Viejo, ciego , llorabas...



Viejo ciego, llorabas cuando tu vida era/ buena, cuando tenías en tus ojos el sol:/ pero si ya el silencio llegó, ¿qué es lo que esperas,/

qué es lo que esperas, ciego, qué esperas del dolor?
En tu rincón semejas un niño que naciera/ sin pies para la tierra, sin ojos para el mar,/ y como las bestias entre la noche ciega/ sin día y sin crepúsculo se cansan de esperar.
Porque si tú conoces el camino que lleva/ en dos o tres minutos hacia la vida nueva,/ viejo ciego ¿qué esperas, qué puedes esperar?
Y si por la amargura más bruta del destino,/ animal viejo y ciego, no sabes el camino.

Pablo Neruda

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Adrián: Ya que tengo dos ojos te lo puedo enseñar. Este es el poema del que te hablaba el otro día, que extrañamente Neruda se lo escribiera a su perro, pero que a mí me pega en la parte de "sin pies para la tierra, sin ojos para el mar", quizás porque estos atributos los disfruté y los voy perdiendo gradualmente con el tiempo.
Víctor me escribe y no sabe nada, no tiene porque saber. Stella me lee su carta, impresa del correo electrónico y yo la disfruto desde este acantilado en piedra y madera que es el campanario de la iglesia de Allesandría della Roca, pueblo siciliano donde vivo, donde decidí quedarme cuando terminó aquello en Argentina: quirófano, paredón y después. Decidí poner mi alma y mi cuerpo donde habían nacido mis ancestros. Vendí la casa y aquí estoy en otra. Me alcanzó justiniano.
De pibe corría constantemente cuando hacía los mandados; me imaginaba monstruos detrás mío para correr más fuerte; en la escuela me llevaban a matarme en los 100 metros motivado por la presencia de Ivana quien también representaba a la Escuela Zeballos y sólo podía estar cerca de ella en estos encuentros ya que los rompevientos estaban muy separados de los bombachudos dentro de la institución. En Unión me forzaron a jugar al basquet porque era alto, qué boludez, ahí no se podía correr, quizás porque nunca me gustó hablar de lo obvio, nunca me gustaron los deportes que se jugaban con pelotas y con las manos.
Víctor Maini era tan empeñoso como distraído; una mezcla fatal. Vivía a dos cuadras de mi casa y a tres bancos en el aula. Su papá era vendedor de diarios y el mío jugador de bochas, pero nunca salió en uno ni aún saliendo campeón sudamericano. Y eso que frecuentaba la esquina del puesto. Me martillaba la idea y se lo pregunté a mi viejo Si el papá de Víctor es diariero ¿Porque no te hace salir a vos cuando ganás? Mi viejo me miró extrañado y entonces se largó a reír: Porque él los vende no los hace. Allí se me aclaró el panorama y la figura del padre de Víctor descendió del podio rápidamente. Pensé que ostentaba algún poder mágico sobre los hechos. Ahora me escribe y no sabe de mí, no vale la pena que sepa cosa alguna sobre mi pasado reciente, la cárcel sin número de preso, la desaparición.
En cambio el fútbol, ese juego contranatura, me daba la oportunidad de correr y correr por la izquierda hasta encontrar la raya de fondo para poder tirar el centro como quien lleva una ficha negra y la convierte en dama. Pero cuando esa obra de la ingeniería que son las rodillas, se desgastan uno se ve limitado a disfrutar de la tierra, empieza a mirar la cantidad de bastones, de prótesis, de sillas de ruedas que hay alrededor, y contrariamente pasa a disfrutar cada paso que da aunque sea lento y sin sorpresa. En cuanto a la vista, recuerdo que venían a la escuela de la Pestalozi para revisarnos los dientes y también nos hacían leer unas letras desde el último banco pegadas en el pizarrón y tapándonos un ojo con un cartón y siempre fui el que más lejos veía.
En la escuela Víctor usaba jopo, delantal como una coraza, metido su cuerpo ralo rematado en una cabeza de pirincho con cara de búho. Era capaz de ver un avión a la distancia mucho antes que apareciera en el cielo, las hormigas en un lejano árbol o las bombachas de algunas chicas allá en el horizonte de escaleras. Su picardía estaba asentada en su visión y podía horadar al mundo con sus ojos de lechuza. Lo imagino escribiendo, contestando esto en la medianoche de Echesortu, sin lentes, con una lámpara módica, fumando y en calzoncillos.
Cuando íbamos al río ganaba las apuestas por ver las letras de los barcos primero, también distinguía las banderitas de los taxis libre, o al 218 ni bien doblaba calle San Nicolás. Las letras de las propagandas, los nombres de los de las figus, las marcas en el almacén, quién venía por la noche en bicicleta, de quién era esa sombra antes de pegar la vuelta en la ochava, cuanto valían los juguetes mirando el exiguo cartelito con el precio.
Stella me sirve más granadina ¿piensa asesinarme a azúcar? Ella es dulce como una cesta de frutas y ha conquistado mi cabeza con lo mejor de una mujer: su voz. A veces pasa, me toca la nuca con su dedo índice y me anuncia que saldrá pero que vendrá temprano, apenas termine en la biblioteca de este pueblo donde trabaja.
Pero cuando descubrí la inmensidad, lo pequeño que somos, lo de paso que estamos, fue cuando vi el mar, cuando me quedé horas mirándolo igual que lo hago ahora, sin cansarme, sin comer, sin fumar, sin hablar, solo hasta confundirme con la bruma esperando que me cubra para saber que no somos más que una parte de ella
Víctor debería enterarse. No lo quiero amargar. Pero siento que lo estoy engañando de algún modo. Quién sabe. Le digo a Stella que ha regresado que se ponga frente al teclado que le empezaré a dictar. Ella ya ha pasado con sus dedos mi segunda y tercera novela y está diestra. Sólo hay que esperar que se duche, tome ese café ritual, me lleve al campanario abandonado donde tenemos la oficina porque el cura es viejo y nos permite usarlo de escritorio a cambio que se lo mantengamos limpio y sonoro a la hora de las campanadas de medianoche. Somos como guardianes de faro en la niebla de las noches. La mía, es una bruma superior, adiestrada y convive en un todo con mi cuerpo. Acá Víctor, el Lechuza, podría pararse junto a mí y narrarme lo que presiento debajo: los peñones, la campiña florida, las nubes grisadas que Stella me enuncia y el lejano mar en un pedacito del cuadro, a la izquierda me hace saber que existe. Llega y me anuncia que está lista, me pone un cigarrillo en los labios y la infaltable granadina en mi mano.
No, no vale la pena decirle nada a Víctor. Que lo extraño, que estoy bien y feliz en esta isla de rocas y de aceitunas, que escribe tan bien como yo que se supone soy un narrador profesional según cuentan y que me han dejado tan ciego como el perro en el poema de Neruda.

Elogios de la derrota


Ser derrotado implica que se ha combatido: contra el fuego de las armas y la niebla de la conciencia. Idiota de aquel que no ha sido derrotado y mantiene una amatoria ilusión con el triunfalismo. Central es el equipo que ha perdido en este domingo previo al nacimiento de la Patria, pero sus exequias no son tales ni tan rotundas. ¿Por qué? ¿Por el llamado de una raza llorosa que pueden pensar que encarna este escriba? No. La derrota adquiere en estos casos otra dimensión cuando su rival, que ha permanecido en las aguas flotantes de la A, es de menor cuantía espiritual y utiliza atributos vergonzantes como el adulterar campeonatos, adquirirlos descaradamente y lo más grave para este canalla, no poder fabricar una contraofensiva ingeniosa por nuestro traspié: todo se reduce a la burla vana, el sacar la lengua, dibujar fantasmitas de la B como el más alto chiste entre lo que se supone son guerreros enfrentados. Caímos con mucho ruido y mucha sangre expuesta. Con generales cobardes que durante meses no asistieron a ninguna batalla pretextando enfermedades varias y mandando al frente a una tropa inexperta, devaluada, humillada por el propio mandamás y su hijo, a todas luces ineptos de la peor calaña: no se dan cuenta del pecado cometido. De las heridas terrible se aprende. Visitaremos canchas adversas con legionarios golpeados; asistiremos a combates en canchas de tierra con árbitros matreros y pelotas chuecas. Viajaremos una caravana de espanto y silencio, con la Muerte a nuestro lado, el recuerdo de ella que nos condenará a traficar los senderos de la B. Pero en la verdadera pelea se foguean los luchadores. Al fin y al cabo va a ser una aventura terrible que nos pone la sangre de punta y afila las lanzas de nuestras soldadesca cuasi adolescente. Burlarse de esta gesta es indigno. Pobre de aquel que lo haga cuando su pasado es espurio y sus logros, sus estrellas están viciadas de fraude. Somos derrotados pero en la derrota está nuestra victoria: pone a prueba el temple. Hacia él vamos, hacia la guerra. Quien no cae no se levanta. Quien no cree no tiene patria. Quien no se arriesga nunca contará lo que significa caer.Y caer es aprender. Este escriba no se consuela con artilugios verbales ni retóricas idiotas. Este escriba luce entero, sabiendo que la adrenalina y el corazón están preparados. El Destino nos puso por delante este desafío: bienvenido, hacia él vamos, pase lo que pase, estamos vivos y no tenemos frío alguno en nuestros pechos lastimados.
Es un orgullo ser canalla y poder gritarlo aún en ésta. No necesito decir "volveremos". Simplemente porque, como el fantasma errante de la revolución y la lucha, somos, seremos, estamos.

