Brindemos!, sí, pero hagamos silencio por los Santos Inocentes que mandó a matar el terrible Herodes!, explotó poniéndose de pie la tía Eulalia. -Esta boluda siempre arruinando las fiestas, dijo por lo bajo Diácono. -Te escuché. réprobo, oí tu insultante frase, pero sigamos y oremos, terminó con un abatimiento teatral. -! Sáquenle el chupi, reclamó alguno. Era la previa del remanente de los festejos con las sobras navideñas: Parva de trozos de pollo, hectolitros de sidra, pilas de turrones yacían tapadas sobre el mantel de hule de la casa de la Nona, mientras eran las once de la mañana de aquel 28 de diciembre y la tía Eulogía otra vez se había mamado tempranamente -!Soy una catequista de ley, una esclava del Señor!, gemía amparándose en sus fueros celestiales cuando fue arriada hacia una de las reposeras para que se aireara y soltara la copa que tenía en su garra como si fuera el Santo Grial.
Yo ya había tomado la Comunión y se me mezclaban los sentidos: El 8 de diciembre a la vez que era el cumpleaños de mi madre, era algo de la Virgen, ascensión, natalicio o descenso, no recuerdo. Aún tenía la entrepierna paspada pues el trajecito gris que me habían dado era de sarguilla y ningún adulto supuso lo que significaba el calor, los hilos de agua cayendo hacia el culo mismo, la vergüenza de estar disfrazado y en el fondo, sentirse un pelotudo. Con mis primos decidimos huir al campito a quemarnos en los pastizales corriendo una pelota, sacudirnos las hilachas de la entrada a la religión y la adultez temida.
Ibamos con la número tres bajo el brazo. Comentábamos con risas el estado mental de la tía Eulalia. Pasamos por una tapicería: Nos debían allí el pago por la limpieza del patio y con él pretendíamos hartarnos de Coca familiar, luego del partido. Entramos; bajo el resplandor solar del mediodía las pelusitas bailaban entre los chorros de luz que penetraban por las chapas agujereadas. Había ese olor a lustrín y sudor. Entonces lo vimos: El flaco dependiente, el clavador de sillones, sucio como siempre estaba al fondo sumergido en su tarea tan concentradamente que ni nos oyó acercarnos. Uno a uno, extraía de un cajón de manzanas sendos gatitos que iba ahogando en el piletón. Alguien hizo un ruido o una mueca. Se volvió como una fiera sorprendida en pleno asesinato. -!Eh, para afuera, váyanse!...tenía la sonrisa amarronada y el pelo le cubría los ojos. Transpiraba, como en cámara lenta las gotitas de sudor caían sobre el agua del crimen.
Corrimos hasta la canchita y poco dijimos. El sol nos echó una bocanada de dragón y nos expulsó hacia la sombra de los paraísos en un rato. Era imposible jugar. No pudimos tomar la Coca, pedimos agua en un lavadero de remolques y regresamos por las calles de tierra. Al llegar a la puerta, donde la sombra de un gigantesco plátano amparaba del infierno, la tía Eulalia era mecida por una niña vecina, una mano en la Biblia, la otra peinándose los largos cabellos grisados -!Infantes míos! !Santitos inocentes! ¿Habráis visto el pecado de la carne entre las piernas de las negritas que traen esas caras de espanto?. En la galería había un espejo y allí nos miramos. Sofocados, la claridad impedía ver las siluetas. En esas condiciones nuestras facciones danzaban imperceptiblemente al son de esos gusanitos trasladándose de un punto al otro, aquellos que uno ve en el cielo si se mira mucho y fijamente. La gata barcina, la de nuestra Nona, maulló detrás nuestro, como preguntando algo. Entonces recordamos la matanza de ese día y nos echamos apesadumbrados bajo la escalera que era el único sitio donde la humedad impedía el calor.
Nos llamaron a comer. En los restos del pollo alguno creyó ver la silueta de un gatito. El ventilador hacía un ruido de motor de avión. Había música de los Wawancó. Comimos con repugnancia, envueltos en el giterío y la alegría salvaje de los mayores disputándose los restos del festín. Tía Eulalia callaba, rezando por lo bajo. Tío Diácono hizo un chiste acerca de su sexualidad dudosa y hasta hubo un instante de descuido para robarse una botella de sidra helada que pasó de mano en mano por debajo nuestro hasta que el Dany la sacó afuera y subió con ella a la terraza. Al rato lo seguimos pero ya se la había tomado toda. Moqueaba, no sé si por el alcohol, por él, por nosotros, por la tía, por la familia entera o el mundo y sus pesares. Nos dió a entender en su lengua de borrachín asoleado que todos éramos como aquellos gatitos, santos inocentes y predijo en el mismo tono que la tía Eulalia las terribles batallas que sobrevendrían. -...por los siglos de los siglos, a todos nos van a ahogar algún día...y eructó después. Al Dany lo tiraron desde un Hércules al Río de la Plata, cerca del año 1978.
La tía Eulalia seguía insistiendo que un ángel se lo había llevado hasta que se murió de vieja. Pidió ser momificada como una santa y exhibida en la casa de la Nona. Los tíos no lo permitieron.
Autor: Adrián Abonizio
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