Los Hermanos Fracassi


Son de Zeballos de la vuelta, cerca de la mercería enorme que se alza como una torreta, en un pasillo de cal amarilla, al fondo, entre el kiosquito y la casa del pianista. Son de lejos pero viven a la vuelta: pueden ser de las estepas, pueden ser hurones, pueden ser fetos vivientes, egipcios mal terminados, adultos sin edad, momias condenadas a vagar en este valle de barrio, enfermos de tuberculosis que zafaron. Son los Hermanos Fracassi. El, más alto, domina la escena siempre andando un paso adelante. Ella, detrás, parecería hacer lo imposible por alcanzarlo, siempre fea y entrazada como una indigente y esa mirada perdida en el horizonte, entre imbécil y desairada. Se llaman Salvador y Victoria y no registran padres a la vista ni familia. El mira las baldozas, como avergonzado de algo y pita y pita como si el cigarrillo le estuviera creciendo de algún lado de sus entrañas de pajarraco. Pasan, nos dejan un halo de incertidumbre y vago temor. Son los hermanos Fracasados, Los Fracassi, los que viven al fondo de los confines de la Tierra. De allí emergen y cruzan la pampa árida del invierno en Echesortu vaya a saberse para donde. No nos interesaría tanto si no nos hubiésemos enterado que él, según se cuenta, fabrica pelotas. Así como suena: un auténtico pelotudo, al decir de Antonioni. O mejor dicho, trabaja en una fábrica de pelotas, allá tras Avellaneda. Por tanto, el trabajo intrigante de por sí nos llena de interés y curiosidad: él resulta ser poseedor de la llave de acceso a todos los vientos de gloria, la economía de nunca más tener que invertir en una, los dedos mágicos que por sus manos de enterrador pasen diariamente círculos, esferas perfectas de bonanza sin él advertirlo siquiera. Un día lo llamamos, le cortamos el paso. Se sobresalta como el caballo del verdulero cuando se le interpone una sombra. ¿Vos sos el pelotero? No se le ocurre a Toledo otra frase como para arrancar. El la mira a ella, parecen angustiarse y prosiguen. Toledo le tira del saco gris de franela ¡Eh flaco! ¿Vos trabajás haciendo pelotas? Danos una, ¡por favor! Se extralilimita. ¡No somos nadie, no tenemos ninguna familia! y hace que gimotea en eso que le sale tan bien. Algunos lo felicitan, a mí me avergüenza. Los hermanos Fracassi prosiguen hasta doblar por Lavalle. Una sombra de duelo, abulia y ropa triste se abate tras su paso. Luego, la anécdota queda postergada y se olvidará rápidamente. Con el paso de los días guardamos otras: el chirrido de un filamento y la posterior caída del farol de Montevideo; un accidentado en moto en la otra ochava con derramamiento de sesos que yacen impregnados en el frontón; el olor de las glicinas extintas que acumuladas parecen aromas de velorios; los altos pajaritos migratorios que empiezan a poblar las cercanías de Solano; mi primer aplazo festejado como la caída de Roma y mi ignominia posterior de ser convocado para un acto bailoteando una canción de la Walsh. A Sastre se le cayó un diente y su papá es dentista por tanto imaginamos extrayéndolos del pozo donde van a parar todos los nuestros; Dieguito sorprendió a su mami desnuda y le gustó y a nosotros más aún cuando lo contó, el sodero se hizo comunista y a mi papá parece que lo echaron del ferrocarril. Los días son una acumulación venturosa de frases pero no sucede nada. Hasta una tarde. De esas en que el sol está violeta y se pone rojo a la par de la luna y en un momento no se distingue más nada. Luego la luz alta del primer mercurio lo emparda todo y parpadeamos de gozo como conejos y leve angustia ante el hecho: es hora de regresar a nuestras respectivas cavernas. Viene Toledo. Trae una pelota nueva bajo el brazo. Se sienta en el cordón, escupe sobre ella bendiciéndola. Habla. Me la dio el flaco de los Hermanos Fracasados. Venía de hacer un mandado y me llama de su pasillo. Cuando llego sostiene con una mano al perrazo que me quería comer y que le estaba asomando el hocico por entre las piernas y con la otra me da esta. La hacemos girar a la luz eléctrica: no es gran cosa, pertenece a la de los humildes, es finita, casi transparente pero apreciamos el gesto. Resultó un grande el tipo, deduce José. Hay adultos buenos, completo yo en resabios de cuento edificante.

Al otro día María, la costurera que cose para la mercería de los judíos nos viene con la novedad que esa pelota amarilla que tenemos la estaba comprando el Flaco justo cuando ella estaba haciendo la entrega. No trabaja en fábrica de pelotas alguna, limpia el pabellón del hospital y a veces se queda dentro postrado unos días por algo en los pulmones.

¿Pero como?, nos preguntamos.

Porque hay gente buena, alargo yo cerrando el cuento. En esos días todos volvemos a creer un poco más en esta humanidad podrida con la que nos tocó rozarnos.

Y ello nos conmueve, esa mísera proporción de luz nos absorbe la pena.

De allí en más habrán de ser Los Hermanos Valientes. Desaparecen. Al tiempo solo ella pasa caminando.No nos atrevemos a decirle nada. Salvador se ha muerto de tuberculosis y lo velan angelitos que imaginamos parecidos a nosotros.

Aventuras nocturnas del Doctor Merengue



Al quinielero lo había bautizado Dr.Merengue como el personaje de Divito; un tanto por su parecido y otro poco por ironía pues el tipo era ya una fotocopia en ruinas, un mal dibujo entrazado sobre una hoja sucia comparado con el pechudo y elegante personaje de la revista. Pero el mote avanzó hasta instalarse y allí quedó, dentro de su plexo hundido, sus cachetes grises y sus lindos pares de zapatos siempre lustrosos. Vivía casa de por medio y era una luz con los números. Algunos decían que podía acordarse de las redoblonas salidas diez años atrás y hasta lo aparecido a segunda. La virilidad compuesta de los buenos ciudadanos lo miraban andar con el desdén de ciudadanos satisfechos porque ellos sí trabajaban y no eran vagos. En el fondo lo envidiaban, hubiesen querido estarse como él, al sol, fumando uno tras otro, la nariz de delfín en punta, camisa blanca encomendando algún pedido gomina o Cliftons a cualquier pibe por una moneda.

Poco había de interesante en él: Estaba mirando siempre otra cosa, abstraído con su cara poceada, sin saludar, mirando el suelo cuando pasaba por una esquina. A nosotros nos bastaba porque dejaba jugar en su vereda y el frontón de su cocina nos servía de arco, con la rebarba irregular de una símil columna griega que un albañil trasnochado había pretendido eregir. A veces, presintiendo la llegada de la policía nos llamaba de un chiflido y nos daba a cada uno un rolllito de papel con infinitas cifras para que cada uno la tuviera por si caían los de azul. A veces lo sorprendíamos y el hacía un gesto de silencio poniéndolos en un hueco del árbol más cercano o en el reborde de una tapa de luz. Nadie tocaba aquello pues provenía de un duende protector del fútbol que nos prestaba su pared a pesar de los manchones.

Todo era normal, previsible, el Dr. Merengue jugando a los bandidos con la cana, nosotros sus escuderos. Pero un día un anochecer de verano precisamente-, con una luna enorme detrás del mundo y los bichitos de la luz girando alrededor del faro, fue cuando empezó aquello. Allí estaba el Dr.Merengue ¿era él? Dudamos. Sí, es flaco, es él arriba del techo de su cocina de chapa, encaramado como para saltar pero en un postura de quietud cómica y algo oscuro rebatiendo por detrás. Fue un instante y luego desapareció en la terraza. Luego las noches trajeron susurros en el viento y se empezó a hablar del quinielero ya convertido en un sólido rumor: Andaba en la noches blancas del verano, sobre los techos con una gran capa brillante y negra en un remedo de vampiro.

No puede ser él, replicaba Toledo que no lo había visto. Fuimos esa noche como a un safari a espiarlo asomarse entre las almenas de cemento y los enanitos de jardín puestos sobre el vértigo de la altura. Allí estaba. Se movía tras un breve cortinado de cables que le cortaban con rayitas la camisa blanca: Detrás, como un vestido de novia mortuorio la capa negra. ¿Viste: viste? Lo codeamos anhelantes a Toledo ¿Y? ¿era o no era él? ¿eh?.Toledo se mordía el labio superior como no encontrando respuesta.

Unos vecinos se asomaron entre risas; ya el vampiro colosal de los bordes ni asustaba siquiera. La mofa lo invadía todo y hablaban de un Bela Lugosi inofensivo que andaba espiando ventanas. Un Dr. Merengue averiado, sin nada de étereo a no ser su flacura de tuberculoso, su locura carnavalesca, su manso terror nocturno que la calle festejaba. Al día siguiente lo vimos fumando, oteando al horizonte con un rollito encanutado entre sus uñas largas como marfiles. Toledo dió un salto. !Ya está. Ya está! !No se hace el vampiro..es otra cosa! Y justo en ese momento el Dr. Merengue se acercó a darnos por lo bajo unos rollitos. Escuéndanlos, escuéndanlos de la yuta, hermanitos. Toledo se le paró, le llegaba a la panza esquelética. Le apuntó con el dedo. Usted no es vampiro, !Ud es el Zorro! ¿Cómo es que anda a la luz del sol y no se seca, eh?. Lo que sucedió luego configuró leyendas y relatos varios pero doy fe que el quinielero lo miró como si un rayo precioso lo hubiese rozado. Lo abrazó y nos miraba a todos sin mirar Este es, este es el único que se dió cuenta y descubrió mi misterio. Ah..inteligente muchacho. -Tomá...tomá y le vació en las manos un montón de billetes de todos los colores. Hubo un revuelo. Solo Toledo no rapiñó nada asombrado como estaba. Luego se sucedieron días y noches iguales, ya no salió más al techo nuestro vampiro ficticio. Dicen que enfermó de los pulmones o enloqueció. O ambas cosas. Una ambulancia blanca con faros puntudos como una nave espacial lo cargó un día, atadito en la camilla y juro que chistó a Toledo y le pidió que además de resguardar su secreto le jugara a primera el número impreso del tubo de oxígeno que lo acompañaba en su viaje rumbo al hospital de los Aventureros

La victoria de Alfredito


Sucedió en el Laguito, ese charco inerte, simulación de mar, con verdines de musgo, patos y algún pescado sucio rondando abajo; mientras remábamos y el aire era oloroso a sudor primero, cigarrillo fumado en cubierta como marineros que no debían salpicarse demasiado pues el uniforme estragado por las manchas habría de delatar la condición de prófugos. Eran tres lanchas cargadas de pibes chupineros. En la mía estaba Alfredo, Alfredito Soria y su cuerpo endeble y sus ganas de mear. Pidió entre risas y la canoa se bamboleó. El que guiaba pareció no escuchar. La única forma era arrimarse a la islita del centro, pero a Alfredito nadie le daba bola. Ví su cara, conocía su pavor al agua y sus orines que escapaban rápidamente si no encontraban un continente.

