Noticias


  • En agosto,septiembre y octubre retoma los cursos de taller de canciones en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia.
  • Adrián está filmando una pelicula de Burman llamada" La Suerte esta en tus manos".
  •  Sigue con el programa de radio Nacional "Esta noche te acompaño" los martes en AM y presuntamente en junio por Fm.Que más tenemos un Abonizio a full, igualmente los fans seguimos esperando los dos nuevos CD.

Imágenes de Tristes Lobizones




Imágenes de la presentación del la novela" Tristes Lobizones" presentado en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia, ante una concurrida cantidad de seguidores.

La última carta Náutica


Cuando la Tía Náutica murió yo andaba cerca de los veinte y me encargaron la tarea de buscar la documentación en su casa de la calle Rubiroa. Ya se sabe, no se entierra a nadie sin papeles ni carnet al día de la prepaga que la tía, tan ordenada, venía abonando puntualmente para ganarse el hueco de portland en que consistía su módico cielo a plazos. Abrí la casona empeñada en derramar sol y gatos por todos lados. Revolví el placard, me tomé unos mates. Y encontré esto, en un sobre celeste escrito a máquina:


"Dicen que ahora las chicas no se cuidan como antes. Se van con cualquiera apenas les crecen los pelos de la chucha. No hay más vergüenza. Ni pudor.
Mamá no nos dejaba ni ir a la esquina solas. O con Atilio, que nos acompañaba, o con ella. O con el Raimundo. Pero solas no. Una no sabía lo que le podía pasar. La gente iba a pensar mal. Estas no tienen madre, que andan sueltas como hilo sin carretel.
Mamá nos enseñó a almidonar las sábanas, los manteles, las camisas.
Los muchachos iban a la Base. Ellos eran hombres. Ellos tenían que estar impecables. Salían a trabajar en los talleres navales. El sábado a los bailes. A pescar a Villa del Mar; los domingos. Nosotras íbamos al cementerio con Mamá. A limpiar la tumba de Papá. Que en paz descanse. Las mujeres en casa. Las chicas decentes no salían solas.
La Maruja campaneaba por la ventana. Le gustaba uno que pasaba todas las tardes... Cuando lo veía venir, salía al jardín. Barría la vereda. Cortaba flores. Canturreaba bajito. Y lo miraba... A mí también me gustaba. Pero no tenía el coraje ni el desparpajo de esa bruja. Cada tarde se abría más el cuello. Era pechugona la atrevida. Tenía unas tetas desbordantes. Que se desesperaban por saltarse. Parecían dos enormes racimos de uvas, que competían por el sol. El tipo se paraba a decirle piropos. Y se le acercaba cada vez más... Ella se reía con una risita espesa, que me chorreaba y me hacía mojar la bombacha. Una puta. Eso era la Maruja. Yo los espiaba.
Mamá embelesada con la voz de Alfredo Alcón.
El comedor en penumbras parecía engullirla, mientras se tomaba unas copitas de anís.
Esa tarde el tipo empezó a abrazarla. A mí la piel se me hizo seda. Espiándolos. Me latían los tajos, la lengua, las sienes. Hasta el pelo, parecía que esperaba.
Un hombre. Un maldito hombre tocando mi cintura.
Un ardor de deseos me mareó y me puse a gritar.
Yo, no soy como la Maruja, soy chata. Igual que la abuela Amparo. Pero mis pezones se habían parado como olisqueando el aire.
Ella, en cambio, era como la Abuela Fortunata.
Fue esa tarde pálida de otoño, que la Maruja se fue.
Mamá no se había dado cuenta.
Ahora que estoy vieja, sola y encerrada como siempre, a veces, vuelvo a sentir olor a hombre.
Y lloro".
La tía Náutica nunca se casó y pasó por la vida con la levedad de su cuerpo espumoso sin hacer un ruido, alegre en soledad, gastando en cuentagotas los ahorros de un padre capitán ballenero y una mamá irlandesa. La tía Náutica vivió cerca del mar pero odiaba el viento helado, sólo lo visitaba en primavera y allí pintaba unos cuadros medio espantosos con gaviotas y caballos. Fuera de ello tocaba el piano, mantillas en los muebles, porcelanas, olor a alcanfor: una delicada empresa de vivir con naranjas en invierno, malvones y durazneros en verano; una flor de cálido aliento sin sofocar, una flor sola en su plantío, abierta discretamente. La Tía Naútica fue la más bella, desapercibida e invisible de la familia.
Tomé los papeles y aparecí en el funeral. Le entregué las cosas al tío Aurelio y me fui a la esquina a tomar café con caña. Decidí no verla.
¿Por qué tardaste tanto? Ya casi se la están llevando, me reprendió con sus bigotazos y su aspereza de lobo jubilado.
Porque me estaba despidiendo de ella, mi amor de siempre, desde los catorce hasta ahora en que decidió irse sola, dejando escondido un relatito fugaz e intenso de sus fervores, de su sangre en ebullición.
Pero no dije nada. La ví pasar camino al cementerio como un contraste en todo aquello tan negro: una luz en movimiento iba dentro de ese coche y no lo sabían: abrazos, siestas perfumadas nuestras que nunca nadie habría de enterarse y que se habrían de hundir con ella en su océano de portland como los ingenuos barcos que pintaba solamente para mí.
* En colaboración con Mónica Oliver.