Viejos cuadernos del educando




El Cuaderno en vacaciones olía a moco viejo, fruto del pegamento que fuera incluído en otros días con el frío y la obligación de la tarea consistente en recortes, pero que ahora, en el calor de enero se empezaba a resecar, convidado a la renuncia y al olvido. El Cuaderno, sabiéndose abandonado, parecía cobrar vida y repeler nuestro desdén incomodando con su perfume. ¿Qué sienten estos útiles que no alcanzaron a ser libros cuando entienden que ya son pasado? Se mueren, sencillamente, empiezan a amarillearse librados a su suerte. Por eso es que hieden, enterrados a tumba abierta de antemano.
Al mío ahora se lo estaban devorando las hormigas. Lo había encontrado y puesto como guía en el palo que oficiaba de poste derecho del arco callejero enganchado en una ramita de paraíso. Pude advertirlo cerca del mediodía, con lipotimia infantil en ciernes y unos ventarrones que en nada amenguaban el calorón que nos invadía. Decidimos parar el partido. Lo tomé por el lomo.
Esto tiene olor a culo, graficó Toledo que empezaba a hojearlo. San Martín recortado de un Billiken, una canoa con indios flacos que eran tumbados por los arcabuces de nuestros liberadores españoles, un paisaje lunar, cifras y un Te Felicito.
López repasó la firma de mi viejo: Es como la del mío, se nota que no sabe escribir.
Verifiqué lo que ya sabía: una letra infantil. Mi padre. Mi pobre padre expoliado en sudores, pibe solitario de los caminos de polvo, vendedor infante de semillas, lustrador de botines, modelo de un cuadro de Berni, arador del almácigo y la luna del verano, nadador de corrientes de zanjones y cazador impiadoso de pajaritos. Todo ello en una foto sepia donde nunca salió retratada el aula. El afirmaba que su colegio era tan pobre que lo mandaron a cortar yuyos cercanos hasta que llegara el maestro que nunca arribó al pueblo y por eso no pudo estudiar para derivar en trabajos variados; todo con el fin supremo que su hermano menor sí lo hiciera y así lograr forjarse un futuro yéndose lejos a los campos de petróleo para amasar el ideario del nunca más volver, salvo en la jornada aquella que fue electrocutado por un rayo y si regresó, pero en forma de polen humano, recuerdo de osamenta frita, inteligencia tan obstinada como extinta.
Todo esto pensé. Mi padre y su firmita de educando sin escuela. Su letra de no saber agarrar una birome. Su nombre y apellido de aprendiz en un colegio adverso. Mi padre y su foto adolescente de traje prestado y en el bolsillo superior las puntas cerradas de dos lapiceras, cosa que le confiriera importancia al joven que parece decir a la cámara "yo he estudiado por eso las llevo en el bolsillo del saco". Retuve el cuaderno de tapas rojas. Ajado, lamido por el bleque. Un resto de mi cuerpo. Me dio impresión. López que era un diablo me leyó la mente: Pensar que nuestros padres hacen un sacrificio enorme para comprarnos los útiles y al año siguiente ya no sirven más.
Yo investigué: faltaban muchas hojas en blanco, tenía uso aún. Volví a estudiar el garabato de mi padre. Allí estaba él de cuerpo presente: en su bicicleta de carrera, pelo enmarañado, sudor en barba de dos días, uñas con pintura de taller debajo, camiseta y camisa, alpargatas, sonriente y cautivo de su humor de clown. Sus manos con rasguños de algún acero malo de los talleres, sus dedos que olían a gas oil y que lejos estaban de la contemplación del cuaderno de su hijo o el capturar la pluma con que rubricar mi certificado de supervivencia; que vivía, que era su prole y que me quería a su modo, el de los payasos italianos que mucho han sufrido y pretenden de un golpe de chiste endurecerte para que te conviertas en hombre completo y no sufras lo que ellos, hijos de padres de otros cabezas de manadas bestiunes y cavernarios temerosos de devorar la cría pero sin tiempo para entenderla, solo darle el alimento robado en los bosques, jugar torpemente con sus lobatos y no saber tomar un lápiz con que formar frase alguna.
¿Qué pretendían las tontas maestras de nuestros padres y de todos los padres antecesores? ¿Que hagan maravillas con las siluetas de una tinta? ¿Que sean Miró, Picasso? Firma del padre, tutor o encargado, se leía y en el rectangulito la letra exigua que delataba su inocencia de animal silvestre obligado a civilizarse para que su hijo se cultive y quizás un día se reciba de algo.
López, un demonio con honor me lo alcanzó: -Llevalo, no merece que uno lo deje tirado acá. Y señaló el ancho espacio solar e hirviente de la cuadra, el soplete prendido donde el horizonte de varillas de la casa de frutas parecía temblar con el calor y los perros que dormitaban en el alero y solo nosotros como insectos dementes estábamos allí a la exposición de la lava, el sentimiento de paréntesis vacacional, la molicie de no hacer nada ni conocer el mar ni las montañas ni la vida mejor.
Llevate eso con olor a culo, remató Toledo. Pero no dije nada: su papa jamás podría rubricar boletín o cuaderno de educando alguno; se había ido cuando su hijo estaba todavía en la cuna y por allí andaría, en continentes de otro barrio, borracho por los almacenes; sin hablar, sin llamar, sin escribir y menos aún sin querer firmarle Cuaderno del Educando alguno.



La Patria amontonada

Por Adrián Abonizio


En la mañana inaudita por la escarcha presente hasta en los pliegues del guardapolvos, nos habían tiznado las caras con corcho para asemejarnos a negros. Hasta a Cato, tan oscuro como el barro de la calle en que vivía o los techos de su casa o el perro que cuidaba la entrada le habían deslizado manchones por la frente y los pómulos. El se reía Si yo ya soy un negro, aseguraba dando fuertes zancadas como afirmación. Sí, pero no queremos que nadie te juzgue, alargó una maestra con voz piadosa. Nadie entendió qué quiso decir. Luego se entrelazó en mascullaciones y velados improperios contra sus colegas acerca del orden del acto. Hablaban de él como de una cosa profunda y única, disputándoselo, tironeándo. Están mal del coco, dedujo Sergio atinadamente que lucía un disfraz de papel glacé de granadero a pesar que ostentaba la altura de un enano de circo de provincia. Su madre se lo había confeccionado pero no había tenido en cuenta la afluencia de gatos nocturnos en el salón de costura por lo que todo aquel conjunto hedía a meada de felino que era un portento.
Sergio, el solitario custodio de altura indebida vagaba solo; nadie quería su envenenada companía. Luego, los congresistas: Gordos acomodados del dueño del bazar o hijos de un empresario barrial y un renguito que pusieron allí como figurante. Mi colegio era de alma abierta y no escatimaba esfuerzos por integrarnos. Los rubios, con coraza de cartón roja hacían de realistas: Ahí nos enteramos que los españoles eran todos de tez blanca, cabellos de oro o color del fuego. Las chicas hacían de damitas, maquilladas como alternadoras simulando tomar el té. Lucardi, a quien le faltaba la dentadura pero por ser casi un simio dúctil y manso lo habían puesto de rey, pero allá atrás, junto al telón final, representando al Pasado, según nos cuchiceó una maestra. Ahh, suspiramos todos.
Aquello se avecinaba como un espanto desorganizado. Por reflejo miramos al cielo: una llovizna presagiando truenos rotundos estaba cayendo en la mañana de mayo. Igual que en la estampita graficó Polichizo. Hubo un rumor de fiesta entre la soldadesca actoral: Aquella reunión estaba resultando un malentendido y nadie nos había consultado si queríamos participar de esa representación deforme y mal pintada. Por ende estábamos felices. Punta, taco, punta, taco ensayaban bajo el alero los bailarines del cielito inicial. Un relámpago cruzó entonces como un búho plateado iluminando primero las retinas para atravesarnos el pecho y finalmente, ya hecho trueno, quebrar el aire de vidrio y bruma que se empezaba a aposentar en el patio central. Ululamos. !Victoria!. !Victoria!. Martita se enjugaba las lágrimas y ya la estaban consolando las mujeres de la cooperadora como si el 25 de mayo fuese su marido que hubiere fallecido en ese instante. "Con todo el esfuerzo que hicimos, ay mi Dios, que desastre, que pena enorme" y moqueba sentadita en una silla de paja mientras el rimel le caía sobre el pecho enarbolado con muchas escarapelas y rollos de cintas blancas y celestes que colgaban de sus manos para engalanar los rebordes del escenario pero que el negro viento y el chubasco se lo estaban impidiendo. Ay que pena, por favor, mientras intentaba reponerse. Es insólito ver a una maestra envuelta en lágrimas como un abrigo helado: Uno se queda como maldecido y quieto sin saber qué hacer. Nos silenciamos porque advertimos un movimiento a su alrededor. Habíase parado en una silla y empezaba a canturrear con una voz agudísima hasta el cielo que parecía hacer temblar los caireles de la entrada singularmente encendidos. !Oiiiiddd mortaaaalesss el griiiiito sagraaaaado!. Y arengaba como en una tribuna. Muchos escondían las cabezas, otros cantaban bajito.
En la mañana brumosa entonces, con olores que la lluvia multiplicaba, el malhumor danzante y feroz de las encargadas del acto indispuesto, con el perfume a axilas y pinturas vencidas en el breve tiempo que dura un chubasco, más el encuentro de mucha gente en el hall central y los torpes movimientos de las madres ofuscadas por la suspensión, algunos padres con cara de mulos, todo, todo se estaba transformando en un pesebre, en un pajar repleto de animales montunos con las patas atadas y ariscos, sudados, enceguecidos por volver a la llanura, con los gritos y chillidos de las crías ante el menor rayo que cimbreara en los vidrios viselados y la voz de la Directora, voz de macho terrateniente tratando de imponerse sobre el paisanaje asustado, ofuscado y levantisco, sabiendo que todo se hacía pedazos, que el acto soñado se había empañado, que los cuadros musicales se iban con el agua burbujeando hacia la alcantarilla, que los himnos y las cadenas soberanas se hacían polvo en los excusados sobrecargados de repentina meadas y movidas de vientres múltiples pues a todos se les había dado por cagar, mear, llorar, transpirar o llorar.
Todo el fracaso de un día envuelto en el paño de una bandera que habían olvidado afuera y que en lugar de flamear soberana, ya era un trapo grisado que temblaba de frío abrazada al mástil aún más frío y desolado que toda esa multitud que discutía, corría, bramaba, pateaba.Y arriba, alto y señero el cuadro pintado a mano, como de dos metros al estilo la Ultima Cena que repentinamente adquirió actualidad porque las maestras le habían puesto un cartelón con fibrón que rezaba: "Primera Junta. Así se hizo la Patria". Y San Martín en su caballo guiándonos hacia la salida, hacia el hastío de regresar con las manos vacías como tantísimas veces a él le habían enseñado desde los escritorios de Buenos Aires que se volvía luego del esfuerzo sobrehumano de generosidad y eso que habíamos combatido, perpetuado nuestros nombres, aprendido las partes y las madres habían sorfilado, cosido, planchado hasta el desmayo. "Exodo de Jujuy", decía otro y era una copia hecha a mano con un Belgrano de pelo claro y sable corvo en un caballo rechoncho. Todo se reducía a eso, a un éxodo bajo la tormenta a que nos estaba condenando este 25 de mayo, albor de la nación única, nido trémulo de frío y sequedad, al lado de la cara horripilante de Sarmiento que parecía enojado con todo ser viviente.
Allí en ese momento, de la mano de mi mamá, con un cercano y amplio olor a patas de niños y pedorreos escondidos. Allí, con sudores agrios, reyertas y gritos destemplados de los mandamases entre la fusilería del cielo, entendí que así, desconcertado, deforme, descuartizado e inocente, habría sido el parto contra natura de nuestra patria querida.
Henchí el pecho con orgullo. Yo ya estaba siendo Historia.

Próximo lanzamiento del Nuevo CD de Abonizio

Así puede llegar a ser la tapa del nuevo CD de Adrián Abonizio, "La Madre de todas las Batallas", un dibujo del  reconocido artista , Tomás DEspósito (Tomi).
 Es la imagen del Principito tambaleando con una espada (la suya propia) atravesada en el corazón después de librar una encarnizada lucha con sigo mismo, lucha que podría ser, como no, la madre de todas las batallas. Esta es una primicia del blog que queremos compartir con los fans.

