Culpemos a los otros por Adrián Abonizio

Culpemos a los otros jueves, 11 de noviembre de 2004

Hablemos de quienes hacen de su vidas un ejercicio práctico: echar la culpa a los demás de todo, sin reparar en gastos. La viga en el ojo propio. Pero un ojo de aire culto, responsable, único. Empiezan por algo grande y frondoso: nuestro país. Ellos han leído, están muy informados y se creen librepensadores. Saben del granero del mundo y del faro de América. Todo junto mezclado y en conserva. Eramos ricos y se acabó el queso, luego nos endeudamos, dilapidamos la herencia y nos rendimos ante la banca apátrida internacional. ¿Quién propició todo esto? Ellos son inocentes. Han nacido en una familia de inmigrantes enaltecidos por la prosa libertaria. Tienen un pasado obrero, un alma comunista, un origen barrero. Ellos han aprendido la historia. Juzgan con dedo acusador a los políticos y a los militares, incluidos el general Perón y la Evita capitana. Ah, si el pueblo comprendiera, se dicen. Esos desprotegidos en la estafa; los de felicidad escamoteada, los hermanados en solidaridad, los unidos del sur a quienes violaron en el cuarto oscuro. Y hablan del pueblo argentino tan conmovidos como turistas perpetuos. Algún día se liberarán, deducen. Mientras, omiten el pago en término y las reuniones sindicales en su empresita. Atormentados por una pena dulce se rasgan el pecho, lloran en los altares de sus amantes, en los confesionarios psicológicos y hacen de esta dramaturgia un buen libreto. Leen a Benedetti, se conmueven con la sensiblería arrogante de Sábato, escuchan a Víctor Heredia o a Silvio Rodríguez, se orinan por Cuba y, finalmente, luego de un paso fugaz por acuerdos, alianzas y alguna presidencia de mesa, en rencorosa resignación por haberlo intentado todo se dedican a lo suyo. Envidian a los combatientes de Sierra Maestra, pero ellos lo hubieran hecho mejor. Los desaparecidos fueron muy valientes, pero les faltó estrategia. Los líderes usan mucha demagogia. Y así continúan para sus adentros. Yo estudio a estas especies y me sube por la lámpara de la sangre como una luz de piedad. No tengo odio, solo hastío por la brutalidad de doble moral, por sus miserias de alcoba y sus terrores que disfrazan de ideología. Ellos me miran con desdén sugiriendo alguna lectura vivificante y no dudan de mi lucidez: dudan de mi pragmatismo. ¿Para qué mortificarnos si los demás hacen todo al revés? El país se les escapó en algún momento o habrá hablado como oráculo cuando ellos dormían y nadie les avisó. ¿Que la ciudad está sucia, llena de ratas y basura tirada? Obviamente, la culpa es de los demás, los que descuidan lo que es de todos, se indignan; mientras, vacían el cenicero del auto distraídamente mirando la franja marrón del río y oyen noticias desde una emisora bien pensada. No se puede ni ir a tomar un café tranquilo; a cada momento entra un pibe a pedirles una moneda. ¿La culpa? De los padres que los dejan a la buena de Dios, de esta sociedad pauperizada que los encarcela en el vino y la coyuntura. Entienden su malaria congénita pero se indignan: no los dejan abstraerse en sus meditaciones. Siguen ahora con las drogas. Tienen un hijo que anda en cosas raras: la responsable es la sociedad corrupta en modelos y los maestros sin ideas preventivas. Nunca le faltó nada y ellos en su papel rector ya les han prevenido que así, de ese modo suicida, les están haciendo el juego al imperialismo de los alcaloides y a la dominación extranjera. Comprenden su necesidad de ruptura y la búsqueda de tribus alternativas. Han intentado sobornarlos con regalos para que dejen las malas juntas, pero nunca les han hablado al alma del cachorro. Continúan con el sexo: su hija tiene un montón de cortejantes y ningún esposo. La retan, la ofenden, pero no pueden apartarla de la idea fija. Ella está embarazada. Comprenden la revolución hormonal: le han dejado en su dormitorio un video sobre el tema hace unos años. Jamás se sentarán a hablar del asunto hasta que ella no lo pida, porque respetan en exceso su libertad. Pero la terminan dejando sola. Les echan la culpa a sus esposas, presas de un modelo femenino estereotipadamente pasivo y complaciente que fue lo que impidió la enseñanza del autocuidado. Mientras, digieren aun la noticia que, ella, su “compañera” como les gusta decir, se escapó con un tipo más próspero. Seguro que el modelo burgués de una terapia de grupo o una sociedad capitalista y de consumo le están llenando la cabeza. Y cuentan toda esta letanía sin anestesia, al borde del ridículo y el cinismo. Son peores que los que critican. Se comprometen pero de mentirita. Su solidaridad es un enervamiento de ficción. Dicen ser de izquierda y actúan como de derecha. Creen ser sensibles y son bestias; van a cagar como se dice, en la casa del vecino. Una noche cualquiera matan a tiros a ese taxista que les frena delante suyo: él se la buscó. Los quince años de prisión son culpa de la Justicia enferma de este país colonial. Los mete presos a ellos y libera a los mafiosos. Son víctimas del sistema. Enferman como héroes en el exilio. Una vez muertos, la culpa es de Dios, ese opiáceo de los pueblos, por derivarlos a este corredor oscuro sin una luz decente. —Dios, ese ateo, rabian por debajo y lo acusan de hereje y si fuera necesario de judío. El solo, tiene la culpa entera de sus males. —Y así le va, dicen mientras descienden sin parar hasta el fondo del pozo de los tiempos por el peso de la piedra ilustrada que habita en sus corazones

