¿Como se hace? por Adrian Abonizio



Jueves, 03 de marzo de 2005
¿Cómo se hace?

Cada vez estoy más seguro de mis inseguridades. Si algo sé es que dudo. Si algo conozco es la herrumbre de la brújula, las riendas torcidas de mi cabalgadura, la mellada espada de mi saber. Cada día urdo la trama de mi retórica detrás de donde espío al enemigo que acecha. Cada vez soy más elocuente y escribo mejor: debajo de las palabras uno puede ocultarse con la inmunidad que da el oficio. Aquí va mi testimonial: un amigo de la infancia me hizo empeñar el sueldo y la fe, pero siento que lo ultrajo al decirle que me ha traicionado, pues aún lo quiero. Y humillarlo a él es hacerlo conmigo y con nuestro pasado de hermandad. Lo peor es que él lo sabe y actúa en consecuencia. Soy así de idiota. Cuando tropiezo me pregunto, con sinceridad infantil: ¿cómo se hace, cómo es, cómo era, cómo será? ¿Cómo decir que no a una reunión de ex alumnos sin que crean que soy arrogante? ¿Cómo expresarles que tengo impresión de que vean lo que ha hecho el tiempo con nosotros y que ya no somos los actores en aquella escenografía de errante y sospechada felicidad, tan irreal como antigua? ¿Cómo hacer para eludir esa charla con una ex novia que propone vernos para repasar lo actuado y uno carece de la gallardía de confesar que aquello nunca fue realmente importante para nuestro corazón? ¿Cómo explicar el amor hacia una divisa sin caer en las frases "es un sentimiento, una pasión, algo distinto"? ¿Cómo dar el pésame o una mala noticia utilizando las palabras correctas?

Qué difícil es todo. Qué fobia a la mala praxis espiritual que he desarrollado. Ay, que pavor ancestral de intuir que uno no sabe hacer nada más que lo instintivo, como el comer y el digerir; el amor físico y algunos rudimentos de la caza diaria. Amar sin presentir. Soy así de idiota. No poder evitar mirar a unas señoritas con quienes, de concretar algún encuentro amatorio, nos darían cadena perpetua como pena leve. El no dejar de sentir culpa por el pavor ante ese morocho mal entrazado que en la esquina nos pide algo, una moneda, un cigarrillo, pero no la vida. Sospechar que una obra de arte que los críticos ponderan como sublime resulta ser un bodrio, pero no opinar. Ni poder burlarnos de ese taxista verborrágico y sabiondo que aconseja cómo vivir y no atrevernos siquiera a decirle en la cara (que vendría a ser su nuca) que no lo soportamos. ¿No sería mejor confesar nuestro pánico al dentista, a los perros bravos, a las alturas o las profundidades y a las películas de terror para niños? ¿No sería más sano dejar de lado nuestra torpe elegancia, nuestro rosario de mentiras piadosas, nuestro patético escudo perdonavidas?