LALO DE LOS SANTOS: CUATRO CUERDAS DEL ALMA / Jorge Cadús

Hace poco más de nueve años, el 25 de marzo de 2001, partía hacia otras geografías Lalo de los Santos. Músico indispensable a la hora de trazar el mapa de la identidad de estos arrabales, el bajista, cantante y compositor rosarino sobrevive junto a sus canciones a ese exilio definitivo, la muerte. Quizás porque vivió acostumbrado a gambetear olvidos, y porque supo desde siempre que los partidos se definen sobre la hora, en un vuelo cotidiano de ternuras y afectos


EXILIOS


"Irse cuesta poco y nada / siempre una puerta alcanza y un adiós. / Pero al cruzar el umbral / nos damos cuenta recién que los caminos son sólo de vuelta / que uno nunca se fue..."
Así definía Lalo de los Santos esto de las despedidas. Se acostumbró desde joven a las partidas, a las valijas donde siempre caben "ropa vieja, sueños, amores y penas". Supo aprender una y mil veces "el idioma otra vez, la huella de cada señal". Y por eso, también, supo descubrir que "irse no es más que empezar a volver".
Lalo de los Santos nació en Rosario, el 17 de enero de 1956, hijo de un padre guitarrista y cantor de tangos. Ligado desde muy pibe al arte, fue uno de los músicos que construyeron la magia de la llamada Trova rosarina, muchos antes que las canciones explotaran en la garganta de Juan Carlos Baglietto. Desde la mítica banda "Pablo el Enterrador", y junto a Rubén Goldín, comenzaron a definir una identidad musical que iría más allá de las calles rosarinas. Corría la década del 70. Y surgía una música de puertos, mezcla de vinos en un mismo vaso, sangre nueva de rock, tango y chacarera. Música urbana, parida en encuentros que desafiaron a su modo el terrorismo de Estado, la represión y la asfixia.
Cuando la década del 80 recién despuntaba, en mitad de un invierno, Lalo de los Santos decidió que estaba bien ya del arte y su condena, y partió hacia Buenos Aires, desafiando al dolor que "crecía a medida que el tren se alejaba". Allí trabajó de oficinista, hasta 1982, el año del desembarco de Juan Carlos Baglietto y su banda en el Estadio Obras. Esa noche estuvo entre el público, un espectador más. Sin embargo, como contaría años más tarde, cuando escuchó la canción Mirta de regreso "la conmoción interna que sentí hizo que me planteara mi rosarinidad, reconociera mi grupo de pertenencia y me dejara embriagar por ver a cinco mil monos gritando 'Rosario, Rosario...'".

Allí comenzaría otra historia, en la que Lalo de los Santos dará forma a canciones como Al final de cada día, No te caigas campeón y Tema de Rosario, que se convertirá en el himno no oficial de la ciudad preñada por ese pariente del mar, el Río Paraná. Tres discos solistas, uno más con Rosarinos (junto a Jorge Fandermole, Adrián Abonizzio y Rubén Goldín), infinitas colaboraciones con otros artistas (desde Silvina Garré a Rubén Juárez), y una fe de hierro en la solidaridad -que supo mantenerlo en pie en épocas del peor individualismo- han trazado una marca de fuego en la memoria colectiva.

BROTES

El hijo de Lalo de los Santos, Iván, señala a Prensa Regional que "papá vivió el movimiento de la Trova desde un lugar muy particular. Si bien tuvo sus proyectos solistas durante la época de más auge de la Trova, siempre buscó asociarse con los demás miembros para lograr algo en conjunto. Me parece que siempre terminó priorizando sus colaboraciones o proyectos compartidos por sobre su propio material. Vivió con un orgullo inmenso el hecho de pertenecer a un grupo de personas que se identificaron bajo una misma ala rosarina", cuenta Iván, que -como su padre- es también músico, y sabe de despedidas y valijas.
Y completa: "a medida que fui creciendo empecé a descubrir la poesía que me iba rodeando, tanto en recitales como en ensayos o esbozos de canciones que mi viejo estuviera preparando en casa, y me abrió la cabeza. Por darte algún que otro ejemplo, siempre desde pequeño me llamaron la atención frases de diferentes canciones, que por ser chico no terminaba de entender: 'no hay rima que rime con vivir', o 'y como tantas mis manos se hartaron de golpear las puertas, y por no derrumbarme con ellas me tuve que ir'. A medida que pasó el tiempo y las experiencias de vida, esas canciones que escuchaba día y noche de pibe, comenzaron a tomar otro color mucho mas maduro".
Ivan recuerda que "Rosario siempre fue un lugar de calidez y tranquilidad para mi viejo. Tuve la suerte de acompañarlo infinitas veces y recuerdo que siempre lo vivió con una ternura increíble, expectante de reencontrar viejos amigos, contarme anécdotas en cada esquina, como por ejemplo el Tío Ramón perdiéndose en tranvías por la ciudad, o cómo se iba a tomar helados con mi abuelo a La Uruguaya. Me transmitió su amor incondicional por Central también, y luego de esparcir sus cenizas en el Gigante de Arroyito mi fervor es mayor aun cada vez que miro un partido..."
Y consigna que entre las canciones de su papá, "definitivamente el Tema de Rosario es el más influyente. Leí en entrevistas que mi viejo escribió el Tema de Rosario (o simplemente Rosario, como a él le gustaba) luego de un recital de Baglietto en Obras en el cual la vibración entre el público y los músicos fue tal que al verse desbordado emocionalmente por esta situación, la terminó volcando al papel y la compuso casi en el momento. Justamente la canción habla de nostalgias, de la adaptación a un nuevo ambiente o territorio casi desde un punto de vista de exilio. Me parece que logró plasmar en una canción la mezcla de sensaciones que vivieron no solamente él, sino tantos otros, al dejar su lugar de origen por un mundo nuevo. En su momento hubo mucha gente que se identificó con este tema".
De los Santos compuso varias canciones en las que habla a su hijo. Entre ellas, Tibio brote de amor y Duérmase mi amor. Iván cuenta que "aunque te parezca mentira, hoy por hoy sigo escuchándolas y siento que me están ayudando a crecer, o que me aconsejan a lo largo de mis días... Tanto ‘Tibio Brote’ como ‘Duermase mi amor’ son palmaditas en la espalda que me acompañan en cada momento de decisiones importantes. Saber que alguien va a ‘saltar los muros’ por mi, o ‘darme un sol con sus manos’, se siente lo mas emocionante del mundo, y agradezco tener la suerte de poder acudir, tanto a esa como tantas otras grabaciones, para sentir que mi viejo esta siempre cerca, que su voz me acompaña siempre".

Y dice que en los últimos meses "papá estaba trabajando en una canción que no llego a terminar. Tenía la música, pero no la letra. Una tarde, me la mostró... y la única frase que tenía como boceto era ‘no tengas miedo, hijo’. Es el día de hoy que la sigo escuchando en mi cabeza o me pongo a tocarla en la guitarra cuando lo extraño".

MORIR DE VIVIR

Lalo de los Santos murió en la tarde del domingo 25 de marzo de 2001.
Tenía 45 años, le peleaba a una enfermedad de las bravas desde varios meses atrás, y había dado su último recital junto a Goldín, Fandermole y Abonizzio, una semana antes, el 17 de marzo, en su ciudad, Rosario.
"La verdad que parece mentira que ya hayan pasado 9 años", confiesa hoy Iván. Y cuenta que "lo recuerdo siempre con un amor inmenso. El mejor amigo que no pude disfrutar lo suficiente. Tuve la suerte de poder subirme a escenarios con él, juntar figuritas de fútbol juntos, romper veladores y portarretratos en definiciones interminables de penales inatajables en un departamento minúsculo, entre tantas otras cosas. Siempre fue mi cómplice, mi primer gran amigo y lo extraño muchísimo".
"Si es que llega la muerte quiero morir de vivir / no de la que quiera algún tirano..." había pedido Lalo en su "Pequeño tango escrito en invierno".
Y como se sabe que el verdadero cementerio es la memoria, Silvina Garré abraza la ausencia de este tipo entrañable: "lo recuerdo como un gran ser humano, sensible, inteligente, generoso. Además de un músico excelente, multiinstrumentista, que disfrutaba enormemente del encuentro con sus pares. Fuimos muy amigos y su opinión fue muy importante y decisiva a la hora de animarme a mostrar mis canciones", recuerda.
Nueve años después, su compañero de crónicas, músicas y batallas, Adrián Abonizzio, lo describe "como a un hermano mayor, un confidente, un preclaro, un luchador por la unión entre los músicos, un maestro del humor y fundamentalmente, alguien con quien confiarse en las miserias y las alegrías íntimas. Me hace mucha falta aún hoy".

LA MEMORIA EN DONDE ARDÍA

Largos años atrás, Lalo de los Santos aseguraba a este cronista que hay que mantener viva la memoria, "el ejercicio de la memoria, para que no volvamos a repetir siempre los mismos errores. Y por otra parte es lo menos que podemos hacer por todos los muertos, porque el peor castigo es precisamente el olvido..."
Hablaba, claro, de un tiempo cierto de impunidades cotidianas.
Tiempos que seguramente no han terminado.
"Nuestra voz, -decía Lalo- "nuestra presencia, si bien no va a hacer que disminuya automáticamente la impunidad, son voces que se van alzando y demostraciones que se van haciendo para que los que detentan el poder no sientan que están tan libres para moverse como quieren".
Y señalaba entonces que "el gran compromiso que tiene cada artista es con la gente. Primero que el sustento del artista es la gente. En definitiva, si uno escribe canciones las escribe para la gente. Y las escribe como una especie de espejos en donde la gente pueda ver reflejado sus sueños, sus esperanzas, pero también sus miserias, su pobreza y su impotencia frente a determinadas cuestiones. Y es una manera, también, de no sentirse tan solos".

Corría 1997.

Y Lalo de los Santos elaboraba el manifiesto de la resistencia del arte en tiempos de condenas: "hoy veo que el sistema que se ha instalado como propuesta de vida, digamos, el modelo de joven argentino, es cada vez más cercano a un criterio de vida utilitario. Es decir: elegir como valores de vida las cosas según su uso. Y de ese modo habría que preguntarse, y está jodido preguntarse, para qué sirve una canción, en ese contexto. Por lo tanto creo que hoy es mucho más heroico que estemos vivos, resistiendo y cantando todavía".

Jorge Cadús

Reportaje en el Diario Los Andes de Mendoza

La pluma mayor de la trova rosarina

Adrián Abonizio: “El que escribe respira con distintos pulmones”

Referente de aquel colectivo músico-literario que despuntó en los ’80, es el creador de grandes canciones que hizo populares Juan Carlos Baglietto, pero también viene desarrollando desde hace varios años una silenciosa producción literaria que incluye tres libros y una labor poética de altísimo nivel.
La pluma mayor de la trova rosarina



Adrián Abonizio: “El que escribe respira con distintos pulmones”

Referente de aquel colectivo músico-literario que despuntó en los ’80, es el creador de grandes canciones que hizo populares Juan Carlos Baglietto, pero también viene desarrollando desde hace varios años una silenciosa producción literaria que incluye tres libros y una labor poética de altísimo nivel.

Adrián Abonizio. Una charla con el poeta, escritor y principal representante de la trova rosarina.
 sábado, 24 de abril de 2010

Así como los jueces hablan a través de sus sentencias, se podría decir que Adrián Abonizio habla por boca de sus canciones. “Mirtha de regreso”, “El témpano”, “Dios y el Diablo en el taller”, “Historia de Mate Cosido”, “Corazón de barco”, “Dormite patria”, y “Mami”, son apenas un puñado de las ya incontables historias que llevan su firma.

Todas ellas y tantas más, encontraron en la voz de Juan Carlos Baglietto el merecido éxito masivo, a la vez que sustentaron buena parte del repertorio de su compadre rosarino.

Fue en el despunte de los años '80, cuando junto a otros talentosos de La Chicago Argentina, Abonizio participó del big bang creativo que dio nacimiento a la “Trova rosarina”. una suerte de “equipo de los sueños” integrado por Baglietto, Fito Páez, Rubén Goldín, Jorge Fandermole, Lalo de los Santos, Fabián Gallardo y Silvina Garré.