De como echamos a los carros


Llegaban cuando se les ocurría. Al menos para uno que no tenía los días de llegada agendados; sólo las viejas sabían la entrada del mamotreto andante portador de verduras, pescado,enseres.
-?Hoy es lunes, pasa el pescadero. Su sonido era fiero, descalabrado y arribaba precedido del vocear empecinado que se anticipaba unas cuadras. Había de todo: imágenes inclementes como el de las yeguas apaleadas o de las otras: hermosos animales sanos entrando a la cortada con flores entre las orejas y al silbador carrero de buen humor, despacioso y gentil. Las primeras sufrían la tiranía de un amo rudo que derivaba por lo general en mercadería mala. Las segundas eran olorosas y vendían, tras sus ancas, un generoso mercadeo. Eran los carreros famosos por sus piropos y sus capacidades en el arte de la esgrima: usaban látigo que hacían chasquear en el aire, pero bajo el asiento los acompañaba una pértiga de hierro o un basto de madera pesada, lista para actuar cuando algún auto osaba pasarles muy cerca de las varas.Las bestias, bostezaban u orinaban sin pedir permiso. Y a veces en medio de ventas propicias ahuyentaban por un rato la clientela con el revolotear de moscardones en su fragancia a herrumbre intestinal. Para nosotros los carros eran un ejército venenosamente organizado: suspendían el partido de fútbol y hasta se aposentaban cerca del arco impidiendo la concreción del gol. Estaban de carreros el tano Lumbrizi, el Mirasol, una español lechero que fue estragado por la pulmonía; el Ruso, un petiso encallecido de mal carácter, tullido y bizco. El criollísimo don Amancio; cauto, meandroso, con un pucho apagado en la boca que mercaba con medias reses robadas y frutas de descarte al mayoreo. Todos ellos eran nuestros adversarios: gritaban mucho, nos ensuciaban la cancha con bosta o meada y detenían el juego. De nada valían nuestros torpedear de terrones sobre el animal para que huyera, ni aquellos petardos que descargamos cerca de sus patas y que nos valieron una patada en el culo a uno de los nuestros que acabó herido en el hombro. Pero los caballos ni así se movían; parecían de fierro, mecánicas bestias respondiendo solo al amo. Nunca los íbamos a ver en dos patas o tirando de apuro el carro o saltando y cortando las bridas. No, se mantenían firmes pese a nuestras bombardas. Eran alcahuetes y esclavos, los pobres.
-?Hay que tirarles unos fósforos al kerosenero para que los demás aprendan, dijo una tarde Toledo, desesperado porque ese día se estaba convirtiendo en goleador y hubimos de suspender el match por la llegada de uno. Pero justo él era amigo nuestro así que desechamos la oferta subversiva. Habíamos visto hacía poco la lucha de cuadrigas romanas en la tele gracias a Ben Hur y aquellos trastos nos parecían mucho más vergonzantes, como la imbecilidad del mundo adulto, sus bellaquerías, flor y nata del universo cruel que sabíamos se habría de abatir sobre nosotros. Había que resignarse y esperar a que se vayan. Entonces vimos el cuadro. El verdulero alcanzándole el bolso lleno a una vecina mientras le pasaba sus manos por las tetas. Ella inmutable sonreía como si nada. Era la madre del Yani la manoseada pero nunca se lo dijimos. Tampoco nos importó porque ella le había gustado y no era la primera vez; buscábamos un algo indefinible para justificar nuestra ira acumulada. Pero el Mal, el Repelente Mal, opera sobre las almitas insignificantes con maestría de jugador y nos sopló al oído la idea. Era una alternativa como para no aquietarnos: hacerle llegar al esposo de la mamá del Yani que el verdulero le hacía eso. El cornudo era un monstruo pelado de dos metros, trabajador nocturno y con fama de asesino. No fue más que escribir la nota y garrapatear con carbonilla la pared de la casa. Al otro día, contemplamos horrorizados cómo el verdulero era atropellado a trompadas por el marido engañado. Entonces oímos como una bendición la frase atronadora del padre de Yani: -?¡Y no pasa más por esta calle ningún otro carro! ¡No me dejan dormir tranquilo! ¡Al próximo le arranco la cabeza con esta! Y enarboló una pistola que llevaba al cinto. Recogieron los pedazos astillados del verdulero que fue cargado en su propio carro a modo de paseo funerario y depositado en el Hospital Carrasco. Las señoras tuvieron que ir hasta la calle de la vuelta para poder comprar.
Efectivamente no pasó mas carro alguno. Solo oíamos, de vez en cuando a modo de aliento por nuestros goles, las biabas que le propinaba el gigante a su esposa infiel.

"Esta noche te acompaño" por Radio Nacional





Adrián empezó un programa los martes a la noche en Radio Nacional, de 22hs. a Ohs.-a veces en FM y otras en AM-que se llama " Esta noche te acompaño"
Acercate al dial y decime que opinás?.

Los tropiezos de un hombre separado


Estaba contrariado y con dolor de estómago - su cagadera perpetua- pero había ordenado café. Antes, en el hotel San Carlos, había repasado sus bolsillos y calculó le alcanzaría para una semana más, pagando la estadía y una sola comida diaria. Empezaría a robar entonces: módicos choreos sustanciales y prolijos; un cacho de queso en el super de los gallegos; una porción de tarta expuesta allí mismo y llevarla camino al baño donde pasaría desapercibida en la maletín, previamente envuelta en una servilleta para limpiar culos, en esa postal donde los extremos parecían tocarse: boca y ojete, como le gustaba a él.
Pero ahora estaba nervioso: no había ido a la comisaría a declarar por la ausencia del hogar que seguro la esposa le había metido y lo estarían buscando. "No sea cosa que me confundan con uno de la banda que choreó y se llevó puesto al cana. Todos me vieron la puta que los parió y encima casi me la pegan a mí; debería ir a presentarme ya mismo".
La moza lo miró erguida en sus tetas. "Café por favor". Ella mismo fue quien llamó a la comisaría; lo había reconocido porque estaba en el callejón y lo había visto en el revoltijo. "¿De dónde conozco a esta mina yo?", se dijo. Cuando advirtió que era quien lo miraba con fijeza en al altercado de la tarde justo entraron dos canas y se vinieron directamente hacia su mesa. No pudo tomarse el brebaje. "Voy, voy, no me toquen --aclaró--. Y no hagan revuelo". "Acompáñenos y no nos dé ordenes que es peor, vamos levántese muy despacito. ¿Está armado?".
Maldita confusión, maldita la suerte de estar en el lugar equivocado. Mendiolaza, el ex comisario, que repasaba las carreras en la mesa del ángulo advirtió el hecho y el velado empujón del cana rubio. "Un sospechoso de algo", se dijo. Aunque con esa cara de pejerto... Lo vio irse queriendo mantener la dignidad y que nadie note que se lo estaban llevando. "Todos somos iguales", pensó Mendiolaza, que empezó a divertirse con la escena. Al tipo se le cayeron unas monedas y al meter la mano en el bolsillo para sacar no sé que cosa la enganchó con un pedazo de tarta que evidentemente se llevaba de recuerdo. La moza cayó como un rayo. "¡Qué desgraciado resultaste! Te robabas la comida!".
No, es de otro lado.
Ella examinó el logo. "Qué casualidad: dice Sur Café. Llévenselo antes que lo escupa. Primero le toca el culo a una señora que se para a ver el tema del robo al banco, ahora viene acá y se roba lo que después tendría que pagar yo". Los canas le pegaron otro empujón. "Dejá la porción sobre la mesa". "Y que pague el café", alargó ella, perfecta en su papel de redentora. Mendiolaza pasó de divertirse a ponerse serio. Dentro de su fuero justiciero algo le dijo que el tipo era un pobre diablo, que los canas se agrandaban con un infeliz y que la Bella era una alcahueta humilladora. "Pobre tipo", se dijo mientras desaparecía por la puerta de vidrio y entraba al patrullero. "Además tiene cuerpo y cara de papa".
Llamó a la moza: "Este café que me sirvió, querida, estaba frío y el borde la taza bastante sucio (pasó deliberadamente el dedo como quien hace un acto carnal por el borde), pero a pesar de servir mal igual la felicito". Ella, ofendida y con los colores en la cara respondió de un brinco: "¿Por?". "Porque resultó una ciudadana ejemplar y buchona, por eso". Las tetas, de furia, casi le saltan a la cara. Mendiolaza, ex profeso, encendió un cigarrillo. Ella lo conminó a apagarlo. "Eso quería. Verte más enojada, corazón. Traeme el pedazo de tarta que dejó el tipo, parecía estar buena y un café mejor servido". Tiró la última bocanada y apagó el Clifton sobre el platito.
Esto, mejor narrado, fue lo que nos contó el gordo Aldo, que a su vez es lo que le contó Mendiolaza cuando lo sacó de lástima de la comisaría, en la época cuando empezó con las tribulaciones de un tipo separado. "Ustedes, que todavía son pendejitos, piénsenlo bien antes de acollararse --sentenció con amargura- . Se llena la vida de sinsabores y malos entendidos". Y salió a los corretajes. Era el año 1972 y la aventura de Aldito con sus tropiezos y remiendos recién estaba empezando. Lo vimos irse: parecía salido de una película de Chaplin.

