Te acordás hermano?

Una foto del recuerdo siempre vigente, testigo fiel de dos grandes historias rosarinas, que marcaron un antes y un despúes en la historia del Rock Nacional. Regalo de Rubén a Adrián vía e-mail, que quiso nuestro amigo compartir con todos sus seguidores.  

El triunfo


Apenas había pasado el mediodía. El sol de este verano prematuro en combinación con el pavimento transformaban la calle en un infierno.
-Me había detenido la luz roja de un semáforo ajeno e inmutable. A mi derecha paró un coche. La sonrisa grabada en el rostro del conductor me robó la atención. Quizás por culpa de la insolación, me puse a imaginar el motivo de su sonrisa en soledad. ¿En que estará pensando?, ¿Será feliz? -me pregunté.
Al lado mío hay un tipo que me mira: son esas observaciones banales mientras se espera el cambio del semáforo, pero lo reconozco. Sí, exactamente. Es el que me llevó la novia, el que me dejó afuera. Marcelo, Marcelito, con sus remeras Penguin y su autito colorado. Veo que cambió: al menos ahora tiene uno azul, impecable pero berreta. Conserva, el perfil canchero que le destrozaría de un mazazo. Increíble que piense en esto: calma, doctor, calma, no es para tanto. ¿O si?
-La luz verde lo alejó velozmente de mi lado. Mientras avanzaba fui observando los rostros que estaban a mi alcance. Como hipnotizado por la idea traté de adivinar algún signo de felicidad en ellos. ¿Quién será el ganador? ¿El del auto importado, el de la bicicleta, el chico, el del aperitivo en el bar, el de traje y maletín, el que discute acaloradamente por celular?
No me puedo quejar: llevo una vida impecable, sin una rotura de la malla. Todo en su lugar y con prudencia: no me emociona nada pero debo hacer como si. Nada me gusta del todo pero debo imaginarme un mundo vivaz. Me dan asco todos los buscadores de fe y salud con quienes me encuentro casi a diario pero debo transmitirles algo de lo que sé fingir que todo es posible, que la sanación es legítima, que nuestros pensamientos buenos nos sacarán del pozo del infierno al mediodía. El amor es la cuenta en el banco y la amistad estarse junto con otros embaucadores en la cima, y la negrada abajo, sabiéndonos que en realidad somos actores, excelentes autores de guiones aprendidos de memoria. ¿Acaso está mal?
-Hace muchos años, una pitonisa de adolescencia me dijo: "La felicidad no existe", y agregó: "Lo máximo a lo que podemos aspirar es a un instante interesante, alegre pero efímero. Sólo eso".
Arranqué, puse segunda y lo dejé atrás como avergonzado si me llegó a reconocer. Un doctor, caramba, y el otro, a juzgar por su autito, apenas un laburante, un luser: me extraña doctor que esté pensando en asesinarlo, y tan solo por una pollerita. !Vamos! Hágase hombre de una vez, la vida te cambia, el rencor es doloroso y vano ¿Acaso no es lo que enseño, yo, el Doctor del Espíritu en mis clases de Formación Profesional para el Exito? Me extraña, vamos que ya lo tiene en el espejito como a media cuadra. ¿Ah, lo va a esperar? ¿Resolvió entonces el conflicto? Bueno, veamos. Pongo punto muerto anticipando lo que vendrá, je y el coche se abre a la derecha para dejar el paso al bulto azul que viene detrás. Esperemos. Hay una mariposa en el parabrisas, golpeo el vidrio: me ponen nervioso estos bichos del pleistoceno que tendrían ya que haber desaparecido. Fuera, fuera.
¿Será así? ¿Qué es la felicidad? ¿El sí de una mujer, el dinero, el camino allanado en lugares donde abundaban las piedras, un éxito deportivo, las manos de un niño, algún logro laboral, la cristalización de un sueño, todo esto junto?
Ahí viene. Vino. Ni lo rocé, conozco el lugar en este mediodía de sol de bronce fundido, no pudo maniobrar y se dio pleno, justo contra los barrilones, con solo dar un volantazo para que se asuste y al girar se tope con la valla de hierros. Bajo la velocidad: ni un alma en la calle, sin testigos, sin nada, ahí estás ganador, robador de novias, esto es el sol, el verdadero sol de muerte, el infierno que me propiciaste, el de la vergüenza ahora se te vino encima, con ese retorcerse de fierros, chapones y fuego de donde no vas salir más que en una bolsa para la morgue, che galán. Lo que hiciste a un Profesor de la Sensibilidad como yo no se le hace. ¿Entendiste como es el mundo?
Una bocina irritada me devolvió al mundo. Volví a sentir el calor. Por suerte ya estaba a pocas cuadras de mi casa en donde me esperaba mi flamante pileta de lona para brindarme el rato de felicidad que me toca.
Ahora me meto en el club; tomo un trago, saludo, festejo y a la noche, con el aire encendido, una buena pipa y la familia lejos prendo el noticiero para verlo arder. ¿No era un valiente arrojado en brazos de ideales e injusticias mundanas? ¿No era el acaso el que se la llevó e hizo que la hicieran bolsa por guerrillera? Bueno ahí tenés: a veces ganamos nosotros. Pero no aparece, busco en la guía, doy con su número y atiende él, con su voz tranquila. Corto, tiro el whisky y voy al despacho: en la cajita están las pastillas que hoy no tomé. Nadie debe saber que lo hago. Que de lo contrario veo, sueño, imagino cosas, mentiras horribles del pasado, sombras de sombras que me rompen la cabeza y no me dejan vivir feliz y en paz con mi triunfo.

*en colaboración con Marcelo Contreras.

Mi padrino tenía calor



Nadie podría sacarme de la cabeza que antes, cuando uno era chico hacía menos calor. Aducen algunos que al ser pibe uno no comprende las altas temperaturas porque está inmune a ellas. La adultez trae el calor como un castigo. Recuerdo la sala de la casona de mi padrino, la sala de confección, el techo alto, negro y las aspas batientes y silenciosas de un ventilador generoso que inundaba de viento todo el antro. El cosía las solapas, con alfileres en la boca a la vez que hablaba un verdadero prodigio y detrás, con las alas abiertas inmortalizadas en una mala disección un flamenco que con su pico negro admonitorio parecía aún en la sequedad de la muerte, estar reclamándole el por qué de su derrumbe a manos de una escopeta en la alta noche de los bañados. En su lecho final, mi padrino me susurraba que le diera "cristiana sepultura" al pajarraco, porque él no creería "verlo en el cielo, porque yo, ahijado, me voy derecho al Infierno". Allí, en esa otra sala del Hospital 9 de julio sí que hacía calor en serio o ya me había vuelto adulto: los ventanales con una cortinita de rafia eran masacrados por el sol y flotaba en el aire un tufo a prisión, a limones agrios, vendajes con ungüentos. Era mediodía, busqué al enfermero y le comenté la canícula de fuego. Ay, querido, no se puede hacer nada con esta obra social, ni ventiladores tienen y se fue en un giro de mariposa. Fui hasta mi casa a dos cuadras y traje el mío: un Atma de mesa, giratorio como una tromba. Cuando llegué, la cama de mi padrino estaba tendida. Una gorda de uniforme azul la estaba acomodando. Le pregunté por él, temiendo lo peor. Fijate en administración, algo pasó, no se murió quedate tranquilo, pero algo pasó. Se había fugado, quejándose del calor, vestido con un ambo blanco de médico y en ojotas. Afuera, la lava del aire disolvía los cuerpos que circulaban a la sombra de las paredes de las casonas como fantasmas sudados. Miré hacia ambas esquinas y tuve un pálpito: fui hasta el parque Urquiza donde lo encontré. Estaba entrando por el callejón que llevaba al puerto libre de Bolivia. Le grité, se dio vuelta, jorobado y distante pero continuó avanzando. Iba al río, a su río compadre donde alguien lo estaba llamando. Cuando ingresé por la puertita semioculta estaba a la sombra de unos paraísos, sentado, descalzo y en cueros con el ambo doblado con respeto sobre su falda. Lucía unos calzoncillos marrones con dibujitos de anclas que yo le había mandado a la clínica. El calor parecía no poder entrar a ese círculo de sombras de hojas, como si un redondel mágico nos protegiera. Vos sí que te cuidás de este calor, tosió señalando el ventiladorcito que aún tenía en la mano. Nos reímos,encendimos dos fasos. Le pregunté si quería alguna cosa, agua, una toalla, algo. Un vaso de cerveza La Negrita y quedarme con tu viejo acá, pescando con línea. Su dedo sarmentoso señalaba los confines del puerto, los fierros oxidados, el gran Paraná. Me volvió a comentar la noche que extrajo con bichero aquel surubí ancestral de 57 kilos mientras empezaba una tormenta fabulosa arriba que hizo que volviéramos en la chatita con el cadáver del bicho y sus aletas ventrales asomando a los costados bajo la lluvia, los relámpagos violáceos, las ramas que caían cerca y la risa potente de mi padrino porque había vencido a las calamidades del río y extraído el más gigante entre gigantes. Tenía una boca así, entrabas completo en esa época, me señaló. La barba de tres días, con pelusitas duras de canas le daban una imagen de santoral, semidesnudo, como con un taparrabos. Aún le colgaba del brazo el tubo del suero. A ver, Varela, permitime y le saqué la aguja suavemente. Me miró. Sos mejor que tu viejo, che Costeleta, aunque como pescador sos un salame. Miro a la distancia, donde los arbolitos, algunas lanchones, el agua ondulando en la incandescencia. Pero sos, como sea, pescador y guitarrero. No hubo dramatismo ni nada patético. Repito, fue una postal sin flores, erguido y dando la última pitada cuando me despidió. Ya sé. Me vas a decir que no me vas abandonar y todas esas pavadas, pero ahora andate, che Costeleta. Dame la mano y andate que tengo que hacer, ¿eh? Decile a tu viejo que se cuide, que no haga como yo y que ya lo voy a visitar cuando esté dormido. Ahora anda, andate que me sé cuidar solo. Me dio la mano áspera y como desde que tenía uso de la memoria, me dio un suave coscorrón en la cabeza.
Al otro día me dieron la noticia. Pasé por su casa y puse en el bolso el flamenco disecado que enterré por Vera Mújica al fondo, antes de ir a verlo a la sala mortuoria.
Había aire acondicionado y un olor a jazmines que mi papá había cortado de la planta del patio para él. ¿Sabés que Varela pescó un "mostro" una noche en el puerto? Vos eras muy chiquito para acordarte, ¡que te vas acordar!

