Orte, Camino, Alfaro y Mas. Le gustó, rió y me obsequió con algo misterioso salido de la cuba de plástico que guarda bajo el mostrador. Es "el mezcladito" la bebida oficial cordobesa de las bailantas : lo que va sobrando sobre la barra de madera se exprime con un trapo moderadamente limpio y cae sobre un receptáculo para luego ser expendido más barato.

Aguante Taiere, alarga mientras sintoniza la previa. Bebo para olvidar. Y por el azar, entro a la cancha, zona de césped. ¡Comegatos! aúllan los piratas. El cuarto árbitro me susurra no grite los goles, luego del zapatazo astral de Méndez. Ya en el atardecer, tras el medio litro de café por los brindis exagerados, recorro Barrio Alberdi para despejarme. La mitad de la verdad ya ha sido dicha. Ahora falta la otra. En mi caso, la otra mitad de la botella gigante de alcohol que nos está aguardando en el Gigante.

Los bailarines nunca mueren



Se deben haber puesto mustias las baldosas del patio donde bailaban; deben habérsele opacado sus cabecitas impresas a las ranas de estucado sobre las paredes del pasillo en donde se apoyaban, fatigados de practicar los tangos la pareja de los Cartuchianni. El, alto con forma de trombón, pecho corto, panza alta, perfil de águila engordada pero con unos pies diminutos de príncipe. Ella una señora imperial pero humilde, como una cortesana de vestido a lunares que nos otorgara la plenitid de verla moverse en la danza, hasta los límites insuperables de su falda que en revoleo de caracol nos dejaba de asombro con sus piernas hasta el límite mismo de las ligas. Ellos bailaban no sólo en fiestas del club o en los danzantes vespertinos o en las tablados para algún San Fermín, sino en la horas crepitantes del calor, bajo la glicina ensombrecida artificialmente con unas lonas de tinte verde que hacían del patio una atmósfera irreal. Allí los Cartucchianni nos dejaban jugar un cabeza a cabeza mientras dormían la siesta. Sólo nos pedían que no hagamos mucho ruido, que cuidáramos no escape su pichicho y que al servirnos limón helado no derramáramos el jugo en la pista de baile. Entrábamos libremente: no había cancel ni cerradura. Un mastín buenazo y ciego nos recibía junto a una salchicha cachorro. Luego, alguno de los dos nos saludaba como si les lleváramos hasta su hogar la felicidad envasada en nuestros cuerpitos de lauchas medradoras. No tenían hijos y nosotros al advertir esa faltante y nuestros beneficios se la llenábamos con creces, prodigándonos en ser buenos, honestos: un halo de lucecitas latía bajo nuestras costillas. Ausencia de odio, plenitud, admiración por el mundo de los artistas. ¿Que eran ellos sino artistas que vivían de lo suyo y ensayaban mientras nos dejaban vagar por su casa como si fuésemos sus retoños? En el reino de velos suaves, olor a azahares, bailes y morbidez de sólido amor inmigrante nos estaban enseñando que en la vida no todo era disgustos y dejar hacer, dejarse llevar por la corriente. Eran libres y nos dejaban serlo también. Los Cartuchianni recibían muchos premios y cuando no estaban practicando se encontraban viajando. Ganaban dinero y hasta nos compraron las primeras camisetas que encontramos abiertas bajo la enramada, sobre la mesa del costado, con pasta frola y limonada dulce. Dios, hoy me parece evocar un fantasma aéreo y liviano, como si aquella postal no hubiese existido jamás de los jamases y fuese un decorado cuadro de acuarelas con los saltos de Peter Pan, en vez de los maravillas de aquellos cuatro pies, lejos de Disney y las figuras de televisión. Eran nuestros miembros de púberes chuecos que amaban aquella distancia certera entre los dioses y nosotros y que amábamos hasta dar la sangre por aquella pareja que eran el polvillo rojo acumulado bajo los aleros, los gorriones al sacudirse luego de la lluvia, el olor de la fábrica, los esquineros amorosos, el aroma a invierno, el tufo oloroso y ancestral que evocaba la tardecita dorada en la llegada del verano y que culminaba con algún baile allí, en esa casa encantada de teatro y magia pura.