A su vez, lejos de las luces de la metrópoli porteña, el hijo de don Carmelo Abonizio fue construyendo -sin prisa, sin pausa- un corpus poético de los más sustanciosos del país y al cual dosificó con sabiduría en más canciones, discos, crónicas, aguafuertes y relatos.
No hablar de su música sino de su Jeckyl literario fue la propuesta que se le hizo a este extraño conocido que recientemente editó su tercer libro, “Deportivo Pocho”. Publicado por Ciudad Gótica, está compuesto por una serie de relatos que reflejan “las luces y sombras de una Argentina que al ritmo del olor de potrero se fue integrando o desintegrando con un fondo de repiquetear de pelota en los baldíos o en las esquinas”.

En el mismo intercambio con Los Andes, el autor de “Cantándole a los vivos” anticipa su primera novela, “Hombre lobo rosarino”, territorio narrativo donde conviven el amor, los criminales y aquellos que buscan la fórmula para salvarse. Ah, y también habla de cómo avivar giles. En otras palabras, de cómo enseñar a hacer canciones.
-Con el antecedente de ser considerado uno de los grandes letristas de este país, sorprende que de tus cuatro libros hasta el momento sólo uno sea de poemas. ¿Apuntar en tus libros más a la narrativa, tiene que ver con despegarte del corset de la poesía musicalizada y darle a tu poética otra respiración, otras posibilidades?

-Es que escribir es un todo. Es como el que se dedica a pintar: tarde o temprano se las agarrará con la cerámica, con el grabado, etc., etc. Soy un escritor en todo sentido, más allá de la escala de valores. Lo demás, que mis libros no sean conocidos es cuestión del odioso mercado y del talento para construir una obra férrea que ilusione con que puede ser leído por muchos. El que escribe respira con distintos pulmones.

-En tus libros recuperás de alguna manera un género bien arltiano: las aguafuertes, la crónica, el relato con mirada propia. Algo que, repasando tus letras, no parece ir por veredas diferentes.

-Es cierto; leí ese género de manera casi fanática porque te obligaba a escribir algo sustancioso en un espacio corto, acotado y como al pasar. Luego, con el tiempo aprendí el aliento largo de una novela, por ejemplo. O la construcción y el repaso de un poema. En cuanto a la temática, la crónica es eso: ser testigo de algo. Y mucho de lo que se ve no es propiamente un mundo maravilloso.

-¿Qué puntos en común tiene “Deportivo Pocho”, tu último libro, con los anteriores y en qué se despega, si es que lo hace?

-Recién ahora voy armando una obra en paralelo con las contratapas que he escrito para los diarios. “Deportivo Pocho” lo es. Pero cuando las publico, en el fondo aspiro a que luego, cuando decanten en el tiempo, poder compilarlas. Aunque también tengo mi trabajo, el novelar, sin necesidad de que pase por la mirada previa del lector.

-Más allá de lo trillado acerca de las bondades -ciertas- de la Trova Rosarina, ¿creés que hay una cierta mística local que se traduce en tus textos y canciones, o simplemente uno cuenta lo que tiene a mano y hace cierto eso de pintar la aldea?
-La mística existe, pero se afirma con los hechos: no éramos “nadie” antes de ser Trova Rosarina. Luego “fuimos” y nos ayudó la previa del mito ambulante de que Rosario tiene una riqueza enorme. Pero, repito, antes éramos una nada y nos lo hacían saber, en el fondo, con intenciones que no prosperáramos. A sus apellidos nadie los recuerda, nuestras canciones están vivas. Creo que ganamos.

-¿Tenés o tuviste “escritores faro”, esos que marcan, que enseñan con sólo leerlos?
-Uf... una larga lista, no podría enumerarlos. Por lo general, uno toma, digamos a Onetti o Marechal, y se lo morfa para luego, como escritor de canciones, decidir: “Debo escribir como este tipo pero en formato canción; así de contundente debe ser”. Eso es. Nosotros leíamos esa clase de cosas, que derivó que nuestras canciones exhiban un lenguaje literario, poco frecuente si se quiere. Era un juego para mí eso de meter “literatura” donde sólo debía haber “letras de canciones”.

-La trastienda de las canciones es algo que desde siempre apasionó a los fans. ¿Por qué decidiste contar cómo nacieron las tuyas, cuando en realidad a la mayoría de los cantautores les molesta hacerlo, con el argumento de que se pierde el “misterio”?

-No creo que se rompa misterio alguno: las canciones salen de la atención que uno les preste a las cosas comunes, a las charlas, a las conversaciones ajenas, a las ideas absurdas que por minimizarlas muchas veces se pierden. Uno debe anotarlas, esté donde esté. Si cuento cómo y dónde nacieron algunas canciones puedo sonar desde idiota hasta escatológico. Y en eso no hay nada de misterio.

-Das un taller titulado “Hacer canciones”. No son pocos los que cuestionan, por ejemplo, la efectividad de los talleres literarios. ¿Qué tiene el tuyo que lo hace distinto o cuál fue tu objetivo a la hora de compartir gajes del oficio sobre la creación?

-Ignoro lo de los talleres literarios. Yo doy clases “avivando giles”, como dice el tango y sin que suene peyorativo.

Cuento y pongo en escena las dificultades que se tiene a la hora de escribir, cosa que se naturalice esa forma de trabajo y se haga costumbre ver a alguien componiendo, sin necesidad de que tenga que irse al Tíbet o recluirse para crear. Hay mucha fábula tendida como una trampa para que nadie piense por sí mismo. Y doy clases porque en ningún sitio se enseña ese arte de hacer canciones.

-Danos pistas de “Hombre lobo rosarino”, tu próxima publicación.

-Libro sobre lobizones en formato novela, que habla sobre el crecimiento desmedido en una ciudad donde los estímulos del “progreso” generan criminales y una escala de valores controvertida. En definitiva, habla del amor, de lo horrendo y de los modos que cada uno elige para salvarse de sí mismo.

-¿Cómo te llevás con internet? Lo de canalizar buena parte de tu historia en un blog (www. adrianabonizio.blogspot.com ), ¿fue idea tuya, para ganar un nuevo canal de comunicación, o no te quedó más remedio que subirte a la ola virtual?
-El blog lo hizo un amigo. Internet me sirve para poder escribir más: con la excusa de mandarle algo a alguien me obligo a escribir. Muchas letras salen de esos diálogos y hasta he compuesto vía internet. Pero uno mira afuera y el mundo es mejor tocándolo, oliéndolo.
Aunque más doloroso: internet sirvió para aplacar soledades y tapar heridas. De ser así, bienvenida.

-¿Por qué te quedaste en Rosario en lugar de anclar en el puerto mayor para irradiar más ampliamente tu obra?

-Viví en Buenos Aires más de diez años hasta que me cansé. Y volví por mi hijo y por la revancha de campeones. ¡Quiero el título mundial! ¡Quiero que Rosario vuelva a ser la usina que nunca cerró! Quiero que sepan y se entienda que lo que hicimos no es “historia”. O sea “pasado”. Es cultura, ni más ni menos.

-En general, tu obra -canciones y textos varios- tiene una fuerte impronta tanguera, cierta saudade urbana. ¿Cómo es y qué buscaste en tu disco de tangos, intitulado “Tangolpeando”, que aún no editaste?
-Busqué con naturalidad lo que soy e imagino: un tipo que leyó, oyó mucho de tango y cree saber qué hay que decir para escribir un tango. Me encuentro luego con la dificultad anacrónica de la falta de dinero para producirlo, pero ya es una guerra continua. O la continuación de un tango.
 Por Rubén Valle - rvalle@losandes.com.ar

Mujeres y tabaco


Los primeros puros, con envoltorio en corteza de tabaco llegaron en unas cajas de madera balsa pirograbadas con el dibujito de un león reinante y mi padre las depositó en el cuartito donde se herrumbraban mundos varios. Olor a pólvora seca, pescado y laca, óxidos con pegotes, humedad y limonero cercano que entraba por un ventanuco sucio. Las cajas estuvieron durmiendo allí abajo, junto al cajón de manzana repleto de alambres, en el plano inclinado destinado a las cosas inútiles.
Para la misma época nos habían ordenado en el colegio construir un mapa con las producciones agrícolas, ganaderas y mineras del país: así fue que en la zona de algodonales pegamos un pompón, en la del trigo una espiga y en la del tabaco no nos quedó otra que comprar un atado de Colmena. Con pegamento fijamos el cigarrillo y luego en la terraza, nos fumamos el resto del trabajo práctico apresuradamente.
Carlitos regresó violeta a su casa y yo quedé en cama con fiebre, luego de habernos pasado tardíamente menta por las encías para que no nos descubrieran. A pesar de la intoxicación nuestro trabajo mereció un diez y nos repusimos vehementemente gracias al premio. Para festejar nos fumamos algunos más pero con prudencia.
Una tarde de inusitado calor entré al cuartito en busca de los cigarros de hoja. Revolví, y mi padre, astuto, sabedor que habíamos accedido al tabaco culpa de las tareas e intuyendo que saquearíamos esa fortuna humosa los había desterrado. Lo que descuidó, disimuladas apenas por un envoltorio de papel de lija, fueron las hojas violáceas de una revista. Allí estaba el mercado de frutas con diamantes inexplorados, el viento del mareo, la locura del tesoro imposible: mujeres desnudas fotografiadas. Lucían con estrellitas dibujadas en los senos y bombachones gigantes. Ellas, las putas que mi padre escondía como yo ocultaba mis dibujos de guerra
Descubrí bajo las páginas los cigarros de palma y encendí uno fuera, para que el viento disipe el olor, mientras hojeaba la revista. Empezó a llover y tuve que entrar: lo apagué y en un rincón del patio de tierra, cercano al gallinero, vomité largamente una bilis verde que colapsó pegando un salto desde mi estómago vacío. Tras eso, como pude entré, dejé todo donde la había sacado y me apoyé en la morsa. Un aroma inconfundible de meada emergente por las vejigas de los demonios, gatos sin consuelo que entraban a veces al cuartito a dormir me despabiló. Sentí las llaves de la puerta: mi madre y una amiga charlando animadas luego de una salida al centro. Me hice el que estaba dibujando bajo el haz de luz.
Ella se asomó, la saludé por lo bajo y me tomó de la pera: ¿Qué te pasa a vos? Estás amarillo. Y con esa visión materna de descubrir señales bajo el agua, desenmascaró el escondite y en un santiamén estuvieron en sus manos la pila de revistas. La sostuvo sin mirarla. Lo único que espero no hayas sacado plata del monedero para comprarlas. Sacudió la puerta del cuartito y sopesé que era más una actuación que un malestar sincero. Se las llevó, pero antes olfateándome como a un dragón infecto me susurró: Y te enjuagás bien la boca: !estuviste fumando, mocoso de mierda!
Afuera había salido el sol y el olor del limonero atenuaba mi pena, mi indicio de algo que sobrevendría por la noche, cuando no habría escapatoria y habríamos de sentarrnos con mi padre a cenar y ella hablaría del asunto. La tarde se deshizo consumida en una mudanza errante de pensamientos difusos: aparecían las chicas en bolas, el olor como a podrido de los puros, el secreto de mi padre, la boca roja de mi madre en un rictus de falsa amargura, la risa de mi hermana que había oído todo y festejaba a su modo en el patio embaldozado cuestionando en voz alta como un mariquita cómo yo hacía esas cosas, si lo que menos me gustaba era fumar y menos aún las mujeres.
Lo noche como un baldazo de vino helado con estrellitas cayó sobre el cuartito y la casa toda: tuve que salir. Estaba mi padre sentado frente al televisor y presentí que ya había sido informado. Mi hermana esperaba la fusilería con expectante maldad mientras hacía juego de letras. El empezó a hablar de vaguedades: de un tío que se le estaba muriendo, de arrendamientos en un campo estragado por el agua, de un pez extraño que habían pescado río arriba cuando sonó el timbre y mi madre fue presta a atender; la siguió mi hermana pues era la madre de una compañera urgida por una tarea. En esos segundos mi padre, tocándome el brazo, y hablando y mirando hacia adelante: Nosotros piolas, ¿eh? Como las magos, nada por aquí, nada por allá. Mañana te compro una caja de figuritas y vamos a remar y te llevo, te lo juro al cine un mes seguido, pero esto debe ser un pacto entre caballeros. Ni vos sabés ni yo sé. Ahora fijate como se la creen... Y al cerrar la puerta y entrar ambas mujeres de la familia se sorprendieron de ver a mi padre tirándome del pelo en un truco extraordinario que solo él conocía, mientras yo daba gritos falsos de dolor hasta pedir perdón y oir a mi madre deciendo basta, que está bien, que ya aprendió, que dejalo, no seas bruto vos también. Mi hermana pedía un poco más.
Al día siguiente, al volver del partido, bajo la ducha tuve mi bautismo masturbatorio. Cuando salí del baño, con las piernas temblando, entendí que era otro. Ambos mantuvimos el pacto pero nunca volví a peguntar donde habían ido a parar aquellas revistas. Una tarde, en la cómoda, bajo el alhajero de mi madre las reconocí. Me extrañó el sitio, pero ya no me dieron ganas de hojearlas