Cachetadas y flores


Era el muerto vivo más perfecto que habíamos visto. Sobresalía entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilínea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Un difunto con gravedad cero en su negocio, con hojitas desprendidas de sus pistilos en el aire, mientras despachaba las flores para su entierro que parecía no concluir nunca, destinado a oficiar de asistente a su propio velorio. Era lo más parecido a un espantapájaros pero bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los días con una resignación de viudo, de enlutado por su alma impropia en esta tierra de bárbaros alegres y felices a la fuerza que traíamos sólo por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la muerte y estar enamorados de algo que nos bullía en la panza. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque: el lago central, un manchón de verdín, el laguito anexo donde jugábamos a llevarnos a nuestra cama a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacía dormida desde que teníamos uso de razón, esperando vaya a saber qué príncipe valiente que la sacara de su encantamiento y la hiciera mujer de carne y hueso.
Ni nos convertimos en sapos, ni pudimos sacar a la dama de su encantamiento. Comenzaba así, ese largo destierro de ilusiones, que se nos había filtrado en las largas siestas de verano, en la que alguna tía, ilusionada ella todavía, nos leía cuentos de príncipes, dragones y centellas.
Como dentro de un decorado de frisos del cementerio, por detrás pasó El Florista caminando con unos gladiolos en la mano. Llevaba un sombrerito alto que le confería a su figura el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos y ya cerca del zoológico dio a sentarse junto a una chica que lo estaba esperando en un banco.
Pensándolo bien, el zoológico, es otra forma de cementerio. Pero eso no interesa, ahora. Ella lo estaba esperando. Vestido floreado. Desodorante y perfume del kiosco de Doña Rosalía. Lo más bonito eran sus zapatos amarillos. Los zapatos amarillos que reían, desde el movimiento ondulado de su balanceo. Junto con sus piernas regordetas. Toda en ella era como inflado. Desbordante. Nada fea. Algo en sus ojos titilaba con vivacidad. Sentados, uno al lado del otro, como para sacarse la foto del recuerdo, componían un cuadro irregular. La delgadez usurosa, palidecía avergonzada, ante la rubicunda figura estentórea, sin avaricia de carnes.
La vieja de los gatos quedó tiesa, embadurnada de asombro, como si estuviera presenciando una jugada celestial impredecible. Un raro encastre de formas, donde lo filoso repica campanadas sobre lo mocho. Pelea fantasmal, que compartimos con la mujer, que ya no parecía tan agobiada. Y creo con nadie más.
Tal vez algún minino, desde lejos, lo vio también, desde el sol de sus ojos amarillos.
No tuvimos mejor idea que las piedritas con la cerbatana. Había que tener puntería. Pero para eso estábamos todo el tiempo tirando. Blancos móviles. Nos acomodamos con disimulo, entre canteros, bancos y una canilla.
Fue inquietante ver al estilizado enano de jardín, romper su rutina de ramo envuelto en papel brillante. Se desarmó un escenario que parecía inmóvil y nos sorprendió con esta alternativa de reencuentro con la carne, lo vivo, el deseo.
Algo nos decía que debíamos malograr la historia. Cupidos del diablo. Los gladiolos eran rojos. Y nosotros también. ¿Cuál más rojo, más sangriento, más vivo?
Ah, el amor. Nosotros odiábamos el amor. Era asqueroso, lleno de saliva, ternura y pérdida de tiempo. Eso que asomaba por el aire estaba allí, delante nuestro, oliendo a calas viejas, retiro de monjes, aguas de cantero. El amor hedía, olía mal y nos incomodaba. Impedía la actividad, la guerra libre y nos congestionaba el pecho con algo incómodo: eso, eso horrible, temíamos, lo sabíamos, alguna vez nos ocurriría.
Nos concentramos en la curva ondulante del trasero de ella. No era difícil acertar. Y no tuvimos piedad, ni indulgencia.
La respuesta no tardó. Ella, no parecía tan ágil, sin embargo se levantó como una foca y se echó al mar... Corriendo vino hasta nosotros, que estábamos silbando bajito, como perro que pateó la olla, y yo que estaba más cerca disimulando inocencia absoluta, sin avivarme recibí dos bofetones, que me dejaron la cara marcada.
? ¡Para que aprendan a no molestar una dama!
Lo más sorprendente fue cuando el florista me abrió la boca y me encajó el ramo de gladiolos.
El flaco sombra de alambre jamás se olvida cuando me ve pasar y se ríe, el boludo, ya casado. Desde entonces, me dicen... Florero de gorda.


* En colaboración con Mónica Oliver

El dueño de la pelota


Me presento, soy Jorge, Jorgito. Ahora tengo casi cincuenta pero en mi relato estoy situado en los diez, los doce, pongamos. Vivía enfrente del parque, mi abuelo tenía el kiosco. Me sacaban a la mañana temprano o en la tardecita. En aquella época no había rehabilitación o mi familia era muy bruta. Mamá trabajaba de enfermera en el Monroe y nunca estaba, entre las guardias y los novios. "Tengo derecho a rehacer mi vida", gemía y me hablaba como si yo fuera un adulto más. Me fui acostumbrando a ver, a escuchar. Casi que no hablaba. La radio gigante, con estuche de cuero, me acompañaba. Yo sintonizaba tangos y fútbol. Y los radioteatros, pero los ponía bajito al oído para que no piensen que encima de tullido había resultado maricón.

Corría la dictadura de Onganía y el parque estaba despoblado... No comprendíamos las razones, pero la policía montada no nos dejaba jugar al fútbol en ese lugar. Nosotros teníamos seis, siete u ocho años y - sin saberlo- éramos "la resistencia". La montada entraba al parque al galope destruyendo el pasto que decían defender, y ante sus ojos un picado se transformaba instantáneamente en "las fuerzas realistas".
Tenían su infantería, compuesta por unos señores de mameluco, que en el medio de las imaginarias canchitas plantaban, una y otra vez, arbustos espinosos, arbustos que nosotros, una y otra vez pero por las noches, arrancábamos de cuajo.
Estaban obsesionados con nosotros... claro, nunca nos habían podido sacar la pelota y encima le dejábamos los arbustos arrancados como piquete.
Cuando los ruidos de corceles y de acero se dejaban oír, con nuestra brigada nos desparramábamos subiendo hasta la copa de los eucaliptus, y cuántas veces se terminaron quedando horas amenazándonos para que bajemos.
Habíamos construido una casa en uno de ellos, de los eucaliptus, y allí nos reuníamos a conspirar y planificar nuestras tácticas y estrategias. Pensábamos en trampas para los caballos, en tensar un alambre a la altura de los jinetes y hasta en la osadía de ir al cuerpo a cuerpo, pero nos dimos cuenta de que desgastarlos progresivamente y dejarlos al ridículo sería el mejor método. Llegamos a torearlos y burlarlos desde los caballitos de la calesita... Los atacábamos con barriletes y les tirábamos con unas pelotas de goma falladas que nos daba Don Gerildo, el dueño de "La Pulpo".
Increíblemente, los tipos llegaron a odiarnos por cosas como estas, y no podían hacer otra cosa que asustarnos. Su triste victoria sólo era sacarnos la pelota a nosotros, no cualquiera, una "Pintier" que en esa época valía oro.
Fue Ernesto el que un día me invitó. Entre todos los pibes cruzaron el carrito conmigo adentro y lo pusieron cerca del arco de la calesita para que viera mejor. Casi los mata mi abuelo, pero no importa. El gesto fue lo principal. Y las ganas mías de jugar que me hicieron saltar pis en el pantalón. Después vino la noche, la helada, mi neumonía pero no importa: el día se había llenado de gloria y casi casi había estado jugando a la pelota con ellos.
Nos retiramos por un tiempo del campo de batalla y volvimos a la cuadra a jugar al "1 y 2", también "al cabeza"; pronto nos aburrimos y volvimos al parque a dar la batalla final... Le dijimos a los de Vidal que por fin aceptábamos el desafío, pero en el parque. "En el parque no viene la montada, ya nos dejan", les dijimos. Se armó el desafío pero con la "Pintier" de ellos. Les estábamos pintando la cara y, como previmos, la montada apareció por sorpresa. Me la dieron a mí, como estaba planeado; la levanté y de volea se la puse en las manos al del primer caballo que la atajó sorprendido. Salimos todos corriendo y vimos cómo la caballería reculó y volvió con "su trofeo". Nunca más regresaron. Habrán creído, como siempre, que nos habían robado la pelota.
Después nunca mas lo ví: un día, en la época de Isabel alcancé a cruzarlo en la esquina pero me saludó triste. Después supe que lo andaban buscando. Y que lo cazaron. Nunca le supe agradecer que me llevara a la casa de la puta, que me hiciera comer higos recién cortados de la planta, que me repasara el cuaderno del colegio y que compartiera muchas cocas colas que él mismo le compraba a mi abuelo para tomarlas conmigo. Y jamás lo vi limpiar el pico de vidrio cuando yo se la pasaba.
Ahora Ernesto se fue. Heredé el kiosco, armé una canchita enfrente con arcos siempre bien pintados y cerco perimetral.
Hace un mes, durante el juicio al que asistí de testigo declarante, pude devolverle todo de un solo saque: limpiar su memoria, sacarlo a la luz, ver la cara de los dueños de la pelota con las esposas puestas porque creyeron que silenciándolo a él, robándosela, iban a poder con nosotros, los enfermos, los rengos, los callados, los que nunca pudieron hacer un gol y se quedaron silenciados hasta hoy.