Sabía que los guerreros que manejaban al galeón no le iban a dar un cuarto de bola. Meá ahí, por el costado. Alfredito hizo una mueca: Para él aquello era una hazaña, lo intentó hasta que el demonio que timoneaba chistó y tuvo la bohomía falsa de acercar la canoa extendiendo un remo para que Alfredito se apoyara y ya en tierra firme pudiera desaguar. Pero cuando ya estuvo empezó a volverse y Alfredito entendiendo la maniobra de abandonar al náufrago saltando como pudo hacia la canoa pero en ese gesto aéreo y desopilante fue cuando se meó íntegro.

Al día siguiente pasaría lo que debía pasar. Me sucedió a mi cuando me castigó fiero el Chino y pedí ayuda refugiándome en la pizzería. Me tildaron de cagón. Le pasó al Daniel cuando su mamá, peluquera aprendiz tuvo un mal día con las tijeras y lo desgració pelándolo. Todo el colegio lo recibió burlándose. Y ahora, claro esperaban a Alfredito. Fue recibido en el recreo largo al grito de "!meón, meón!" y allí las damas se enteraron de todo y allí Alfredito fue muerto, crucificado y elevado a un cielo de Orines, Verguenza y Peste de donde no pudo volver por semanas. Yo miré para otro lado: Conocía el sesgo y contra la multitud encarnizada nada puede hacerse más que dejarse morir.

Alfredito estaba rojo e invariablemente y para dicha absoluta de todos volvió a mearse, esta vez en unos jeans que traía, blancos, nuevecitos, infamantes. Luego se sucedieron lluvias menudas, crispaciones heladas del cielo, olor a pintura hasta que con el sol renació la guerra: Fue en otro recreo largo donde la turba exaltada armó un círculo alrededor de la contienda. Me acerqué. Era Alfredito explotando y recibiendo a lo pavote mientras volaban sus lentes, su corbatín y la sangre le manaba por toda la cara. Entonces el milagro: Un cortito espúreo, mal sacado rozó la mandíbula del grandote, un tal Gerónimo que era el que lo estaba castigando y todos vimos como una magia fenomenal volar por el aire el diente del tipo de sexto. Entonces Alfredito, hecho un guiñapo lo empujó contra el macetón donde el Gerónimo ya no se levantó hasta que como en el boxeo sonó la campana. Paradójicamente el primer auxiliado no fue el grandote, sino Alfredito, la cara escurridiza de por sí, se había vuelto un mazacote espantoso de manchas oscuras. Levantaba los brazos mientras lo llevaban como a un comatoso hacia el aula. Se miraba la entrepierna y gritaba con su vocecita de roedor. !No me meé!, !putos!, !no me meé!, mientras a chorrros la sangre lo seguía sin mezclarse ni en una sola gota con el orín que no estaba.

Gerónimo, íntegro pero sin su diente lo quería perseguir para destruirlo y enmendar el equívoco de haber caído, pero entre todos lo maniatamos. Perdiste, le dije al oído. !Qué voy a perder, tenía el diente flojo del dentista, por eso!, !déjenme, déjenme que lo sacudo!, más no lo dejamos. Saboreamos la victoria de Alfredito como propia porque nadie se le había atrevido a Gerónimo nunca y porque en el fondo, todos le temíamos igual que a la tenebrosa islita donde quisimos dejar abandonado a Alfredito y él no solamente no escondió el terror sino que aguantó y esperó por el desempate.Pero la historia que suele ser escrita con mano injusta, lo inscribió para siempre como Alfredito, El Meón.

Fuente: Pagina 12

El almacén de Zito




Para entrar al almacén y no distraerse con el mandado había que concentrarse fuerte y mucho. Lo recibían a uno los barriles de aceitunas cuyo aroma perdurable evocaba películas de Oriente, después los quesos cercanos, hormas enormes sobre cuyo eje pendían soberbios jamones de chanchos etiquetados. Y finalmente, tras el mostrador marrón, las tetas de doña Florinda, flor y nata de aquella tienda de bártulos y comida, de ciencias y sabores. Todo se podía mordisquear y robar; emboscar y roer, robar y llevar. No mucho, lo que cupiese en un bolsillo o en un costado de la boca. Lo que abarcase un manotón o una dentellada. Eso estaba ahí y pretendíamos había nacido antes que el barrio, que nosotros, que el mundo. Eso estaba ahí erguido como un templo de olores y bienestar donde no entraba el mal ni las moscas, la enfermedad ni la muerte.

Era el almacén de ramos generales, sostenido como al borde una pampa ya vieja, resistiendo al progreso, aguantando la parada de los carros a caballo, los motormans que se refrescaban con una cerveza helada tomada de pie y a los apurones para que el pasaje no los sospeche de borrachines y la luna no los cuartee de un soplo, porque ya iba siendo verano y se hacía más de noche rápido y había que devolver el tanque de acero verde andante justo en los galpones a las ocho y cinco.

Zito había ido lejos para no volver jamás, se decía. Había abierto otras casas de almacén en lejanas tierras africanas y estaba juntando dinero extranjero de a paladas para un día regresar y cerrar este museo y convertirlo en baratillo. Pero, se decía que Zito había abandonado a la Florinda y lo que ella murmuraba eran relatos remendados, trapos viejos de una tela que legítimamente se llamaba abandono de hogar pero ella todo lo emparchaba con su buen humor y sus tetas prodigiosas llenas de salud y su generosidad en la libreta de crédito al fiado que acumulaba en sus casillitas todas iguales tras la caja.

Florinda se jactaba de dos hijas que nunca estaban pues estudiaban en la Docta, una para monja y la otra para contadora. También recitaba versos de gauchos que según su padre habían sido bandoleros españoles y luego acriollados y curaba el mal de ojo y acertaba prolijamente, una vez por mes, una redoblona de quiniela que la ponía con las tetas más en punta y una rebaja de membrillo o vinos a precio de fábrica. Así era el almacén, así iba llevando la vida doña Florinda, con su peto blanco, carrozada de anís y labios rojos, feliz en su traje obsoleto de jovencita cincuentona que entonaba versos andaluces mientras levantaba la persiana y algo de su falda dejaba ver las piernas aún firmes sustentadas en unos tacos blancos, lustrados.

Y nos dejaba robarle, nos ofrecía dátiles y nos sermoneaba con el amor a la madre y a la santísima virgen mientras señalaba un cromo de la Magdalena. La novia de Jesús, que la tuvo y vaya como, suspiraba como si se contara para si un retazo de radionovela. Un Domingo de Ramos la vieron a doña Florinda del brazo de un jovencito por el Parque de la Independencia a la hora que jugaba Ñuls, echándole ambos, bien agarrados, miguitas a los peces. Era el hijo de la Delia, viuda de la esquina que apenas salía y que jamás devolvía una pelota. Su hijo la visitaba alguna que otra vez en un auto amarillo patito. Los comentarios fueron desde "puede ser su nieto" a "háyase visto semejante cosa; mírenla a la fulana". "Se lo tenía bien escondido". "Qué dirá doña Delia porque enterarse ya debe haberse enterado". "Se va morir de un disgusto". La cuestión es que no fue sorpresa verlo a Marito, que así se llamaba el mozalbete, de ayudante de la Florinda con una naturalidad que apenas si alteró el paisaje de mar tranquilo del almacén. ¿Cuándo regresó Zito? Nadie lo sabe exactamente. ¿Fue de noche? ¿Sin aviso? ¿Tenía llave? ¿Tenía derecho? ¿Estaban separados? ¿El la había dejado y después se arrepintió? ¿Volvió cuando le dijeron que la Florinda estaba en yunta de nuevo?. El tal Marito nunca más pisó el barrio ni la casa de su mamá. Y don Zito, pleno, más gordo ocupó la caja junto a su esposa que en nada dejaron los acontecimientos huella alguna sobre su tez o su carácter. Alguien me dijo, ya pasados los años y borrada la esquina donde hoy subsiste un plan de ahorros para autos desgraciado y lustroso que se la escuchó a la Florinda susurrarle a un ex chofer de la M confidente del estaño y ya jubilado que "no hay nada mejor que los celos para devolver lo que es de una". Eso fue antes que Zito apareciera en la calle Paraná con un trancazo del 32 en la nuca. Todos sabían que la Florinda tenía uno escondido en el estante, junto a la estampita de la Virgen, el Rosario y el almanaque de gatitos. Pero ni las lauchas del almacén dijeron algo en contra suya. Y el Marito pagó en Coronda tan solo por sus turbios pensamientos y porque aquella noche no pudo decir por donde había andado, perdido en las botellas que lo habían seducido de dolor, de traición y de olvido.