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.


Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.

Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.

Nuevos Cursos con Abonizio


  • El jueves 15 de abril empiezo un curso de Letras de Canciones o Generación de Textos en el Sindicato de Musicos de Rosario. Todos los jueves a las 19hs.Calle J.M.Rosas 1411 T.e: 4217050-4244690 - contacto@musimedios.org
  • El 19 de abril en El Solar de las Artes.Santa Fe.Comienzo del curso"Generación de textos para canciones". Todos los lunes 19hs. Informes: 9 de julio 2955 (Santa Fé)T.E. 0342-4554792

¡Ay Dios, empiezan las clases!


Ay Dios, empezaban las clases y el Sr. Tiempo maduraba el cosmos regurgitando su racimo de uvas sobre nuestras cabezas de reos dispuestos al patíbulo. Secretamente, no admitía que me gustaba ser alumno pues eso era declararse ortiva. Ocurre que era quinto año y me debía una entrada triunfal al equipo de handball que se me había prometido ni bien pisara ese grado Michifuz, que así apodábamos al profe de gimnasia. Era un tipo, paradójicamente a pesar del apodo, lungo, con cara de roedor mal ensamblado por algún dibujante beodo de la Walt Disney, pues cargaba la cintura pegada al plexo; por ende resultaba un panzón con llavero y pito en mano haciéndolos girar en un tick de mando en vozarrón de milico. Pero me había puesto los ojos y me insistió que jugaría en la liga superior. Pero, el ¡Ay Dios empiezan las clases! era el runrún y no debía -como atleta que me consideraba- desconcentrarme. La oración era dicha en boca de las señoras sudadas, con batones y crías feroces: ¿No se podría alumbrar la idea de un comienzo de clases amable, sin apremios, algo normal o sin inconmensurable alegría, pero al menos evitar el fantasma de que todo aquello era un castigo? Pero las entendía: esas madres venían de maridos indiferentes o fajadores, transpirados indolentes que se calzaban la pilcha y se iban al boliche. Señoras que habían vuelto a ser vírgenes por intocadas luego de metódicas maternidades, con un ristra de hijos e hijas, a las que había que asear, desmelenar, despulgar y obligarlos a calzarse un uniforme. Todo aquello les recordaría la situación de calvario, mientras las varices aumentaban y las pastillas para los nervios circulaban de monedero en monedero como caramelos. Yo las veía, las consentía, las comprendía: estaba alto en mi metier, andaba comtemplativo y por suerte mi madre no era del grupo de raposas perdedoras, olientes a cocina y con vello en las axilas. Ella llevaba tacos, se empolvaba la nariz, lucía corte de peluquería y saludaba con una sonrisa, pero de lejos, para no involucrarse con ese sufriente ganado en pie que solo podía murmurar: ¡Ay Dios empiezan las clases! Pobres de ellas, pobre manada de mujeres sin armas, sin alma ni libertad.
El primer día de gimnasia Michifuz, alto, señero, pegándome un tincle en la nuca me anotició que estaba en el equipo. Lo miré como a un dios: era olímpico, de bigotazos duros como de estatua, ganador y me había elegido. Transcurrió la tarde y mi felicidad no cabía en el buzo azul. Luego, a la hora de Hijitus traspuse el umbral donde mi madre, sonriente como Bette Davis, me esperaba con la chocolatada fría. Había otra persona en la sala, la espié: era la esposa del profe Michifuz. Llamé a mi madre con un guiño y le hablé al oído contándole que me habían puesto en el equipo y si la presencia de esa dama allí en el rectángulo del living tenía algo que ver con mi debut en primera. No, son otras cosas... Historias de grandes... Andá para la cocina a ver televisión que tengo que hablar con Doña Laura. Un algo me dijo que podría sintonizar otra película mejor: subí al techo y por los bordes para que no oyera mi retumbar me colé boca abajo y por una pequeña abertura que daba al cuarto donde ya estaban departiendo me dispuse a oír. Fue memorable. Fue monstruoso. Fue educativo. Fue gracioso. Unas piedritas se me clavaban en el cuerpo, había una caca de paloma seca cerca de mi cara pero no quería delatarme. La que hablaba era Doña Laura. Fragmentos, claro: Y así es, Doña, vine a usted porque usted sabe... Usted es sensible y sabe aconsejar. El, él es un bruto, siempre con otras, siempre mirando a otras... Pero hoy, después de su clase lo esperé, y le grité tanto que todo el barrio se enteró, ¿sabe? Lo puse de patitas en la calle. Yo oí un suspiro de aprobación y un lloriqueo... Entonces, créame señora que no obstante el despecho se me aflojó el corazón, y fue porque se me largó a llorar. El infame, me hizo cornuda con perdón de la palabra y se larga a llorar... Que no podía estar solo, que tenía miedo de hacer una locura. ¿Y usted? La voz de mi mamá, severa, sonó por vez primera desaprobando. Yo, yo... Lo dejé pasar..y una vez dentro, viendo que en sus manos tenía las cosas que le tiré a la vereda.. Le pegué con la escoba en la cabeza y enseguida se largó a llorar de nuevo.... Lo tengo en cama, metido, meta moquear... ¡Hasta se le ha dado por ver la novela! Hubo una risotada contenida de ambas que así se despacharon con la desgracia del Michifuz, golpeador, amante, voz de trueno y por lo escuchado bastante cagón.
Me deslicé hacia atrás como una víbora y terminé la leche. La Sra. Laura partió. Mi madre me interrogó sonriente: ¿Que tal el gimnasio? mientas juntaba ropa seca. Bien, todo bien -dije concentrado en Neurus y Pucho.
Al día siguiente lo vi: los dedos con el pito y las llaves, canchero y en nada evidenciando la paliza recibida a no ser el parche en la pelada ensortijada. Me caí limpiando el techo a pedido de la Bruja, ¿viste?, argumentó a su ayudante mientras le miraba en un giro rápido el culo a la profe interina.
Ordenó, gritó, nos trató de maricones sin resistencia, de pelotuditos; que no teníamos aguante y de muchas otras cosas más. Se las toma con nosotros porque ayer casi lo rajan ¿no? -murmuré por lo bajo. ¿Qué dice usted?, me apostrofó y su sombra azul se proyectó sobre mi cuerpito entumecido por el esfuerzo.
Nada, profe. ¡Usted es mi ejemplo! Gracias por enseñarme tantas cosas buenas, eso dije. Me miró y se sonrió reconfortado ante todos. Luego cuando salimos se puso a mi lado y tomándome del hombro, con su garra de gato sucio en mi hombrito deslizó: Una sola palabra de lo que ya me parece que sabés y te quedás afuera del equipo, ¿tamo?
Así era el mundo canchero, artero, gladiador de cobardes y oliente a caca de hombre mayor. Pensé en las mujeres de batón y deduje que ellas, con sus penurias de encierro, con sus penas de telenovela, resultaban más fuertes que todos los Michifuz del planeta. Y mucho más honestas.

