Cine de Super Acción por Adrían Abonizio

Recuerdo haber sido chico y sentirme muchos a la vez. Recuerdo pedir un vaso de agua (no llegaba a la pileta de la cocina) y empinarlo de un sorbo con gesto suficiente a pesar que ese trago ardía. Recuerdo limpiarme la boca con el antebrazo. Recuerdo estar lleno de polvo del desierto y dispararle a mi madre por la espalda. Luego que la bala atravesaba el cuerpo del villano, un killer discreto como yo, ordenaba whisky para todos y que siguiera la música. Recuerdo haber visto huir a mi perra hasta un caserón vecino porque se negaba a tropezar caracoleando como los caballos de los cowboys, mientras era apedreada. En Mundo Insólito describían a las tortugas marinas gigantes relatando que ni una bala de fusil podría atravesar sus caparazones. Tomé el Maheli 5 y 1/2 de aire comprimido y la perforé: más que apenado por la tragedia estaba ofuscado por el embuste. Al tiempo el olor cadavérico me delató pero mi mamá adujo una cierta inimputabilidad que me salvó. Corzo, un gordito retraído, cayó al otro día a un zanjón y se rompió una pierna: habíamos visto en la pantalla cómo un pibe rubio, pero en blanco y negro, se estrellaba contra unas rocas empujado por un amiguito.

También por esos días aparecieron unas series sobre Hombres Mosca que se deslizaban por los edificios para destripar cajas fuertes: con el Chino trepamos el frente inmaculado de los Cusumano, dejando las huellas de nuestras manos y pies en el lugar del crimen. No había nadie en esa casa pero el dueño nos buscó durante una semana. Cosa de chicos, dijeron muchos y el caso fue archivado.

Otra peli era sobre la maldición de la Momia, con Boris Karloff, así que secuestramos a la hermanita del Tony, la vendamos con una sábana, usamos su cuna invertida a modo de sarcófago y la embutimos en el ropero a esperar que resucitase. Los gritos atrajeron a los guardias que tomaban el fresco en la vereda, así que disimulamos y dijimos cualquier cosa: al fin y al cabo resultó ser una momia chapucera, bastante alcahueta. Con la Laurita intentamos una violación que copiamos de la serie La Ciudad Desnuda, pero nadie supo cómo hacerlo. De Los Tres Chiflados, Moe era el elegido: pegaba, ordenaba y se parecía un poco a Hitler. Todo iba bien hasta que al Cady se le saltaron dos dientes y no vino a jugar más. Todas estas escenas que imitábamos ocurrían en lejanas comarcas o en decorados fastuosos, de allí que reproducirlos le confería a la acción la gracia de un film dentro de otro.

Un atardecer copiamos como pudimos una toma donde una pandilla espía a una chica bañándose a través de una banderola en una terraza zigzagueante de neones. Ella tenía las tetas blancas como las amantes de los hampones pero allí las podíamos ver completas. La función terminó cuando el Flaco Paludi pisó mal y se vino abajo. A ella le dieron algunos puntos en la cabeza y al Flaco le sacaron muchos vidriecitos del estómago. Si hasta lo visitamos en el hospital como habíamos observado que hacían los camaradas de guerra entre sí y le dejamos a escondidas un paquete de Colmena. La señora no dijo nada: ella sabía que habíamos visto cómo un tipo semidesnudo que no era su esposo huía por los fondos. De ahí en más nos dejó mirar por la claraboya todo lo que quisiéramos.

En todas las de Cine de Súper Acción indefectiblemente los malos eran los árabes, los indios, los africanos de la selva, los mejicanos. Morían cientos de ellos antes que el héroe cayera herido antes de pronunciar la frase convenida: "Es solo un rasguño" y una mujer tan hermosa como anhelante le daba agua en la boca y lo cuidaba cambiándole de vez en cuando unos trapos húmedos puestos sobre su frente ardida en fiebre. Con nosotros nada de eso ocurría. Eramos blancos, ganadores, una fija completa, pero cuando volvíamos del campito nadie nos socorría. Llegábamos rengueando, con las camisetas rotas y algún ojo morado, pateando la pelota con distracción, como si arrastráramos la cuadriga de un ejército derrotado. Ellos, los demonios negros de las calles de tierra, los de habilidades envenenadas y alegría salvaje; ellos los sucios negros piojosos eran los causantes de nuestra penuria. Y los imbéciles adultos repetían la frasecita como si nada. "Y, son cosas de chicos". No, no eran cosas de chicos, eran cosas de negros de mierda ; eran cosas de seres monstruosos y gigantescos; eran desgraciados a los que los peronistas que pintaban con brea las paredes pidiendo por el Líder, denominaban excluidos, marginales. Y que nosotros padecíamos hasta la humillación más asquerosa. Ellos los defendían, pero claro, ninguno había sido escupido ni barrido a patadas por ellos. ¿Acaso Perón impidió que nos robaran la bandera y la pelota? ¿Dónde estaba el General cuando a Tiburcio lo llevaron detrás del cementerio y después de hacerle aquello lo dejaron encerrado en un panteón? ¿Volvió en su avión negro a descargar metralla dentro de sus cuevas inmundas cuando me cortaron el dedo meñique? No, no, no. Solo sé que enloquecí después de aquello y que vendado y todo asesiné gatos, ahorqué canarios, llené de bosta las ropas en las terrazas, oriné sobre los autos estacionados; largué a los cielos mi furia vengadora, mi rabia impropia de niño, mi traición de película, nuestra derrota. Aquello fue el final. Las madres no hallaron un culpable visible y juramentadas en Supremo Tribunal de Guerra comparecimos y fuimos castigados en consecuencia. Recibimos la condena ceremoniosamente, con las cabezas gachas. Pero la sentencia nos causó gracia: nos obligaban a no juntarnos en barra durante un mes.

Sólo nos permitirían ver Cine de Súper Acción. 13/01/05

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