No hay Dios por Adrián Abonizio




Jueves, 16 de diciembre de 2004
En mi barrio había abrumadora mayoría católica. A los judíos los llamaban "el pueblo hebreo", que era una forma elegante de no nombrarlos. Un eufemismo piadoso que usaban los que se consideraban mejores. A los fallecidos les llamaban "disidentes" con tono neutro. Admiraban, eso sí, los jardines floridos, la pulcritud de sus lápidas y el heroísmo propagado por la radio en algún aniversario de guerra. Los judíos que yo conocía eran relojeros, fotógrafos y tenderos. Especialmente estos últimos eran gente amorosa y entrañable que me acariciaba la cabeza al verme y descubrían en mí un parecido con Tony Curtis. Mi madre sólo tenía algunas veladas quejas cuando le pagaban por el trabajo que ella hacía como costurera, pero se resarcían con un cariño inmenso hacia su hijo. Mi padre reparaba la escena diciendo que todos pagaban mal pero que los peores eran los italianos y que ya van a ver cuando vuelva Perón.

Los católicos de mi barrio parecían tener la contienda asegurada: contaban con una maquinaria bélica poderosa basada en la propaganda y en sus agentes laicos. La Iglesia estaba presente en las campanadas del disco en los domingos de mañana y en los azulejos santos o en alguna virgen tutora del hogar. En los talleres mecánicos, en el tablero de los colectivos y sobre el lecho de los esposos. Yo jugaba a la pelota en la cancha trasera de la parroquia, frente a los enfermos de tuberculosis. Se me ocurrió preguntar si alguno de ellos era judío. "Ellos van a otro lado a enfermarse", me contestó el curita que nos dirigía. Era malísimo jugando, pero sermoneaba como si fuese hábil y encima otorgaba tarjetas amarillas invisibles para todo aquel que blasfemara. En el mercado de la vuelta escuché hablar de los judíos, de sus guetos y martirios. La vereda estaba manchada con sangre bovina y unos peces de plata me miraban desde sus cajones funerarios con ojos de ahogados. Me pareció muy triste la historia aquella, pero ni en la escuela ni en catecismo se hacía mención alguna. Un compañero avanzado que esperaba el 8 de diciembre para ganar unos pesos me advirtió que a Cristo lo habían matado ellos, los judíos. Que también ellos tenían su infierno y sus leyes sagradas, pero para entrar a su religión había que tener plata y que si habían hecho tamaña salvajada eran capaces de muchas otras cosas peores. Que habían perdido con los alemanes porque no tenían patria ni ejército y que salían en todas las películas sufriendo. "Nosotros somos mejores", concluyó señalándose el pecho. "Tenemos un infierno alegre: es como un cabaret lleno de chicas desnudas". Estábamos en la entrada principal de la iglesia presidida por una deidad sobre el túmulo de piedras y coronada de espinas eléctricas que se encendían por la noche. "Mirá, hasta la virgen nuestra es linda, en cambio ellos no tienen a nadie", concluyó.

Tomé la comunión sin fervor y al recorrer la parentela disfrazado con un saco gris que picaba con el calor, repletos los bolsillos de monedas, comprendí que mi amigo tenía razón. Nuestra religión era buenísima; te dejaba una renta sin hacer nada. Ahora era libre: nunca más andaría en esos pasillos plagados de imágenes monstruosas del pecado con demonios obscenos pinchando con tridentes los trastes de los santos y aguantando a esos curitas sin oficio que te retaban pero no sabían ni pegarle de punta. Absorbido por la pasión futbolera imaginé un picado de católicos versus judíos; el que perdiera descrucificaba al Nazareno y de paso le daba una mano de pintura al madero de la nave principal. ¿Y que ganaban los judíos en la lidia?, me dije. Ya sé, me respondí: me hago del cuadro de ellos si ganan, pero primero le tienen que subir el sueldo a mi mamá. Y así transcurrían mis días bajo el cielo admonitorio y práctico del catolicismo. Me fui del club avergonzado por tanta sangre derramada, pero al otro no lo comprendía intuyendo que portaba una barbarie parecida. Ellos, los judíos, eran los contrarios, pero mi equipo era impresentable. No creí perder cuando abandoné el traje de impostor: ya no sentía nada por nada sobrenatural y la cuestión judía me apareció más clara cuando accedí a algunas lecturas políticas sobre las barbaries sobre ellos derramadas y las que luego volcaron sobre los demás. El judaísmo y el catolicismo cabeza a cabeza en la tabla, mientras que abajo estaban los cuadritos sin figuras emblemáticas y que jamás saldrían campeones de nada, con sus iglesias donde tocaban panderetas y sus rubios foráneos en bicicletas. Y lo peor es que nadie, ni aun los clubes chicos, se iban al descenso.

Toda la literatura religiosa estaba plagada de carnicerías, paranoia, hermetismo y conspiración. El verdadero amor, el amor infinito vivía en otros libros, más heréticos pero más humanos. Estaba en otro lado, en la música, en las ideas, en el fin de la esclavitud de bolsillo y de alma. Estaba en el aire, no en sus templos. Estaba en mí, que ahora había alcanzado un dios cotidiano y propio, sin tierra prometida ni ruega por nosotros pecadores. Movía montañas y era capaz de andar por el desierto para llegar a mi felicidad. El más allá en el más acá. No es fácil: es sacrificado no anestesiarse con dardos divinos ni salvaciones a medida. Si quieren de mí un creyente o un converso o lo que fuera, sólo deben demostrarme que están a la altura del Dios que dicen defender. Aún sigo esperando.

1 comentario:

  1. Sencillamente excelente, Adrián. Tenés un estilo muy particular (no digo nada nuevo, ¿no?) coloquial, que te lleva a leer con ganas... Gracias por tus textos, todos, pero este me gustó especialmente.
    Gustavo
    (del mismo barrio)

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