La noticia precedió a la muerte de uno de los hermanos Gálvez, los corredores. "Encontraron la muerte a la altura de Bragado". Y seguía el locutor con lo de los bailarines más famosos que habían alcanzando fama y fortuna en la lejana Europa y no sé que más. Mi madre se acercó por detrás: olía a spray y adiviné su belleza de labios rojos sin verla. En ese instante de negrura, con el batón nuevo y su mano áspera secándome el llanto sin mirarme, parada detrás como otra deidad, sólo extendió su otra mano libre y apagó la radio. Dormí después lo que creí semanas, y al juntarnos en la esquina con los pibes, sin avisarnos, allí estábamos todos, demudados, huérfanos. Apoyados en el cantero, a metros de la casa cerrada de los Cartuchianni, esperábamos vaya a saberse que milagro bajo la luna enorme crecida de pena sobre la glicina que olía más fuerte esa noche.

Mi madre, sin decir palabra alguna, nos llevó a todos a la heladería y calló caminando muy seria detrás nuestro como una niñita. Había entendido y llevaba un cintita rosa y otra oscura luto en su manga floreada.

¡Eh ¿que pasa que traen esas caras?, nos recibió mi padre en la puerta, ajeno a las impiadosas manos del mundo y a la delicadeza del instante. Más tarde, enterado, se puso su saco azul y nos arrió a todos los chicos por vez primera a la milonga del club, donde en compañía de sus amigos campeones en mujeres y copas, nos fueron enseñando los primeros pasos de baile, aquellos que no se olvidan por siempre jamás.

Conde y la ideologia perruna



El asunto lo descubrió Conde, el observador. Recordarlo hoy, que quien suscribe cree administrar poderes mediúmnicos de alumbrar el alma humana narrando y se avergüenza de solo pensar que aquel lo sabía todo es algo ineficaz. Se lamenta de cotejar en qué fatalidad, en qué redondel del mundo se habrá escondido el pibe que nombro al comienzo. Pero este relato no va hablar de él en extenso. No alcanzaría. Apenas de una breve anécdota que lo pinta íntegro. Solo comprobar que en un pliegue de mi memoria desvencijada ha aparecido este oteador de detalles, superior a muchos, solo que, como sucede en los malos teleteatros y en la vida misma, los mejores ni siquiera acompañan, solo desaparecen.

Era Conde un tipo flacucho de mentón salido, aindiado, de ojos grises, bonito y viril de algún modo, feminoide de otro. Ambas cosas combinadas derivaban hacia una recia figura de metedor de mediocampo, prolijidad en la vestimenta y misterio alrededor de su habitat y familia. Solo aparecía, jugaba, dejaba sus enseñanzas de zorro fino, lustroso y bien oliente para luego irse hacia vaya a saberse qué escondida madriguera que, por su ropa y modales habría de ser acomodada sin duda. El nos enseñó aquello de la regla femenina y de los humores cambiantes y que no era conveniente desoir los tambores de la prudencia.

-Las mujeres son por esos días como escorpiones, graficaba en la arena de la plaza.

Luego, que el cigarrillo sin filtro era más sano. El filtro es sintético y trae cáncer, agregaba doctoral echando el humo.

Los gorditos sudan igual que los flacos, pero parecen que huelen peor porque la gente dice que son feos. Las maestras sin hijos son más fáciles de controlar. Es mejor hacerse el turro con nuestras madres y luego sacarles lo que querramos haciéndonos la víctima. Cuando nuestros padres discuten hay que oir sin ser visto: uno se entera que preparan contra uno si fuese el caso. La pija se para no cuando tenemos ganas de cojer: a veces es por gusto a la vida nomás. El que tiene una hermana mejor que vigilarla es descubrirle donde guarda la llave de su diario íntimo. Puto es el que no parece, no el que anda vestido de rosa. Los curas son mantenidos que las viejas alimentan: llevan una vida escondida de lujos. Hay que mentir en confesión, total Dios no está para ocuparse de nosotros. Somos pibes, somos inocentes.