* En colaboración con Ernesto Garabato.






Taller con Abonizio

Noticias: Drexler / Abonizio



Más músicos con Drexler


En la película "la suerte en tus manos", de Burman

El 6 de junio comenzará el rodaje de La suerte en tus manos, la comedia romántica de Daniel Burman que protagonizará el uruguayo Jorge Drexler junto a la argentina Valeria Bertucceli. Norma Aleandro y Luis Brandoni harán participaciones especiales. Además, firmaron contrato con BD Cine -productora de Burman y Diego Ducovsky-, los músicos rosarinos Juan Carlos Baglietto, Silvina Garré, Adrián Abonizio y Rubén Goldín (harán una participación musical en el final). Drexler encarnará a un hombre convencido de que para no sufrir en esta vida hay que vivir pareciendo ser otro. El encuentro con el personaje de Valeria cambiará esa perspectiva.

Te acordás hermano?

Una foto del recuerdo siempre vigente, testigo fiel de dos grandes historias rosarinas, que marcaron un antes y un despúes en la historia del Rock Nacional. Regalo de Rubén a Adrián vía e-mail, que quiso nuestro amigo compartir con todos sus seguidores.  

El triunfo


Apenas había pasado el mediodía. El sol de este verano prematuro en combinación con el pavimento transformaban la calle en un infierno.
-Me había detenido la luz roja de un semáforo ajeno e inmutable. A mi derecha paró un coche. La sonrisa grabada en el rostro del conductor me robó la atención. Quizás por culpa de la insolación, me puse a imaginar el motivo de su sonrisa en soledad. ¿En que estará pensando?, ¿Será feliz? -me pregunté.
Al lado mío hay un tipo que me mira: son esas observaciones banales mientras se espera el cambio del semáforo, pero lo reconozco. Sí, exactamente. Es el que me llevó la novia, el que me dejó afuera. Marcelo, Marcelito, con sus remeras Penguin y su autito colorado. Veo que cambió: al menos ahora tiene uno azul, impecable pero berreta. Conserva, el perfil canchero que le destrozaría de un mazazo. Increíble que piense en esto: calma, doctor, calma, no es para tanto. ¿O si?
-La luz verde lo alejó velozmente de mi lado. Mientras avanzaba fui observando los rostros que estaban a mi alcance. Como hipnotizado por la idea traté de adivinar algún signo de felicidad en ellos. ¿Quién será el ganador? ¿El del auto importado, el de la bicicleta, el chico, el del aperitivo en el bar, el de traje y maletín, el que discute acaloradamente por celular?
No me puedo quejar: llevo una vida impecable, sin una rotura de la malla. Todo en su lugar y con prudencia: no me emociona nada pero debo hacer como si. Nada me gusta del todo pero debo imaginarme un mundo vivaz. Me dan asco todos los buscadores de fe y salud con quienes me encuentro casi a diario pero debo transmitirles algo de lo que sé fingir que todo es posible, que la sanación es legítima, que nuestros pensamientos buenos nos sacarán del pozo del infierno al mediodía. El amor es la cuenta en el banco y la amistad estarse junto con otros embaucadores en la cima, y la negrada abajo, sabiéndonos que en realidad somos actores, excelentes autores de guiones aprendidos de memoria. ¿Acaso está mal?
-Hace muchos años, una pitonisa de adolescencia me dijo: "La felicidad no existe", y agregó: "Lo máximo a lo que podemos aspirar es a un instante interesante, alegre pero efímero. Sólo eso".
Arranqué, puse segunda y lo dejé atrás como avergonzado si me llegó a reconocer. Un doctor, caramba, y el otro, a juzgar por su autito, apenas un laburante, un luser: me extraña doctor que esté pensando en asesinarlo, y tan solo por una pollerita. !Vamos! Hágase hombre de una vez, la vida te cambia, el rencor es doloroso y vano ¿Acaso no es lo que enseño, yo, el Doctor del Espíritu en mis clases de Formación Profesional para el Exito? Me extraña, vamos que ya lo tiene en el espejito como a media cuadra. ¿Ah, lo va a esperar? ¿Resolvió entonces el conflicto? Bueno, veamos. Pongo punto muerto anticipando lo que vendrá, je y el coche se abre a la derecha para dejar el paso al bulto azul que viene detrás. Esperemos. Hay una mariposa en el parabrisas, golpeo el vidrio: me ponen nervioso estos bichos del pleistoceno que tendrían ya que haber desaparecido. Fuera, fuera.
¿Será así? ¿Qué es la felicidad? ¿El sí de una mujer, el dinero, el camino allanado en lugares donde abundaban las piedras, un éxito deportivo, las manos de un niño, algún logro laboral, la cristalización de un sueño, todo esto junto?
Ahí viene. Vino. Ni lo rocé, conozco el lugar en este mediodía de sol de bronce fundido, no pudo maniobrar y se dio pleno, justo contra los barrilones, con solo dar un volantazo para que se asuste y al girar se tope con la valla de hierros. Bajo la velocidad: ni un alma en la calle, sin testigos, sin nada, ahí estás ganador, robador de novias, esto es el sol, el verdadero sol de muerte, el infierno que me propiciaste, el de la vergüenza ahora se te vino encima, con ese retorcerse de fierros, chapones y fuego de donde no vas salir más que en una bolsa para la morgue, che galán. Lo que hiciste a un Profesor de la Sensibilidad como yo no se le hace. ¿Entendiste como es el mundo?
Una bocina irritada me devolvió al mundo. Volví a sentir el calor. Por suerte ya estaba a pocas cuadras de mi casa en donde me esperaba mi flamante pileta de lona para brindarme el rato de felicidad que me toca.
Ahora me meto en el club; tomo un trago, saludo, festejo y a la noche, con el aire encendido, una buena pipa y la familia lejos prendo el noticiero para verlo arder. ¿No era un valiente arrojado en brazos de ideales e injusticias mundanas? ¿No era el acaso el que se la llevó e hizo que la hicieran bolsa por guerrillera? Bueno ahí tenés: a veces ganamos nosotros. Pero no aparece, busco en la guía, doy con su número y atiende él, con su voz tranquila. Corto, tiro el whisky y voy al despacho: en la cajita están las pastillas que hoy no tomé. Nadie debe saber que lo hago. Que de lo contrario veo, sueño, imagino cosas, mentiras horribles del pasado, sombras de sombras que me rompen la cabeza y no me dejan vivir feliz y en paz con mi triunfo.