Carnavales de alegría por Adrían Abonizio

No es verdad que los carnavales me ponen melancólico por lo que tuvieron de felices. No constituyen un pasado emblemático de alegrías pasadas ni fervor póstumo. No eran más que la vigilia de las armas en una semana de vértigo y novedad. Mi única melancolía fue comprender, en el amanecer de las cosas, que la pena verdadera estaba en el primer fracaso amoroso, la sordera de un país caníbal y que habría de caminar mucho y mal todo aquel no nacido en cuna de oro. En la escuela obligatoria y en la familia desarmada. La patria de la inocencia. La patria de las cosas mágicas. La patria del anochecer en que uno se dormía protegido por el retumbar de las comparsas que ensayaban en los barracones. Los carnavales no igualaban nada: mostraban lo que éramos.

Eran una droga poderosa: uno podía sangrar en una pelea que el Rey Momo lo curaba. A uno se le podía morir un tío que el carnaval lo amenguaba. O un padre hastiado molernos a patadas o mordernos un perro rabioso o caer por goleada que el carnaval todo lo sanaba. Ser chicos era una maldición de indiferencia. Lo único nuestro y poderoso era el juego de agua en la siesta, en que uno olvidaba masturbarse o mirar canal cinco, para salir a mojar chicas. Recuerdo que se evitaba gastar agua en las feas y ese estigma me duró hasta hoy: cuando puedo voy hacia una y le declaro un amor de paso como para redimirme. La impiedad y el sarcasmo, el erotismo, la victoria o derrota estaban en los carnavales. Algunos les ponían a las bombuchas piedritas o venenitos de paraíso para que doliera; otros pintura para que manchara y los más osados orina para que oliera. Yo despreciaba esas prácticas pero al tener una puntería endiablada, me solían contratar los más grandes como mercenario a cambio de fotos porno. Cuando me hastié del contrato vil (diez víctimas por una foto de la Sarli) escapé y allí, en el atardecer con olor de glicinas y el recio sudor que exhalaban los mayores que se habían estado corriendo con cubos de agua, descubrí la hilera de cantores que esperaban su oportunidad de inscribirse para trepar alguna noche al escenario. Cantaban cosas tremebundas, horrorosas, lúgubres, pero al ser carnaval la gente perdonaba esas letras mortuorias, esa vergüenza ajena mientras llovían serpentinas sobre sus cabezas engominadas de artistas y resonaban los compases fúnebres de sus vidas de tango.

Nada importaba, la gente era bestial pero feliz; los ignoraba o compadecía con aplausos, nada importaba y esos tipos habrían de ser prontamente olvidados en las postrimerías de una bacanal inocente y con luz de amanecer, sin sexo ni borracheras de cuchillos y en una claridad de patios mojados con la evocación de besos que no fueron. Mirábamos a esos cantores. Los veíamos pasar derrotados y pese a que veníamos de una carnicería y éramos curtidos soldados de línea, jamás se nos hubiera ocurrido burlarnos. ¡Ah esos cantores amateurs caminando la plaza del barrio cabizbajos, tomando agua de los bebederos porque no tenían ni para una gaseosa y regresaban a sus oscuros barrios metiéndose en la noche de los vencidos! ¡Ah, esos gorditos tímidos, esos flacos venosos, esos colorados refunfuñantes! Esa sí era una Señora Melancolía; era la derrota, la auténtica derrota de un pueblo. Lo comprendí después, cuando uno ya no vería jamás las cosas desde afuera. Una noche fuimos al desfile y pasaron mascaritas, marcianos con cabezas de engrudo, parsimoniosos carros con guirnaldas, triunfadoras gentiles de dientes blancos, reinas del disfraz perfecto, candomberos falsos con hollín en las caras, negros ficticios, todos seguros de sus vidas y el podio que los aguardaba. Entre la gente, cubierta su cabeza con una bolsa de nailon dura, andaba un tipo que besaba en la boca a los hombres. Aquello me sacudió, algo siniestro se estaba incubando bajo las farolas y yo lo había descubierto: era el margen, la pobreza, la miseria. Eran los cantores sin laureles, las feas a quien nadie mojaba ni sacaba a bailar, eran los mariquitas que debían esconder su cara.