Fuente: Página 12

Es la primavera

Es la primavera, argumentan las señoras cuando alguien se sobrepasa en puteada, en alcoholes adultos o piropos. Nuestro volcán apretado se dirime en los callejones aparte de las miradas: ejércitos de piedras y venenitos de los paraísos que hacen estallar las piernas y pican que es un tormento.
Es la primavera, por eso estamos así, alzados en disputas, irguiendo y derrumbando tronos, sudorosos y malolientes con imaginarias cabezas de enmigos colgando del morral que huele a azufre y flores. Miramos los estrellas con la cabeza en las vías para sentirlo cuando viene, cuando retocando el pito piafa sobre la curva para asegurarse que no pisará a nadie o no recibirá artillería. Estamos imbéciles, con nuestros amplios pensamientos sobre el tonto cielo abanderado de una luz rosa que emociona y con nuestras pijitas enanas que buscan lo que ignoran y estan inquietas en su cárceles de algodón.Acabamos por ahí entre las piedras de la marmolería o campeonando bajo la higuera quien termina primero, imaginando las chicas de las calcomanías que estan sentadas de costado y solo dejan entrever un pecho, rubias, extranjeras, fumadoras.
Quito y Fruni me invitan a sus terrazas a un juego teatral: uno hace de Isabel Sarli y los demás le tocan el culo un poco. Es la representación magra y burlona de los filmes que hemos espiado y no hay roce alguna de miembro con miembro, solo el acariciar raspado de nalgas.Luego ellos preparan limonada como en las pelis y descendemos en esos huecos muertos que suele haber entre casa y casa, amparados por una enamorada del muro y unos trastos viejos. El líquido está caliente y corremos como gatos envenenados buscando donde cagar. Regreso con el calzoncillo enmerdado levemente y sucio de tierra. Mi madre no dice nada y le agradezco: ella no entendería. No, no saldré puto me digo y le rezo a la Virgen María para que no me lo permita. Ella emite desde mi vientre un sonido de niño hilarante y tierno que me reconforta con su comprensión, aunque dudo si no estaré como ella, preñado de Dios por mis pecados. Los misterios son infinitos.
Mi padrino aconseja ponerme grasa de carro en la zona del pubis y allí voy yo, conviviendo tres días con ese pegote. Tampoco mi madre dice nada; se ha enterado y no quiere humillarme. Solo me dice que me crecerán los pelitos como los brotes en la primavera y pregunta por mi novia, Claudia como para asegurarse que me gustan las chicas.
En la tienda le suplico compre hilos Tomasito que vienen con cabezas de animales, pero ella solo adquiere un largo paño. El radioteatro empieza y el ventilador empuja unas telas de arañas sobre mi cara. Me río con mi madre, ella asegura que cura las heridas. Elijo un trapo verde para coser sobre el la forma de un pájaro. Dice que porque no dejo eso y me voy afuera a jugar a la pelota. El aire mariquita da resultado y me encuentro estoy pegándole duro a una marca roja que establecí como ángulo extremo donde no llega ni Carrizo.
!Bienvenida primavera!, grita el locutor y sale mi madre a enjugarse el sudor y meter su cabeza toda bajo la canilla del patio. Tiene lindas tetas y el agua le corre hacia ellas sin pudor.
¿Que mirás? me dice y se ríe. Son con las que te alimenté, hijo, y sale disparada hacia dentro del salón de costura. No tienen nada que envidiarle a las chicas de las calcomanías pero son de mi mamá. Logro la abstracción, la diferencia y a la hora de la paja aquello es un poder inigualable, evitando se mezclen los cuerpos.
Evoluciono hacia arriba, hacia el calor de los pájaros muertos de sed y las antenas. Raúl está silencioso junto a su pajarera: lleva una paloma apretada en sus piernas y sé que sueña con una mujer. Lo dejo y me agacho para recibir la sombra de las chapas perforadas.
Es la primavera, doña, se oye a la Isabel que al lado que le franquea la puerta a alguien. Pero no hay vecina ni señora alguna; es un tipo, el gasista el que entra lo hizo por si escuchaban la puerta . No duermo, pero entro en un mar de cielo blanco: alrededor el aire explota y me siento al fin lo que siempre quise: un hombre solo en lo más alto de la montaña mientras abajo, en los valles artificiales de cemento silba la siesta de primavera.

En lo del Cordobés




Jugar en lo del Cordobés y no tomar vino era lo mismo que no jugar. Aún recuerdo la cajita rugosa, un tanto chueca de chorreada, reblandecida en su base con el dibujito del toro manchado, pasando de mano en mano; ellos saliendo de los conventillos que en un tiempo fueran prostíbulos y que guardaban esa rancia figura de paredes rasposas y tablones dispuestos verticales como columnas para que no se pueda espiar. Entrever gente arracimada, humo, muchas criaturas y esa fecundidad entremezclada, malnacida y fiera de pobres con delincuentes. Ellos jugaban conmigo sin hablar. Yo jugaba con ellos sin decir palabra. Andaba por esa época por los diecinueve y había decidido suicidarme. Aún no tenía la forma pero ese extremo, de jugar de arquero para ellos, ese olor a tristes arrabales mortuorios anticipaban mi suerte. Buscaba yo el alto edificio donde tirarme pero no lograba entrar sin ser visto; buscaba el tren que dilataba su arribo, el arma que no conseguía y la barranca con alambres de púas donde abajo el río cimbreba como una culebra. Yo esperaba el paso de los días con una confianza en morir que me tornaba invencible: El miedo y el dolor eran un conjuro que no sentía en mi contra. Ni miedo de dejar esta espina con heridas ni dolor físico. Por eso me había convertido en un arquero de manicomio que salía al choque, que nada le dolía; sacaba todo lo que le tiraban, que era felicitado pero ni agradecía, por eso el vino, el orín caliente tras el ombú y a trotar entonados con la tardecita del sábado con un pozo abierto por donde caía cuando me quedaba solo y ya no era del Cordobés, ni de ellos, ni de sus ráfagas de malevos turbios, hijos de hijos de maleantes y podridos dueños del cuchilleo, la trompada a la esposa y el escruche.

Era mi honda pena adolescente apretujada en un odio descomunal. En eso andaba: Como no me suicidaba me iba matando de a poco hasta que un día, suponía yo, toda la ira acumulada iba a explotarme en la cara con su cartucho de ira o en el pecho o me quebraría el cuello en una mala salida y quedaría tirado allí, enfriado y yéndome morir. Les pegaban ellos hasta a las palomas. Eran malos de verdad y todo contrincante era un animal espúreo al que habia que pisarle la cabeza. Todos los equipos allí perdían o cobraban y yo, el más imbécil suicida de todos estaba de su lado, en las filas asesinas, reidores de dientes sucios y putas que se tornaban en novias para luego ser regenteadas por ellos, devenidos en cafiolos jovencitos.

Era cerca de Pichincha y yo anhelaba morir. La cajita de vino no me nublaba, me hacía orondo y sereno en mi depresión; salía desguarnercido a morir en un choque y eso, esa locura animal que me absolvía de morir abría a mi paso una aureola de alambradas filosas y también un reinado de admiración que sabía recorría las filas de los soldados que cuidaban mis palos. Ellos eran criminales pero supieron distinguir entre un pintoresco y un demente. No digo que me temieran más bien habitaban la superstición del que reconoce a un infradotado sino que me respetaban a fuerza de verme dar cabezazos contra las nucas o contra los ladrillos que hacían de arco y salir airoso.

Se jugaba entre risas y chistes de sus ambientes; a mi me llegaba todo aquello como en sordina: Cuando uno está muy triste o enloquece lo primero que se pierde es la audición. Además, bien poco me importaba lo que hablasen: yo venía de mi yugo cadavérico; me cambiaba, tomaba un poco de vino, luego atajaba como un monstruo lleno de rencor y hastío.No me importaban sus decires, sus mugres anticipatorias de familias que armarían igual a la que tenían, ni toda esa carne de presidio, estúpida, inerte, sin brillo y más lúgubre que yo mismo, un finado casi.Pero sucedió aquello. Lo supe un rato antes, me había pasado una vez y era lo mismo solo que fue incontrolable: Sentí de pronto que todo se abría, musical y enérgico y que latía de nuevo. Como se sale de coma, como se resucita. Tuve una semisonrisa, bajé los brazos armados para el despegue. Recibí un pelotazo en la cara y el gol. Me repuse del golpe pero me reía. El dos me miró serio: Era un armador de juego allí abajo, reconcentrado y mi carcajada lo fastidiaba. Una pelota aérea, suave cayó a mis pies y me pasó por debajo del izquierdo. Gol. La fui a buscar entrecortado de dicha y con el resto de risa que me estaba quedando Che, ¿te pasa algo? Interrogó el Cordobés. Está en pedo, dijo otro. Yo reía. No, es que me dí cuenta que soy un boludo estando acá y pensé en la muerte, en querer dejar el mundo y todo me pareció de repente vergonzoso y pueril. Había terminado el hechizo, de repente. Debía irme. Cuando dieron el pase el nueve de ellos encontró el arco vacío. La empujó con temor. Estaba yo cambiándome detrás. En calzoncillos miré los altos barracones, las casas feas, el mundo patinoso en donde había estado y una angustia bella, de esas que te ponen alas en los pies me azuzó a irme de ahí para siempre.

Entendía por fin la epifanía de los santos, el enamoramiento, el fin de las batallas o el salir campeón del mundo. El mundo hostil de mi alma oscura se había disuelto, no sabía bien cómo. Miré para atrás: Hasta habían suspendido el partido para verme. Y me dieron pena con sus bramidos y su mugre pues me sentí airoso, eterno, escupiendo en una baba larga y certera todo el feo mundo que ya no me volvería a atrapar. Ahí sentí el empellón de la chata y luego nada más, solo un largo raspón sobre el pavimento poceado y mi sonrisa, porque seguía sonriendo pese a todo porque estaba a salvo.

