El pibe era negro, como el azúcar quemada y así le decían: Negro Azúcar. El mote resultó largo y se redujo a "Azúcar". Era brasilero como su papá -un motudo que trabajaba en la Chaina- y que llegaba por el atardecer subido a la bicicleta para hundirse en el largo pasillo donde vivían apilados junto a otros, una familia boliviana y una chilena. Aquello era una babel tranquila, con ropa tendida y una prole tan variada como estruendosa. El Azúcar vivía allí, pero pertenecía a otro barrio: el de la otra escuela tras la avenida, una que ni conocíamos, donde cursaría el mismo año que nosotros. -Si es brasileño debe ser bueno jugando, dijo con lógica Cornaglia. Lo encontramos en una esquina volviendo de su colegio como al mediodía. Parecía una hormiga dentro de su guardapolvos gigante. Le tiramos con un venenito para ver como reaccionaba. Se sonrió y cruzó. Había tomado aquella provocación como una llamada amistosa y algo nos advirtió que no era miedo su reacción, sino algo distinto que ignorábamos y que atribuimos a su negrura cordial, a un síntoma de hermandad desconocida. Era bueno tener un negro amigo. Hablaba raro, pero lo atribuimos al portuñol. Nos dio conversación en confianza y hasta nos invitó a su casa. La cocina humeante, un patio atestado de fierros viejos, dos negras que pasaron sonrientes con bultos de ropa, muchas crías y la número cinco, con los colores del Brasil. La levantó, la puso sobre su cabeza; luego la arrojó alto y al bajarla de pecho, le rebotó. ¿Que importaba? Juramos, al salir, ya caminando por el arrabal que el negro era el once que nos estaba faltando. -¡Si no sabemos si es zurdo!, recriminó López. -Todos los brasileños son zurdos, sentencié. Lo convocamos a ciegas y debutó el sábado mismo contra los punteros del Rivadavia que nos la tenían jurada. Lo que aconteció fue desastroso: la primera pelota la tomó con la mano y se la llevó hacia el área, para luego pararse en seco, volver sobre sus pasos y ensayar un pase a nuestro arquero que salió por el corner. Luego se la sacó a nuestro cinco y pateó tan alto y tan lejos que la tuvieron que ir a buscar cerca del campanario. Aprovechamos para rodearlo. Ya lo mirábamos como a un insecto dañino. El se sonreía con toda la dentadura blanca. Cuando regresó la pelota chilló y empezó a dar saltitos y a aplaudir. En coincidencia con Castillo que hizo la seña del dedo sobre la sien llegó al lateral su papá, el motudo, en bicicleta. Justo terminó el primer tiempo. El negro gigantesco nos llamaba: brillaban sus uñas rosadas bajo la luz de setiembre al mover la mano pero estaba serio. Habló en media lengua. Nos agradecía de haber invitado a su "muchacho" pero que se lo tenía que llevar porque era tarde. -E un minino special, ¿eh?, nos advirtió, sonriente por primera vez. El niño hormiga saludó y se fue muy alegre montado en la caño de la bici de su papi. -Minino, ¿dijo minino, porque es un gatito?, susurró Fabio. El Azúcar nos supo acompañar todo el invierno a lejanas canchas hasta que se mudó y no lo volvimos a ver. La escuela resultó ser de aquellas destinadas a los pibes distintos. Nadie dijo nada del equívoco, con mucho de culpa y de pudor por haber sido sorprendidos en el desacierto: era negro, por tanto debía jugar bien al fútbol y tendría bien puestas las luces dentro de su cabecita de cascarudito satisfecho. Ni una cosa ni otra. Para nosotros era como haber invitado a un marciano a jugar, era lo mismo. A pesar que comprendimos lo seguimos arriando, ya de ladero o de aguatero con su barrilito plástico. Antes que el oleaje se llevase a la familia y desaparezcan de la historia, el padre tuvo tiempo de aparecerse una tarde en la cortada cargando en los hombros y a bordo de su bici un arco de hierro construido por sus manos. Era hermoso verlo todo pintado de blanco, con una base argentina y la otra brasileña. Estaba emocionado y el Azúcar venía al lado festivo como siempre, hablándole a un pajarito de plástico. Quedamos bien. Nunca advirtieron el equívoco ni el padre y menos aún el hijo. Al despedirse con abrazos nos quedamos confusos, cotejando el arquito aquél donde cabían por goleada nuestra estupidez, nuestra vanidad temprana mixturada de inocencia con la inadvertida compasión que otorga el silencio cuando es también complicidad.