Muchos me creen un arrogante, otros un pusilánime; no soy ni uno ni lo otro: soy apenas uno que no sabe como actuar en ciertos casos. Se me presenta un señor de hábitos y pretende darle la extremaunción a un pariente que está al partir de donde no se vuelve. ¿Cómo disimular que estoy aturdido por el absurdo de que alguien crea ser intermediario de turismo en semejante viaje? ¿Cómo poner cara de entendido ante las explicaciones de nuestro mecánico que engorda sus honorarios pues intuye que uno apenas sabe que el auto tiene una varillita para medir el aceite y un laberinto de cosos y cositos extraños? Sólo a mí me han elegido para levantar las copas en un casamiento o aniversario y tener que desear buenos augurios que todos sabían no se cumplirían. He comido en restaurantes mucho después de haber trabajado en la cocina de muchos de ellos y para no contrariar la invitación comí disimulando la repugnancia. He entrado a concesionarias a preguntar precios de bólidos inalcanzables y a pesar de la mirada despectiva del vendedor seguir adelante cual Isidoro Cañones dilapidando fortunas. He sido sometido a entrevistas laborales en donde invariablemte debía ser agradable, sabiendo que sería imposible y que ya estaba perdiendo el puesto de antemano. He sido conminado a opinar sobre algún trabajo artístico a requerimiento de su inoportuno autor y no me he atrevido a expresar que jamás había asistido a algo tan horripilante. He asistido a reuniones de bien pensantes donde estaba mal opinar a favor de un poquito de pornografía, la mano dura de Perón o la belleza de las canciones melódicas, temiendo que a uno lo arrojen por el balcón. Alguna dama me ha inquirido en su alcoba por sus formas o su celulitis o su ropaje y en todos los casos he dicho que estaba todo en su lugar y combinaba con armonía, a pesar de ver panoramas de derrumbes. He sido abordado por un enjambre de pibes angelitos que venden porquerías en las mesas y a todos les he comprado por temor a que me vean como insensible. He tenido pensamientos funestos sobre nuestros rivales en la cancha, tales como quebraduras expuestas, descuartizamientos por perros policía, ahogamientos en el pozo, más luego, arrepentido, hasta les he deseado que nos hagan un gol.

Ay, amigos, me siento un idiota con buenos sentimientos, cobarde, mediador sin temple, esquizo del amor y del odio, verde para grandes batallas, viejo para las pequeñas. Apenas un rudimento de hombre. Siento pena por mí pero más por la especie humana. Hay que mentir, fingir con crueldad, aparentar denuedo, pasión y generosidad, tal vez me vaya mejor. Habrá que tomar con suficiencia los elogios infundados; con falsa humildad la gloria que nos adjudican y no nos pertenece; usar la condescendencia en los triunfos equivocados. Me irá un poco mejor y no tendré que andar balbuceando sobre el cómo se hacen o se dejan de hacer las cosas que no sé llevar a cabo, esta nota incluída, esta falsa modestia.