Allí, en ese espacio perfumado, con estrellas simulando bombitas sentí que me alcanzó un rayo y me abrió una herida con la comprensión cabal de mi destino: jamás sería como los triunfadores, jamás me compraría un traje luminoso y jamás estaría del lado de los ganadores. Lo supe ahí, como supe también que escribiría para redimirlos. Eso marcó mi vida y signará mi muerte. Y la gente habla tontamente de los carnavales como con melancolía tenue, como la postal de un cielo perdido y maravilloso. Melancolía legítima en suma, pero no entienden la mía y es razonable: la gente en general elige a los ganadores, pero ignoran que la sombra que proyectan sobre ellos es de falso oropel, de un agua florida descompuesta y de un Rey Momo que se les está riendo en la cara desde siempre. 8 de Febrero de 2005

Somos por Adrián Abonizio


Somos la mayoría silenciosa. Los que nos hemos vuelto previsibles para evitar tener más enemigos de la cuenta. Gente muy particular, sin embargo, a la hora de retratar su espíritu. Gente que está sola y espera. Gente a la que saludan en el ascensor y despierta confianza sin andar sonriendo demasiado. Es la que asiste a todos los asados de confraternidad y la que no esconde el vino bueno. Es gente que separa a los belicosos, que no duda en acercarse a los accidentes a dar una mano ni en prestar unos pesos al que está en el naufragio, ni en llamar a la radio por alguna cosa que indigna, ni deja de creer en los misterios y en mitologías caseras. Gente que está sola y resiste. Somos los que hemos votado equivocados a sabiendas. Los que no gustan de las multitudes cuando van para el mismo lado y los que saben los distintos lados que tienen las personas. Somos los que hemos inventado o adquirido artefactos inútiles, viajes imposibles, cuentos estúpidos y lo seguiremos haciendo. Somos los que no sabemos contar chistes en las fiestas. Somos los que no claudican fácilmente pero que amainan su entusiasmo si hay traición. Somos el fruto equivocado de dioses con dispepsia y los ángeles caídos sin siquiera haber levantado el vuelo. Somos a quienes ignoran a la hora de los premios, pero a quienes llaman para una confesión. Los que ayudan al ahogado y los últimos en irse de la evacuación. Hemos asistido a entierros y velorios aun cuando odiamos esas ceremonias sólo porque nos han pedido que estemos allí. Hemos tragado sapos, comidas rápidas, placebos, malos gobernantes y horas muertas sólo porque había que hacer algo que no fuera la inmovilidad. Somos los que lloramos en los cines y siempre llevamos monedas sueltas para pagar la culpa de tener un poco. La misma que nos mueve hacia Greenpeace porque en nuestro pasado hemos interrumpido alguna cadena alimenticia y derrotado algún bello animal hoy en extinción. Somos un alfabeto para locos y muchos nos creen cuerdos. Somos a veces el felpudo de Dios y en otras Dios nos ceba mates. Somos ciclotímicos, indecisos, festivos, angustiados, solidarios. Somos cómodos y ruines en pequeñeces; sin embargo viviríamos como ascetas y seríamos capaces de ofrendar la vida por un motivo valedero. Somos los que esperamos una buena causa, el amor perfecto y un más allá pero en la tierra. Somos los dadores de ánimo y los que creemos que las felonías templan nuestra paciencia. Somos sabios pero no podemos demostrarlo: somos pudorosos en nuestros vaticinios. Conocemos el alma humana como pocos, sabemos de sus agachadas y sus virtudes, confiamos aún y sin embargo olvidamos llevar con nosotros suero antiofídico. Muchos cuentan heroísmos de sobremesa: nosotros mantenemos reserva sobre los nuestros. Muchos fracasan en nimiedades y son admirados por el valor desplegado: nosotros hemos subido y después caído de pendientes aún más altas y en secreto nos hemos lamido las heridas sin nadie cerca para consolarnos. Muchos dicen ser un mojón de integridad, honestidad e hidalguía: nosotros callamos para evitar que nos tilden de envidiosos porque a veces intuimos el fraude cercano.