La carrera


9.12 miré el reloj que me hablaba desde la pared de la cocina. Estará retrasado para la Carrera. La escarcha fuera había dejado babas de barba blanca en los marcos de la casilla; el gato ni se movía de al lado del horno abierto y encendido que dejaba mi madre por la noche, y en el almanaque repasé la figura del invierno en un señor arropado y gigante soplando hojas de hielo sobre el mundo esférico y azul. Me deslicé por el pasillo hacia el baño con sigilo de ladrón; sólo mi padre advertido y enseñorado desde la escalera interior y mateando me silbó e hizo un gesto señalando la cocina. ¿A donde vas tan temprano siendo domingo? Murmuré algo de un partido importante. Y no llevás botines. Me señaló al verme desarmado de los aparejos de guerra. Me los llevan. Voy a pescar también, musité. Vas a pescar a dos boludos muertos, ¿sabés?. Vos vas a la Carrera. Y era verdad. Era el día. Se habían citado en el puente Avellaneda el Kerosenero con su Rumy y Caballo Loco con su Pumita. Era el desafío para cruzar Rondeau con semáforo a suerte o verdad partiendo desde donde nacía el puente recién construido. ¿Eh? Inquirió. ¿Tengo o no tengo razón?. No voy a avisar a nadie, además me tengo que ir pero no quiero a la noche tener que ir a ningún velorio: si me entero que se hace vas a ir al tuyo. Huy que miedo,lo desafié. Ya había aprendido a burlarme con la soltura del que se sabe que jamás ligará cachetetazo alguno. Me miró con pena, sobrándome. En mi tiempo había cosas así, los muchachos nos probábamos a ver quien era el mejor o el más fuerte, pero a las piñas. No a la muerte. Ahora andá y ya sabés: lo que tenés ahorrado en el chanchito te voy a obligar a gastarlo en flores. Di un salto y salí huyendo, avergonzado, agrandado, convulsionado. Mi papá entendía los juegos de guerra, mi papá no los admitía pero entendía que la sangre llama a la sangre. Como se había enterado ni cavilé: él se enteraba de todo. Decía tener poderes de leer mi mente o escucharme hablar en sueños. No lo sé. Subí a la bici el asiento helado se me incrustó entre las pelotas y los muslos como una herida , guantes de frisa, diario al pecho, campera de cuero guerrera y silbando hacia el campeonato de los finaditos. Iba a ver morir quizás. Iba a ser el primero en llorar o juntar los restos de los adversarios. Iba a ser mi debut en la Muerte Grande, como le llamaban a esos desafíos de los mayores, pibes de quince que dirimían su coraje, alguna chinita compartida u ofensa, allí en el puente, moto contra moto y cruzar con rojo demostrando el valor. En el comienzo del puente ya había cinco o seis pibes. Estaba el Alto, un energúmeno hijo de peluqueros, fanático de la lucha y cazador de perros a gomerazos. Luego Cardetti, otro pequeño asesino que envenenaba ratones y los conservaba en formol para luego ponerlo en algunos sitios incomprensibles como el altar consagrado, por ejemplo. Estaba Luigitengo, con su jopito de cantor y su navajota nerviosa que no impidió esa marca en el cuello producto de una pelea contra tres y él desarmado. Acusaba un niño tuerto y pajaritos muertos a manos de su rifle Maheli aire comprimido cinco y medio. Y Fino o Pinocho, hijo dilecto de las comisarías. Su papá era suboficial una vez nos llevó al baldío de Don Tomás y ajustició un gato barcino que tenía atado con un alambre para que viéramos la puntería . Y el Gordi, un aprendiz de secretario de valientes que quería lo integraran pero sus manos estaban vírgenes de sangre alguna. Yo era casi un desconocido pero me habían visto cascoteando vidrios de la escuela y eso me daba chapa de corsario. Uno tenía reloj, el que fumaba. Che, son las diez y media y estos que no vienen. De pronto, como salidos de un hoyo ruidoso aparecieron ambos por Avellaneda, juntos, sin separarse, cabeza a cabeza a dos por hora. Estaban serios. Llegaron hacia donde estábamos y fue Caballo Loco el que habló. El Kerosenero asentía. Lo pensamos bien y decidimos amigarnos. No vale la pena matarse por una mujer -recitó como en un tango y yo ya veía en él a la sombra de un adulto reculando, justificando su paso atrás y el de su compañero. No obstante me sonó sincero. Somos unos boludos si nos hacemos matar por ella, justificó. El grupo hizo crecer un murmullo de decepción. Eran las once: en el campanario el disco viejo se repetía en el badajo llamando a los fieles a misa. El Kerosenero estaba con el mentón bajo como avergonzado. Caballo Loco soportaba el traspié de una tormenta difusa, cierto halo de indignidad con su ancho pecho de tanque, dispuesto a dar pelea si alguno los cuestionaba. Por algo era el mayor, el más grande y peligroso. Demasiado que le avisamos, explicó el Kerosenero. Entonces, bajado de su chata gris, en mangas de camisa y pitillo en los labios, silbando de costado, lo vi aparecer a mi viejo, saludando como quien entra a un cumpleaños. Aquello era un velorio. ¿Ya está? ¿Ya corrieron? ¿Quien ganó, che? Me miró a mi. Este pendejo ni me dijo nada pero me enteré en el club y vinimos con los muchachos a verlos, ahí llegan. Venían si, cuatro más del club en motos verdaderas, hombres poderosos que iban a jugar su partido en la cancha de Carrasco y alertados por mi viejo se habían llegado hacia allá. La escena era estúpida y cortante. Che ¿y no se mataron?, continuó mi viejo que ya me empezaba a cansar. Yo sangre no veo, agregó otro. Hasta que finalmente, un flaco alto pero panzón a quien lo apodaban Limzul por que no se bañaba nunca vino hasta ambos y juntándolos habló: Son unos seres erróneos, no hay nada que probar. A la vida se la prueba con la vida misma. Sus compañeros, incluso mi padre lo miraron: esas frases estaban magnificadas en el domingo gris. Yo no tengo hijos, la vida me los quitó, pero si quieren hacerse hombres larguen eso. Señaló las motos. Y las navajas que tienen escondidas. Para ser hombre primero hay que hacerse respetar pero no ante ustedes. Ante el patrón. Ese es al que hay que darle. El tienen la culpa de todo, ¿comprenden? Hubo un silencio. El libreto era improvisado y sorprendió a todos. Vamos, muchachos, dijo al resto y nos dejó a todos silenciosos, sin entender del todo su bronca y pensando que todo lo ignoraba sobre las pruebas de sangre para demostrar que uno era un hombre.

A la noche, cuando mi papá se sentó a comer me comentó por debajo para que no oyera nadie El Limzul es un anarquista. Ah, dije yo que no sabía lo que era pero me hice el que sí. Pero decile que llegó tarde. Y me serví, que yo recuerde, el inaugural vaso de vino con soda de mi existir.

Bombas del recuerdo


Cuando nací todos pusieron en duda que viviera de tan flaquito que había llegado. Muchos lo seguían poniendo en duda y auguraban para mi madre sola un paño de lágrimas. Vinieron las consultas al médico de la familia un decir pues médico de la familia sólo tenían quienes estaban constituidos como tal. El facultativo era un quinielero sin matrícula, un curapupas que atendía a domicilio fumando, sanador, místico y arrabalero. Nosotros éramos apenas mi vieja y yo, rodeados de parientes zonales. Una familia en construcción permanente pero nunca asentada. Familiares que se mudaban, y otros ocupaban la casa. Algunos morían y otros, naturalmente la tomaban. Sin reyertas, amables en su ronda. Pocas peleas y mucho movimiento. Toda esa traslación de gitanos me ensambló en la idea de una fugacidad temprana por las cosas y los seres.

Pasaba el día en una casa, corriendo tras la pelota, en los baldíos con rocas lunares y por la noche me llevaban a la mía. Mamá no quería que yo me quedase a dormir en otra cama que no fuera la nuestra. Le entraba un pánico vespertino, una angustia disimulada en sus cigarrillos largos que fumaba como una actriz, semirecostada en el parante de la galería, mientras mi tío Gerli abría la puerta y se sonreía como sonreían antes los mayores. Con todos los dientes y feliz en esos costumbrismos de verse con cualquier excusa y prolongar los lazos sanguíneos.

Toda esa movilidad, creo, hoy que soy mayor y ya casi ni los veo, me llevó a estudiar la Historia. Necesidad de fijarme en algo establecido y sólido como el pasado. No hay nada mejor que un pasado. No se lo puede mover, se lo puede ojear de arriba, de abajo, como a un hueso o un esqueleto, se lo puede admirar, relativizar más nunca romper. Un cuadro estático ante tanta mudanza. Eso, sin sicologismos representa el huir sin fronteras, salvo la de la Historia puesta allí como la legítima barrera ante tanto descalabro. Por esos días le pusieron la bomba a mi tío Estoril. Le decían Estoril porque era el dueño del bar homónimo y había sido peronista y caído preso en el 55. Es una bombita de mierda, estos militares ni fuerza para armar una como dios manda tienen, dicen que dijo a la puerta del bar. Yo pasé por ahí y había un comando radioléctrico estacionado en la vereda de donde por algún hueco de agua roto, manaba una cascada que llegaba hasta la canaleta para luego desaparecer cuadras abajo. Mi tía Espina estaba seria pero se alegró cuando me vió. Me apretujaba contra sus tetas bajo el batón y yo olía allí, en un síntesis casi aritmética, el mundo entero. La cebollas de las quintas traídas en largos camiones llenos de tierra de las quintas de Alvarez; el queso rancio a propósito "le da más gusto si está pasado" de los tanques cordobeses donde lo almacenaban, un vago aroma a flores frescas y pan frito con un toque de anchoas más vino tinto volcado. El delantal prodigioso que lucía pese a este abanico estelar de olores siempre almidonado, lo mismo que los manteles. Se la pusieron, dijo apretujándome. Y hablaba para ella, con la bravura en sus ojos celestes de española celta y su voz de disgusto. Se la dieron a la final, y miraba con rencor a mi tío que se movía dando órdenes. Me estrechaba contra el frente de sus caderas que no habían visto hijos pero si empellones variados, al decir de los comentarios jocosos de los parientes.