Culpemos a los otros por Adrián Abonizio

Culpemos a los otros jueves, 11 de noviembre de 2004

Hablemos de quienes hacen de su vidas un ejercicio práctico: echar la culpa a los demás de todo, sin reparar en gastos. La viga en el ojo propio. Pero un ojo de aire culto, responsable, único. Empiezan por algo grande y frondoso: nuestro país. Ellos han leído, están muy informados y se creen librepensadores. Saben del granero del mundo y del faro de América. Todo junto mezclado y en conserva. Eramos ricos y se acabó el queso, luego nos endeudamos, dilapidamos la herencia y nos rendimos ante la banca apátrida internacional. ¿Quién propició todo esto? Ellos son inocentes. Han nacido en una familia de inmigrantes enaltecidos por la prosa libertaria. Tienen un pasado obrero, un alma comunista, un origen barrero. Ellos han aprendido la historia. Juzgan con dedo acusador a los políticos y a los militares, incluidos el general Perón y la Evita capitana. Ah, si el pueblo comprendiera, se dicen. Esos desprotegidos en la estafa; los de felicidad escamoteada, los hermanados en solidaridad, los unidos del sur a quienes violaron en el cuarto oscuro. Y hablan del pueblo argentino tan conmovidos como turistas perpetuos. Algún día se liberarán, deducen. Mientras, omiten el pago en término y las reuniones sindicales en su empresita. Atormentados por una pena dulce se rasgan el pecho, lloran en los altares de sus amantes, en los confesionarios psicológicos y hacen de esta dramaturgia un buen libreto. Leen a Benedetti, se conmueven con la sensiblería arrogante de Sábato, escuchan a Víctor Heredia o a Silvio Rodríguez, se orinan por Cuba y, finalmente, luego de un paso fugaz por acuerdos, alianzas y alguna presidencia de mesa, en rencorosa resignación por haberlo intentado todo se dedican a lo suyo. Envidian a los combatientes de Sierra Maestra, pero ellos lo hubieran hecho mejor. Los desaparecidos fueron muy valientes, pero les faltó estrategia. Los líderes usan mucha demagogia. Y así continúan para sus adentros. Yo estudio a estas especies y me sube por la lámpara de la sangre como una luz de piedad. No tengo odio, solo hastío por la brutalidad de doble moral, por sus miserias de alcoba y sus terrores que disfrazan de ideología. Ellos me miran con desdén sugiriendo alguna lectura vivificante y no dudan de mi lucidez: dudan de mi pragmatismo. ¿Para qué mortificarnos si los demás hacen todo al revés? El país se les escapó en algún momento o habrá hablado como oráculo cuando ellos dormían y nadie les avisó. ¿Que la ciudad está sucia, llena de ratas y basura tirada? Obviamente, la culpa es de los demás, los que descuidan lo que es de todos, se indignan; mientras, vacían el cenicero del auto distraídamente mirando la franja marrón del río y oyen noticias desde una emisora bien pensada. No se puede ni ir a tomar un café tranquilo; a cada momento entra un pibe a pedirles una moneda. ¿La culpa? De los padres que los dejan a la buena de Dios, de esta sociedad pauperizada que los encarcela en el vino y la coyuntura. Entienden su malaria congénita pero se indignan: no los dejan abstraerse en sus meditaciones. Siguen ahora con las drogas. Tienen un hijo que anda en cosas raras: la responsable es la sociedad corrupta en modelos y los maestros sin ideas preventivas. Nunca le faltó nada y ellos en su papel rector ya les han prevenido que así, de ese modo suicida, les están haciendo el juego al imperialismo de los alcaloides y a la dominación extranjera. Comprenden su necesidad de ruptura y la búsqueda de tribus alternativas. Han intentado sobornarlos con regalos para que dejen las malas juntas, pero nunca les han hablado al alma del cachorro. Continúan con el sexo: su hija tiene un montón de cortejantes y ningún esposo. La retan, la ofenden, pero no pueden apartarla de la idea fija. Ella está embarazada. Comprenden la revolución hormonal: le han dejado en su dormitorio un video sobre el tema hace unos años. Jamás se sentarán a hablar del asunto hasta que ella no lo pida, porque respetan en exceso su libertad. Pero la terminan dejando sola. Les echan la culpa a sus esposas, presas de un modelo femenino estereotipadamente pasivo y complaciente que fue lo que impidió la enseñanza del autocuidado. Mientras, digieren aun la noticia que, ella, su “compañera” como les gusta decir, se escapó con un tipo más próspero. Seguro que el modelo burgués de una terapia de grupo o una sociedad capitalista y de consumo le están llenando la cabeza. Y cuentan toda esta letanía sin anestesia, al borde del ridículo y el cinismo. Son peores que los que critican. Se comprometen pero de mentirita. Su solidaridad es un enervamiento de ficción. Dicen ser de izquierda y actúan como de derecha. Creen ser sensibles y son bestias; van a cagar como se dice, en la casa del vecino. Una noche cualquiera matan a tiros a ese taxista que les frena delante suyo: él se la buscó. Los quince años de prisión son culpa de la Justicia enferma de este país colonial. Los mete presos a ellos y libera a los mafiosos. Son víctimas del sistema. Enferman como héroes en el exilio. Una vez muertos, la culpa es de Dios, ese opiáceo de los pueblos, por derivarlos a este corredor oscuro sin una luz decente. —Dios, ese ateo, rabian por debajo y lo acusan de hereje y si fuera necesario de judío. El solo, tiene la culpa entera de sus males. —Y así le va, dicen mientras descienden sin parar hasta el fondo del pozo de los tiempos por el peso de la piedra ilustrada que habita en sus corazones

Carnavales de alegría por Adrían Abonizio

No es verdad que los carnavales me ponen melancólico por lo que tuvieron de felices. No constituyen un pasado emblemático de alegrías pasadas ni fervor póstumo. No eran más que la vigilia de las armas en una semana de vértigo y novedad. Mi única melancolía fue comprender, en el amanecer de las cosas, que la pena verdadera estaba en el primer fracaso amoroso, la sordera de un país caníbal y que habría de caminar mucho y mal todo aquel no nacido en cuna de oro. En la escuela obligatoria y en la familia desarmada. La patria de la inocencia. La patria de las cosas mágicas. La patria del anochecer en que uno se dormía protegido por el retumbar de las comparsas que ensayaban en los barracones. Los carnavales no igualaban nada: mostraban lo que éramos.