Y así. Derramaba de su copa palabras variadas y múltiples eran sus formas de argumentar. Se enojaba, persuadía y mediaba. No era mayor, pero lo parecía. La tarde de los bolsos y los perros la recuerdo nítida. Estaba Toledo abstraído con la remera sudada y el frío se le estaba cristalizando en los alvéolos.

Tapate, che, que estás a cinco minutos de la neumonía y a escupir sangre, alargó Conde sentado sobre la pelota. Toledo miraba tras él y como siempre que estaba a punto de inquirir se llevó el dedo a su barbilla cortajeada.

Cosa rara con los perros, a algunos les ladran y a otros no. Mirá al Chito. Allí estaba el negro can tras el enrejado suelto de a ratos por una puertita que oficiaba de visillo a voluntad. Todos giramos la cabeza.

Comentario boludo, argumento López que estaba desglosando el tema de unas tetas prodigiosas que decía haber visto por aquella ventana. Todos asintieron, uno chifló. Conde miró a Toledo, luego, en un giro magistral sobre su eje y sobre la pelota quedó enfrentado a todos para proclamar: Tiene razón el amigo, buena observación. Los perros solo ladran a algunos. Lo interrumpí, esta me la sabía. Es por el olor que largamos si les tenemos miedo. Era cosa sabida. Conde asintio. Además, corrigió, hay otra cosa. Los perros son unos reverendos hijos de puta: les ladran más a los pobres que a los ricos. Y ni hablar si el que pasa lleva un bolsito al hombro, un obrero por ejemplo "quiere comérselo". Nos quedamos quietos. Pensando. López susurró el tema de los pechos pero la manada estaba en otra cosa. Por dentro una lucecita creciendo a fogonazos me indicaba que aquello era una verdad transparente. Hagan la prueba, pasen frente al Chito bolso al hombro, renguenado o mal vestidos y se los culea. Pasen con ropa limpia, silbando, sin nada en los hombros y les mueve la cola.Bueno, me tengo que ir y como un diablo desapareció en la noche, taqueando la pelota elegantemente.

Toledo, rozado por el enigma señaló al Chito y solo argumentó por lo bajo.

Los perros son todos antiperonistas

La señora Teturcomio


La Teturcomio vive en una casa angular de madera justo en la ochava que reparte las calles Lavalle y cortada Zavalla. Su nombre un prodigio gramatical, mezcla de tetas, Tutankamón y manicomio que le ha puesto Carlos. En esa casa se escucha a los Wawancó y por sobre ellos los gritos destemplados del marido, mientras ella canta y vuelve a cantar. Hay ruidos de muebles rotos y llantos de criatura, pero la Sra. Teturcomio canta y canta sobre todo aquello. Ella es alta, bastante fea, de labios rojos y con unas soberbias tetas que adelantaban su figura como un mascarón de proa. Tiene una hijita rubia, primorosa y un marido colorado con aires de golpeador que no se da con nadie.

Ella, por el contrario, saluda a todos pero nadie la considera su amiga. Le desconfían las vecinas por semejante busto que exhibe sin remilgo alguno. Y porque además, sonríe siempre y usa talles pequeños, pantalones de lycra ajustados, aros a lo gitana, zapatos finitos de taco. Salen los tres los domingos en esos autitos que se abren por adelante. El, cara de perro enjaulado, la pibita con sus rizos y su cara odiosa como la del papá, ella en cambio, hace un gestito móvil como una actriz italiana a una cámara que al parecer somos nosotros solos. Nunca habíamos visto amabilidad tan inmensa. Paradójicamente ninguno se propasa, sólo en el límite de comentar sus enormes atributos.