La piedra filosofal de la artillería


Evocar los significados de una postal detenida es tarea simple: me tiro boca arriba sin culpa por el ocio y elucubro el paso del tiempo como si fuese una araña durmiendo la siesta. Recién hablé con un amigo y quién sabe porqué acabamos hablando de las figuritas. Coleccionarlas era furor en las barriadas. Cualquiera las coleccionaba si tenía una familia dispensiosa en regalar. El asunto era la estrategia para conseguirlas sin gastar un peso. Y se las obtenía no con el robo o lo espurio, sino con el arte del combate, la lucha donde se premiaba la puntería, el tezón, la fortuna, el calibre y elección de la plaza de armas. Se usaba en la empresa un muro antiguo, los fondos de una fábrica o el cordón mismo de la vereda. Consistía en parar una determinada cantidad de figus, pongamos diez para el caso, lo mismo que el contrincante. Luego de verificada que estaban bien alineadas se retrocedía hasta un lugar pautado de común acuerdo y mediante un sorteo breve se establecía quién dispararía primero. ¿Con qué? Con una piedra, el borde un mosaico o bien, los más avezados, con su propio instrumento de lidia, vale decir un puntie. Podía ser una bujía, un trozo de hierro, algo sólido, algo consistente que nos avalara con su presencia.
Tal preciado objeto era de un valor incalculable para su dueño, pues consistía en ser el ente mágico y único que nos podría ofrendar la gloria o la humillación según su uso. Andaba en un hueco secreto de nuestros bolsillos y solo salía a relucir segundos antes de la pelea. Podía ser maldecido, ojeado o lo más terrible: hurtado o extraviado, lo que equivalía para el desafortunado una pérdida horrorosa. La pareja de duelistas estaba lista y empezaba la batalla. Surcaban el aire los punties y según su caída se hacían mediaciones, se otorgaban prendas voceadas antes que el rival, tal como retroceder al punto de tiro si el proyectil caía de una forma u otra.
Una complicada red de códices señeros que incluían el grito, el apremio, la invocación de ciertos pasos, nombres y artes alquímicas del lenguaje y que debían cumplirse en el campo con honor en la victoria y con resignación en la derrota. Incluían las frases que determinaban un movimiento u otro complejo para el ignaro tales como "con endere", "penado pasando cabeza" "choquito vuelve al tiro". Una lingüística bélica, atenta y fulmínea. De ese manojo dependía la felicidad arrancada con la puntería. Era conmovedor ver álbumes donde estaban pegadas figuritas todas acribilladas, con los bordes mordidos para la piedra, como semicadáveres o moribundos congelados con engrudo y expuestos luego de una fragua guerrera: pero allí en ese papel barato, pegadas en el número que correspondía estaban como muestras del coraje, la astucia, la fortuna y el deseo.
!Con qué amor se disimulaban las heridas, con qué opaciencia se enderazaba el cartón lastimado, con qué fervor se las unía saneándoles heridas, humillaciones o sinsabores! Recuerdo partidas memorables que culminaban con la ausencia de luz o con un contrincante en bancarrota pidiendo a su adversario crédito o algunas trompadas o el "arribatiña", un gesto de bajeza que consistía en que un advenedizo de la barra perdidosa al ver a su jefe cayendo en derrota aplicaba un golpe de manos sobre el victorioso para que la figus, al rodar, quedaran para el que más avidamente las recogía y luego el desbande, cada cual con su rapiña a cuestas.
Cuántos chicles, alfajores o cigarrillos evité para alcanzar con el dinero para ver si embocaba la inconseguible en una de las raras veces que que me podía comprar paquetes de figuritas. El auténtico experto las obtenía con su arte, con su puntie, su ojo de águila y su temple. Era de débiles comprar: se las ganaba con la lidia y por más magulladuras que obtuvieran tenían un valor inexplicable, rebosante de orgullo. Nunca pude llenar un álbum, me faltó suerte, dinero y puntería. Pero puse empeño, saña, trampa y fe. Ya no se recobran ni el amor perdido, ni la razón menos aún la juventud. La salud va y viene, el deseo también y muy poco la sensación exacta de quiénes éramos. Pero de vez en cuando, como un regalo express de la felicidad, viene a mi, la postal de quien fui, la fragancia perfecta, el dibujo exacto. Un deja vú, breve que se esfuma con solo soplarlo. Borges, en un poema escribió que la lluvia le hacía recordar a su padre. A mi observar algunas paquetitos de figuritas expuestas pegadas en algunos kioscos me lleva a evocar los punties, como si alguno, exacto, hermoso y eterno, hubiera quedado dentro mío y es el que intenta guiar el disparo perfecto, el que me dará felicidad, salud, amor y alcanzará de un golpe seco, sin rasgar a la figurita exótica, la más bella, preciada, amada y maldecida, la lunita de cartón más secreta concebida en el imaginario taller del Cielo donde se fraguaba una sola, la mejor, la más hermosa, la "difícil". Tan parecida a un amor imposible.

Lucas Prodán con mamaderas?


Diganmé si no parece Lucas Prodán con mamaderas?....estas dos fotos fueron enviadas por Adrián que quiso compartir con ustedes, dos fotografías de Ciro Abonizio, almorzando con sus gafas negras. Salutti amigo Ciro!!!

El Capitán Abonizio y Ciro abordan el barco Pirata

Esta es otra de las aventuras del alferez Ciro que junto al su capitán, tratan de abordar el barco Pirata que llegó al puerto rosarino. Al trote se acerca, con sus espadas afiladas, y su gorro protector, para combatir con aquellos bandidos que quieren apoderarse de nuestros tesoros. Dos amigos inseparables en busca del tesoro escondido. Aquí, una de las fotos que Adrián quiso compartir con sus fans.

¿Quién dijo que el mar es verde?


De pibe tenía una obsesión, Adrián, conocer el mar, pero estaba mucho más lejos que para otras personas, y que sólo debía conformarme con la Picasa, cuando íbamos a visitar a unos parientes en Rufino.