La marca de marzo


Y ya cuando marzo empezaba a languidecer, extinguiéndose de a poco como una estela, abandonábamos todo entusiasmo y nos íbamos replegando, dejando sobre la playa del cemento escudos y artillería, caracoles y animales cazados; fogatas marchitas que eran todo un símbolo contundente y sin gloria del fin de los buenos tiempos. Eramos viejos abandonando su hogar para pasar a las casas de retiro; éramos heridos de guerra llevados a enfermería donde por un año no veríamos ese sol, y esos árboles de la orilla. Con penuria nos obligaban a desandar el camino de greda y empezar otro, de pavimento y olor a escuela. ¿Hay algo peor que el olor impregnado a útiles, láminas escolares, el guardapolvo esperándonos? Agazapado, como siempre acechaba el Mal: yo a su merced sin fuerza combativa y mi ejército disperso por la mala hora. Dejábamos los balnearios para remojarnos en otras aguas, fundamentalistas, cerradas, extenuantes. Lo único bueno consistía en el regreso del fútbol que había estado sumergido en dos meses y ahora resurgía anhelante, con otros nombres, cambios y álbum de figuritas nuevo. En una terraza soltamos al aire nuestro polen interno como una salutación al calor germinal que estábamos perdiendo. Un vecino nos vio y contó todo, timbreando en nuestras casas: mi padre, abanicándose con un cartón lo mandó a la mierda porque además estaba escuchando el primer partido de Central y venía fulera la cosa. El tipo era uno que vivía de rentas y lustraba los caireles de la iglesia para purificarse. Fue con su monserja hacia otros padres y de todos ellos recibió una expulsión parecida. Un domingo mi viejo me estaba llevando en bicicleta a comprar el pan: había organizado una "pescadeada" y quería tener todo en orden y temprano: los cuchillos afilados, el mantel lavado, la leña preparada y la radio con pilas. Ese día estaba inspirado. ¡Huy, mirá quien va allá! Era el vecino alcahuete, presto a misa de once, culito erguido, apurado en su meta angélica. Advirtiéndome que me agarrara pasó tan cerca que de un barquinazo de su máquina entrando en lo oscuro de un charco salpicó al fulano hasta el vidrio de los anteojos. !Chau, Cristo!, le gritó y lanzó una pedorrera bucal que me pareció excesiva. Solía por ese entonces avergonzarme: era una aparición de lenguaraz cómico con un trasfondo indecible de crueldad. Su estilo era inmediato, filoso y más de las veces, injusto. Entonces sobrevino lo peor, lo que nadie hubiese imaginado que pase: el tipo, tocado por la afrenta empezó a corrernos. Mi padre lo azuzaba como a un caballo. Pero al alcanzarnos vi su garra en la camisa paterna y el posterior empujón que nos arrinconara a ambos contra el manubrio y el conductor de aquella loca cuadriga al no tener poder ya de manejo se precipitó sobre otro charco. Era marzo, el marzo espantoso de las lluvias que se estaban comiendo las calles con agua impura, hojas revolcadas, pozos profundos. Caímos en uno, una boca de tormenta terciada y salimos de aquel evento él con una pierna rota y yo con el corazón bombeándome bajo la remera amarronada. Aún lo recuerdo, puteándolo desde el empedrado, mientras el sujeto desaparecía con cara de susto metiéndose en su cubil cristiano de parroquia. Luego, lo demás: la ambulancia, mi papá sangrando de la boca y blasfemando como un condenado, la bicicleta hecha un nudo guardada en el bar conocido y yo extrañamente sano y disuelto en una nada mientras que afuera empezaba el viento de marzo y ya el Carrasco nos cobijaba como a heridos del frente. Pasó marzo, mi padre contaba los días en su litera para salir a romperle los huesos. Arriba, un cielo gris de barriletes me auguró la idea. El tipo de culito parado, el mariconzuelo que vivía aún con su mami anciana debía ser apresado en nuestro cubil. Todo lo maquiné en una esquina mientras veía llegar a la viejita que ya estaba a dos casas de la mía. Tuve la inspiración del diablo: de unos saltos estuve al lado de ella y de un empellón suave la introduje en mi casa. La senté en el comedor. No había nadie, era la siesta de marzo y mi viejo dormía en su guarida. Tomé un cuchillo de cocina y le exigí a la viejita el número de teléfono. Llamé. Al rato, tocaba el timbre el alcahuete, con los pómulos rojos, la lengua afuera y transpirándose todo. Mi viejo ya había sido alertado. ¡Hey, preparate que tenés visitas! El eunuco entró con pavor y lo recibí con el cuchillo largo, el de despanzurrar bogas. Ahí está su mami sana y salva mirando la novela y por acá, pase, lo están esperando. Lo tomé del hombro con una fuerza que desconocía en mí y lo metí de prepo en la pieza. Mantuve a la vieja a raya hasta que oí risas estruendosas de mi viejo. Vení, vení, me llamaba con rugidos cortados por la risa. Abrí y la luz empecinada de marzo iluminó la escena: allí estaba el vecino, desnudo, rezando de rodillas frente a mi padre que lo flagelaba con un diario, bufoso en mano. Por la raya del culo blanco del tipo, de entre los cachetes le asomaba un ramito de flores plásticas.
Aquella visión me acompañó mucho tiempo. La viejita ni se enteró, ordené vestirse al tipo, mi padre hipaba de risa, reconfortado como un rey demente. El portazo que di era por una extraña motivación donde ladraban dentro mío la furia, la tristeza, el orgullo, el pudor. Cuando mi padre me llamó para felicitarme, yo ya estaba arriba, sentado en el palomar, mirando la nada, sorprendido en el alma y a la vez estremecido por entrar de lleno a esa raza de humor y de maldad que me marcaría como tatuaje para siempre, el mismo que hoy llevo bajo la piel y se me hace imposible de borrar.

Un pedazo del infierno allá por el oeste


Los martillos parecen descender en cámara lenta. Disciplinados y alterando la velocidad del cosmos, se descargan sobre los chapones dejando un surco fantasma de su movimiento en la luminosidad del taller. Aquello me tiene atrapado, definitivamente: nunca había visto nada así y asisto al cuadro aquel, pleno en esplendores con una claridad de mortaja al fondo producto de una lonas carcomidas que se mecen con el viento. Hipnotizado. Feliz.
Che, Nuevo, me sacude de un brazo el capataz. ¡Que carajo viste, a la Virgen María que te mande hace un buen rato a que me trajeras las bandejas y todavía te estoy esperando! El hombre es bestial pero tiene razón; suda como un hinojo banco, si los hinojos sudasen , como un ratón o koala de ojos enardecidos. Es un polaco cruel que ha sufrido la guerra. Habla a los gritos y hasta debe cagar a los gritos.La bandeja llamaba como tal, es un rectángulo de diez kilos donde se remojan las heramientas expuestas al calor de este infierno.
Voy, digo, sacándome su brazo del mío.Como no me importa nada de nada y sé que tengo los días contados como aprendiz puesto que nunca seré más que el Nuevo o el Boludo en esta cárcel infrahumana de San Juan al 6000, donde vienen a morir los cóndores viejos tras su jubiliación, los pibes sin edad ni familia y otras subespecies de condenados, voy a los leones como los santos: riente. Pero yo no, señor. Yo no he de morir en cámara lenta. Yo sé nadar, conozco el mar y habré de bajar por la alcantarilla hasta alcanzarlo y me fugaré donde no haya fábrica alguna, ni padre, ni madre, ni dios, ni gobierno, ni sindicato, ni capataz, ni compañero alguno que me pueda alcanzar. Retiro las bandejas y las cargo sobre una carretilla: paso entre los fuegos temibles de ambas cortinas con salpicaduras de hierro ante el horror de mis colegas, pero ellos me ignoran porque soy el Nuevo y un sacudón de quemante susto puede que me avive, pero a mi ,que de esto sé un montón, nada me importa ya que estoy protegido por un Dios lumínico que hace que las esquirlas golpeen mi vestimenta azul pero no me toquen la piel. Humeo como una brasa, como un hule en un incendio.Hay conmoción en la cárcel: veo sus caras, su detención de las labores y me sonrío. Es buenísimo estar loco. No hay que dar explicaciones. Una vez entregadas las bandejas, meto mi cabeza en el chorro de agua helada. Me contemplan como a un maníaco que ha huído de los pabellones. Que ha invertido el orden astral de los planetas. Levanto la cabeza y les sonrío beatíficamente.
¿Nunca vieron un loco? Ey, denme un cigarrillo, les grito.Uno, el más viejo, por superstición y en un acto reflejo me pega una cachetada. No queremos boludos acá, pendejo. Te pudiste haber incendiado...¿Sabés a cuanto atravesaste los cortinados de fuego?....así, así por el pelito de una uña no te quemaste, la puta que te parió.....Estoy en el piso sofocado. Una barra está en mis dedos y le aplasto el pie de un trincazo.
A mi nadie me putea, viejo y la recalcada concha de tu puta madre! Yo mando sobre mi y hago lo que quiero!. Se retuerce de dolor y me mira más asombrado que dolorido: no lo puede creer.
!Llamen al Sindicato, al Polaco, que se lo lleven!, aúlla. Algunos lo cargan arrastrando un pie, como a un águila herida en su alón grasiento.Viene un morocho y detrás otro, al que le dicen el Peruano y detrás un tercero. Me miran como a un excremento, extrañados de mi valor, como ante la presencia de un cascarudo rabioso.
Tomo la barra. !Nadie me dice lo que tengo que hacer, esclavos putos. Soy como el Che Guevara! En ese momento por detrás un abrazo me contiene y otra mano me desarma, luego siento la aplanadora que es un trompazo exacto detrás de mi oído. Nock out. Despierto en un largo ataúd de cajas a la sombra. Estoy sobre una pila de cartones que se elevan hasta el cielorraso con apariencia de tributo egipcio. Un médico me toma la presión, mientras desliza una sublingual que me abre el pecho y hace que todo pueda respirar. El cielo está violeta y los pájaros que tienen su nido en la altura, vuelan en cámara lenta otra vez, como en una visión de purgatorio. Luego, una camilla y me cargan atado por los brazos y voy directo al hospital.Duermo, hago que duermo, veo enredaderas siento el trópico en mis sienes, el tráfico parece una tormenta tropical y ansío morir en ese momento de esplendor y de clarividencia. El doctorcito suave, de pecas y anteojos me susurra?.
Ya llegamos, campeón, vas a estar bien, sufriste un sourmenagge.
Eso es para los putos como vos, le agredo en su condición.Se sonríe.
Hay que ser muy valiente o estar loco para hacer lo que hiciste y para ser puto tambien, pibito. Enterate. Los martillos de la sala parecen descender en línea recta y cámara lenta sobre mi pecho expuesto del que no mana sangre alguna
Mi madre ha mutado en una heroína vengadora que pone sus dedos en los labios haciéndome señas que espere, que ya nos iremos. Mi padre es una araña gorda y colgante que yace presa o vive allí desde tiempos inmemoriales.Hay olor a calas en el recinto y cotejo que he muerto.
Una voz . Es típico señora, el calor, son más de 60 grados y muchos organismos no lo soportan? tuvo lo que se puede llamar una locura lipotímica provisoria, ahora está medicado y descansará dos días más hasta que se reponga. Ella asiente, la presiento.
Y va a tener que buscarse un trabajito de oficina, el infierno no es para los demonios y al tocarme la cabeza, siento que la retira pues el dolor agudo que le causo, por el odio, por la tristeza de obrero, por las penurias de un libro de antemano que llevo escrito en mi cabeza, lo han quemado y constituyen la brasa de rencor, el haber nacido pobre y querer ser artista sin trabajar de asno
Yo te entiendo, mi amor, es la voz de mi madre. Vas a ir a la Academia de Arte cuando salgas y como que hay un Dios que trabajaré para que sigas.La imagino limpiando una gran escalera de mármol. Una lágrima, la primera que derramo en mi vida conciente arde y desciende hasta mis comisuras infernales. Después sueño que pinto, pinto y pinto hasta desmayarme.