Ella no lo negaba y se reía con la boca grande, los hoyuelos profundos, el olor a comida en su pelo que pero a ello no la tornaba desagradable. Me deshice y salí a la vereda. Un milico me hizo correr con las palabras mágicas de la época. Circulá, pibe, circulá. Le hice jueguitos con la pelota delante de sus narices. Por la noche, a la luz de una lámpara baja, mientras mi mamá oía el teleteatro del viernes, yo dibujé el mapa del estallido como una batalla. Acá estaban los buenos, de rojo, por allá en la confusa noche que llené de brumas a lápiz llegaban ellos de azul, los diablos que ponían las bombas. Aún sentía en mis espaldas de flacucho ratón las tetas soberbias de la tía Espina.

Emir era un nombre ambidiestro, servía para hombre o mujer. Emir me condujo hasta donde yo solo no hubiese podido entrar: La concha de una mujer. Como un árabe, en medio del desierto sexual, él me entregó a la Ester, solita en el cuarto donde su hermana daba clases de música. Todo lo hizo ella e impidió que huyera. Luego Emir apareció pintado sobre una plazoleta, a bleque furioso denunciándolo como desaparecedor. "Si somos cristianos le deberíamos decir a esta gente que no busque más", enunciaba por tevé algunos años más adelante un talabartero anónimo jubilado del ejército en alusión a los desaparecidos. Pero para ello faltaba mucho. Mucha Udelpa, facultad y Woodstock. Todo esto no lo sabe nadie, ni los vientos ni el almanaque, ni la Argentina frugal, veraniega y potente en que creíamos, ni menos aún el perfume ensoñante de la tía Espina que me atrapaba con firmeza de perra bella entre su caderas.

No es conveniente medir la aureola del pasado si uno anda con las defensas bajas, aconsejan. Me meto de lleno en él, mi adrenalina, mi dopamina es buena aún. Me acuerdo ahora de Emir, no se por qué. El está muerto, cayó en un operativo de las fuerzas conjuntas. Lo mandaron a hacer de nuevo, dijo el Pinguino en una esquina. Todo cosido por las propias balas imperfectas de sus muchachos colimbas puestos allí para forzar a la muerte de los subversivos y al error de disparar contra los oscuros de campera simil cuero y recortada que rodearon la fortaleza de calle Mendoza, en donde nada se encontró, salvo un bebé muerto, el papá con un 22 en mano y muchos, muchos discos de Viglietti. !Pum!, un tiro en la espalda y Emir se cayó de un techo, luego el cianuro de una de ellas y la foto de la abatida y su marido, más el agente agujereado, colocado en exposición de pasta de héroe y toque de trompeta; sobre su ataúd la bandera argentina. Equívocos de balas y bombas, Espina y la bomba, Emir y la Itaca. Olores viejos y yertos perfumes actuales donde la Historia me toca la pierna y me obliga a otro café.

Próximas presentaciones

Cafe Cultura que es un encuentro de artistas, donde se charla y se toca algo.Mi tema es "Trova Rosarina: la generación espontánea" y tocaré unos temas junto con la exposición.Las fechas son:

El Trébol: 15 de octubre
Landeta¨: 16 de octubre
Reconquista: 21 de octubre
Malabrigo: 22 de octubre
San Javier: 23 de octubre

En el medio el 17 de octubre estoy en Adagio, Cba.Ciudad. Presentando el libro Deportivo Pocho y tocando.
Abrazo a mis fans :el "Abo"

Rieles de San Pedro



Recital realizado éste viernes 2 /10 en el Solar de las Artes en la ciudad de Santa Fé, gracias a nuestra corresponsal Marisa Artale, podemos compartir éste clásico de Abonizio.

Hacer el amor es una mudanza invisible

¿Quién podía pensar que encontraría al amor en una mudanza?. Nadie, pero lo hice. Llevábamos los bagallos atados en la cabeza era ropa liviana, almohadones con mis primos cuando la ví. Teníamos que dejarlos en la parte trasera de la chata celeste que comandaba mi tío cuando se me vino encima: pasaba por la vereda de enfrente y la reconocí: era de la escuela, de los turnos tardes, en los claustros altos. Ester se llamaba. Po de apellido como el río de Italia. Caminaba como las gimnastas pero con la cabeza echada hacia adelante en una especie de reconvención monástica con determinación del que está orando y a nadie percibe, salvo sus pensamientos, sus arroyos personales. Pasaba desapercibida salvo para mí. Había descubierto en ella una belleza potencial que habría de fulgurar si se la sabía encender, si esa llama portátil que consistía en el cuerpito de una mujer era soplado sin ferocidad y con talento. Dirán: es excesivo el argumento para un chico de doce años ¿Y con eso? ¿Quién puede afirmar que no pensara en aquello sólo traducido en torpezas de primate de vientre caliente con el corazón apurado y las manos frías? Los chicos saben cosas de honduras interminables sólo que no tienen el lenguaje para semejante cartografía de gruta, de silencio y abismo. Ella era hermosa pero aquella brillantez de magia me sería reservada para mí si obraba con prudencia. Mientras, atravesaba el ancho mundo de los corredores de sus calles con la insignificancia de una chica común. Era invisible para el resto. Sólo a mí me estaba destinado abrir los altos portones de luz que conducen al Amor. En un decir, estaba enamorado. Rubén mi primo me susurró al pasar. Eh, no es para tanto. Hay más lindas. Yo hace rato que estaba detenido con el pie apoyado en el paragolpes de la chata viéndola irse hasta que dobló la cortada. Mi timidez era monstruosa. No me acercaba a ellas porque me trababa, pero podía actuar en un acto escolar. Imitar a otros. Contar inventos y hasta sacarme por debajo la malla en la pileta del club. Era fuerte, ingenioso. Peleaba con fiereza para que me vieran, luchaba en un partido hasta la hazaña; todo en la presunción que llegarían hasta sus oídos de diosa como se debatía un mortal en sus territorios. Juzgaba que la sola existencia de mis actos la habrían de acercar hacia mí. Allí estaba yo entonces, detenido en el cielo de altar de sacrificio junto a la chata celeste. Ya estaba acabando de pasar: era más alta que yo y nariz de ratoncito respingada. Un encantamiento extraído de un film donde era ella la pordiosera, la Cenicienta postergada a la que nadie aún ha brindado su capullo de manzana roja, su color más escondido. Me gustaba hacer el amor: en eso consistía, ello creía yo que era cuando por vez primera escuché la frase "el tipo hacía el amor". Debía ser eso: imaginarse, construirlo, hacerlo, moldearlo, ayudarlo, imaginarlo y formarlo. Fue creciendo y creciendo. Yo estaba haciendo el amor. Era eso. Mientras, el tiempo transcurría en algunas horas muertas en que el cielo se cubría de pájaros malos que chirriaban, que el universo agobiaba con palotes y dibujitos escolares, olor a estufas y pedos escolares. A madre con santuario y llanto por su hijita muerta, hermana que nunca ví, o algún dramón de hermanos batallando por herencias, Julio Sosa, alto en la parodia de un muerto que cantaba, mi padre en su palomar, sin hablar, sólo silbándole a sus halcones negros que quería más que a mí. Ocurrió aquello en una esquina: confrontados por una pelota esquiva fuimos a dar ambos contendientes contra un portón y allí sudados tratamos de cortar una pelota ya mascada por la patadas y llevarla hacia el redil de un arco con piedras. Entonces pasó ella. Mirando a la distancia sin ver. Un instinto de saltar a un vacío me diezmó el estómago pero una fuerza añeja y desconocida me creció en el pecho. La tomé por su brazo, un brazito de sueter mostaza. Se asustó. Yo estaba sudado, echando fuego por la boca y no era esa la mejor entrada al reino. Le dije que siempre la veía, que la esperaba y que no aguantaba más sin su amor. Fue a un apartado donde la fui conduciendo sin arte, ella como asomada a un pozo, la barra callada detrás, asistiendo a un asesinato o a una coronación. Me miró, era corta de vista hasta la exageración. No te conozco, no sé quien sos y sacame la mano del brazo. Soy de tu colegio del turno mañana. -Ah, dijo y empezó ella súbitamente a oler a violetas: estábamos bajo una parra de glicinas. Vos, vos, tartamudeó... Seguí jugando y se quitó de un suave empellón mi torso Vos, sos muy chico para mí todavía.
Volví a la querencia. Habían visto y oído todo. De nada valía aclarar. Se suspendió el partido. Yo ya era invisible.
Nos sentamos en el mármol de la sodería.Era la tarde en la languidez de vacas muertas en el cielo de nubes que flotaban.
Toledo, eficiente, bestia pero fiel, habló.
No es para tanto! Te dijo que todavía sos chico para ella. Pero los varones crecemos más rápido. Cuando la alcancés te ponés de novio y la dejás por otra. Sí, pero ¿cuánto falta?, interrogó el Fabio buscando precisión.
Ellas crecen menos que nosotros, exclamó. Vos y al tocarme me volvió de nuevo visible en unos meses la pasás en edad, acordate lo que te digo.