Lo buscaba en las revistas de la farándula, en algunos programas de tv en blanco y negro, y en varias enciclopedias, pero me quedaba con los relatos de algunos conocidos que habían tenido la suerte de verlo, entre ellos el de la solterona Mercedes, profesora de geografía en un secundario, que tenía la habilidad de enfriar todo lo que hablaba, hacerlo técnico y mas lejano aún, como explicarme delante de una foto al lado del lobo marino como si fuera un mapa geográfico, que el mar argentino tenía una soberbia plataforma submarina cosa que no contaba el océano Pacífico y era la que ocasionaba esas olas de más de dos metros que se podían ver al final de la foto.
-Yo lo presentía en las propagandas de Hawaianas, donde se veía una sandalia al lado de almejas: ¿Como no las levantan?. Esa indolencia me desesperaba. E imaginaba andar por las playas de ensueño con una bolsa de arpillera juntando caracoles, láminas de strass sicodélico, tesoros de nácar con olor a sal. Mientras los turistas se refrescaban el orto en el agua, perdiendo el tiempo, Víctor.
Al otro día le pregunté a Elalberto, sodero de la Liverpool de la calle San Luis, cuanto medía el camión cargado que manejaba, "que se yo, más de dos metros," me contestó a la pasada, desde ese día me quedaba al lado del Bedford imaginando que una ola gigante me envolvía, Elalberto siempre me lo agradeció porque pensaba que se lo estaba cuidando.
Generalmente no iba a la escuela los días de lluvia, pero castigado por haber canjeado un vuelto por tres paquetes de figus ese día tuve que ir. De mi grado éramos tres nomás, a tal punto que juntaron a todos los alumnos de la escuela en una sola aula, la mía, y a mi lado no lo tuve al ruso Benzecri como todo el año sino que se sentó Anita, una piba de un grado mayor que había visto en algún recreo. Pero nunca me había fijado en ella, jamás había visto ni había imaginado ver semejantes ojos verdes, ni escuchar un cantito entrerriano que me ponía la piel de gallina.
-Anita, Anita, ahora se va a poner a dramatizar sobre la pibita: éramos chicos, ya sé que duele todo mucho más y los grandes creen que nos olvidamos fácilmente: nos cambian de colegio, nos mudan y cada movimiento de revés es un desgarro. ¿Pero cómo le digo a Víctor lo de Ana, Anita, la más linda de todas? Este es un sensible de verdad. Esta noche, en el billar le hablo.
No podía decir ni una palabra, ya que sentía lo mismo que cuando mi tío Santiago, un tipo grande como una casa, y con la fuerza de diez personas, me tiraba para arriba y me atajaba antes de tocar el piso, o cuando me subía al Gusano Loco, lo tapaban con una lona y empezaba a girar para atrás, allí tampoco decía nada, es más estaba más cerca del grito que de la palabra, igual que aquella tarde.
Pero a Anita le gustaba hablar mucho, noté que pestañaba demás cuando lo hacía y que para escuchar abría grande sus ojos cuando se sorprendía, por lo cual comencé a contarle historias increíbles para poder observar ese verde mar que me llamaba y poder acercarme a esos dos chispazos, a esos dos fuegos que habitaban detrás de sus pupilas.
-¿No te dije? Escribió todo esto por ella. No olvida, es como los búfalos, capaz de esperar al cazador que lo hiriera, digamos un año antes, y boletearlo de un cornazo. Ahí está. Se pone de nuevo a hablar y no lo para nadie.
Quien iba a decir que en esa aula amarronada y entristecida por una educación pasiva, hubiera sentido tantas sensaciones, sin haberme movido de mi lugar de siempre, que a partir de ese día una mujer nunca fue lo mismo para mí, y que comencé a dudar de dichos escuchados como "ojos que no ven corazón que no siente", porque hacía varios días que no la veía y seguía sintiendo lo mismo.
Salí a buscarla, me habían dicho que vivía por una cortada al oeste de la escuela República de Chile, no podía seguirla porque su papá la venía a buscar en una Apache todos los días, lo cual me indicaba que cerca no vivía, pero nunca tan lejos, nunca pasando Avellaneda, ¿Había vida más allá? ¿Acaso se podía volver si uno cruzaba, acaso el cine Echesortu y Echesortu Sport, no eran la Aduana de esta frontera seca? Trillé todo el verano con mi bici y con mi mente fronteriza estructurada en la misma escuela donde conocí lo que estaba buscando, pero al llegar a la avenida me quedaba sentado en la bicicleta, como la pintura de San Martín en el caballo blanco, pero con cero coraje para cruzar semejante cordillera.
Esperé marzo que iniciaran las clases como nunca, me dijeron que se había vuelto a Diamante, empecé el largo camino del olvido.
-No se nota: estás de novio con el Recuerdo. ¡Y ya sos grande! Dale, jugá con la del punto que te quedaste colgado en las alturas. Mejor te cuento: yo, que anduve atravesando Avellaneda y me animé para volver cagado de miedo, puedo decirte que Anita murió mucho tiempo después en Europa, donde hacía la residencia como médica: la mató el novio, un loco egipcio y la dejó en la playa, celoso porque le descubrió en una cajita de cuero cerrada con llave Ana olvidó ese día bajarle la tapa fotos de su país, el cuaderno de papel araña azul con dibujitos y uno que mal que mal eras vos y debajo, en letras coloridas y despatarradas la frase con el error incluído: Víctor, Mi Movio. Uno se entera tarde y mal de las cosas. Cosas de la magia, insensibilidades de angelitos necios y estupidizados de tanto volar en vano sobre un océano gris, aburrido y torpe como el que narraba la de Geografía.
A mi soledad ahora la acompañaban dos obsesiones o quizás era la misma, al final de ese año mi hermana con su novio en un Fiat 600 con portaequipaje y una carpa me llevaron a Mar del Plata, llegamos justo al amanecer, por fin frente a frente, por fin algo que supere a mi imaginación, no sabía del ruido de sus olas como tampoco sabía de la voz de Anita, no sabía del viento que me peinaba los cabellos, como no sabía del pestañar de una mujer. La única diferencia que pude sacar es que el amanecer en el mar tiene un solo sol.

*En colaboración con Víctor Maini.

El Humor en los tiempos de plomo



Claro, eran tiempos de cortaderas y de viento helados, de zunchos atados dentro de los cuales los cadáveres iban al fondo del mar, eran tiempos donde una palabra tenía un significado incordial; la palabra rojo por ejemplo era subversiva, al igual que grupo, tendencia, perón, mao y volante. Nosotros no las usábamos, no pertenecíamos a secta alguna que las habría de proferir en secreto: nuestros desaparecidos eran muchos y de tan variada ralea que les habíamos perdido la cuenta simplemente porque estábamos fuera de toda contienda y todo lo ignorábamos y sin embargo estábamos dentro de su centro, porque éramos los poligrillos que animaban la fiesta de la masacre: pibes estudiantes, artistas jovencitos, delegados que no tenían ni veinte años, pibes de los lápices que escribían poemas de amor, algo sobre la liberación de los pueblos y nada más.
La primera vez que la cana nos paró íbamos por Buratovich en una noche de primavera: cuatro autos entraron por sus cuatro calles interiores de la plaza y nos enfocaron. Levantamos las manos, nos hicieron sentar en la fuente. Eran una docena de colimbas, varios policías y un jeep del ejército.
Vos, hijo de puta, dame eso- y le extendí el grabador donde recopilábamos las grabaciones de nuestra música.
Hijo de puta- me decía el morocho en la cara.
!Y tirá el cigarillo, puto! ¿O te crees que estás en una fiesta? Yo aún lo sostenía entre los dedos. Un canoso gordo a quien conocíamos del barrio se acercó y advirtió al negro alto que me estaba puteando.
-Son de acá enfrente, tienen una orquesta.
Me puteó el hijo de puta-, redundó el simio que se la había agarrado conmigo. Me cargaron en un Falcon.
Chau-, les dije a mis tres amigos batería, bajo, saxo.
Si no vuelvo, el derecho de autor de los temas sigue siendo mío.
Un empujón y la punta del arma en las costillas me introdujeron en el auto.
Adelante iba el negro. Vas a ver cuando lleguemos y oigamos esto, el grabador geloso de tecla amarilla de On circulaba entre sus dedos.
Dejalo en paz -dijo por lo bajo con autoridad el canoso. En el portadocumentos habían encontrado un bono contribución que le había comprado al PST sin inscripción alguna.
El comisario me hizo pasar. El pendejo me insultó, señor- se inclinaba el morocho que quería verme fusilado en el patio. Yo no sentía el corazón; tengo esas cosas, me transformo en un pulpo, en una pez abisal, sin memoria que me delate, no tengo pensamientos y abro los ojos perplejos y bien dispuesto. El agente me dio una silla y me tiró del pelo.
Putito.
Déjelo-, ordenó el comisario que asomaba su cara de lobo entre un haz de luz y la oscuridad de la oficina con el gesto de querer irse a su casa.
¿Que es esto? Tenía el impreso de la rifa en la mano.
Una rifa: queremos comprarnos las camisetas de Estudiantes.
¿Quiénes son y dónde vive el resto del equipo?
Dí una larga lista de casa y direcciones inventadas, todas del barrio y con una seguridad apabullante.
-Y nos falta la rifa para la pelota, les ganamos ya a Río Negro, pero no tenemos camisetas-, argumenté. El morocho me puso algo frío en la nuca. Dejalo, dijo el canoso, que es un buen cantor. Bueno, ya cantó, dijo el comisario cerrando la entrevista. Llévenlo a la sala y que espere. Sentadito en un banco, pensando en nada oía tras la puerta de visillos mi música, nuestra música que llegaba asordinada pero audible.
"Huy cómo desafiné en esa parte; el solo de bajo de Marcelo hay que hacerlo mas corto y Hugo con su guitarra satura, el Topo en cambio suena peor: hay que comprarle unos platos nuevos... Zidjian sería copado... el solo de órgano de Juan... ahora viene Islas, ja una copia mala de King Crimson...eh...esta parte esta buenísima, la de 'los brotes de talles del mar y las fragatas piratas que renacen de la tumba del mar'... y Yayi con la percusión tapa la voz...no está mal".
Se abrió una puerta y el morocho me agarró del brazo, me levantó y me ordenó irme.
No me voy sin el grabador. Se me acercó, olía a correaje, a óxido mojado y a diablo.
Hijo de puta la sacaste barata, andate. El canoso, le puso una mano en el pecho.
Tomá, esto es tuyo y me extendió el aparato junto al DNI.
Sigan ensayando que van a ser alguien en la vida.Me dio un cigarrillo. Antes de irme y darle la mano, grabador bajo la axila alcanzé a mirar al negro a los ojos. Tocamos dentro de quince días, ¿Quiere ir con su novia? Le guardamos entrada. El canoso carcajeó y un escribiente también. Luego les di la espalda y salí por donde había entrado, el portón abierto donde estaba el Falcon. Un sofocón me detuvo y ya no pude caminar más. A diez metros de la comisaría me tuve que detener en un umbral, sin poder respirar, mis piernas habían desaparecido y estaba a merced de mis captores, seguramente advertidos del engaño. Apoyé la cabeza en una rosa de fierro de la puerta y rogué se me pasara rápido. Luego en un árbol, descargué todo el orín contenido, que ya se había amenguado un poco sobre mi vaquero de corderoy. Llamé a Marcelito.
Che, somos un éxito en la policía, dije con una voz raramente calmada. El pavor transfigura y suele hacer milagros.