Eran una droga poderosa: uno podía sangrar en una pelea que el Rey Momo lo curaba. A uno se le podía morir un tío que el carnaval lo amenguaba. O un padre hastiado molernos a patadas o mordernos un perro rabioso o caer por goleada que el carnaval todo lo sanaba. Ser chicos era una maldición de indiferencia. Lo único nuestro y poderoso era el juego de agua en la siesta, en que uno olvidaba masturbarse o mirar canal cinco, para salir a mojar chicas. Recuerdo que se evitaba gastar agua en las feas y ese estigma me duró hasta hoy: cuando puedo voy hacia una y le declaro un amor de paso como para redimirme. La impiedad y el sarcasmo, el erotismo, la victoria o derrota estaban en los carnavales. Algunos les ponían a las bombuchas piedritas o venenitos de paraíso para que doliera; otros pintura para que manchara y los más osados orina para que oliera. Yo despreciaba esas prácticas pero al tener una puntería endiablada, me solían contratar los más grandes como mercenario a cambio de fotos porno. Cuando me hastié del contrato vil (diez víctimas por una foto de la Sarli) escapé y allí, en el atardecer con olor de glicinas y el recio sudor que exhalaban los mayores que se habían estado corriendo con cubos de agua, descubrí la hilera de cantores que esperaban su oportunidad de inscribirse para trepar alguna noche al escenario. Cantaban cosas tremebundas, horrorosas, lúgubres, pero al ser carnaval la gente perdonaba esas letras mortuorias, esa vergüenza ajena mientras llovían serpentinas sobre sus cabezas engominadas de artistas y resonaban los compases fúnebres de sus vidas de tango.

Nada importaba, la gente era bestial pero feliz; los ignoraba o compadecía con aplausos, nada importaba y esos tipos habrían de ser prontamente olvidados en las postrimerías de una bacanal inocente y con luz de amanecer, sin sexo ni borracheras de cuchillos y en una claridad de patios mojados con la evocación de besos que no fueron. Mirábamos a esos cantores. Los veíamos pasar derrotados y pese a que veníamos de una carnicería y éramos curtidos soldados de línea, jamás se nos hubiera ocurrido burlarnos. ¡Ah esos cantores amateurs caminando la plaza del barrio cabizbajos, tomando agua de los bebederos porque no tenían ni para una gaseosa y regresaban a sus oscuros barrios metiéndose en la noche de los vencidos! ¡Ah, esos gorditos tímidos, esos flacos venosos, esos colorados refunfuñantes! Esa sí era una Señora Melancolía; era la derrota, la auténtica derrota de un pueblo. Lo comprendí después, cuando uno ya no vería jamás las cosas desde afuera. Una noche fuimos al desfile y pasaron mascaritas, marcianos con cabezas de engrudo, parsimoniosos carros con guirnaldas, triunfadoras gentiles de dientes blancos, reinas del disfraz perfecto, candomberos falsos con hollín en las caras, negros ficticios, todos seguros de sus vidas y el podio que los aguardaba. Entre la gente, cubierta su cabeza con una bolsa de nailon dura, andaba un tipo que besaba en la boca a los hombres. Aquello me sacudió, algo siniestro se estaba incubando bajo las farolas y yo lo había descubierto: era el margen, la pobreza, la miseria. Eran los cantores sin laureles, las feas a quien nadie mojaba ni sacaba a bailar, eran los mariquitas que debían esconder su cara.