El surubí enloquece a los humanos


Mi viejo para ese verano ya se había convertido en un gladiador de las aguas. Junto a mi padrino Varela habían pescado con red, como a la altura del remanso Valerio un surubí de 45 kilos.
Varela, esto es un Fiat 600, fue la frase que acuñara, repetida hasta el cansancio por meses en respaldos de sillas, en autos prestados, en mesas familiares, velorios y cumpleaños. Eso fue cuando, según el cuadro de Goya que él pintara, se avecinaba una tormenta espectral, nocturna y estaban repechando cuando sintieron el peso inerte del bicho.
Éra como un Fiat 600, se entusiasmaba él en ambientes de talleres, casas de parientes y hasta consigo mismo, entonado la frase a modo de canzoneta mientras se afeitaba. Aquella enfermedad tropical, aquella fiebre duró todo el calor, el frío, para acallarse en la primavera. Mi padre empezó a amenguar en su relato y hasta solía dejarlo por la mitad, sin agregar siquiera la metáfora automovilística. Algo estaba pasando.
Tu viejo está colifa, sentenció mi tía Mariel. Les pasa a todos los deportistas: cuando ya han llegado al podio todo lo demás les parece la nada. Es que en la altura no hay oxígeno y te mareás, colejía para mi que no entendía del todo, mientras me permitía repasar su coleccion de almanaques y acariciar el carey lustroso del bandoneón de su marido Nacho, muerto en un accidente de auto cuando iba a tocar con Pugliesse. Luego, invariablemente me hacía acariciarle las tetas.
¿No te parece que están primorosas todavía? ¿Ves?, ni una piba las tiene así, para luego, sin aviso, regresar al bordado carmesí de un paño con el que decoraría la tumba del finado.Todos estaban con el moño mal puesto en la familia. Mi padre dejó de hablar en ese tiempo y retiró la cabeza del surubí que presidía el living. Mi mamá estaba con la congregación de no sé que Santos y rezaba para que el Mal no toque siquiera las paredes externas de nuestra casa. Yo solito me firmaba los boletines de la escuela y había ocasiones en que me preparaba la comida. Mi padre, según murmullos, decía que había empezado a hablar con el suyo, extinto.
!Y claro! La fama aturde hasta a los más sabios, me repetía Mariel. Si habla con tu abuelo le voy a decir que le mande un mensaje a Nacho diciéndole que ya está casi lista la bandera! Ay Dios Poderoso dame valor? y me ponía las tetas delante.
Dale, sobrino, chupá y decime si no están duras como pomelos, decime vos un poco, che!. Yo hacía lo que ella decía hasta que se cansaba y se iba hasta la cocina a escuchar el radioteatro. Lloraba cuando la saludé al irme. Tuvo la amabilidad de hacerme una seña consternada y echarme con un gesto de su mano mientras el humo de vapor de la plancha la sumergía en un paisaje brumoso y caliente. Cuando llegué a mi casa había un tipo alto, camisa a cuadros, moñito y sombrero de copa, sentado en el living.
Es el exorcista, para tu padre, graficó Chita, la vecina tuerta que acompañaba a mi mamá al Culto. Entró mi papá como una tromba y sin más, como presintiendo lo inverosímil le depositó la cabeza del surubi en las faldas del predicador
Este es el culpable hable con El Señor y dígale que estoy bien y que mi padre quiere que le pongan rosas chinas en vez de las rojas de siempre. Y acto seguido, tomándolo de un hombro sacó a patadas en el culo a ese espantador de demonios, tan espantado que huyó a la carrera. Mi madre, espiando tras una puertita estalló en sollozos. Mi padre se pedorreó primero y después, pisando de costado la cabezota del pez, la levantó como a una pelota y la mató con el pecho. Le habló entonces a los ojos de carey, a los bigotazos endurecidos por la laca.
Vos, vos sos el culpable de mi ruina, nunca tendría que haberte sacado, no voy a tener otro igual y mirá, mirá en lo que te convertí, en un sorete negro disecado. Chita se desmayó y mi madre, en un arranque entró al living y le volcó un florero con agua en la cabeza. Justo, como en los films, tan justo que sentí un alivio supremo ,entró mi padrino Varela, pitando sus famosos cigarros y sin resquemor alguno lo apagó en el piso, apurado como estaba por consolar a mi viejo. Se lo llevó a la cocina y allí se estuvieron con la grapa durante horas hasta que los escuché reir como antes, como siempre y me quedé tranquilo. Era de noche ya y la cuña de la luna entraba por el patio. Yo tomé con algo de asco la cabezota del surubí y le espeté aquello que había visto en una serie de la tarde.
Ser o no ser, dat is de cuestion. La escondí en el alero y me fui a dormir con el castillo en paz.Temprano en la mañana de domingo la envolví en un trapo y me llegué hasta lo de la tía Mariel. Pero ni me miró. Andaba por el jardín espiando no sé que duendes fabulosos que crecían dentro de las glicinas y que le estaban ayudando a bordar la bandera mortuoria de su finado Nacho.
Y vos, sacame esa cabeza de porquería de acá, me gritó como nunca.
¿No te das cuenta que espanta a la magia de la vida maravillosa que hay en los jardines?.No me dejó tocarle ni la puntita de las tetas y me dió de beber lemoncello para después salir sin cerrar la puerta. Había juntado un manojo de calas e iba hasta el cementerio. Yo me quedé solo en la galería, con la cabeza al lado mío y el primer sondeo de mis dedos sobre las teclas del bandoneón.
La cabeza me miraba pero alcanzé a tocar igual Mi noche triste de punta a punta, desafinado pero con sentimiento. Después salí a la calle y entrando en la iglesia, deposité la testa del pescado sobre la del Niño Jesús.Dios me perdone, total que le hacía al Cielo una locura más, si todos sabemos que las cabezas de los surubíes muertos enloquecen a los humanos.

Mi primer empleo


Mi primer empleo vino a caerme en el mediodía de diciembre, post Navidad, tras ese letargo de cocodrilo luego de un banquete, de sábalo lagunero en aguas tibias del barro luego de un festín, de madriguera sucia aún con restos de pieles de animales muertos, frutas podridas y olor a sidra volcada. Ese era mi estado: el alcohol envenenaba más la circulación sanguínea, así que lo único que hacía, preso en mi casa fresca era dormir de una resaca propiciada por el abatimiento tras las Fiestas por parte de los adultos que me transmitían, de sus lugares comunes, de sus reyertas, testimonios de verborragia en vano y fetiches con agujas clavadas en el cuerpo de un pariente adverso. Eso era cansancio y a mis catorce años era demasiado: por eso buscaba los huecos de baldosas sin calor de la casa y evitaba escuchar conversaciones de fracasos o enemistades ardiendo.
Era joven, creía en la gente, me sabía inocente en puñaladas y precisaba irme. Mi viejo, largando un chorro de soda sobre su copa con Amargo Obrero dictaminó señalando un punto ahí afuera Vas a trabajar, entrás mañana, mi amigo te espera. Es un buen sueldo y son solamente seis horas. Me explicó tratando de que la noticia me aliviara en vez de preocuparme. Lo tomé como un salvataje: eso me alejaría de este armisticio y saldría al fin a la vida. En la mañana sentí calambres en la panza cuando entré al depósito de repuestos para autos. Me dieron un mameluco que me quedaba grande y me ordenaron clasificar las piezas. Era sencillo; tanto que cuando me quise acordar ya era mediodía. En el ancho patio almorzaban, tirados, esquivos del sol los obreros de la planta.
Yo busqué una zona alejada y tras adquirir un sanguche en la cantina me senté en el cordón, bajo un limonero con olor a gas oil. Arriba resonaban los aires acondicionados de la oficinas de los jefes. Una voz dijo mi nombre. Me paré instantáneamente. De su casa, me dijo el tipo. Vaya tranquilo, por acá y me condujo hacia una escalera caracol que comunicaba con una oficinita discreta: el tubo marfil del teléfono volcado y la cara seria de la chica me confirmaron el presagio: mi mamá estaba internada.
Fue el verano más triste: se despide a los muertos bajo el rayo indolente del sol, se los entuba en un cajón, las manos sudadas, se transita la avenida de greda roja a paso lento y luego se tapia la puerta labrada. Te llevan de los hombros, estás transpirado, la boca seca y no se sienten las piernas. Allá abajo, en la tetilla izquierda el corazón aletea y rebota contra las costillas: está solo y apenado, está gris de bronca y pena. Por la tarde sonó el timbre. Mi tía, que aguantaba su baja presión bajo las aspas del ventilador llegó como pudo hasta la puerta. Del trabajo, dejaron esto. Y en una caja con marca de amortiguadores me devolvieron lo que había olvidado en el primer día laboral: mi ropa doblada, la llave, unas monedas, el DNI y diez pesos de paga.
Y era como si yo mismo me hubiese muerto en alguna guerra fraticida y ahora me estuvieran entregando a mi mismo las huellas de mi paso en la tierra. Muerto, yo había muerto ese día y no mi mamá. Las flores no eran suyas ni era suyo el cuerpo puesto en el arcón de madera, ni suyos los oídos que escuchaban la algarabía por el Año Nuevo que llegaba y que se propalaba por una vecina radio ajena al luto en sus cercanías. Un pajarito cantó tan fuerte que retumbó por toda la galería. Luego empezó a tronar y más tarde una lluviecita perfumada a orines de gato y madreselvas inundó la cocina. Yo salí a la galería. Mi primer día de trabajo y el adiós de mi mamá.
Ahora empezaba otro nuevo. Aprender a vivir sin ella y emplearme en algo para ayudar en la casa. Me tiré en un rincón donde nadie me pudiera ver.
Con los diez pesos ayudo a pagar el entierro, se me ocurrió, antes de cerrar los ojos.

Disciplinas



Franzúa viene de otro barrio y es potencial enemigo hasta que no lo veamos jugar. Así, de civil, se para bien. Es chueco, pecho implume pero de tórax vigoroso y unas piernas chuecas. Conocedores del tema, estimamos que son garantía de un hábil. Leyenda acuñada en la esquina de filosofía y cálculo numérico, todos sabemos que los grandes han sido y serán de piernas combadas. ¿Y Artime? soslaya José. Es un muerto. Sí, un muerto que hace goles, digo yo que me dejo apodar como él y defiendo por tanto,su escudería. Caen los nombres de las figuritas: Avallay, Wilington, Gramajo. En eso estamos cuando desciende del 21 negro el mismísimo Franzúa, carpeta negra con liga al medio y canchereando un pozo da un saltito breve y elegante para pararse en el cantero y esperar el semáforo. Se para como diez, estima Maurito. Es un zurdo, un once, deduzco. Cruza junto a los escombros con una delicadeza de su gesto ensombrecido porque el polvo levantado se le ha metido un poco en el uniforme y se lo sacude rápidamente. Lo llamamos con cordialidad; le mostramos la naranjada de litro que estamos tomando luego del desafío en la cortada, allí bajo las lilas y el alero. Llega y le extendemos el envase. Limpia modosamente el pico con un pañuelo que extrae del bolsillo del uniforme escolar que detectamos por primera vez inmaculado con la jerarquía del lacre en el escudo. Su perfume es de ricos, sus zapatos son mocasines de los caros, sus manos son delgadas y usa un anillo de sello delgado en el anular. Toledo lo inquiere de frente: ¿De que jugás?. El se echa hacia atrás, en un gesto encantador, se tira el pelo al medio y responde como en un reportaje la frase enigmática que nos sobrevuela horas: Lo mío no es el fútbol, cualquier disciplina menos eso de la pelotita. Lo miramos como a un escuerzo, algo barroso surgido de los sulfuros del infierno, un ser que ha osado mancillar con su respuesta la sagrada biblia, el pesebre inmaculado donde reposa Dios con su pelota de piel de lebrel bajo el brazo, esperando el pitazo. Sé que a ustedes les parecerá raro, vienen de allí y señala una zona aérea que delimita el barrio, los techos bajos, la manzana. Yo, yo provengo de una familia francesa y me tienen prohibido el fútbol, ¿saben? Responde aleccionador, distante, difuso. Ah, digo yo quitándole la botella de la que no ha bebido. Estamos tan pasmados que hay un hueco de silencio largo, cual preludio de una batalla o retirada. Nadie habla. Al fin, Franzúa con una soltura de los que tienen conocimiento de su poder, saca de entre las piernas de José la pelota de plástico y la empuja al aire, tan alto y tan lejos que de una volcada de viento, queda enganchada entre los cables donde se sacuden los gorriones espantados. Repite el gesto de acomodarse el pelo y oímos lo que nunca: Sorry amigos, soy un torpe en estas lides. A ver, toquemos timbre para que nos dejen sacarla. La casa a la que refiere es la del gomero, un sujeto horroroso capaz de asesinar si un timbrazo proveniente de niños lo saca de su ensueño de vinos y gordas feas que lo suelen visitar. Alguien le quiere avisar. Le hacemos un gesto de silencio: que lo fusilen, que lo trituren, que lo deguellen. Por traidor, por presumido, por pillado y por sorete. Nos alejamos para evitar el salpicón de sangre, nos cruzamos de vereda y asistimos al espectáculo: la manija se mueve y vemos la sombra furibunda, las manos de grasa, los pies de monstruo. El francesito entra. Al rato vemos al gigante con una escalera y un palo intentando desamarrar la pelota. Y a Franzúa quien desde abajo lo azuza. Dele, buen hombre ¿O se cree que voy a estar todo el día? ¿O no sabe manejar un palo? Otro silencio y nos miramos como ante un milagro. La pelota cae y el monstruo se retira dando pasos hacia atrás, temeroso y sonriente en sus caninos forzados. El pibe se cruza y se sonríe, dueño de todo. Es el empleado de papá,una bestia. Acá tienen y nos la pone en las manos, como una flor, como nunca se ha de entregar pelota alguna.
Así me dijeron que son los franceses, medita Toledo cuando el extranjero ya es un recuerdo de paso. Y nadie le puede replicar porque nadie sabe que ha sucedido pero sentimos en el aire una ceniza invisible como la que dejan los meteoros a su paso. Un meteoro de diamantes, exótico que nos hace sentir diminutos, hombrecitos perdidos en una galaxia donde la luz del sol es manejada por seres superiores. En eso estamos cuando abre la puerta el gomero y sencillamente, con la testuz baja como un toro a punto de ser decapitado, nos extiende una jarra perlada de agua fría con limoncitos dentro.
Ta fuerte el sol, muchachos, alarga con una voz tan delicada como desconocida.