Ya está a la venta la novela de Adrián Abonizio "Tristes Lobizones"


La podés conseguir en Librerías

Homo Sapiens-Sarmiento y Córdoba-


Ross-Córdoba entre E.Ríos y Mitre-


Ameghino-Corrientes y Urquiza


Buchin-Entre Ríos y Sta.Fe

Además se hacen envíos contraeembolso a todo el país

Té con Cobos

En aquel tiempo no tan lejano en que se reunió el Campo con el Gobierno a los fines de limar asperezas se pensó traer una amoladora de titanio de la Nasa una amiga que tengo en el Gobierno me susurró que el edecán, quien goza de un alto sentido del humor había dicho: ¿Julito Cobos no vino?. Enseguida Cristina viajó al acto de mando de Lugo en el Paraguay y fue el mismo funcionario quien sugirió empacar el sillón de Rivadavia en el avión por las dudas alguien se lo quedara. Repitió la idea cuando Cristina viajó a China. Pasaron meses, declaraciones, y la cara de tujes apretado del vice lloroso apareciendo hasta en las propagandas de yogurt porque nadie lo invitaba a ningún ágape, asado criollo o partido de metegol. Menos aún para el velorio de Néstor.
Entonces la Primera Dama, a instancias del Jefe de Gabinete, quien movía el bigotazo con denuedo, anunció que se haría un "huequito" para poder atender al disidente que estaba ya arribando a Casa de Gobierno como un novio solícito. Un impermeable desusadamente grande le empequeñecía su magro cuerpo al descender del coche.
¿Chaleco anti balas tal vez?, le espetó un guardaespaldas. Otro oficial lo palpó amablemente.
Es por si trae otro "NO"-, deslizó feliz con la ocurrencia. Cleto pidió un traductor no presumía un diálogo claro con la presidenta y alguien que le pruebe la bebida. Ambas cosas fueron descartadas con un guiño: Tranquilo, macho, le apostrofó el edecán. Ves mucho Discovery Channel sobre la vida de los romanos.
Luego, por el pasillo le recordó al pasar aquel jugador de River, Poncio de apellido y amablemente lo invitó al toilette por si quería lavarse las manos. Tuvo un viaje largo, se permitió aclararle. Imperturbable Julio admitió la sorna y le firmó un autógrafo a un granadero quien ni lo tocó.
¿Ven? dijo Cobos, con aire de fingida paranoia. Acá me hacen el vacío. Y se rió sonzamente buscando complicidad. Nadie le festejó nada. El mismo edecán le dió un empujoncito leve a la altura de la cintura para que caminara más rápido y la comitiva arribó al salón donde una Cristina hablando por teléfono a la vez que se pintaba las uñas, un Ministro del Interior absorbido en una batalla naval con Nilga Garré fueron la escena que preponderaba. Saludaron sin mirar. Llegó el té. Amable, el Vice dio el pésame e invitó a la Presi a beber primero y como un prestidigitador le ofreció su taza por aquello del envenamiento y otras postales que Cleto consumía asesorado por Lilita Carrió.
"Es el único hombre que me hizo esperar toda una noche", se sorprendió la Presi recordando aquel cuadro lamentable de la 125 y la decisión timorata del presente. "Yo le voy a dar la sección Mantenimiento de Excusados, otra que ingerencia", murmuró por lo bajo para que el Ministro del Interior la oyese. Ja, como si no la hubiese tenido, le contestó Randazzo mientras le cantaba "A 8" a la Ministra de Defensa, que obviamente, se defendía. Averiado, contestó señalando con el mentón al funcionario desempatador. Luego desde unos parlantes se oyeron los acordes de "Solo le pido a Dios" justo en el renglón que dice "si un traidor puede mas que unos cuantos que esos cuantos no lo olviden fácilmente".
Editado, sonaba una vez tras otra. Ay, fíjense que se quedó enganchado, debe estar rayado, soltó Cris a un secretario técnico. Tomada, recién ingresado y de buen humor jugaba con Boudou a las palabras cruzadas.
Persona débil, fácil de olvidar promesas, incompetente y peligrosa. A ver, che ¿cuántas letras? Siete y empieza con trai-contestó el Ministro de Trabajo. Basta chicos, dijo Cris retándolos. !No ven que estoy con gente!. Sí ¿decía usted?, alargó expectante Cleto. Por los altoparlantes se oía "! La vida es una moneda quien la rebusca la tiene!" y "El amor después del amor ".
Cris bostezaba artificialmente, Cobos exigía cambios. Randazzo le señaló que efectivamente estaban haciendo falta una lámpara nueva y el cortinado lateral. El edecán le susurró un chiste. Julio no oyó el remate porque las risotadas de los funcionarios se lo impidieron. Shh, solicitó Cristina, que acá, el caballero tiene algo que decirnos parece. Y el Vice, ilusionado agradeció, sin advertir que a quien se refería ella era a un moreno vestido de gaucho quien entró por detrás guitarra en ristre a pura milonga. ....Delía es De ...De lía, tartamudeó. ¿No estaba fuera de nuestro gobierno?. ¿Nuestro dijo?, se le oyó a Cris. Sí, le contestó un glacial Fernández, pero anima muy bien las reuniones. Un frío de baja presión le corrió por la espalda transpirada al Vice. Besó la medalllita con la cara de San Alfredito De Angelis, santo protector de los Sojeros. El edecán le acercó al oído otro chiste. Entra un tipo a una librería y le pide al empleado Deme el libro "Cómo hacer amigos" pero tráigalo, rápido, !imbécil!". Justo en ese momento arribaron las masitas. La moza tenía un cierto aire a Yiya Murano. El edecán se le adosó de nuevo. Lo palmeó tan sorpresivamente que le hizo escupir el té. Cris le espetó Ay, Julito ¿en su casa no le enseñaron modales?. No tuvo casa, tuvo madriguera entonó el sólido morocho cantor que andaba cerca mientras en la oreja le masticaba con rabia una medialuna. Bueno, va siendo hora de irme, musitó Cobos por lo bajo a la vez que corría la silla para levantarse. Dos ministros estaban a plena pulseada en mangas de camisa festejando el juego, Delia había hecho entrar a la Agrupación Gauchos Descalzos que zapateaban alrededor del mendocino y le tiraban alguna que otra patadita coreográfica, Yiya ofrecía masitas y la Presi, mientras se retocaba la nariz, recibía llamados por sus catorce celulares y ordenaba a sus ministros al grito de !Chicos, saluden que se va la visita!. La empleada gubernamental me narró las últimas postales de aquel encuentro: mientras el mendocino, manchado de té derramado en sus zapatos, salpicado con harina de masitas, sudado de pánico, se retiraba como podía el edecán lo tironeó de la manga asestándole el último chiste. Cobos no le entendió ni quiso oir su final. El funcionario se rascó la cabeza y le comentó a mi espía femenina. Este es un amargo como pocos, deslizando la broma mientras señalaba las espaldas del mendocino y su atropellado éxodo. Llega un hombre a una empresa y le pregunta al portero: Está el jefe? No, se fue a un entierro. ¿Tardará mucho en volver? Supongo que sí, iba en el ataúd.
Afuera garuaba y Cleto se había venido sin paraguas.

Música para la noche


El ciego mira la noche y la puede tocar con su nariz pero decide oprimir las teclas de su acordeón: así llegará más puro y veloz su pensamiento a las estrellas. Lo sabe el bebedor que por un instante ha dejado la botella y dentro de la marea turbia entiende que sucede. Las chatas entran sin hacer demasiado ruido para no romper el paño del dibujo que se está formando: una esquina de ángulo, dos sombras, la luna mal crecida sobre una casita y la música que empieza a caer como si fuese agua deslizándose desde lo alto de una escalera. Hay un enriedo de luz que sorprende al borracho: el trolley que pasa despide constelaciones que parecen chocar con las que ya se estßn asomando y la bocina de un barco se mete en la misma tonalidad de la canción que toca el ciego.

Luego, cuando culmina, ambos bajan la cabeza a la vez, como si el concierto se hubiese dado entre dos y para el planeta entero que es apenas este sur que ya va siendo noche. Estamos en la vereda, bajo un ombú que la ha desfigurado con sus raíces sobresalientes. En el piso, las flores resecas manchan todo. La pelota, ya sin quien la coquetee está en un hueco de tierra del macetón, durmiendo. Arriba, en alguna pieza iluminada suena un piano y el Merceditas, el taxi del viejo Polonio se detiene a la puerta del garaje, como un perro acostumbrado a la cucha. El peluquero tiene colgado fuera un gusano blanquirojo que gira y parece tanto subir como bajar; con las luces, inclinado en ßngulo contra la pared parece que va salirse de su eje en cualquier momento.De pronto se empieza a detener: el dueño ha accionado la perilla de apagado y da comienzo al cierre del negocio. Como en sintonía, alternadamente se escuchan las persianas de los locales que bajan con estrépito de hollín: la panadería, el cerrajero, la zapatería. Es la música de la noche. La del viento que hace estremecer porque recuerda al invierno que ya se ha ido y produce un escozor entre las hojas. Es el altoparlante que debe andar por Montevideo invitando a una función. El ciego llama a alguien, nos llama. ¿Me cambian las chirolas? Y ofrece un tacho forrado en terciopelo que supo ser rojo donde tintinean los centavos. Vamos al kiosco quien recibe el puñado como una ofrenda y a cambio nos alarga dos billetes, azules, gigantescos. Se lo damos. Ni la tentación existe: robarle a un ciego es como matar a un perrito.
Además, lo sabemos, tiene un radar para saber con exactitud cuánto lleva recaudado. El borderó es el puc hero de gallina-, murmura y nos recibe extendiendo la mano. Y se levanta del pilar donde trabaja, silbando empecinado la misma melodía desde siempre. El canto de las sirenas-, dice, enigmático. Y se va; no tiene más que hacer media cuadra para adentrarse en el pasillo, junto a la columna, donde vive su noche eterna junto a su hija, la señorita que enseña piano. Ella debió ser la que se anunció hace un rato tocando, tal vez como una llamada para el padre avisándole que ya es tarde o que está la lista la comida. Llegan las criaturas de la noche: unos destemplados grillos empiezan a hablar desde la espesura y en el aire ya se oyen los siseos cortitos de los murciélagos. Hay un momento, sin embargo, en que no se oye nada, todo penetra en un gran y hondo pozo y si se aguza el oído se pueden escuchar las llaves en las cerraduras del que regresa después del yugo. Es como un juego de mareas; llega de pronto una, poderosa y reemplaza la sumisa para sumergir al aire de audiciones, luego, la calma expectante por donde sobresalen los aleteos de los pajaritos que vuelven a dormir en las alturas, alguna persiana descorriéndose, el grito de un madre llamando al hijo. La música de la noche. No la llamamos así. Le decimos "Eso" o "esto" y todos sabemos de que estamos hablando, creyendo que nadie en el barrio, en el mundo entero se ha percatado de los vaivenes de los sonidos que en si mismo forman una oleada poderosa, sumisa de a ratos, salvaje en otros, imperfecta e impredecible. Y debe ser así: estamos solos en la batiente semioscuridad como pacíficos guerreros luego de la batalla, descansando de una nada que nos ha fatigado porque sabemos que mañana y el otro y el otro día todo será igual o parecido y que la orquesta seguirá tocando bajo la rueda de la luna o la humedad que provenga del cielo. Es lo que reina sobre nuestras cabezas, vuela alrededor nuestro lo que nos maravilla y envuelve y nos trama una dulce fatiga que nos hace disolver a cada uno por su lado, afinando y desafinando con el ruido de nuestros pasos.