Allí, en ese espacio perfumado, con estrellas simulando bombitas sentí que me alcanzó un rayo y me abrió una herida con la comprensión cabal de mi destino: jamás sería como los triunfadores, jamás me compraría un traje luminoso y jamás estaría del lado de los ganadores. Lo supe ahí, como supe también que escribiría para redimirlos. Eso marcó mi vida y signará mi muerte. Y la gente habla tontamente de los carnavales como con melancolía tenue, como la postal de un cielo perdido y maravilloso. Melancolía legítima en suma, pero no entienden la mía y es razonable: la gente en general elige a los ganadores, pero ignoran que la sombra que proyectan sobre ellos es de falso oropel, de un agua florida descompuesta y de un Rey Momo que se les está riendo en la cara desde siempre. 8 de Febrero de 2005

Somos por Adrián Abonizio


Somos la mayoría silenciosa. Los que nos hemos vuelto previsibles para evitar tener más enemigos de la cuenta. Gente muy particular, sin embargo, a la hora de retratar su espíritu. Gente que está sola y espera. Gente a la que saludan en el ascensor y despierta confianza sin andar sonriendo demasiado. Es la que asiste a todos los asados de confraternidad y la que no esconde el vino bueno. Es gente que separa a los belicosos, que no duda en acercarse a los accidentes a dar una mano ni en prestar unos pesos al que está en el naufragio, ni en llamar a la radio por alguna cosa que indigna, ni deja de creer en los misterios y en mitologías caseras. Gente que está sola y resiste. Somos los que hemos votado equivocados a sabiendas. Los que no gustan de las multitudes cuando van para el mismo lado y los que saben los distintos lados que tienen las personas. Somos los que hemos inventado o adquirido artefactos inútiles, viajes imposibles, cuentos estúpidos y lo seguiremos haciendo. Somos los que no sabemos contar chistes en las fiestas. Somos los que no claudican fácilmente pero que amainan su entusiasmo si hay traición. Somos el fruto equivocado de dioses con dispepsia y los ángeles caídos sin siquiera haber levantado el vuelo. Somos a quienes ignoran a la hora de los premios, pero a quienes llaman para una confesión. Los que ayudan al ahogado y los últimos en irse de la evacuación. Hemos asistido a entierros y velorios aun cuando odiamos esas ceremonias sólo porque nos han pedido que estemos allí. Hemos tragado sapos, comidas rápidas, placebos, malos gobernantes y horas muertas sólo porque había que hacer algo que no fuera la inmovilidad. Somos los que lloramos en los cines y siempre llevamos monedas sueltas para pagar la culpa de tener un poco. La misma que nos mueve hacia Greenpeace porque en nuestro pasado hemos interrumpido alguna cadena alimenticia y derrotado algún bello animal hoy en extinción. Somos un alfabeto para locos y muchos nos creen cuerdos. Somos a veces el felpudo de Dios y en otras Dios nos ceba mates. Somos ciclotímicos, indecisos, festivos, angustiados, solidarios. Somos cómodos y ruines en pequeñeces; sin embargo viviríamos como ascetas y seríamos capaces de ofrendar la vida por un motivo valedero. Somos los que esperamos una buena causa, el amor perfecto y un más allá pero en la tierra. Somos los dadores de ánimo y los que creemos que las felonías templan nuestra paciencia. Somos sabios pero no podemos demostrarlo: somos pudorosos en nuestros vaticinios. Conocemos el alma humana como pocos, sabemos de sus agachadas y sus virtudes, confiamos aún y sin embargo olvidamos llevar con nosotros suero antiofídico. Muchos cuentan heroísmos de sobremesa: nosotros mantenemos reserva sobre los nuestros. Muchos fracasan en nimiedades y son admirados por el valor desplegado: nosotros hemos subido y después caído de pendientes aún más altas y en secreto nos hemos lamido las heridas sin nadie cerca para consolarnos. Muchos dicen ser un mojón de integridad, honestidad e hidalguía: nosotros callamos para evitar que nos tilden de envidiosos porque a veces intuimos el fraude cercano.