Odiamos en silencio, nuestro pudor supera las broncas. Hemos regresado con el ojo mocho por defender otros destinos pero hemos atribuido el golpe a una colisión casera. También amamos en silencio pero cuando decidimos hablar ya es tarde. Nos conformamos a veces con hacer tiempo en la vida y ello nos enrojece de rabia. Queremos ser distintos que nuestros resignados vecinos pero copiamos sus fórmulas y sólo nosotros sabemos que no estamos entregados aun. Nos engañamos para no matarnos. Nos camuflamos para evitar las estridencias de las alabanzas. Nos plegamos a otros sabiéndonos mejores; que dentro nuestro no hay un apacible cordero sino un samurai a la espera. Tomamos cafés con imbéciles haciéndonos los distraídos porque hay que comer mientras que esperamos que los rayos de una justicia esquiva los partan para siempre. A ellos, los que afean el paisaje y hacen la vida más gris.

Soñamos con un regreso a la naturaleza pero somos alérgicos a los mosquitos. Somos cautivantes con nuestras derrotas y es el humor negro lo que nos redime de crucifixiones. Somos almas en tragedia y bufones ante la desgracia. Somos políticamente correctos y equivocadamente liberados. Creímos en el peronismo, en el bien común, en el psicoanálisis y hasta en Fito Páez hasta que entendimos cómo es todo. Creíamos en tantísimas cosas que pasaron a ser sólo cosas. Somos machistas y feministas a la vez. Somos homosexuales sin serlo; retrógrados sin caverna; perdonavidas que son perdonamuertes. Leemos a escondidas libros sobre horóscopos y miramos novelones y pornografía y oímos música no permitida. No somos la madre de todos los prejuicios, pero sí sus parientes cercanos. A veces creemos haber nacido en el cuerpo equivocado: tendríamos que vivir cerca del mar y escribir a nuestros amigos sobre el pigmento de los corales y las bocas de los tiburones azules.

Pero somos de acá. Esta es nuestra migraña y nuestra cabeza feliz, nuestra frontera y nuestro horizonte sin fin, nuestra taquicardia y nuestro fervoroso corazón. A veces en la noche sentimos pasar un tren y nos oprime el alma algo poderoso con gusto a escarcha y noche. Quisiéramos no estar más con nosotros, huir, ser otros, olvidar que somos la mayoría silenciosa, que estamos solos.

Y que no entendemos si ya es tarde para todo o será que todavía no hemos empezado.4 de Noviembre de 2004

Cine de Super Acción por Adrían Abonizio

Recuerdo haber sido chico y sentirme muchos a la vez. Recuerdo pedir un vaso de agua (no llegaba a la pileta de la cocina) y empinarlo de un sorbo con gesto suficiente a pesar que ese trago ardía. Recuerdo limpiarme la boca con el antebrazo. Recuerdo estar lleno de polvo del desierto y dispararle a mi madre por la espalda. Luego que la bala atravesaba el cuerpo del villano, un killer discreto como yo, ordenaba whisky para todos y que siguiera la música. Recuerdo haber visto huir a mi perra hasta un caserón vecino porque se negaba a tropezar caracoleando como los caballos de los cowboys, mientras era apedreada. En Mundo Insólito describían a las tortugas marinas gigantes relatando que ni una bala de fusil podría atravesar sus caparazones. Tomé el Maheli 5 y 1/2 de aire comprimido y la perforé: más que apenado por la tragedia estaba ofuscado por el embuste. Al tiempo el olor cadavérico me delató pero mi mamá adujo una cierta inimputabilidad que me salvó. Corzo, un gordito retraído, cayó al otro día a un zanjón y se rompió una pierna: habíamos visto en la pantalla cómo un pibe rubio, pero en blanco y negro, se estrellaba contra unas rocas empujado por un amiguito.

También por esos días aparecieron unas series sobre Hombres Mosca que se deslizaban por los edificios para destripar cajas fuertes: con el Chino trepamos el frente inmaculado de los Cusumano, dejando las huellas de nuestras manos y pies en el lugar del crimen. No había nadie en esa casa pero el dueño nos buscó durante una semana. Cosa de chicos, dijeron muchos y el caso fue archivado.