El pintor



La casa de Vincent quedaba en calle Zeballos, pasando Avellaneda, al lado de la casa de electrónicos Vaylan, mirando al Carrasco. Arriba, en un altillo empolvado y con la ventana siempre abierta de la cual indefectiblemente emergía música clásica. Vincent era pintor. Daba clases. En el frente un azulejo violeta con filigranas. Vincent era alto, pulcro y usaba una bici inglesa verde. Camisola y sandalias. Collares y un anillo en el meñique. ?Es un pobre invertido, sentenciaba el farmaceútico desde su silla en la vereda con la boca torcida. Al pintor lo veíamos pasar erguido manejando como un lord, pañuelo al cuello, con anteojos de sol gigantes rumbo quien sabe donde; las carpetas enganchadas en el portaequipaje. Dibujaba parques, los cielos del barrio pero de una forma como habíamos visto se derramaba en los cuerpos de muchachas de ojos gatunos por los bocetos del Intervalo, con fondo parisino, lunas en los tejados o negocios bajo la lluvia y puentes sobre un río que se intuía siempre azul. Vincent expuso en el hall del colegio y hasta nos ofreció una charla sobre la Inspiración. Ese día estaba todo de marrón y la mariconería apenas si se le notaba. Las maestras estaba encantadas con esa visita distinguida que había ganado el premio Mérito Joven e incluso viajado por Europa. ¿Que hacía en este barrio miserable de techitos bajos, perros aulladores, negros fieros y malevaje? ?El señor Vincent es un buscador de los pintorescos arrabales, nos explicó la señorita Gladys. Aquello fue una bengala en la noche de nuestra suspicacia. ?Un buscador es un depravado, definió Toledo. ?Es uno que se agarra a los pibitos, aclaré yo. ?¿Y nosotros? se irguió Lopecito sacando pecho -¿Lo vamos a permitir? ¿Eh? -¿No tenemos hermanitos chiquitos acaso?, ¿eh?, cerré. Todos aprobamos. Nos sentamos en el cordón que daba a San Luis. Aquello era grave: se había detectado una infección peligrosa que los grandes no. Tuve una idea: un espía. Algunos de nosotros debía anotarse para tomar clases con él y estudiarle la madriguera, para luego, con suerte y destreza, incendiarle el atelier, la cueva donde seguro habría de arrastrar a los nenitos. Lopecito en su furia helada se ofreció. ?Voy a convencer a mi abuela para que me pague las clases. A los días empezaba. Cuando le interrogábamos por el asunto él decía ya va, ya va, estoy estudiando el terreno. Una tarde, después de un desafío lo acorralamos. Vaciló, tenía esa mirada de tiburón gris, los labios finos, todos sus rasgos como incrustados. ?Miren muchachos, me parece que tenemos que esperar un poco. Hasta ahora no vi nada sospechoso. Nada, che, parece un buen tipo y yo no vi nada raro. Por detrás Antonioni y José hicieron al unísono la misma seña de llevarse comida a la boca. Lopecito sin verlos, presintiendo que su postura flaqueaba se paró, trastabillo y nos increpó ?¡Manden a otro si no les gusta! -¡Yo voy a seguir yendo hasta develar la verdad! Dijo develar, un término inusual para nosotros. Agregó, enojado: ?La pintura, como dice el maestro, es un misterio y el mundo está lleno de misterios, ¡quien sabe!, fue su enigmática respuesta. Y arrió. ?Se hizo invertido también, sentencié con dificultad. ?Lo perdimos, rubricó Toledo. Se apartó de nosotros. Al tiempo breve, lo encontramos reapareciendo pero de un modo insólito: modelo en los cuadros de Vincent y expuesto en la óptica de Mendoza. Ahí estaba con camiseta de Racing, la pelota bajo el brazo; sentado mirando con melancolía una ventana con mar o embarrado con un perrito entre los brazos.
La casa de Vincent quedaba en la calle Zeballos y desde su ventana salía siempre una música lírica. A veces pasábamos por ahí a ver si lo veíamos a Lopecito, quien había dejado la barra y ahora andaba con los de Luján y hasta jugaba para ellos. El sábado los teníamos que enfrentar en el torneo. Lo semblanteamos con nostalgia. Yo me acerqué a darle la mano pero ni me saludó. Luego ocurrió aquel ruido como a madera seca y el Gatito desparramado. Le hablaba al caído. ?Esto es para vos y para los otros: no soy ningún comilón, ¿tamo? !Ahora soy un pintor! Lo echaron, para su suerte se fue antes de que lo fajáramos. Nos enteramos después que había abandonado el fútbol y que exponía en la heladería La Gloria. No nos hablamos más.
Se nos escapó un dilema que nadie nos supo explicar ¿Qué diferencia había entre un puto y un artista?

El negro Azúcar, un jugador distinto




El pibe era negro, como el azúcar quemada y así le decían: Negro Azúcar. El mote resultó largo y se redujo a "Azúcar". Era brasilero como su papá -un motudo que trabajaba en la Chaina- y que llegaba por el atardecer subido a la bicicleta para hundirse en el largo pasillo donde vivían apilados junto a otros, una familia boliviana y una chilena. Aquello era una babel tranquila, con ropa tendida y una prole tan variada como estruendosa. El Azúcar vivía allí, pero pertenecía a otro barrio: el de la otra escuela tras la avenida, una que ni conocíamos, donde cursaría el mismo año que nosotros. -Si es brasileño debe ser bueno jugando, dijo con lógica Cornaglia. Lo encontramos en una esquina volviendo de su colegio como al mediodía. Parecía una hormiga dentro de su guardapolvos gigante. Le tiramos con un venenito para ver como reaccionaba. Se sonrió y cruzó. Había tomado aquella provocación como una llamada amistosa y algo nos advirtió que no era miedo su reacción, sino algo distinto que ignorábamos y que atribuimos a su negrura cordial, a un síntoma de hermandad desconocida. Era bueno tener un negro amigo. Hablaba raro, pero lo atribuimos al portuñol. Nos dio conversación en confianza y hasta nos invitó a su casa. La cocina humeante, un patio atestado de fierros viejos, dos negras que pasaron sonrientes con bultos de ropa, muchas crías y la número cinco, con los colores del Brasil. La levantó, la puso sobre su cabeza; luego la arrojó alto y al bajarla de pecho, le rebotó. ¿Que importaba? Juramos, al salir, ya caminando por el arrabal que el negro era el once que nos estaba faltando. -¡Si no sabemos si es zurdo!, recriminó López. -Todos los brasileños son zurdos, sentencié. Lo convocamos a ciegas y debutó el sábado mismo contra los punteros del Rivadavia que nos la tenían jurada. Lo que aconteció fue desastroso: la primera pelota la tomó con la mano y se la llevó hacia el área, para luego pararse en seco, volver sobre sus pasos y ensayar un pase a nuestro arquero que salió por el corner. Luego se la sacó a nuestro cinco y pateó tan alto y tan lejos que la tuvieron que ir a buscar cerca del campanario. Aprovechamos para rodearlo. Ya lo mirábamos como a un insecto dañino. El se sonreía con toda la dentadura blanca. Cuando regresó la pelota chilló y empezó a dar saltitos y a aplaudir. En coincidencia con Castillo que hizo la seña del dedo sobre la sien llegó al lateral su papá, el motudo, en bicicleta. Justo terminó el primer tiempo. El negro gigantesco nos llamaba: brillaban sus uñas rosadas bajo la luz de setiembre al mover la mano pero estaba serio. Habló en media lengua. Nos agradecía de haber invitado a su "muchacho" pero que se lo tenía que llevar porque era tarde. -E un minino special, ¿eh?, nos advirtió, sonriente por primera vez. El niño hormiga saludó y se fue muy alegre montado en la caño de la bici de su papi. -Minino, ¿dijo minino, porque es un gatito?, susurró Fabio. El Azúcar nos supo acompañar todo el invierno a lejanas canchas hasta que se mudó y no lo volvimos a ver. La escuela resultó ser de aquellas destinadas a los pibes distintos. Nadie dijo nada del equívoco, con mucho de culpa y de pudor por haber sido sorprendidos en el desacierto: era negro, por tanto debía jugar bien al fútbol y tendría bien puestas las luces dentro de su cabecita de cascarudito satisfecho. Ni una cosa ni otra. Para nosotros era como haber invitado a un marciano a jugar, era lo mismo. A pesar que comprendimos lo seguimos arriando, ya de ladero o de aguatero con su barrilito plástico. Antes que el oleaje se llevase a la familia y desaparezcan de la historia, el padre tuvo tiempo de aparecerse una tarde en la cortada cargando en los hombros y a bordo de su bici un arco de hierro construido por sus manos. Era hermoso verlo todo pintado de blanco, con una base argentina y la otra brasileña. Estaba emocionado y el Azúcar venía al lado festivo como siempre, hablándole a un pajarito de plástico. Quedamos bien. Nunca advirtieron el equívoco ni el padre y menos aún el hijo. Al despedirse con abrazos nos quedamos confusos, cotejando el arquito aquél donde cabían por goleada nuestra estupidez, nuestra vanidad temprana mixturada de inocencia con la inadvertida compasión que otorga el silencio cuando es también complicidad.

Abonizio en el Solar de las Artes - Santa Fé



VIERNES 2 DE OCTUBRE - 22:30hs :
"Adrián Abonizio"



Abonizio es profeta en su tierra. Miembro fundador de la "Trova Rosarina", movimiento de poetas y músicos que se dio el lujo de imponer su estética; su obra es atemporal y constituye uno de los pilares fundamentales de la música popular.
"Abonizio", "Los años felices", "Todo es humo", "15 bonitas melodías" y el último, "Extraño conocido", son discos íntimos que reflejan la personalidad de este compositor, que no sólo es dueño de hermosas melodías, sino de letras claves para el rock nacional, entre las que se incluyen las de "Mirta, de regreso", "Dios y el diablo en el taller", "El témpano" e "Historia de mate cocido".