El rey del gimnasio

Mocho era el fantasma del gimnasio, coronado a fuerza de transpiración y fama. Que hubo un día que estuvo veinte horas haciendo ejercicios parando solo a mear y tomarse una jarra de cinco litros de limonada con cubitos. Que se cargó una máquina de mezcla hasta un tercer piso. Que hacía pesas levantando sobre su cabeza rijoza el metegol. Que levantaba los Dauphine con una sola mano. Que había matado a cabezazos a un capataz de obraje. Que tenía un pacto con el demonio. Mocho era negro como el paladar de los perros de la calle y ostentaba como ellos origen incierto. Eso era antes. Lo cierto que Mocho venía de las selvas, derribando bosques, quitándole la respiración a los yacarés, asfixiando las anacondas. Mocho era bueno, desdentado y ahora ya estaba viejo. Mocho había alimentado a los leones en su jaula y trabajado en un circo de forzudo. Mocho había perdido su corona provincial de medianos a manos de otro negro hambreado como él, allá en Manaos, en el Amazonas, sobre un ring al rayo del sol. Lo habían puesto en un recuadrito del Gráfico hace muchos años, cuando decir Mocho era síntoma de miedo, respeto y admiración, tres cosas que la muchachada de hoy no comprende, ignora todo de él, que está viejo y anda con un trapeador y un balde oxidado limpiando las sudaderas del piso del gimnasio y hablando solo y bajito para no molestar a los forzudos en sus rutinas. Mocho, cuando no trabaja, descansa en su piecita del fondo, junto al excusado y oye la radio, preferentemente los radioteatros, de esos con música de truenos, gritos de pelea y guiones desorbitados. Mocho es una sombra negra de su cuerpo negro lampiño. Mocho cuelga su módica ropa a secar en los fondos donde cuenta con dos gallinas que les dan huevos y un gallo pisador que, como él, sobrelleva un pasado de luchador fornido, pero ahora se está al sol, cabeceando de vejez, sin ánimo para conquistar a novia alguna, esperando pasen los días y poder irse sin dolor, definitivamente. El mismo gallo que duerme con él, a los pies de la cama, porque se sabe, Mocho tiene miedo que se le muera de frío o se deje comer por algún gato maléfico; tan cansado y sin poder defenderse lo nota. Mocho sirvió a las ordenes de los comerciantes del barrio. Lo pusieron de rey Momo, de Melchor y hasta de Cristo en una crucifixión para Semana Santa que organizara el cura. Mocho era una novedad porque era negro y fuerte como una piedra negra, pero al andar los siglos fue debilitándose su efecto y terminó en el gimnasio como gerente de limpieza, como se lo designaba. El resto es sabido. Que Mocho empezara a mostrar otro arte oculto: cosía ropa y bordaba como la mejor de las modistas especializadas en ropa de confección. Así que tras alcanzarle la máquina en préstamo empezó a coser para afuera batitas, ropa de interlock con florcitas, pañuelos con el nombre y hasta camisetas enteras de cuadros del barrio. No daba abasto. Trabajaba de mañana, delante de su cubil, bajo una escuálida parra en las horas en que el gimnasio estaba cerrado porque abría recién a la tarde. Era un gimnasio para hombres, de esos que trabajaban en cualquier cosa y venían antes de caer el sol para pegarle a las bolsas y descargarse allí de ser ellos mismos bolsas humanas. A nosotros nos era permitido entrar por el costadito una cerca celeste que estaba siempre abierta y patear un rato frente al único arco de caños del patio enorme siempre y cuando no hiciéramos ruido, no rompiéramos nada y nos comportáramos. Lo veíamos a Mocho entonces, saludaba encorvado sobre la Singer con sus dedos torcidos asintiendo nuestra llegada. Nadie le hablaba porque era inusual que Mocho contestara y menos aún que empezara con alguna frase. Era imperturbable, impenetrable, impertérito. Estaba allí, eran sus dominios, pero no existía. Solo existía el pedal de la costura, la sombra de Mocho alargada sobre las baldosas que pisábamos, la pila de ropa recién faenada, los nidos de hilitos que se llevaba el viento.

Alguien debió de advertirlo, estar atento pero se confiaron. Nosotros lo vimos con las camisetas pero ni nos fijamos. Cuando se las alcanzaron para que bordara sobre el lado del corazón las letras de El Progreso, sólo eso, sencillamente, ignoraban en que lo estaban metiendo. Debió haber ido hasta el salón con la luz que pegaba en el vidrio donde se leía el nombre del club y copiar los signos. Sólo que al revés. Quedó algo como OSERGORP LE con algunas letras invertidas y en colorado. Mocho, el rey del Gimnasio bautizó al equipo como Osegorp Los Osegor nos decían para simplificar . Nadie había deducido que además de ser leyenda, era una leyenda que no había aprendido a leer.





Matilde


Era Matilde hermosa, chiquita, delicada; con un entusiasmo a toda prueba. Siempre tan despabilada y con una energía apabullante. Yo la vi llegar una tardecita. Era más chica que nosotros. No rondaba el colegio la familia en donde había caído era extraña así que la veíamos por el barrio nomás cuando andábamos de ronda, sin nada que hacer, esperando surgan los haceres que bien podían ser escalar una casa abandonada, jugar a acertar los números de patentes o un fulbito. Cuando crezca un poquito va a ser mía-, susurraba Toledo mirándola. !Como si alguien pudiera obtener a alguien así nomás! Claro, venía de parientes gitanos y para ellos era eso lo normal: comprar una mujer o un animal, cambiarla por un auto o valijones de ropa de contrabando.
Ya le están creciendo las tetitas -surgía del barullo Antonioni, malicioso y fértil en sus ocurrencias, parapetado en su bicicleta de adultos, a punto de irse para algún sitio que ignorábamos pero que quedaba en confines inciertos y cuyos trámites nos eran desconocidos. Una vez volvió con un mono embalsamado para su tío. Otra vez enganchado a una silla de ruedas. Era mandadero oficial de una familia numerosa y en movimiento con supervivencias asombrosas.
Yo la traje a la Matilde... una tarde-, alargaba misterioso y señalando el caño, con su dedo negro culminaba: Acá, ¿ven?, acá la traje sosteniéndola y bien mansita que se quedaba la guacha.
Largaba una risotada que todos complementaban... -Ah, qué lindas tetitas tiene-, largaba en un suspiro. Y se iba hacia el poniente, misterioso y alto, pedaleando encargos turbios de mandadero pobre. Cuando las primeras hojas de retama empezaron a señalar la primavera, a la Matilde la dejaron salir. Primero a la vereda, después al parque, siempre acompañada de un mayor. Cruzaba las esquinas muy juiciosa, mirando al paseante a ver si aprobaba lo que hacía. Derechita, enhiesta y cierto aire aristocrático; era Matilde, la sonrisa del barrio, la claridad de su pelo sedoso, su andar de puntillas, su belleza.
Una tarde la seguimos: iba con Campanioli, que vivía con ellos al fondo, animal jubilado, solterón agriado. Le permitían llevarla a caminar, seguramente hastiados de entretenerla en casa, no encontraban más reposo que dársela al viejo ese para que la aireara. Al fin de cuentas era inofensivo el viejo. Zonzo y serio como un tonel. Por 9 de Julio, siguiendo las arboledas dobló de pronto y entró al boliche de Néstor, el Chaucha. Lo espiamos. Fue hasta el largo mostrador y pidió una jarra de vino. En la pared lucía un espejo de marco dorado. El sucio aire nublado empañaba su figura pero lo distinguíamos allí y Matilde muy quietita jugando con su pie. El viejo pidió otra, ya se había empinado una y iba por más. Lo vimos erguirse de su cuerpote como para embestir pero solo resopló y contempló todos los rostros como buscando entre ellos algún parecido. Los bebedores, callados, sombríos levantaron la cabeza. El Hipopótamo estaba arisco y pendenciero. Lo escuchamos ofertándose para pelear, brindando por la cobardía ajena en el aire, con la jarra de vino en ristre. El Chaucha se interpuso y le señaló la puerta. Temblamos por Matilde. ¿Dónde estaba? Me metí en el bar. Una negrura de caverna me recibió y entre el suave polvo como de mortuorias flores disecadas, caspa de siglos idos, lavandina reseca que se levantara de golpe desde inmemoriales suelos y lágrimas de todos los hombres que habían llorado en sus mesas, distinguí a Matilde, hecha un ovillo en un rincón como presintiendo el halo de asesinato cordial que se estaba preparando. Sus rulos tocaban el piso sucio. El Chaucha lo cuerpeó arreándolo hasta la vereda, sacándolo de un crimen seguro, puesto que algunos hombres, recibiendo la afrenta del Hipopótamo, serios como estaban se habían dispuesto al combate.
Afuera el chorro de luz pareció avergonzar al viejo que, como pudo, se calzó el sombrero y cruzó sin mirar la avenida para desaparecer, asustado de su propia borrachera para el oeste, olvidándose de Matilde y del mundo entero. Aquello fue el clarín para nuestras líneas, la llamada para protegerla. La agarramos entre dos, y la llevamos caminando lentamente para que no asuste, contándole pavadas, señalándole las copas de los árboles de donde caían florcitas magras en un espiral atractivo. Deducimos que nadie en sus cabales la abandonaría. Una familia que se precie de serlo no puede descuidar tamaña belleza confiándola a un borracho, ahora lo comprendíamos.
Matilde parecía sonreírnos, con sus bucles al vientecito y su andar de fiesta nuevamente. Ya pasó el susto-, le habló al oído Toledo, quien dijo estar dispuesto a llevársela a su casa, que allí había lugar, que Matilde tendría un hogar nuevo y que nosotros tendríamos un sitio donde visitarla y honrar su preciosura. Alguien propuso dejar una nota en la familia anterior. Era un rapto y estábamos excitados. Con lápiz, sobre un papel que encontramos escribimos que como la habían descuidado ahora estaba en otro lado, más segura. Pasamos el papel por debajo y corrimos por la 9 de Julio hasta la casucha de Toledo, con Matilde, el símbolo de la aristocracia, la primer perrita de raza que conocíamos

