Secretos bien guardados


Jueves, 27 de enero de 2005
Los secretos representan el arcón en cuyo fondo pueden mezclarse los vientos amables junto al olor de los antros sulfurosos. Todo secreto es un imán para la curiosidad y un enigma enterrado. Por la codicia y en su nombre se han derramado sangres inocentes, sucumbido estados, vulnerado doncellas. Por constituir una puerta al oro se han asesinado reyes, comprado voluntades, incendiado ejércitos, traicionado acuerdos. En fin, que los secretos son pesados de llevar. "Tengo un secreto que te quiero contar", me dijo un amigo. ¡Entonces no es un verdadero secreto, le retruqué!, que he sacrificado la audición de escenas tapiadas por el silencio a cambio del fundamentalismo de mi ética trasnochada. Un secreto es un secreto. Y es sagrado. Una tía mía, muy viejita y muy astuta decía conocer los misterios de una larga vida; al llegar a los cien años le empezaron a creer. Ya en el lecho de muerte, muchos interesados se acercaron para que les confesara su verdad. "No guardo ningún secreto, pero el creérmelo me hizo llegar a esta edad", dijo y se despidió.

El poder secreto del secreto, a veces, es ser ni más ni menos que una cosa que no existe. Hay algunos que abatirían un Estado o una religión y otros apenas ocultan cómo obtener el permiso ilegal para abrir un kiosco. Ignoro las dimensiones; sólo quiero repasar aquí algunos que me ha sido visto intuir, merced a la confianza exótica que inspiro en algunos que se abren como flores y vomitan los suyos. O si no lo hacen, me los imagino. Por ejemplo, ¿quién no tiene el secreto de haber votado a alguna ruina humana, algún pusilánime y nunca decirlo? ¿O quién no tuvo agachadas, o "fue para atrás" con uno mismo? ¿O quién no desconfió de alguien solo por su aspecto reconociéndose luego como una bestia montaraz y reaccionaria donde uno creía que habitaba una eminencia iluminada por la conciencia de clase y la bonhomía?

Todos tenemos algo que ocultar entre las ropas, bajo ellas, en el forro, en las manchas que el tintorero borra, anónimo y cómplice. Un sujeto ha sido ferviente católico, simpatizante de la Inquisición, el potro y la caza de brujas; ahora es agnóstico, librepensador y critica con fiereza a la señora que va a misa los domingos. Otro fue el tonto de la clase y hoy es un dirigente exitoso. Otro ha trabajado como ingeniero de la industria alimenticia y sólo él sabe lo que lleva dentro una inocente hamburguesa o dice ni ha dicho ni dirá nada, pero prohíbe a sus hijos comerlas. Secretos como raíces de yuyos que crecen dentro de nuestro vivero. Secretos como barcos muertos en el fondo del océano de nuestra almita perturbada. Secretos de moribundos y cartas quemadas; secretos de pasadizos inundados y mapas de un tesoro que no se puede nombrar.

Yo mismo amigos he decidido no tener cada vez menos: me pesan como torres de acero en mi conciencia. Yo he temblado de miedo viendo El Exorcista y mi novia quinceañera ha salido del cine envuelta en risas. Yo he dado una vuelta en círculos alrededor de cinco manzanas para evitar pasar frente a esa barra que me pronosticaba el escarnio y algún chichón. He transpirado frío en las cercanías de un cuzquito insignificante al que veía como un tirano saurio rex. Yo he debutado sexualmente tarde y mal. Yo me he desgraciado de los esfínteres en una primera cita: solo la dama y yo sabemos lo sucedido en ese noviazgo de una hora. He negado por tres veces y más mi amistad con un sujeto más valiente e idealista que yo por pánico a la cárcel. He distraído vueltos públicos y pasiones privadas. He fraguado la firma de mis padres en el boletín. Inventé una rifa fraudulenta. Falsifiqué un poema adjudicándomelo. He mirado a algunos hombres con deseo y me he acostado con mujeres indebidas. En mi adolescencia hambreada, a una de ellas hasta le robé el jornal y otras la confianza. Me dirán: no es grave. Para todo esto existe la confesión anochecida ante algún amigo, una noviecita comprensiva que nos absuelva con besos, la hipnosis de la religión o de la terapia. No me alcanza, amigos. Ahora que he volcado mis secretos reconozco que no me siento más liviano por ello. Al contrario, claudiqué en mis fuerzas y ya no tendré motivo para sentirme aprisionado en el mundo y convertirme así en un nostálgico cantor de tangos, en un escritor nocturno apesadumbrado. Llevo ahora algo peor, una paradoja. No conviene contar cosas escondidas pues podrán decir como yo: tengo el peor de los secretos, hago que tengo muchos pero ya no me queda ninguno.

Y no tener nada que mostrar es peor que esconder, créanme.

No hay comentarios:

Publicar un comentario