Don Francisco fué un Titán


El árbitro era Hanz Aguila. El Dr. Karate contra El Comendatore Benito Durante. La Momia Blanca antes de la perversa Momia Negra versus Peucelle y la ignomioniosa terna arbitral mientras que sobre el cuero tensado rodaba el gordo William Boo. El hombre de la barra de hielo entraba al bar por un pasillito lateral, arpillera al hombro y oliente a sudores caballunos, la chata hirviente como advertencia que lo que se rozara apenas fuera ardido por el troley que tenía que torcer la cornamenta para ni hacerle sombra siquiera. Chichita de Erquiaga traicionaba a Doña Petrona de Gandulfo, moviéndole el espacio. Pavita a la York. Juanita, la esclava alcanza cosas. ¿Qué significaría la "C" metida como cuña antes de Gandulfo?. Carrizo, el nombre del arquero de River. Y Colomba presentando una momia indígena en La Campana de Cristal.

Arriba, entre flores, el televisor entre el mármol, y la madera y con ese plástico delante para ver en colores. El padre de Carlos era albañil, luego se hizo contratista y era muy petizo y le gustaba estar con nosotros los pibes, los amigos de sus hijos. Fumaba mucho, Clifton creo y echaba el humo mirando la tevé con la mano apoyada en la barbilla, entre melancólico y cansado. Siempre andaba de blanco, oreado por el sol y con manchas eternas de pintura o de mezcla a bordo de un jeep y nos llevaba al campo, a La Carolina, un campito vaya a saberse de quien era y nos hablaba de "Titanes en el Ring" con un entusiasmo infantil. Creía en lo que propalaba el aparato y el mismo era un actor secundario, un héroe de la clase trabajadora, esmirriado y fuerte, con ojitos de laucha feliz, allá arriba entre los andamios y el cielo. Un semidios sin físico de atleta pero con ángel. Cuando no estaba allí, en la altura, se metía en el traje de astronauta porque cultivaba abejas. "Cultivar" se decía a eso que tenía en una entrada perteneciente a la familia por la calle de enfrente y espiar desde fuera, porque se nos estaba prohibida la entrada, él andaba con su disfraz entre las celdas de madera, entre flores de un verdín que hacía de telón de fondo y las abejas como otras florecitas moviéndose al silbido de él, su amo.

El Caballero Rojo perdió su primer pelea y Don Francisco abandonó su entusiasmo, porque según su credo, los buenos no perdían, Central no se iba nunca al descenso y sus hijos solo serían artilleros del equipo. Uno fue bailarín y el otro se perdió con atorrantas que lo único que hacían era sacarle el dinero que ganaba en la pinturería. Un día enfermó de un cáncer al pulmón y lo lloramos retroactivamente, mientras Karadagian en la próxima pelea que antecedió a su partida, casi pone de espaldas al oso que le habían tirado como rival.

Vino por última vez al Estoril a tomarse un fernet, pero ya la muerte lo seguía y él sabía y todos los sabíamos pero, en el fondo, esperábamos, como cualquier héroe cualunque, que la Muerte le temiese y no se lo llevara. Se despidió de mi tocándome la cabeza y augurándome iba a salir bueno y se subió al jeep por última vez antes de entrar al Hospital y perder la batalla que ni se televisó porque ya el rating elegía que era lo que vendía más o menos. Luego, en un tiempo que no pude medir se supo que tenía una hija en un pueblo, una hija de otra, una tal Florencia cuya mamá había muerto antes que él y que la viuda, la mamá de Carlos fue y deshizo la tumba a palazos y lo vedó del descanso final, traspasándolo al panteón de los hermanos. La tal Florencia fue, durante un verano tema de conversación en todo el barrio, pero luego, con el vértigo de las clases ella misma desapareció de la escena donde se había colado y nunca le pudimos ver la cara. Mi amigo Carlos una vez nos habló y dijo querer conocerla. Es mi hermana al fin y al cabo, pero, nunca a los chicos se les abre la puerta de la verdad y quedó la historia trunca, sin encuentros, ni regalos ni película. Allí en los altos andamios debe andar bebiendo grapa don Francisco, que así se llamaba el hombre. Dejó su ropa salpicada entre un montón de cosas, el traje de astronauta enlutado y las abejas que se mudaron de barrio. Carlos viajó a Europa a encontrarse con su destino, cambió de sexo y se perdió en los canales de Venecia para reaparecer en postales. El otro hermano progresó, adquirió un lote y puso un bazar enorme que luego fundió por culpa de las putas.

Don Francisco, a pesar que no compitió nunca en las luchas, fue sin dudas mi mejor Titán.

Los Jettatores mueren dos veces


Tito la Spada se ha muerto de golpe y lo velan en la peluquería de la vuelta, la bandera de Ñuls sobre el cajón le tiende un aúrea marina por aquello de los films donde el ataúd cae al mar. Se ahorran la bandera. En cambio, por los dichos de los mayores descenderá a la tierra con él, abrazada a las maderas del cajón y la foto de todos los muchachos que luce agarrada artificiosamente entre los dedos del finado. Es nuestro primer muerto y no nos perdemos nada. Ni los percherones en la puerta, ni el crespón sobre los espejos, ni el aroma de las calas y las coronas saturando de muerte el recinto entabacado. Es nuestro primer muerto y nos lo dejan ver a través del vidrio: el espejo lo devuelve y se parece un poco a Boris Karloff con su barbita en punta, su frente alta, blanca, ya en otra dimensión. Empieza a garuar y como nos impiden quedarnos dentro nos cruzamos al alero de la carnicería cerrada, donde en los domingos solemos armar un cabeza a cabeza debido a la dimensión perfecta y las marcas de cemento en la vereda que delimitan el perímetro exacto para el match. Alguien aporta una de goma, de esas duras, negritas, que dejan un chichón invisible hasta que uno se acostumbra. -Jueguen respetando el luto, nos amonesta Doña Coquito, con su culo enorme de avispa señorial paraguas en mano, cruzándose hacia el velatorio. Lo hacemos, la pelota pica encabritada y como absorbe manchas de humedad detecta con perfección el sitio donde picó, convalidando el gol o no. Hoy está hecha una bengala heridora, como un animal rústico de piel brillosa que estuviese confinado en los bosques durante milenios y saliera hoy a la luz por algún encantamiento. Se nos escapa de las manos, nos ataca, nos perfora el pecho y la frente. Decidimos cambiarla, buscar una más suave y grande, una de plástico pero el ruido resultaría descortés. -Falta un gol, se queja Azuli que tiene el partido controlado y está jadeante bajo la garúa. Un solo golcito y la gloria de haberle ganado al Antonioni, el gigante negro imbatible. Se asiente y se prosigue, faltan segundos: un tiro corto para el pecho de Azuli que remata ya solo frente a un rival vencido y la pelotita como un demonio que brinca en un cascote, pega en el reborde de un balcón, salta al medio de la calle y al ser embestida por un Siam Di Tella que pasa justo sale disparada como bola de acero hacia el vidrio de la peluquería y hace estallar los vidrios como si se cayese de pronto un océano de cristal y hierro. Hay un silencio atroz; corremos hacia Alsina que ya es una boca negra ensimismada en las sombras de los altos plátanos y la casi ausencia de luz. La negrura nos hunde, nos protege. Recién nos detenemos en el centro de la plaza Buratovich, donde en la fuente reseca una venus de bronce parece acogernos. Nos tiramos bajo ella como en una trinchera: se oyen nuestras respiraciones afanosas. Arriba, sale la luna, ya escampó y advertimos el frío en nuestras remeras empapadas de sudor. -Deben estar buscándonos, articulamos como si fuésemos una patrulla de Combate. -Cagamos, aludo yo con mi optimismo lozano. Y saltamos la redonda fuente hacia la gramilla emprendiendo el retorno a la crucifixión: hay una mansedumbre de entregarnos, hartos de lucha y escondrijos. Vamos hacia nuestro destino -!Que ninguno arruge!, grito yo, que me gustaría huir a la luna. Al llegar hacia el velatorio nos recibe un camión de bomberos, agua por todas partes y vecinos atribulados. No sabemos qué sentir, si alegría por la muerte, por el suceso extraordinario, por la fortuna que tapa las pistas. Resultó que en el momento de entrar la pelota por el vidrio, se desmoronó el techo sobre los presentes y tras un cortocircuito se incendió el local. Afuera vemos a Troilito, el peluquero acongojado por la doble pérdida, la de su amigo y la de su local.
-No hay que lamentar víctimas, dice alguien.Suerte inusitada la nuestra, justo en el momento del impacto ardió Troya. -Se murió dos veces el Tito. -!Que lechuza!- No podía con su genio, se oye entre susurros.
Mi tío que ha estado fumando con otros en la esquina comenta por lo bajo ?Era el campeón de los yetas el finado, si hasta muerto dejó su legado, ¿eh?
Agradecemos a todos los mufas, los jettatores, los fierros del barrio y del mundo. -Lo único que no sé es que hacía esta pelotita cachuza dentro, dice un tipo gordo. Y nos descubre -¿Es de alguno de ustedes?, mostrándola averiada de calor. Negamos, negamos mientras hacemos los cuernos por detrás.