*en colaboración con Marcelo Contreras.

Mi padrino tenía calor



Nadie podría sacarme de la cabeza que antes, cuando uno era chico hacía menos calor. Aducen algunos que al ser pibe uno no comprende las altas temperaturas porque está inmune a ellas. La adultez trae el calor como un castigo. Recuerdo la sala de la casona de mi padrino, la sala de confección, el techo alto, negro y las aspas batientes y silenciosas de un ventilador generoso que inundaba de viento todo el antro. El cosía las solapas, con alfileres en la boca a la vez que hablaba un verdadero prodigio y detrás, con las alas abiertas inmortalizadas en una mala disección un flamenco que con su pico negro admonitorio parecía aún en la sequedad de la muerte, estar reclamándole el por qué de su derrumbe a manos de una escopeta en la alta noche de los bañados. En su lecho final, mi padrino me susurraba que le diera "cristiana sepultura" al pajarraco, porque él no creería "verlo en el cielo, porque yo, ahijado, me voy derecho al Infierno". Allí, en esa otra sala del Hospital 9 de julio sí que hacía calor en serio o ya me había vuelto adulto: los ventanales con una cortinita de rafia eran masacrados por el sol y flotaba en el aire un tufo a prisión, a limones agrios, vendajes con ungüentos. Era mediodía, busqué al enfermero y le comenté la canícula de fuego. Ay, querido, no se puede hacer nada con esta obra social, ni ventiladores tienen y se fue en un giro de mariposa. Fui hasta mi casa a dos cuadras y traje el mío: un Atma de mesa, giratorio como una tromba. Cuando llegué, la cama de mi padrino estaba tendida. Una gorda de uniforme azul la estaba acomodando. Le pregunté por él, temiendo lo peor. Fijate en administración, algo pasó, no se murió quedate tranquilo, pero algo pasó. Se había fugado, quejándose del calor, vestido con un ambo blanco de médico y en ojotas. Afuera, la lava del aire disolvía los cuerpos que circulaban a la sombra de las paredes de las casonas como fantasmas sudados. Miré hacia ambas esquinas y tuve un pálpito: fui hasta el parque Urquiza donde lo encontré. Estaba entrando por el callejón que llevaba al puerto libre de Bolivia. Le grité, se dio vuelta, jorobado y distante pero continuó avanzando. Iba al río, a su río compadre donde alguien lo estaba llamando. Cuando ingresé por la puertita semioculta estaba a la sombra de unos paraísos, sentado, descalzo y en cueros con el ambo doblado con respeto sobre su falda. Lucía unos calzoncillos marrones con dibujitos de anclas que yo le había mandado a la clínica. El calor parecía no poder entrar a ese círculo de sombras de hojas, como si un redondel mágico nos protegiera. Vos sí que te cuidás de este calor, tosió señalando el ventiladorcito que aún tenía en la mano. Nos reímos,encendimos dos fasos. Le pregunté si quería alguna cosa, agua, una toalla, algo. Un vaso de cerveza La Negrita y quedarme con tu viejo acá, pescando con línea. Su dedo sarmentoso señalaba los confines del puerto, los fierros oxidados, el gran Paraná. Me volvió a comentar la noche que extrajo con bichero aquel surubí ancestral de 57 kilos mientras empezaba una tormenta fabulosa arriba que hizo que volviéramos en la chatita con el cadáver del bicho y sus aletas ventrales asomando a los costados bajo la lluvia, los relámpagos violáceos, las ramas que caían cerca y la risa potente de mi padrino porque había vencido a las calamidades del río y extraído el más gigante entre gigantes. Tenía una boca así, entrabas completo en esa época, me señaló. La barba de tres días, con pelusitas duras de canas le daban una imagen de santoral, semidesnudo, como con un taparrabos. Aún le colgaba del brazo el tubo del suero. A ver, Varela, permitime y le saqué la aguja suavemente. Me miró. Sos mejor que tu viejo, che Costeleta, aunque como pescador sos un salame. Miro a la distancia, donde los arbolitos, algunas lanchones, el agua ondulando en la incandescencia. Pero sos, como sea, pescador y guitarrero. No hubo dramatismo ni nada patético. Repito, fue una postal sin flores, erguido y dando la última pitada cuando me despidió. Ya sé. Me vas a decir que no me vas abandonar y todas esas pavadas, pero ahora andate, che Costeleta. Dame la mano y andate que tengo que hacer, ¿eh? Decile a tu viejo que se cuide, que no haga como yo y que ya lo voy a visitar cuando esté dormido. Ahora anda, andate que me sé cuidar solo. Me dio la mano áspera y como desde que tenía uso de la memoria, me dio un suave coscorrón en la cabeza.
Al otro día me dieron la noticia. Pasé por su casa y puse en el bolso el flamenco disecado que enterré por Vera Mújica al fondo, antes de ir a verlo a la sala mortuoria.
Había aire acondicionado y un olor a jazmines que mi papá había cortado de la planta del patio para él. ¿Sabés que Varela pescó un "mostro" una noche en el puerto? Vos eras muy chiquito para acordarte, ¡que te vas acordar!