Los trenes del escarabajo


El Escarabajo vivía en la fonda almacén de Marga, entrando por su costado, al final de una especie de patio de gramilla recubierta con chapones vivero accidentado y pobre . El laterío, patos escandalosos, una bruma permanente, soga de nylon con ropa y tacuara para sostener, la trompa de un Ford desdentada y con óxido y lejos, como quien va para Córdoba, una fila de eucaliptus que limitaban el mundo real del imaginario.
Todo lo demás era un predio inmenso con olor a pólvora o algo así; olor de huesos de difuntos quemándose en la usina de la necrópolis; el sorgo convertido en humo que escapaba por la chimenea rojiblanca. El Escarabajo tenía una hermana que lo proveía de alimento y compañía. Era deforme, baldado en una pierna, con una joroba desarrrollada e iba a nuestra escuela en un grado superior. Con esa predisposición hacia lo horrendo que yo investía de piedad, fue que me acerqué a su agujero. La excusa, insensata, poco creíble era invitarlo a jugar a la pelota con nosotros. En realidad, yo ya andaba en esa edad donde necesitaba el temple del absurdo, las caminatas por espacios aéreos y solitarios, la investigación y corroboración que habría un mundo diferente al estigmatizado, más allá de Avellaneda, la luna elegante sobre el campanario, la cena familiar, un mundo previsible y amable donde, digámoslo, nunca pasaba nada. Por eso me adentraba en los andurriales atravesados siempre por vías que dejaban pasar cargueros hasta el tope con afrecho o esos gordos petroleros hinchados y malolientes. Había un mundo y yo estaba en él.
¿Por qué iba a rechazarlo en pos de una merienda organizada y un Hijitus que ya me resultaba incómodo? Fui hasta la tapia que se caía de vieja, dí palmas y el mismísimo Escarabajo me abrió. Me miró sorprendido. Su pregunta, destemplada, me causó gracia, porque había en ella una ternura que me llenaba de ánimo ¿Qué pasó? ¿Qué hice? Yo lo tranquilicé y le señalé de donde venía y los motivos: una invitación para jugar a la pelota. Tenía la boca dientuda sucia, como si lo hubiese sorprendido con el hocico dentro de un frasco de dulce.
Estaba trabajando, ¿querés pasar?. Iba delante y no paraba de verle la joroba, horrible, inmensa sobre sus piernas flaquitas que parecían apenas poder sostenerlo.
Vivo solo acá en el fondo, mi tía tiene la granja adelante pero yo vivo solo. Torció una puertita verde y penetramos en su habitación. Era de las antiguas en serio, con techo cuadriculado a ladrillos, a dos aguas. En el brasero se quemaban hojas de eucaliptus.En un rincón, bajo una lámpara fortísima estaba el objeto que me estaba señalando: un tren de madera balsa a medio hacer. Luego, en las repisas de fierro otros trenes y más y más vagones de todos los colores y formas, con sus números matriculares, sus máquinas y sus vías. Me acerqué como a un templo.
!Fiuuu!...silbé admirado! No sabía que eras un artista de verdad!. Se sonrió. Le faltaba un canino.
Por eso nunca juego, me dedico a esto más bien.
¿Más bien? !Sos un artista che! Y era verdad. Obritas de arte construídas a espaldas de la ciudad, deshechos que él juntaría en las vías o pediría por ahí con su vocecita tímida escondida en la caverna profunda que fabricaría su joroba. Tuve una iluminación. Me habían nombrado hace poco, junto a Danieli, responsable del Club de Arte de la Escuela., dada mi propensión al dibujo. Yo sería su curador, su representante. Le expliqué todo a borbotones con ilusión verdaderas y lo convencí que sacara a la luz sus perfectas reliquias para que el mundo se entere que debajo de esa piel de viejo, ese saco agrisado de ratón, esa pobreza congénita, esa deformación había un mago maravilloso. Arreglamos que para el lunes siguiente hablaría con las maestras, les informaría, vendrían a buscar sus obras y las expondrían bien visibles a la entrada del colegio.Se despidió con cara de susto. Me fui caminado cerca de los zanjones para no perderme pues la luna ya brillaba alto y debería llegar al cruce de alcantarillas para allí doblar hacia la avenida que me conduciría a mi casa.Cené con la vista perdida y una semisonrisa de orgullo patriótico por el descubrimiento y el acto de justicia que estaba por protagonizar. Faltaba un día para el lunes y era una eternidad. Me tiré en la cama y leyendo a Crusoe me quedé dormido. El lunes, bañado, limpio, exultante pedí permiso y fui a hablar con la Directora de mi idea. Solo recuerdo la naúsea y un leve zumbido que me entró en la sienes al oir aquello.
..Ay no, mijito...los trenes, los trenes...representan al peronismo, a Perón mismo y toda alusión está prohibida,...son cosas que usted como educando no entiende pero a nosotras nos tienen cortita en el Ministerio con la idea! Y se llevaba las manos al pecho. Me hacía oler sin querer su perfume de vaca hermoseada.Y se tornaba monstruosa, creciendo al punto de reventar la sala con su busto enorme y su boca roja de la que salían serpientes, barro, letras impresas, lava de volcanes.Me retiré sin saludar: era ya un niño fantasma.Me habían asesinado por la espalda y hedía como un cadáver. Evacué en el baño una pedorrera dolorosa e interminable. Anduve hasta el recreo vagabundeando por la escuela como si un monstruo me hubiese ya comido el alma para siempre.Con pintura saqueda del salón de Arte dibuje una vaca horrenda con las palabras PUTA al revés en la ventana, para que todos en el recreo miraran. Con el timbre repiqueteando recogí mi valija y me escapé hacia la casa del Escarabajo. A mi me sancionaron con una semana de suspensión y a él le allanaron cordialmente la vivienda: querían contemplar in situ el material subversivo.Creo que se lo llevaron a la frontera de otra escuela donde debe haberse muerto de pena. Por mi pertenencia blanca y mis contactos me dejaron vivir, degradado en galones,sin Aula de Arte ni nada.
Cuando crezca a esto lo voy a escribir, me dije esa noche en la semioscuridad de mi pieza, mientras lejos, como quien se va para otra vida mugían los bravos trenes de lidia que atravesaban la noche.

Un cabecita negra

Los cabecitas negra eran del sur, de los campos de Bahía Blanca preferentemente y se los cazaba en invierno, en los territorios escarchados bajo la neblina de cuento que yo había visto en algún amanecer. Un Ford es lo que primero se me aparece en la cerrazón, ronroneando sobre la huella reseca de los camiones que entraban con lluvia a los campos y dejaban su marca testimonial en esas franjas, para que uno las siguiera. Era el camino real, el feudo para entrar a los dominios aéreos del cabecita negra que por esos lares, se reproducía a salvo y era encarcelado para luego de un fatigoso viaje, aparecer en un jaulón pendenciero y oscuro, en un sitio remoto allá por Santa Fe.