El cuadrero


A Gilberto Krass


Venía de lejos, siempre estaba llegando al territorio de las cañas, los techos de chapa, la perrada en los barrios bajos donde los micros se detenían para saciar la sed, embarrado el borde de sus zapatillas medio básket, su sonrisa de lado y el pelo larguísimo. Una mochila al hombro, rectangular por los cuadros que cargaba dentro y lo transformaba en astronauta y las manos flacas; invariablemente en camisa, sin frío, azotado por los huracanes y las ventiscas de frente. Esa voluntad de vendedor de retratos a domicilio, cuando era posible aún transitar los arrabales, lo hizo famoso y querible entre las señoras que se encantaban con su andar de fiera mansa, su canchereaje de mozuelo, sus historias de mercachifle con dignidad. A nosotros nos gustaba su leyenda. Era el Judío Errante, según oímos, pero desconocíamos lo peyorativo del tono. Nos habían dicho los curas lo ignominioso de lo primero y lo vanal de lo segundo: el universo sin el Dios sangrante de las iglesias era para los malnacidos y el caminar sin rumbo para los ateos. Eso oímos de boca de aquellos temblorosos curitas remendones de almas que teníamos cerca.

¿Qué pasa; qué hay de nuevo? exclamaba al vernos y se sentaba mientras fumaba y se sacaba el cansancio contando aventuras. Un día abrió el bolso y una mujer desnuda con el brazo detrás de su nuca apareció.

Es una Modigliani, anunció. Una gordita amarilla y rosa. Las Meninas, dijo señalando una escena. Después el desgraciado de Picasso la desfiguró. Hablaba de ellos como parientes, cercanos forwards campeones en trofeos. Era como si abriera un álbum de figuritas. Los soles giratorios en una noche azul y extraña. Es un Van Gogh, pobrecito, decía. Se rebanó la oreja y nunca vendió una mierda. Huy, estos Goyas, murmuraba silbando para si y nos corría el paño donde cotejábamos toros muertos, fusilados y lo que desconocíamos pero se llamaba aquelarre con una cabra reinante en el centro. Si ven esto los curas me fusilan, decía en una carcajada. Y nos hablaba del olor de la trementina, del júbilo cuando algún autor de estos vendía un mísero cuadro original, allá lejos y hace tiempo y que ahora estaban todos muertos. El vendía las reproducciones para honrarlos.

El Cuadrero, le decíamos. Ahí viene el Cuadrero. A pie, portando una figura de mago, ensuciado sus pantalones claros con algún salpicón, su camisa perlada bajo las axilas sudadas, alguna flor a modo de los carreros en la oreja, el pitillo humeante en sus dedos de gigante flaco y el tiempo para apoyarse en los ladrillos y narrarnos alguna andanza, alguna contingencia mundana, exótica, febril, elegante, cargada de romanticismo. Africa, las nubes, los santos irreverentes, las vírgenes que no eran tales, piratas, la revolución, el teatro y las artes eran su mejor ámbito. Un día nos animamos y le preguntamos sobre el tesoro. Ah, ¿el tesoro, eso dicen que busco?. ¿Cómo el de los faraones? Claro, lo dirán por ahí, en el club, sus familias. Es verdad, y estoy cerca de encontrarlo.

Hay un mundo chicos, hay un mundo mejor que está más allá, y apuntaba por detrás de los techámenes odiosos de las fábricas de plásticos o la avenida barrosa. Hay que descubirlo, hay que recorrer mundo. Estos son mis amores, contestaba cuando le preguntábamos por mujeres y se abrazaba teatralmente a los cuadros. Bueno, me voy a engañar gente, decía de un salto y nos palmeaba las espaldas, uno a uno, como hacían los técnicos de básket, los coroneles que veíamos en el cine, los galanes partiendo envueltos en la bruma de la noche y fumando, fumando siempre.

Hoy lo descubrí en un bar, con gorrita azul de pescador, bastón en ristre. A su alrededor, como si fuese aún aquel contador de cuentos, un grupo. Se perfilaba para prócer; había estimulado el arte, había ganado mucho dinero y perdido poco; había pasado madrugadas discutiendo sobre pinceladas y parlamentos, sobre peces y amaneceres. Me lo contaron cuando pregunté por él. No me acerqué, lo miré como quien avizora a Ramsés II aspirando de un narguil, bajo una enramada con el templo que cuenta su gloria detrás con escriba a favor, amantes en las galerías, escudos guerreros en las paredes, jeroglíficos escondidos tras los portones de hierro. Le puse la mano en el hombro. No se acuerda de mí, pero soy uno de los que encontró el tesoro, gracias. Y por respuesta solo atinó a señalarse la sien, como el arcón del oro legítimo y agregar si quería que le firmase un ejemplar de su libro. Luego me hizo llegar a mi mesa un vaso de vino. Desapareció con su corte. Ya no vendía nada más, creo que con su trajín había comprado, parcelado y revendido más de una vez al mismo cielo agnóstico, comunista y vital que logró al fin enmarcar y que será, igual que los reyes, enterrado en su catafalco, cuando los pinceles negros de las honduras terminen por fin con su retrato.

Fuente: Página 12

La mujeres siempre triunfan



Yo tenía catorce años y debía trabajar, por eso mis padres me enviaron a lo del doctor Monteleone, a su casa, a su estudio a ver si me ganaba los garbanzos en la escribanía. ¿Qué hacía yo allí? Diría que nada y todo. No limpiaba. Era mandadero. Solía atender el portero eléctrico que se multiplicaba en sus rings por toda la mañana. Luego, al mediodía, iba a los bancos a realizar pagos o trámites y pasada la hora pico me dejaban ir a almorzar a mi casa. Al otro día rendía los papeles y seguía la rutina. Creo que el doctor me descubrió y me pidió: había visto mi esmero entre ceja y ceja, mi seriedad y claro, la necesidad en los muebles de mi casa, las pocas veces que estuvo retenido en el living, por mi madre y un café torrado.
Allí habrá comprobado los cuadros imitación, las paredes sin reboque, el olor a comida y se le habrá ocurrido darle una mano a mi papá. Al que puntualmente le cobraba el crédito por la casa. Yo le hice creer que era aplicado, mi padre exageró "-Un técnico propiamente", dijo absurdamente para definir mi precisión. No pudo ser más desubicado. El DT que me dirigía habíame echado la semana anterior. Fue en un córner, marqué el primer palo y un negro -Pelé le decían- me anticipó y cabeceó a la red, -"¿Pero usted es puto que no marca?", gritó. Un fracasado de apellido Gamez. Lo cierto es que me saqué la casaca y me fui al vestuario. Nunca más pisé el club. Y me había puesto raro: Un huracancito rojo, lleno de humo y apisonada violencia me empezaba a ladrar en los intestinos.
Al otro día me trompée con Claudio, el gordo de la imprenta por una pavada. Por esas jornadas en que andaba en pie de guerra me pidió Monteleone. Los adultos confunden seriedad con contracción al trabajo. Laburaba en su estudio?casa de luna oval con entrada de vitreaux, una servidumbre extensa, especie de familia portátil que el doctor había fabricado tratando a todos bien, pagando en término, regalando de vez en cuando camisas para el chofer, cuadernos para la hija de la mucama, ropa nueva para Sarita la secretaria que se decía andaba con él a pesar de estar casada.
Un dios malefico, ponzoñoso, cobrizo y maloliente me condujo hasta la verdad, esa ganzúa que abre el cofre personal cuando solo uno tiene la réplica, pues se sabe, para la verdad nunca hay una llave original: La tal Sarita resultó ser la esposa del técnico que me habia echado. En el cordón de Castellanos dirimíamos la escena mientras una luna rojiza subía por los álamos. López razonaba como ante una batalla. "Si la mandás en cana lo jodés al técnico, pero también al doctor que decís es buen tipo, y tiene la hipoteca de la casa". Toledo extendió su mano con el gesto de los cuernitos. "Además de que se enteren que está coronado también te ponés en evidencia". Lo miramos, usaba una jerga magnífica. "Un técnico en el arte del análisis de los casos policiales", dictaminó Antonioni. "Termínenla con la palabra técnico", rogué yo. La cuestión es que se venía la noche, encendimos el primer cigarrillo y buscamos aquello que significaba hacer el daño sin que se sepa el causante.
-"¿Está buena la Sarita?", ofertó Lopez. -"Unas tetas así grafiqué". -"Bueno, con esas tetas y mi labia vamos a hacer el negocio", levantándose, magnífico con la idea, cerrándose la campera y feliz en haberle encontrado la vuelta al asunto. Al día siguiente suena el portero y abro. Lo veo a Lópecito con un morral al hombro como los que usan los carteros. Vacilé, lo miré como a un zombie. "Qué..¿qué haces acá vos?" -"!Carta para la señora Sarita Zampapietro de Gámez!", chilló estruendosamente. Al oir su nombre vino por el corredor, con sus labios rojos, su perfume a naranjas y su escote. "Sí, precioso, ¿qué es?. Qué raro ¿acá?".
-"Soy correo privado, señora. Suyo", extendió la bic sin dejar de mirarle los pechos; firme acá y alargó un papel. Los dejé en la puerta y me metí en el estudio. Regresó Sarita y no pude soportar verla abrir el sobre asi que salí como alma que lleva al diablo para los bancos. El sábado por la mañana me llamaron del club que vuelva a entrenar porque "Ese bruto de Gamez se rajó sin avisar y usted, mi viejo, sabemos si que abandonó el club fue por él y ahora lo necesitamos ya!", me urgía el Señor Floritti, el propio presidente del Horizonte Club. Jugué, hice un gol y por el atardecer vimos a López que venía fumando y nos invitaba a sentarnos al cordón. Contó todo, el anónimo escrito en la máquina de su hermana, la obligación que deje el club su marido caso contrario se iba a enterar que ella lo gorreba con Monteleone. Una luna enorme y perfecta crecía tras él."¿Y cómo habrá hecho para convencer al cornudo?", inquirió Toledo. Lopecito, mirando el humear de su pucho susurró. Estaba sobre el tobogán, las manos en la nuca. "Ah, las mujeres. Cuando quieren algo lo logran.. las mujeres. Qué tetas lindas que tiene la señora Sarita. Las mujeres, para que vayan sabiendo siempre triunfan, che".