La piedra filosofal de la artillería


Evocar los significados de una postal detenida es tarea simple: me tiro boca arriba sin culpa por el ocio y elucubro el paso del tiempo como si fuese una araña durmiendo la siesta. Recién hablé con un amigo y quién sabe porqué acabamos hablando de las figuritas. Coleccionarlas era furor en las barriadas. Cualquiera las coleccionaba si tenía una familia dispensiosa en regalar. El asunto era la estrategia para conseguirlas sin gastar un peso. Y se las obtenía no con el robo o lo espurio, sino con el arte del combate, la lucha donde se premiaba la puntería, el tezón, la fortuna, el calibre y elección de la plaza de armas. Se usaba en la empresa un muro antiguo, los fondos de una fábrica o el cordón mismo de la vereda. Consistía en parar una determinada cantidad de figus, pongamos diez para el caso, lo mismo que el contrincante. Luego de verificada que estaban bien alineadas se retrocedía hasta un lugar pautado de común acuerdo y mediante un sorteo breve se establecía quién dispararía primero. ¿Con qué? Con una piedra, el borde un mosaico o bien, los más avezados, con su propio instrumento de lidia, vale decir un puntie. Podía ser una bujía, un trozo de hierro, algo sólido, algo consistente que nos avalara con su presencia.
Tal preciado objeto era de un valor incalculable para su dueño, pues consistía en ser el ente mágico y único que nos podría ofrendar la gloria o la humillación según su uso. Andaba en un hueco secreto de nuestros bolsillos y solo salía a relucir segundos antes de la pelea. Podía ser maldecido, ojeado o lo más terrible: hurtado o extraviado, lo que equivalía para el desafortunado una pérdida horrorosa. La pareja de duelistas estaba lista y empezaba la batalla. Surcaban el aire los punties y según su caída se hacían mediaciones, se otorgaban prendas voceadas antes que el rival, tal como retroceder al punto de tiro si el proyectil caía de una forma u otra.
Una complicada red de códices señeros que incluían el grito, el apremio, la invocación de ciertos pasos, nombres y artes alquímicas del lenguaje y que debían cumplirse en el campo con honor en la victoria y con resignación en la derrota. Incluían las frases que determinaban un movimiento u otro complejo para el ignaro tales como "con endere", "penado pasando cabeza" "choquito vuelve al tiro". Una lingüística bélica, atenta y fulmínea. De ese manojo dependía la felicidad arrancada con la puntería. Era conmovedor ver álbumes donde estaban pegadas figuritas todas acribilladas, con los bordes mordidos para la piedra, como semicadáveres o moribundos congelados con engrudo y expuestos luego de una fragua guerrera: pero allí en ese papel barato, pegadas en el número que correspondía estaban como muestras del coraje, la astucia, la fortuna y el deseo.
!Con qué amor se disimulaban las heridas, con qué opaciencia se enderazaba el cartón lastimado, con qué fervor se las unía saneándoles heridas, humillaciones o sinsabores! Recuerdo partidas memorables que culminaban con la ausencia de luz o con un contrincante en bancarrota pidiendo a su adversario crédito o algunas trompadas o el "arribatiña", un gesto de bajeza que consistía en que un advenedizo de la barra perdidosa al ver a su jefe cayendo en derrota aplicaba un golpe de manos sobre el victorioso para que la figus, al rodar, quedaran para el que más avidamente las recogía y luego el desbande, cada cual con su rapiña a cuestas.
Cuántos chicles, alfajores o cigarrillos evité para alcanzar con el dinero para ver si embocaba la inconseguible en una de las raras veces que que me podía comprar paquetes de figuritas. El auténtico experto las obtenía con su arte, con su puntie, su ojo de águila y su temple. Era de débiles comprar: se las ganaba con la lidia y por más magulladuras que obtuvieran tenían un valor inexplicable, rebosante de orgullo. Nunca pude llenar un álbum, me faltó suerte, dinero y puntería. Pero puse empeño, saña, trampa y fe. Ya no se recobran ni el amor perdido, ni la razón menos aún la juventud. La salud va y viene, el deseo también y muy poco la sensación exacta de quiénes éramos. Pero de vez en cuando, como un regalo express de la felicidad, viene a mi, la postal de quien fui, la fragancia perfecta, el dibujo exacto. Un deja vú, breve que se esfuma con solo soplarlo. Borges, en un poema escribió que la lluvia le hacía recordar a su padre. A mi observar algunas paquetitos de figuritas expuestas pegadas en algunos kioscos me lleva a evocar los punties, como si alguno, exacto, hermoso y eterno, hubiera quedado dentro mío y es el que intenta guiar el disparo perfecto, el que me dará felicidad, salud, amor y alcanzará de un golpe seco, sin rasgar a la figurita exótica, la más bella, preciada, amada y maldecida, la lunita de cartón más secreta concebida en el imaginario taller del Cielo donde se fraguaba una sola, la mejor, la más hermosa, la "difícil". Tan parecida a un amor imposible.

Lucas Prodán con mamaderas?


Diganmé si no parece Lucas Prodán con mamaderas?....estas dos fotos fueron enviadas por Adrián que quiso compartir con ustedes, dos fotografías de Ciro Abonizio, almorzando con sus gafas negras. Salutti amigo Ciro!!!

El Capitán Abonizio y Ciro abordan el barco Pirata

Esta es otra de las aventuras del alferez Ciro que junto al su capitán, tratan de abordar el barco Pirata que llegó al puerto rosarino. Al trote se acerca, con sus espadas afiladas, y su gorro protector, para combatir con aquellos bandidos que quieren apoderarse de nuestros tesoros. Dos amigos inseparables en busca del tesoro escondido. Aquí, una de las fotos que Adrián quiso compartir con sus fans.

¿Quién dijo que el mar es verde?


De pibe tenía una obsesión, Adrián, conocer el mar, pero estaba mucho más lejos que para otras personas, y que sólo debía conformarme con la Picasa, cuando íbamos a visitar a unos parientes en Rufino.

Lo buscaba en las revistas de la farándula, en algunos programas de tv en blanco y negro, y en varias enciclopedias, pero me quedaba con los relatos de algunos conocidos que habían tenido la suerte de verlo, entre ellos el de la solterona Mercedes, profesora de geografía en un secundario, que tenía la habilidad de enfriar todo lo que hablaba, hacerlo técnico y mas lejano aún, como explicarme delante de una foto al lado del lobo marino como si fuera un mapa geográfico, que el mar argentino tenía una soberbia plataforma submarina cosa que no contaba el océano Pacífico y era la que ocasionaba esas olas de más de dos metros que se podían ver al final de la foto.
-Yo lo presentía en las propagandas de Hawaianas, donde se veía una sandalia al lado de almejas: ¿Como no las levantan?. Esa indolencia me desesperaba. E imaginaba andar por las playas de ensueño con una bolsa de arpillera juntando caracoles, láminas de strass sicodélico, tesoros de nácar con olor a sal. Mientras los turistas se refrescaban el orto en el agua, perdiendo el tiempo, Víctor.
Al otro día le pregunté a Elalberto, sodero de la Liverpool de la calle San Luis, cuanto medía el camión cargado que manejaba, "que se yo, más de dos metros," me contestó a la pasada, desde ese día me quedaba al lado del Bedford imaginando que una ola gigante me envolvía, Elalberto siempre me lo agradeció porque pensaba que se lo estaba cuidando.
Generalmente no iba a la escuela los días de lluvia, pero castigado por haber canjeado un vuelto por tres paquetes de figus ese día tuve que ir. De mi grado éramos tres nomás, a tal punto que juntaron a todos los alumnos de la escuela en una sola aula, la mía, y a mi lado no lo tuve al ruso Benzecri como todo el año sino que se sentó Anita, una piba de un grado mayor que había visto en algún recreo. Pero nunca me había fijado en ella, jamás había visto ni había imaginado ver semejantes ojos verdes, ni escuchar un cantito entrerriano que me ponía la piel de gallina.
-Anita, Anita, ahora se va a poner a dramatizar sobre la pibita: éramos chicos, ya sé que duele todo mucho más y los grandes creen que nos olvidamos fácilmente: nos cambian de colegio, nos mudan y cada movimiento de revés es un desgarro. ¿Pero cómo le digo a Víctor lo de Ana, Anita, la más linda de todas? Este es un sensible de verdad. Esta noche, en el billar le hablo.
No podía decir ni una palabra, ya que sentía lo mismo que cuando mi tío Santiago, un tipo grande como una casa, y con la fuerza de diez personas, me tiraba para arriba y me atajaba antes de tocar el piso, o cuando me subía al Gusano Loco, lo tapaban con una lona y empezaba a girar para atrás, allí tampoco decía nada, es más estaba más cerca del grito que de la palabra, igual que aquella tarde.
Pero a Anita le gustaba hablar mucho, noté que pestañaba demás cuando lo hacía y que para escuchar abría grande sus ojos cuando se sorprendía, por lo cual comencé a contarle historias increíbles para poder observar ese verde mar que me llamaba y poder acercarme a esos dos chispazos, a esos dos fuegos que habitaban detrás de sus pupilas.
-¿No te dije? Escribió todo esto por ella. No olvida, es como los búfalos, capaz de esperar al cazador que lo hiriera, digamos un año antes, y boletearlo de un cornazo. Ahí está. Se pone de nuevo a hablar y no lo para nadie.
Quien iba a decir que en esa aula amarronada y entristecida por una educación pasiva, hubiera sentido tantas sensaciones, sin haberme movido de mi lugar de siempre, que a partir de ese día una mujer nunca fue lo mismo para mí, y que comencé a dudar de dichos escuchados como "ojos que no ven corazón que no siente", porque hacía varios días que no la veía y seguía sintiendo lo mismo.
Salí a buscarla, me habían dicho que vivía por una cortada al oeste de la escuela República de Chile, no podía seguirla porque su papá la venía a buscar en una Apache todos los días, lo cual me indicaba que cerca no vivía, pero nunca tan lejos, nunca pasando Avellaneda, ¿Había vida más allá? ¿Acaso se podía volver si uno cruzaba, acaso el cine Echesortu y Echesortu Sport, no eran la Aduana de esta frontera seca? Trillé todo el verano con mi bici y con mi mente fronteriza estructurada en la misma escuela donde conocí lo que estaba buscando, pero al llegar a la avenida me quedaba sentado en la bicicleta, como la pintura de San Martín en el caballo blanco, pero con cero coraje para cruzar semejante cordillera.
Esperé marzo que iniciaran las clases como nunca, me dijeron que se había vuelto a Diamante, empecé el largo camino del olvido.
-No se nota: estás de novio con el Recuerdo. ¡Y ya sos grande! Dale, jugá con la del punto que te quedaste colgado en las alturas. Mejor te cuento: yo, que anduve atravesando Avellaneda y me animé para volver cagado de miedo, puedo decirte que Anita murió mucho tiempo después en Europa, donde hacía la residencia como médica: la mató el novio, un loco egipcio y la dejó en la playa, celoso porque le descubrió en una cajita de cuero cerrada con llave Ana olvidó ese día bajarle la tapa fotos de su país, el cuaderno de papel araña azul con dibujitos y uno que mal que mal eras vos y debajo, en letras coloridas y despatarradas la frase con el error incluído: Víctor, Mi Movio. Uno se entera tarde y mal de las cosas. Cosas de la magia, insensibilidades de angelitos necios y estupidizados de tanto volar en vano sobre un océano gris, aburrido y torpe como el que narraba la de Geografía.
A mi soledad ahora la acompañaban dos obsesiones o quizás era la misma, al final de ese año mi hermana con su novio en un Fiat 600 con portaequipaje y una carpa me llevaron a Mar del Plata, llegamos justo al amanecer, por fin frente a frente, por fin algo que supere a mi imaginación, no sabía del ruido de sus olas como tampoco sabía de la voz de Anita, no sabía del viento que me peinaba los cabellos, como no sabía del pestañar de una mujer. La única diferencia que pude sacar es que el amanecer en el mar tiene un solo sol.