Nos confesamos incluso que a la hora de evocarla en nuestros gimnásticos empeños masturbatorios ella ni se aparece en las visiones. Hoy la vimos pasar, sostenida con esfuerzo sobre sus tacos agujas y sus pendulares lavarropas cárnicos que vaya a saberse porque milagro sostienen su corpiño. La miramos detenidamente porque estamos aburridos: Nuestras madres están lejos en sus telenovelas o cosiendo o alguna laborando fuera; nuestros padres en talleres de azufre y es la hora maldita donde no sucede nada y no hay ganas de correr, ni saltar, ni hacer al mal o el bien o la nada. Un desierto absoluto de vaciedad nos retiene bajo los plátanos que empiezan a tornarse grises. Ni siquiera la silueta del pintor, el puto, nos causa gracia. Allí pasa, prolijo hacia los arrabales misteriosos a pintar cuadros con un sol detrás. Ni tenemos ganas de tirarle venenitios a la pichicha de los Nogales, esa gente de mal vivir que nos azuza con su perra para pretender comernos al culo a mordiscones. Sólo la Teturcomio y su andar portentoso pero ridículo es la vida plena, encaramada en sus bermellones, en sus carnes levemente excedidas, en su desvergüenza que se nos antoja alegría. Pasa como un camello calzado sobre zapatitos de charol. Ninguno se burla; la admiramos, es una perla malpintada pero que sobresalte en esta medianía de calles chatas y fábricas tristonas llamando con su pito al amanecer.

Ella es la confirmación de que todavía se puede ser distinto: Ella lo es, pero no podemos aún decirlo, no tenemos voz, sólo anhelos y presentimientos. Un verano tornasolado y blanco por la noches nos las descubre en otro andarivel: La vemos encaramada en la Carroza de los Peces, una que pasa por la calle Mendoza, allí agarrada al palo mayor, tirando papel picado, el busto bamboleante y con brillitos. Se comenta su actividad; está mal vista.

Ya no es una nena, dicen las comadres. El le pega, dicen otras. La cuestión es que la comparsa la erigue arriba en lo alto, envuelta en una boa platinada, sonriente con su boca triangular y cola de pescado. Atrás, con la misma cara de perro va el autito del fulano del marido y su niñita perra al lado, ambos con cara de ojete, custodiándola. Luego, no la vemos más. La casa, que antes desparramaba música y desde donde ella devolvía la pelota con un gesto de faraona se tapió. Nadie ve al tipo y la nena dicen ha ido a parar de pupila. La Sra. Teturcomio acrecienta el prodigio de leyenda: Ha huído con el chofer engrasadao del semieje que llevaba la carroza, un ex domador de leones cuadrado como un portón. A nosotros nos queda el recuerdo alucinatorio de sus tetas moviéndose allá en la altura, su santidad indeleble pese a las habladurías y el saber que una señora, una madre, más allá que posea una delantera enorme también puede, si así lo quisiera, abandonar el nido, rajarse con otro. Algo que nuestras madres nunca harían porque no saben, no han aprendido y pretenden ser felices con lo que la vida les derramó encima.

Y allí andará, meditamos, sentados al cordón de la vereda por otro barrio, con otra identidad, viviendo tal vez en una casita junto al taller del mecánico en un patio con flores exóticas y leones amaestrados, siempre en corpiños que estimamos deben ser rojos, como sus labios, como la felicidad que infaliblemenbte buscó y obtuvo con la fuga.