Nada de esto sabían los bichos, pero empezé a practicar eso de hablarles al oído, para evitarles mayores sufrimientos. Los traían porque eran buenos apareándose con canarios y sus descendencias forjaban razas firmes, cantoras. Como el sapo era el esposo de la rana, el cabecita debía ser de los canarios. Si éstos son todos hembras y se crían en jaulitas, ¿cómo iban a conocer novios y así perpetuar la especie?. Allí aparecían los cazadores entonces, con sus viajes cinegéticos, arrasando con la libertad para promover lo nupcial y la continuidad de la estirpe.
Se justificaba, mediante un conjuro genético, que los hombres de las aldeas salieran con sus autos mochos a traer reproductores para lograr extender el imperio de artistas de gargantas emplumadas. Uno los miraba detenidamente y parecían que usaban una capucha; los ojitos eran amarillos lo mismo que el pecho salpicado de motitas negras. Los juntaban con la canaria y al tiempo nacían al menos dos crías. Una arpillera que los maridos iban deshilachando les serviría de colchón para el nido. Nunca poner dos cabecitas juntos porque se mataban a picotazos. Nunca mezclar dos hembras porque el macho caía abatido de tanto esfuerzo. Reglas matrimoniales claras. Alimento variado mijo, manzana, naranja y agua limpia sin moho. Luego a esperar la camada, separarla en cuanto crecieran.
Mixto cabecita, me decían los cazadores por mi cutis blanco y mi pelo negro azabache. Gallos, replicaba yo como una ofensa porque eran gordos, pechudos y no sabían volar. Ellos no lo advertían y me festejaban por el retruque pero ignoraban que yo había empezado a despreciarlos a medida que comprendía por qué encerrábamos los cabecitas: Se cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar; no, los billetes se solían apilar sobre la mesa del club a la hora de dividir ganancias. Chau, mixto. Váyase a la puta que lo parió. Y fueron varias veces, hasta que mi padre me soltara aquello del respeto a los mayores, que era muy feo decir palabrotas y que además no se explicaba porque me ofendía tanto.
Te dicen mixto cariñosamente. Y yo les digo hijos de puta cariñosamente. Mi padre suspiró. ¿Ves, Ciarlo?, replicó poniendo de testigo al tipo.....es un cabezadura peor que su abuela. No entiende razones y se cree con derecho a decir porquerías. Yo abotonaba mi saco para huir a la calle. Un viejo me agarró por el hombro. !Adonde va usted! !Está detenido por boca sucia!. Y se rió solo hasta que le pisé de un tacazo el pie y salté hacia adelante como un gato acorralado. Se cayeron algunos porotos y el mazo de naipes con que jugaban cuatro pensionistas del club. Aquello resultó un desconcierto. Mi viejo pretendió avanzar sobre mi pero atravesé la puerta de largos listones plásticos buscando la salida por la cocina. Después, de grande iba a ver esta escena en muchas policiales: El villano huyendo a través de cocineros, bandejas que se tumban, alguien que se quema con agua ardiente. Detrás las carcajadas sonaban como cachetazos. Alcancé la salida y no paré de correr hasta doblar la esquina. La luna estaba enorme: Era una bola de billar nuevecita. Un búho enorme la atravesó. Noche de cementerios abiertos, cadenas de chancho, viento en la bruma, pasillos de hombres lobos, campanarios con vampiros, momias en las esquinas, difuntos como pergaminos queriendo atraparnos, perros rabiosos que habían sido hombres. Mi madre me abrió, sobresaltada. ¿Qué hacés vos acás? ¿No estabas con tu padre en el club? Sí, pero me dieron ganas de ir al baño, argumenté y frente a ello no había reto. Hice ruido en el inodoro. ¿Te preparo un té?. No, tengo que tapar los pájaros. Y salí afuera donde los jaulones que ya estaban cubiertos iniciaron un revuelo asustado de plumas encandiladas por mi linterna. Tomé un cabecita negra, le olfateé el pico, tenía un olor a tierra y a cachorro de perro. Después lo solté en la noche imaginando que encontraría la ruta de regreso. Andá, avisale a los demás, murmuré.

Show Internacional

EL miércoles 22 de septiembre se presentaron el el centro Cultural Bernardino Rivadavia los músicos Adrián Abonizio, Fernando Cabrera y Ana Prada. El show se dió en marco del XVIII Festival Internacional de la poesía que se llevo a cabo entre el 21 al 26 de septiembre en Rosario.





Gracias a la fotógrafa Vanesa Pacheco Contacto: vanepach@gmail.com

El Gauchito Gil

El Pibe destilaba un no sé que que nos ponía a todos nerviosos: no hablábamos del tema pero lo olfateábamos como a un enemigo y nos parecía correcto el rechazo común. Iba al colegio de tarde y estaba en un grado más bajo. Andaba erguido, cabeza de hormiga picuda y pelo de alambre. Las patas altas, muy largas metidas en el tronco, siempre hacia afuera, como orgulloso de su raza y de su parecer. Y un pecho paradito, enhiesto que nos ofuscaba. Uno tiene esas cosas inexplicables que con el tiempo convierte en fobias y rechazos, pero de chico explotan en el aire de nuestras cabecitas como granadas locas y circulan dentro de uno como serpientes enanas cargadas de culpa, rencor, arrepentimiento y extrañeza.
Llevaba un aire antiguo conferido por el portafolios que le atrasaba décadas; limpio y marrón, usaba gomina y un cierto orgullo despectivo que suelen lucir los forasteros y que nosotros, los citadinos le adicionamos como excusa. Era de tierra adentro; su credencial con que marcar la cancha. Su arma sagrada con que defenderse de las acechanzas animales que crecían en el rellano de las esquinas. Es que así éramos nosotros. Animalejos desarrapados que no contemplábamos piedad alguna con todo lo nuevo que además, arribara almidonado y sin saludar.
El Pibito era recitador gaucho. Una vez lo vimos en club Lavalle y nos dio repulsa. Estuvo a merced de las lámparas, los bichos y el aplauso forzado del presidente sudoroso del club, hablando a los gritos; unos gritos ficticios de montonera de Güemes, irradiando paisajes ajenos y bastante idiotas donde abundaban las tacuaras, los caballos briosos y las cuencas minerales. Ya habíamos empezado a escuchar Santana y lo que el Pibito recitaba era mersa, sideral y jaquecoso por lo aburrido. Había algo en su decir, en su familia correntina que nos violentaba.
Era correcto el pibito. El Gauchito Gil, lo bautizó López porque deducía que era tan tonto como criollo, solo por eso, por esa semántica chueca le quedó el mote. Aún no habíamos alcanzado la dimensión en el arte del metáfora pero ya empezábamos a practicar para herir. Las palabras eran espadas que bien usadas producían heridas. Aborrecíamos. Despreciábamos. Mirábamos al mundo con pena. Parados en la esquina, odiábamos las familias, la escuela, los autos y los despertadores, las niñas y los colectiveros. Teníamos casi catorce y la vida se nos iba moldeando en música foránea, cigarrillos Clifton, retos violentos, narices sangrantes.
Entonces, créanme que su sola presencia nos ponía malhumorados; chocaba con nuestras creencias de vagabundeos y boheme temprana. Ahí, va, dijo Toledo con una voz de rencor mientras se clavada un palo en su palma tentando a la sangre a salir .
Ahí va el boludito, el cantor de las cosas nuestras con su voz de pito, negrito de mierda. Le asestamos un terrón que le pegó en plena cabeza engominada. Se nos vino con su vocecita encocorada. Lloraba.
Son malos, dijo. Mala gente, Dios los va a castigar.
Toma castigate ésta, le alargó López y le puso un castañazo que lo hizo brincar sobre un solo pie para culminar su danza de trompo con el pecho en un charco. Aleteó y al levantarse, inflamado el ojo, oímos lo que nunca
¿Por qué? ¿Eh?, ¿Por qué? -nos inquiría aquel ser venido de los montes, desigual a nosotros que nos recitaba gauchajes a nosotros, a nuestro mundo de camperitas de cuero y botitas prestadas. Menos aún, magullado como había quedado, tenía autoridad alguna para cuestionar el universo obtenido a costa del desprecio. Me dio enojo y lo reempujé. Eramos los Malos, los que ofendían, humillaban, pegaban y devolvían la basura al mundo.
¿Por qué? me apostrofó, A vos te digo ¿por qué?. Estaba fumando y ya me creía con virtudes filosóficas. Le miré el uniforme, los mocos, el barro.
Porque sos un buchón de la patria-, le dije de corrido y me lo festejaron. El Pibito juntó sus cosas. Alguien amagó con patearle el culo. Yo lo detuve. Era demasiado.
Ahora andá, pelotudito, le dije pegándole un tinque en la oreja, andá a tu rancho de indios putos, le descargué. Fueron palabras mías pero me sonaron como si no me pertenecieran. Palabras. Fealdades realzadas por el aplauso de la barra. A las noche soñé que corríamos en el club tras unos ratoncitos negros que una vez dentro de nuestros estómagos nos raspaban las tripas, queriendo salir. Desperté meado en la cama pensando en el Pibito. Por qué, había preguntado. Por qué. Eso era todo. Estaba asustado de mi bronca como si un hechizo agrio, un mal de profundidades inmundas nos hubiera rozado a todos. A la mañan en el recreo los tres, Toledo, López y yo evitamos mirarnos, menos aún hablar del tema. Teníamos una banda, uno mostró una sevillana para recordarlo. Luego sonó el timbre y nos ordenaron formar para el acto. La bandera arreada por la señorita de tobillos de cabra con los lentes, sus dientes postizos; la marcha Aurora y tras cartón entrevimos por un costado, parche al ojo al Pibito, al Gauchito Gil subir con su pechera blanca, botas verdaderas y caja norteña en mano. Rengueaba. Lo presentaron y empezó a declamar: era insoportable pero ni ello rebajaba nuestra condena por el crimen que nos caminaba las entrañas pero del que no hablábamos.
Vimos el acto con una sonrisa de lado, superior, que más de una vez me persiguió después, cuando continué haciendo cosas estúpidas.
!Aquí, aquí esta al patria! -cerró gritando el director. Entonces, créanme que tuve una revelación que no le pude transmitir a los dos cómplices. No era el Pibito el culpable, no eran contra él, sino contra los apropiadores de la palabras nuestros golpes: las palabras amor, escuela, bandera, himno, escarapela se nos había ido borrando; eran un paquete marchito donde nunca hubo nada dentro; eran sin embargo una piedra fosforescente que llamaba, reclamando. Era todo lo que nos habían enseñado a odiar con sus fétidos alientos y sus castigos. Ignoro lo que dije pero a ambos integrantes de la gavilla logré trransmitirles ese sentimiento.
Como era el que había punteado con la idea, esperé al Pibito y me adelanté. Le puse mi mano en su hombro.
Es difícil de explicar, pero vos, vos no tenés la culpa de nada. López y Toledo miraban el piso. Entonces el Gauchito Gil, el pibito ecuménico, funcional a todas glorias, emblemas y águilas guerreras, servicial, señero y erguido, lejos de darme la mano en reconciliación o un abrazo sencillamente me largó un gargajo.
Yo sentí que era la patria, créanme, la patria misma quien me estaba escupiendo.