*En colaboración con Víctor Maini.

El Humor en los tiempos de plomo



Claro, eran tiempos de cortaderas y de viento helados, de zunchos atados dentro de los cuales los cadáveres iban al fondo del mar, eran tiempos donde una palabra tenía un significado incordial; la palabra rojo por ejemplo era subversiva, al igual que grupo, tendencia, perón, mao y volante. Nosotros no las usábamos, no pertenecíamos a secta alguna que las habría de proferir en secreto: nuestros desaparecidos eran muchos y de tan variada ralea que les habíamos perdido la cuenta simplemente porque estábamos fuera de toda contienda y todo lo ignorábamos y sin embargo estábamos dentro de su centro, porque éramos los poligrillos que animaban la fiesta de la masacre: pibes estudiantes, artistas jovencitos, delegados que no tenían ni veinte años, pibes de los lápices que escribían poemas de amor, algo sobre la liberación de los pueblos y nada más.
La primera vez que la cana nos paró íbamos por Buratovich en una noche de primavera: cuatro autos entraron por sus cuatro calles interiores de la plaza y nos enfocaron. Levantamos las manos, nos hicieron sentar en la fuente. Eran una docena de colimbas, varios policías y un jeep del ejército.
Vos, hijo de puta, dame eso- y le extendí el grabador donde recopilábamos las grabaciones de nuestra música.
Hijo de puta- me decía el morocho en la cara.
!Y tirá el cigarillo, puto! ¿O te crees que estás en una fiesta? Yo aún lo sostenía entre los dedos. Un canoso gordo a quien conocíamos del barrio se acercó y advirtió al negro alto que me estaba puteando.
-Son de acá enfrente, tienen una orquesta.
Me puteó el hijo de puta-, redundó el simio que se la había agarrado conmigo. Me cargaron en un Falcon.
Chau-, les dije a mis tres amigos batería, bajo, saxo.
Si no vuelvo, el derecho de autor de los temas sigue siendo mío.
Un empujón y la punta del arma en las costillas me introdujeron en el auto.
Adelante iba el negro. Vas a ver cuando lleguemos y oigamos esto, el grabador geloso de tecla amarilla de On circulaba entre sus dedos.
Dejalo en paz -dijo por lo bajo con autoridad el canoso. En el portadocumentos habían encontrado un bono contribución que le había comprado al PST sin inscripción alguna.
El comisario me hizo pasar. El pendejo me insultó, señor- se inclinaba el morocho que quería verme fusilado en el patio. Yo no sentía el corazón; tengo esas cosas, me transformo en un pulpo, en una pez abisal, sin memoria que me delate, no tengo pensamientos y abro los ojos perplejos y bien dispuesto. El agente me dio una silla y me tiró del pelo.
Putito.
Déjelo-, ordenó el comisario que asomaba su cara de lobo entre un haz de luz y la oscuridad de la oficina con el gesto de querer irse a su casa.
¿Que es esto? Tenía el impreso de la rifa en la mano.
Una rifa: queremos comprarnos las camisetas de Estudiantes.
¿Quiénes son y dónde vive el resto del equipo?
Dí una larga lista de casa y direcciones inventadas, todas del barrio y con una seguridad apabullante.
-Y nos falta la rifa para la pelota, les ganamos ya a Río Negro, pero no tenemos camisetas-, argumenté. El morocho me puso algo frío en la nuca. Dejalo, dijo el canoso, que es un buen cantor. Bueno, ya cantó, dijo el comisario cerrando la entrevista. Llévenlo a la sala y que espere. Sentadito en un banco, pensando en nada oía tras la puerta de visillos mi música, nuestra música que llegaba asordinada pero audible.
"Huy cómo desafiné en esa parte; el solo de bajo de Marcelo hay que hacerlo mas corto y Hugo con su guitarra satura, el Topo en cambio suena peor: hay que comprarle unos platos nuevos... Zidjian sería copado... el solo de órgano de Juan... ahora viene Islas, ja una copia mala de King Crimson...eh...esta parte esta buenísima, la de 'los brotes de talles del mar y las fragatas piratas que renacen de la tumba del mar'... y Yayi con la percusión tapa la voz...no está mal".
Se abrió una puerta y el morocho me agarró del brazo, me levantó y me ordenó irme.
No me voy sin el grabador. Se me acercó, olía a correaje, a óxido mojado y a diablo.
Hijo de puta la sacaste barata, andate. El canoso, le puso una mano en el pecho.
Tomá, esto es tuyo y me extendió el aparato junto al DNI.
Sigan ensayando que van a ser alguien en la vida.Me dio un cigarrillo. Antes de irme y darle la mano, grabador bajo la axila alcanzé a mirar al negro a los ojos. Tocamos dentro de quince días, ¿Quiere ir con su novia? Le guardamos entrada. El canoso carcajeó y un escribiente también. Luego les di la espalda y salí por donde había entrado, el portón abierto donde estaba el Falcon. Un sofocón me detuvo y ya no pude caminar más. A diez metros de la comisaría me tuve que detener en un umbral, sin poder respirar, mis piernas habían desaparecido y estaba a merced de mis captores, seguramente advertidos del engaño. Apoyé la cabeza en una rosa de fierro de la puerta y rogué se me pasara rápido. Luego en un árbol, descargué todo el orín contenido, que ya se había amenguado un poco sobre mi vaquero de corderoy. Llamé a Marcelito.
Che, somos un éxito en la policía, dije con una voz raramente calmada. El pavor transfigura y suele hacer milagros.