Los Hermanos Fracassi


Son de Zeballos de la vuelta, cerca de la mercería enorme que se alza como una torreta, en un pasillo de cal amarilla, al fondo, entre el kiosquito y la casa del pianista. Son de lejos pero viven a la vuelta: pueden ser de las estepas, pueden ser hurones, pueden ser fetos vivientes, egipcios mal terminados, adultos sin edad, momias condenadas a vagar en este valle de barrio, enfermos de tuberculosis que zafaron. Son los Hermanos Fracassi. El, más alto, domina la escena siempre andando un paso adelante. Ella, detrás, parecería hacer lo imposible por alcanzarlo, siempre fea y entrazada como una indigente y esa mirada perdida en el horizonte, entre imbécil y desairada. Se llaman Salvador y Victoria y no registran padres a la vista ni familia. El mira las baldozas, como avergonzado de algo y pita y pita como si el cigarrillo le estuviera creciendo de algún lado de sus entrañas de pajarraco. Pasan, nos dejan un halo de incertidumbre y vago temor. Son los hermanos Fracasados, Los Fracassi, los que viven al fondo de los confines de la Tierra. De allí emergen y cruzan la pampa árida del invierno en Echesortu vaya a saberse para donde. No nos interesaría tanto si no nos hubiésemos enterado que él, según se cuenta, fabrica pelotas. Así como suena: un auténtico pelotudo, al decir de Antonioni. O mejor dicho, trabaja en una fábrica de pelotas, allá tras Avellaneda. Por tanto, el trabajo intrigante de por sí nos llena de interés y curiosidad: él resulta ser poseedor de la llave de acceso a todos los vientos de gloria, la economía de nunca más tener que invertir en una, los dedos mágicos que por sus manos de enterrador pasen diariamente círculos, esferas perfectas de bonanza sin él advertirlo siquiera. Un día lo llamamos, le cortamos el paso. Se sobresalta como el caballo del verdulero cuando se le interpone una sombra. ¿Vos sos el pelotero? No se le ocurre a Toledo otra frase como para arrancar. El la mira a ella, parecen angustiarse y prosiguen. Toledo le tira del saco gris de franela ¡Eh flaco! ¿Vos trabajás haciendo pelotas? Danos una, ¡por favor! Se extralilimita. ¡No somos nadie, no tenemos ninguna familia! y hace que gimotea en eso que le sale tan bien. Algunos lo felicitan, a mí me avergüenza. Los hermanos Fracassi prosiguen hasta doblar por Lavalle. Una sombra de duelo, abulia y ropa triste se abate tras su paso. Luego, la anécdota queda postergada y se olvidará rápidamente. Con el paso de los días guardamos otras: el chirrido de un filamento y la posterior caída del farol de Montevideo; un accidentado en moto en la otra ochava con derramamiento de sesos que yacen impregnados en el frontón; el olor de las glicinas extintas que acumuladas parecen aromas de velorios; los altos pajaritos migratorios que empiezan a poblar las cercanías de Solano; mi primer aplazo festejado como la caída de Roma y mi ignominia posterior de ser convocado para un acto bailoteando una canción de la Walsh. A Sastre se le cayó un diente y su papá es dentista por tanto imaginamos extrayéndolos del pozo donde van a parar todos los nuestros; Dieguito sorprendió a su mami desnuda y le gustó y a nosotros más aún cuando lo contó, el sodero se hizo comunista y a mi papá parece que lo echaron del ferrocarril. Los días son una acumulación venturosa de frases pero no sucede nada. Hasta una tarde. De esas en que el sol está violeta y se pone rojo a la par de la luna y en un momento no se distingue más nada. Luego la luz alta del primer mercurio lo emparda todo y parpadeamos de gozo como conejos y leve angustia ante el hecho: es hora de regresar a nuestras respectivas cavernas. Viene Toledo. Trae una pelota nueva bajo el brazo. Se sienta en el cordón, escupe sobre ella bendiciéndola. Habla. Me la dio el flaco de los Hermanos Fracasados. Venía de hacer un mandado y me llama de su pasillo. Cuando llego sostiene con una mano al perrazo que me quería comer y que le estaba asomando el hocico por entre las piernas y con la otra me da esta. La hacemos girar a la luz eléctrica: no es gran cosa, pertenece a la de los humildes, es finita, casi transparente pero apreciamos el gesto. Resultó un grande el tipo, deduce José. Hay adultos buenos, completo yo en resabios de cuento edificante.

Al otro día María, la costurera que cose para la mercería de los judíos nos viene con la novedad que esa pelota amarilla que tenemos la estaba comprando el Flaco justo cuando ella estaba haciendo la entrega. No trabaja en fábrica de pelotas alguna, limpia el pabellón del hospital y a veces se queda dentro postrado unos días por algo en los pulmones.

¿Pero como?, nos preguntamos.

Porque hay gente buena, alargo yo cerrando el cuento. En esos días todos volvemos a creer un poco más en esta humanidad podrida con la que nos tocó rozarnos.

Y ello nos conmueve, esa mísera proporción de luz nos absorbe la pena.

De allí en más habrán de ser Los Hermanos Valientes. Desaparecen. Al tiempo solo ella pasa caminando.No nos atrevemos a decirle nada. Salvador se ha muerto de tuberculosis y lo velan angelitos que imaginamos parecidos a nosotros.