Viejo, ciego , llorabas...



Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era/ buena, cuando tenías en tus ojos el sol:/ pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,/

qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera/ sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,/ y como las bestias entre la noche ciega/ sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva/ en dos o tres minutos hacia la vida nueva,/ viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,/ animal viejo y ciego, no sabes el camino.

Pablo Neruda

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Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo.
Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano.
De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos.
Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.
En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.
En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.
Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.
Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.
Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella
Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.
No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.

Elogios de la derrota


Ser derrotado implica que se ha combatido: contra el fuego de las armas y la niebla de la conciencia. Idiota de aquel que no ha sido derrotado y mantiene una amatoria ilusión con el triunfalismo. Central es el equipo que ha perdido en este domingo previo al nacimiento de la Patria, pero sus exequias no son tales ni tan rotundas. ¿Por qué? ¿Por el llamado de una raza llorosa que pueden pensar que encarna este escriba? No. La derrota adquiere en estos casos otra dimensión cuando su rival, que ha permanecido en las aguas flotantes de la A, es de menor cuantía espiritual y utiliza atributos vergonzantes como el adulterar campeonatos, adquirirlos descaradamente y lo más grave para este canalla, no poder fabricar una contraofensiva ingeniosa por nuestro traspié: todo se reduce a la burla vana, el sacar la lengua, dibujar fantasmitas de la B como el más alto chiste entre lo que se supone son guerreros enfrentados. Caímos con mucho ruido y mucha sangre expuesta. Con generales cobardes que durante meses no asistieron a ninguna batalla pretextando enfermedades varias y mandando al frente a una tropa inexperta, devaluada, humillada por el propio mandamás y su hijo, a todas luces ineptos de la peor calaña: no se dan cuenta del pecado cometido. De las heridas terrible se aprende. Visitaremos canchas adversas con legionarios golpeados; asistiremos a combates en canchas de tierra con árbitros matreros y pelotas chuecas. Viajaremos una caravana de espanto y silencio, con la Muerte a nuestro lado, el recuerdo de ella que nos condenará a traficar los senderos de la B. Pero en la verdadera pelea se foguean los luchadores. Al fin y al cabo va a ser una aventura terrible que nos pone la sangre de punta y afila las lanzas de nuestras soldadesca cuasi adolescente. Burlarse de esta gesta es indigno. Pobre de aquel que lo haga cuando su pasado es espurio y sus logros, sus estrellas están viciadas de fraude. Somos derrotados pero en la derrota está nuestra victoria: pone a prueba el temple. Hacia él vamos, hacia la guerra. Quien no cae no se levanta. Quien no cree no tiene patria. Quien no se arriesga nunca contará lo que significa caer.Y caer es aprender. Este escriba no se consuela con artilugios verbales ni retóricas idiotas. Este escriba luce entero, sabiendo que la adrenalina y el corazón están preparados. El Destino nos puso por delante este desafío: bienvenido, hacia él vamos, pase lo que pase, estamos vivos y no tenemos frío alguno en nuestros pechos lastimados.
Es un orgullo ser canalla y poder gritarlo aún en ésta. No necesito decir "volveremos". Simplemente porque, como el fantasma errante de la revolución y la lucha, somos, seremos, estamos.

Viejos cuadernos del educando




El Cuaderno en vacaciones olía a moco viejo, fruto del pegamento que fuera incluído en otros días con el frío y la obligación de la tarea consistente en recortes, pero que ahora, en el calor de enero se empezaba a resecar, convidado a la renuncia y al olvido. El Cuaderno, sabiéndose abandonado, parecía cobrar vida y repeler nuestro desdén incomodando con su perfume. ¿Qué sienten estos útiles que no alcanzaron a ser libros cuando entienden que ya son pasado? Se mueren, sencillamente, empiezan a amarillearse librados a su suerte. Por eso es que hieden, enterrados a tumba abierta de antemano.
Al mío ahora se lo estaban devorando las hormigas. Lo había encontrado y puesto como guía en el palo que oficiaba de poste derecho del arco callejero enganchado en una ramita de paraíso. Pude advertirlo cerca del mediodía, con lipotimia infantil en ciernes y unos ventarrones que en nada amenguaban el calorón que nos invadía. Decidimos parar el partido. Lo tomé por el lomo.
Esto tiene olor a culo, graficó Toledo que empezaba a hojearlo. San Martín recortado de un Billiken, una canoa con indios flacos que eran tumbados por los arcabuces de nuestros liberadores españoles, un paisaje lunar, cifras y un Te Felicito.
López repasó la firma de mi viejo: Es como la del mío, se nota que no sabe escribir.
Verifiqué lo que ya sabía: una letra infantil. Mi padre. Mi pobre padre expoliado en sudores, pibe solitario de los caminos de polvo, vendedor infante de semillas, lustrador de botines, modelo de un cuadro de Berni, arador del almácigo y la luna del verano, nadador de corrientes de zanjones y cazador impiadoso de pajaritos. Todo ello en una foto sepia donde nunca salió retratada el aula. El afirmaba que su colegio era tan pobre que lo mandaron a cortar yuyos cercanos hasta que llegara el maestro que nunca arribó al pueblo y por eso no pudo estudiar para derivar en trabajos variados; todo con el fin supremo que su hermano menor sí lo hiciera y así lograr forjarse un futuro yéndose lejos a los campos de petróleo para amasar el ideario del nunca más volver, salvo en la jornada aquella que fue electrocutado por un rayo y si regresó, pero en forma de polen humano, recuerdo de osamenta frita, inteligencia tan obstinada como extinta.
Todo esto pensé. Mi padre y su firmita de educando sin escuela. Su letra de no saber agarrar una birome. Su nombre y apellido de aprendiz en un colegio adverso. Mi padre y su foto adolescente de traje prestado y en el bolsillo superior las puntas cerradas de dos lapiceras, cosa que le confiriera importancia al joven que parece decir a la cámara "yo he estudiado por eso las llevo en el bolsillo del saco". Retuve el cuaderno de tapas rojas. Ajado, lamido por el bleque. Un resto de mi cuerpo. Me dio impresión. López que era un diablo me leyó la mente: Pensar que nuestros padres hacen un sacrificio enorme para comprarnos los útiles y al año siguiente ya no sirven más.
Yo investigué: faltaban muchas hojas en blanco, tenía uso aún. Volví a estudiar el garabato de mi padre. Allí estaba él de cuerpo presente: en su bicicleta de carrera, pelo enmarañado, sudor en barba de dos días, uñas con pintura de taller debajo, camiseta y camisa, alpargatas, sonriente y cautivo de su humor de clown. Sus manos con rasguños de algún acero malo de los talleres, sus dedos que olían a gas oil y que lejos estaban de la contemplación del cuaderno de su hijo o el capturar la pluma con que rubricar mi certificado de supervivencia; que vivía, que era su prole y que me quería a su modo, el de los payasos italianos que mucho han sufrido y pretenden de un golpe de chiste endurecerte para que te conviertas en hombre completo y no sufras lo que ellos, hijos de padres de otros cabezas de manadas bestiunes y cavernarios temerosos de devorar la cría pero sin tiempo para entenderla, solo darle el alimento robado en los bosques, jugar torpemente con sus lobatos y no saber tomar un lápiz con que formar frase alguna.
¿Qué pretendían las tontas maestras de nuestros padres y de todos los padres antecesores? ¿Que hagan maravillas con las siluetas de una tinta? ¿Que sean Miró, Picasso? Firma del padre, tutor o encargado, se leía y en el rectangulito la letra exigua que delataba su inocencia de animal silvestre obligado a civilizarse para que su hijo se cultive y quizás un día se reciba de algo.
López, un demonio con honor me lo alcanzó: -Llevalo, no merece que uno lo deje tirado acá. Y señaló el ancho espacio solar e hirviente de la cuadra, el soplete prendido donde el horizonte de varillas de la casa de frutas parecía temblar con el calor y los perros que dormitaban en el alero y solo nosotros como insectos dementes estábamos allí a la exposición de la lava, el sentimiento de paréntesis vacacional, la molicie de no hacer nada ni conocer el mar ni las montañas ni la vida mejor.
Llevate eso con olor a culo, remató Toledo. Pero no dije nada: su papa jamás podría rubricar boletín o cuaderno de educando alguno; se había ido cuando su hijo estaba todavía en la cuna y por allí andaría, en continentes de otro barrio, borracho por los almacenes; sin hablar, sin llamar, sin escribir y menos aún sin querer firmarle Cuaderno del Educando alguno.