Ya está a la venta la novela de Adrián Abonizio "Tristes Lobizones"


La podés conseguir en Librerías

Homo Sapiens-Sarmiento y Córdoba-


Ross-Córdoba entre E.Ríos y Mitre-


Ameghino-Corrientes y Urquiza


Buchin-Entre Ríos y Sta.Fe

Además se hacen envíos contraeembolso a todo el país

Té con Cobos

En aquel tiempo no tan lejano en que se reunió el Campo con el Gobierno a los fines de limar asperezas se pensó traer una amoladora de titanio de la Nasa una amiga que tengo en el Gobierno me susurró que el edecán, quien goza de un alto sentido del humor había dicho: ¿Julito Cobos no vino?. Enseguida Cristina viajó al acto de mando de Lugo en el Paraguay y fue el mismo funcionario quien sugirió empacar el sillón de Rivadavia en el avión por las dudas alguien se lo quedara. Repitió la idea cuando Cristina viajó a China. Pasaron meses, declaraciones, y la cara de tujes apretado del vice lloroso apareciendo hasta en las propagandas de yogurt porque nadie lo invitaba a ningún ágape, asado criollo o partido de metegol. Menos aún para el velorio de Néstor.
Entonces la Primera Dama, a instancias del Jefe de Gabinete, quien movía el bigotazo con denuedo, anunció que se haría un "huequito" para poder atender al disidente que estaba ya arribando a Casa de Gobierno como un novio solícito. Un impermeable desusadamente grande le empequeñecía su magro cuerpo al descender del coche.
¿Chaleco anti balas tal vez?, le espetó un guardaespaldas. Otro oficial lo palpó amablemente.
Es por si trae otro "NO"-, deslizó feliz con la ocurrencia. Cleto pidió un traductor no presumía un diálogo claro con la presidenta y alguien que le pruebe la bebida. Ambas cosas fueron descartadas con un guiño: Tranquilo, macho, le apostrofó el edecán. Ves mucho Discovery Channel sobre la vida de los romanos.
Luego, por el pasillo le recordó al pasar aquel jugador de River, Poncio de apellido y amablemente lo invitó al toilette por si quería lavarse las manos. Tuvo un viaje largo, se permitió aclararle. Imperturbable Julio admitió la sorna y le firmó un autógrafo a un granadero quien ni lo tocó.
¿Ven? dijo Cobos, con aire de fingida paranoia. Acá me hacen el vacío. Y se rió sonzamente buscando complicidad. Nadie le festejó nada. El mismo edecán le dió un empujoncito leve a la altura de la cintura para que caminara más rápido y la comitiva arribó al salón donde una Cristina hablando por teléfono a la vez que se pintaba las uñas, un Ministro del Interior absorbido en una batalla naval con Nilga Garré fueron la escena que preponderaba. Saludaron sin mirar. Llegó el té. Amable, el Vice dio el pésame e invitó a la Presi a beber primero y como un prestidigitador le ofreció su taza por aquello del envenamiento y otras postales que Cleto consumía asesorado por Lilita Carrió.
"Es el único hombre que me hizo esperar toda una noche", se sorprendió la Presi recordando aquel cuadro lamentable de la 125 y la decisión timorata del presente. "Yo le voy a dar la sección Mantenimiento de Excusados, otra que ingerencia", murmuró por lo bajo para que el Ministro del Interior la oyese. Ja, como si no la hubiese tenido, le contestó Randazzo mientras le cantaba "A 8" a la Ministra de Defensa, que obviamente, se defendía. Averiado, contestó señalando con el mentón al funcionario desempatador. Luego desde unos parlantes se oyeron los acordes de "Solo le pido a Dios" justo en el renglón que dice "si un traidor puede mas que unos cuantos que esos cuantos no lo olviden fácilmente".
Editado, sonaba una vez tras otra. Ay, fíjense que se quedó enganchado, debe estar rayado, soltó Cris a un secretario técnico. Tomada, recién ingresado y de buen humor jugaba con Boudou a las palabras cruzadas.
Persona débil, fácil de olvidar promesas, incompetente y peligrosa. A ver, che ¿cuántas letras? Siete y empieza con trai-contestó el Ministro de Trabajo. Basta chicos, dijo Cris retándolos. !No ven que estoy con gente!. Sí ¿decía usted?, alargó expectante Cleto. Por los altoparlantes se oía "! La vida es una moneda quien la rebusca la tiene!" y "El amor después del amor ".
Cris bostezaba artificialmente, Cobos exigía cambios. Randazzo le señaló que efectivamente estaban haciendo falta una lámpara nueva y el cortinado lateral. El edecán le susurró un chiste. Julio no oyó el remate porque las risotadas de los funcionarios se lo impidieron. Shh, solicitó Cristina, que acá, el caballero tiene algo que decirnos parece. Y el Vice, ilusionado agradeció, sin advertir que a quien se refería ella era a un moreno vestido de gaucho quien entró por detrás guitarra en ristre a pura milonga. ....Delía es De ...De lía, tartamudeó. ¿No estaba fuera de nuestro gobierno?. ¿Nuestro dijo?, se le oyó a Cris. Sí, le contestó un glacial Fernández, pero anima muy bien las reuniones. Un frío de baja presión le corrió por la espalda transpirada al Vice. Besó la medalllita con la cara de San Alfredito De Angelis, santo protector de los Sojeros. El edecán le acercó al oído otro chiste. Entra un tipo a una librería y le pide al empleado Deme el libro "Cómo hacer amigos" pero tráigalo, rápido, !imbécil!". Justo en ese momento arribaron las masitas. La moza tenía un cierto aire a Yiya Murano. El edecán se le adosó de nuevo. Lo palmeó tan sorpresivamente que le hizo escupir el té. Cris le espetó Ay, Julito ¿en su casa no le enseñaron modales?. No tuvo casa, tuvo madriguera entonó el sólido morocho cantor que andaba cerca mientras en la oreja le masticaba con rabia una medialuna. Bueno, va siendo hora de irme, musitó Cobos por lo bajo a la vez que corría la silla para levantarse. Dos ministros estaban a plena pulseada en mangas de camisa festejando el juego, Delia había hecho entrar a la Agrupación Gauchos Descalzos que zapateaban alrededor del mendocino y le tiraban alguna que otra patadita coreográfica, Yiya ofrecía masitas y la Presi, mientras se retocaba la nariz, recibía llamados por sus catorce celulares y ordenaba a sus ministros al grito de !Chicos, saluden que se va la visita!. La empleada gubernamental me narró las últimas postales de aquel encuentro: mientras el mendocino, manchado de té derramado en sus zapatos, salpicado con harina de masitas, sudado de pánico, se retiraba como podía el edecán lo tironeó de la manga asestándole el último chiste. Cobos no le entendió ni quiso oir su final. El funcionario se rascó la cabeza y le comentó a mi espía femenina. Este es un amargo como pocos, deslizando la broma mientras señalaba las espaldas del mendocino y su atropellado éxodo. Llega un hombre a una empresa y le pregunta al portero: Está el jefe? No, se fue a un entierro. ¿Tardará mucho en volver? Supongo que sí, iba en el ataúd.
Afuera garuaba y Cleto se había venido sin paraguas.