Año nuevo de años viejos

La tapa del Patoruzú era celeste y blanca con una fecha al tope:1963. Un bebé que simbolizaba el Año Nuevo montando un cohete con detalles de tornillos y emparches, cruzándose en el espacio interestelar con un viejito lleno de brillos mustios que saludaba con mueca de Año Viejo. El patio de balzones estaba fresco a la siesta. Al lado, como un rumor de volcán la sierra de la carpintería zumbaba con delicadeza para no interrumpir la siesta de ogro de mi padre, venido de la marmolería repleto de sudores, olor a hollín y cigarrillo. Las palomas en su rucucucú arriba en la hondura de minarete y olor a guano. Delante la Loca aullaba de a ratos afinando con el mirlo de su jaula. Tras la tapia sur Don Lingo aprovechaba para abofetear a una ristra de hijos que siempre le estaban haciendo la vida imposible y lo llevarían irremediablemente a la tumba. Viudo, reinando en su sombría vida de empleado de Correos esperaba que los hijos crezcan, que se los devore el viento o morirse él mismo de hastío que es lo que sucedió realmente y entonces pudimos al fin descansar en las siestas. Yo estaba solo. Salvo por mi padre que rezumaba bramidos de dragón de bosque en su terruño de sábanas y ventilador de fierro marrón. Estaba en la edad en que los niños pueden quedarse solos y escarban monederos, carteras, escondites donde pueden brillar desde un zarcillo a un chocolate. Yo había descubierto la revista bajo la radio y me estaba solazando, de cara al cielo con un ojo y el otro puesto en la historieta de Avivato. El calor parecía detenerse justo en la altura del techo de chapa de al lado y en ese rectángulo sin luminosidad me encontraba a mis anchas. Una mosca hizo clarear con sus alas el momento delicado: fue una mosca pero es como si hubiese sido un hada. Le vi las alitas a la espalda y de un manotón la retuve en el hueco de mi mano. Atontada quedó patas arriba y tras reponerse del nockout voló a la desesperada. Tenía control sobre la materia: había aprendido a cazar insectos, doblar varillas para clavar peces en un lago imaginario, darle el maíz a las palomas y leer, profundamente enfrascado en la siluetas que decoraban los relatos. Corredores de bicicletas, señoritas de pantalones pescador sonrientes por un nuevo dentífrico, familias abrazadas por la llegada de un automóvil nuevo al hogar, papa noeles con niños en su falda augurando que compre en tal juguetería y recuadritos con pronósticos de felicidad esplendorosa partiendo de envases de sidras manando de siestas y viñedos lejanos. Adentro ya mi padre mugía, que era el segundo escalón de su sueño de monstruo. Yo, repito, estaba solo. Sabía que mi madre se había llevado a mi hermana a lo de la suya tras la riña de la noche anterior. Era la tarde previa al fin de año y yo entendía todo. Habían mencionado mientras creían yo dormía algo de un título de una casa, de la falta de valentía de mi padre; siempre mi madre con su hilado de aguja perforante derramando palabras de filos y mi padre que callaba y que de vez en cuando suspiraba pitando el cigarrillo. Miré las figuras de las propagandas: allí las señoras tenían un talle de princesas y sus embriones criaturas preciosas junto a un papá de lentes, saco y corbata que abría los regalos del arbolito. Olí las páginas: allí quería estar yo, sabiendo que era imposible. Imposible los relojes que se abrían con un cucú relampagueante y las lanchas con el surf y las familias abrazando un pesebre y las estrellas y los planetas y el mundo en paz sobre una gramilla de oro con liebres de corbatín, saltamontes floreados, cristos violetas que sonreían crucificados, monopatines y pistas de autos eléctricos, montañas de nieves eternas y pavos a la York. Mi espalda estaba fría y arriba, en el rectángulo celeste pastoreaban unas nubes gordas. Siempre estaré solo, quise decirme. Por más años nuevos o años viejos. Siempre estarás solo, con incongruencias que nadie explica y que entendés; con discusiones en sordina y noches de reconciliación que se me clavaban en cuanto las percibía, miocardio de jovencito que drenaba algo mejor que sangre y agua; un arroyo de silencio y concordia, una casa en la altura y yo ya grande, sentado sobre un árbol caído junto a mis perros, el hacha y la luna redonda arriba.
Vino la noche, nos trasladamos hasta la casa de alguien y todo transcurrió como siempre, como el Año Nuevo de otro Año Viejo.
Cerca de las dos, con la propulsión efímera de un fósforo de cera, el arbolito del comedor empezó a arder y no hubo agua, ni sifones de soda ni arroyos en la altura que pudieran apagarlo.

El salón de los billares



Practicaba el arte ocioso del cigarrillo con parsimonia. Al llevárselo a los labios sostenido por unas uñas extremadamente largas se le completaba un aire entre Bogart y Bela Lugosi. Húmedo de naftalina en su sobretodo marrón, siempre con un pie en la tierra y otro, balsámico, con olor a alcohol allá en las nubes, artista de privilegios como era, lo admirábamos. A lo lejos, tras el muro transparente del vidrio se desdibujaba una tarde inmensa. El taco de billar, parado de culo se estremecía cuando alguna de la bolas rebotaba en las bandas, porque el tipo tiraba y rápidamente como si le quemara llevaba el madero al pecho o lo apoyaba en el borde.

El Negro Cornejo, último sobreviviente de una raza extinta apaciguó el correr de la roja con la mano. Era un tape oscuro y ceremonioso que jugaba con él y en ese gesto denotaban que se encontraban corrigendo direcciones en la búsqueda del tiro perfecto. El Flaco sopesaba la alquimia de una idea como quien repasa mentalmente la táctica de una batalla.Era lo más importante del mundo lo que entre ellos estaba sucediendo y le transmitían la electricicidad al ambiente. Nosotros, a unos metros sabíamos lo que interrumpíamos con los constantes traqueteos groseros de los mangos del metegol y nuestros gritos perrunos.El ritmo de un anuncio que estaba al caer nos hizo hacer silencio.Allí había algo y no era bueno perdérselo. Podríamos aprender.

"Dulce de leche" era el apodo del tipo y aquello lo tornaba algo indigno, pegajoso, poco menos que incompatible con su aire de dandy y de aventurero venido a menos. Es por el color del sobretodo que no se saca nunca, aclaró Pellegrino mientras hacía sonar el repique de un gol que sonó como un balazo. Nos acercamos al rectángulo verde iluminado con fluorescentes: los contendientes parecían generales dispuestos sobre un mapa, pero si uno los miraba a fondo la alcurnia por una gallardía de generalato se iba a pique rápidamente.Corrnejo llevaba una camisa de mozo con el reborde negro de tierra acumulada; olía a sudor añejo y nos odiaba mientras que Dulce de Leche, más enigmático pero persuasivo a la hora de explicarnos el porque una bola hacía tal o cual derrotero, parecía perfumarse con ginebra y tabaco. Era nuestro preferido: tenía algo de galán derrotado, de padre con hijos perdidos, pájaro mal entrazado en una tierra de águilas; nos movía, en definitiva, la admiración y un poco la lástima.

Cornejo nos quiso echar. Dulce de Leche observó, cigarrillo entre los labios. Déjelos, Indio, así aprenden...esto es como mirar un cuadro...uno que se pinta con cada tacazo, vea...Aquel pensamiento logró deslumbrarme porque era una verdad a gritos: si se pudiera trazar la línea de cada bola con color tendríamos obras impensadas. Yo que aún no había descubierto el arte contemporáneo, ni los graffittis, ni el colagge había entendido fugazmente que el arte era un poco de polen en el aire. Como las manchas de humedad. Como las cortezas de los árboles.No sé porque pero recordé a mi padre señálando a quien hacía una prueba imposible demostrando habilidad innata y entonces era cuando magnificaba todo con la frase: El Fulano es un artista, una eminencia. Se refería al abanico que comprendía a cantores, a artesanos, a baskebolistas, delanteros, estafadores o contadores de cuentos. Yo ya había entendido. Daba lo mismo. El mundo pleno estaba allí, repleto de talentos y de espíritus solitarios en medio de una llanura de preciocismos.

Lo mismo dicen aseguraba un tal Riestra, aquel desconocido que solíamos ver parado en un ángulo del estaño tratando de pasar inadvertido: se sabía era escritor y que venía a ver al tipo de sobretodo porque estaba escribiendo una novela de billares. Era callado y tomaba apuntes, invisible y foráneo. Es una belleza, ronroneaba por lo bajo Dulce de Leche: La bola de punto giró sobre sí misma, desplazó a la otra que ahuecó el pecho suavemente contra la roja enviándola hacia un ángulo donde quedó muerta tras besar a la primera. Cornejo festejó afirmando con la cabeza. El otro saludó a una platea invisible: había logrado, según adivinamos, algo insuperable. Tanto que ambos batalladores dejaron el juego y se fueron abrazados por los hombros hacia la barra, donde el Indio, jovialmente despachó a su rival un vaso de vino hasta el borde. De regalo, como ofrenda, mientras movía la cabezota resignado en la derrota, complacido por la epifanía. Nosotros, chiquitos ante la magnificencia del hecho regresamos hacia el metegol, donde nos olvidamos rápidamente del Momento, mientras evitábamos el molinete y el tiro al voleo, afinando los dedos, sacando punta a nuestras almitas horizontales, deseando nosotros, también ser un poco artistas.

Pero nos faltaba mucho, la sangre era un chorro de energía y no había tiempo alguno para fijarse con detalle en las cosas: ya habría espacio y lugar, cuando dejáramos la cáscara de pajaritos en la vereda y aprendiéramos a meternos en el mundo verdadero con garras y picos a la vista.

Una belleza, una belleza murmuraba Dulce de Leche abarcando al universo a través del líquido bordó de su vaso de tinto. Al fondo, sin que lo hubiésemos notado, estaba parado Riestra: alto, flaco, con los ojos húmedos.

Flora y fauna




Esta es una inedita: con Chipi, el hijo del Turco en el mar durante una gira