Otra peli era sobre la maldición de la Momia, con Boris Karloff, así que secuestramos a la hermanita del Tony, la vendamos con una sábana, usamos su cuna invertida a modo de sarcófago y la embutimos en el ropero a esperar que resucitase. Los gritos atrajeron a los guardias que tomaban el fresco en la vereda, así que disimulamos y dijimos cualquier cosa: al fin y al cabo resultó ser una momia chapucera, bastante alcahueta. Con la Laurita intentamos una violación que copiamos de la serie La Ciudad Desnuda, pero nadie supo cómo hacerlo. De Los Tres Chiflados, Moe era el elegido: pegaba, ordenaba y se parecía un poco a Hitler. Todo iba bien hasta que al Cady se le saltaron dos dientes y no vino a jugar más. Todas estas escenas que imitábamos ocurrían en lejanas comarcas o en decorados fastuosos, de allí que reproducirlos le confería a la acción la gracia de un film dentro de otro.

Un atardecer copiamos como pudimos una toma donde una pandilla espía a una chica bañándose a través de una banderola en una terraza zigzagueante de neones. Ella tenía las tetas blancas como las amantes de los hampones pero allí las podíamos ver completas. La función terminó cuando el Flaco Paludi pisó mal y se vino abajo. A ella le dieron algunos puntos en la cabeza y al Flaco le sacaron muchos vidriecitos del estómago. Si hasta lo visitamos en el hospital como habíamos observado que hacían los camaradas de guerra entre sí y le dejamos a escondidas un paquete de Colmena. La señora no dijo nada: ella sabía que habíamos visto cómo un tipo semidesnudo que no era su esposo huía por los fondos. De ahí en más nos dejó mirar por la claraboya todo lo que quisiéramos.

En todas las de Cine de Súper Acción indefectiblemente los malos eran los árabes, los indios, los africanos de la selva, los mejicanos. Morían cientos de ellos antes que el héroe cayera herido antes de pronunciar la frase convenida: "Es solo un rasguño" y una mujer tan hermosa como anhelante le daba agua en la boca y lo cuidaba cambiándole de vez en cuando unos trapos húmedos puestos sobre su frente ardida en fiebre. Con nosotros nada de eso ocurría. Eramos blancos, ganadores, una fija completa, pero cuando volvíamos del campito nadie nos socorría. Llegábamos rengueando, con las camisetas rotas y algún ojo morado, pateando la pelota con distracción, como si arrastráramos la cuadriga de un ejército derrotado. Ellos, los demonios negros de las calles de tierra, los de habilidades envenenadas y alegría salvaje; ellos los sucios negros piojosos eran los causantes de nuestra penuria. Y los imbéciles adultos repetían la frasecita como si nada. "Y, son cosas de chicos". No, no eran cosas de chicos, eran cosas de negros de mierda ; eran cosas de seres monstruosos y gigantescos; eran desgraciados a los que los peronistas que pintaban con brea las paredes pidiendo por el Líder, denominaban excluidos, marginales. Y que nosotros padecíamos hasta la humillación más asquerosa. Ellos los defendían, pero claro, ninguno había sido escupido ni barrido a patadas por ellos. ¿Acaso Perón impidió que nos robaran la bandera y la pelota? ¿Dónde estaba el General cuando a Tiburcio lo llevaron detrás del cementerio y después de hacerle aquello lo dejaron encerrado en un panteón? ¿Volvió en su avión negro a descargar metralla dentro de sus cuevas inmundas cuando me cortaron el dedo meñique? No, no, no. Solo sé que enloquecí después de aquello y que vendado y todo asesiné gatos, ahorqué canarios, llené de bosta las ropas en las terrazas, oriné sobre los autos estacionados; largué a los cielos mi furia vengadora, mi rabia impropia de niño, mi traición de película, nuestra derrota. Aquello fue el final. Las madres no hallaron un culpable visible y juramentadas en Supremo Tribunal de Guerra comparecimos y fuimos castigados en consecuencia. Recibimos la condena ceremoniosamente, con las cabezas gachas. Pero la sentencia nos causó gracia: nos obligaban a no juntarnos en barra durante un mes.

Sólo nos permitirían ver Cine de Súper Acción. 13/01/05

A dúo con Abonizio


Interior Cassette Los Años felices



Tapa interna del cassette Los años Felices de Adrián Abonizio .

Abonizio con Amigos


En la Siesta Fantástica (Radio)


En voz baja por Adrián Abonizio


Diario Rosario 12

Música de Pelicula


Animales en la trampa por Adrián Abonizio


Diario Rosario 12

Abonizio en "El Altillo"


Bariloche Mon amour por Adrian Abonizio



Diario Rosario 12

Falta de emociones por Adrián Abonizio


Diario Rosario 12