Odiamos en silencio, nuestro pudor supera las broncas. Hemos regresado con el ojo mocho por defender otros destinos pero hemos atribuido el golpe a una colisión casera. También amamos en silencio pero cuando decidimos hablar ya es tarde. Nos conformamos a veces con hacer tiempo en la vida y ello nos enrojece de rabia. Queremos ser distintos que nuestros resignados vecinos pero copiamos sus fórmulas y sólo nosotros sabemos que no estamos entregados aun. Nos engañamos para no matarnos. Nos camuflamos para evitar las estridencias de las alabanzas. Nos plegamos a otros sabiéndonos mejores; que dentro nuestro no hay un apacible cordero sino un samurai a la espera. Tomamos cafés con imbéciles haciéndonos los distraídos porque hay que comer mientras que esperamos que los rayos de una justicia esquiva los partan para siempre. A ellos, los que afean el paisaje y hacen la vida más gris.

Soñamos con un regreso a la naturaleza pero somos alérgicos a los mosquitos. Somos cautivantes con nuestras derrotas y es el humor negro lo que nos redime de crucifixiones. Somos almas en tragedia y bufones ante la desgracia. Somos políticamente correctos y equivocadamente liberados. Creímos en el peronismo, en el bien común, en el psicoanálisis y hasta en Fito Páez hasta que entendimos cómo es todo. Creíamos en tantísimas cosas que pasaron a ser sólo cosas. Somos machistas y feministas a la vez. Somos homosexuales sin serlo; retrógrados sin caverna; perdonavidas que son perdonamuertes. Leemos a escondidas libros sobre horóscopos y miramos novelones y pornografía y oímos música no permitida. No somos la madre de todos los prejuicios, pero sí sus parientes cercanos. A veces creemos haber nacido en el cuerpo equivocado: tendríamos que vivir cerca del mar y escribir a nuestros amigos sobre el pigmento de los corales y las bocas de los tiburones azules.

Pero somos de acá. Esta es nuestra migraña y nuestra cabeza feliz, nuestra frontera y nuestro horizonte sin fin, nuestra taquicardia y nuestro fervoroso corazón. A veces en la noche sentimos pasar un tren y nos oprime el alma algo poderoso con gusto a escarcha y noche. Quisiéramos no estar más con nosotros, huir, ser otros, olvidar que somos la mayoría silenciosa, que estamos solos.

Y que no entendemos si ya es tarde para todo o será que todavía no hemos empezado.4 de Noviembre de 2004

Cine de Super Acción por Adrían Abonizio

Recuerdo haber sido chico y sentirme muchos a la vez. Recuerdo pedir un vaso de agua (no llegaba a la pileta de la cocina) y empinarlo de un sorbo con gesto suficiente a pesar que ese trago ardía. Recuerdo limpiarme la boca con el antebrazo. Recuerdo estar lleno de polvo del desierto y dispararle a mi madre por la espalda. Luego que la bala atravesaba el cuerpo del villano, un killer discreto como yo, ordenaba whisky para todos y que siguiera la música. Recuerdo haber visto huir a mi perra hasta un caserón vecino porque se negaba a tropezar caracoleando como los caballos de los cowboys, mientras era apedreada. En Mundo Insólito describían a las tortugas marinas gigantes relatando que ni una bala de fusil podría atravesar sus caparazones. Tomé el Maheli 5 y 1/2 de aire comprimido y la perforé: más que apenado por la tragedia estaba ofuscado por el embuste. Al tiempo el olor cadavérico me delató pero mi mamá adujo una cierta inimputabilidad que me salvó. Corzo, un gordito retraído, cayó al otro día a un zanjón y se rompió una pierna: habíamos visto en la pantalla cómo un pibe rubio, pero en blanco y negro, se estrellaba contra unas rocas empujado por un amiguito.

También por esos días aparecieron unas series sobre Hombres Mosca que se deslizaban por los edificios para destripar cajas fuertes: con el Chino trepamos el frente inmaculado de los Cusumano, dejando las huellas de nuestras manos y pies en el lugar del crimen. No había nadie en esa casa pero el dueño nos buscó durante una semana. Cosa de chicos, dijeron muchos y el caso fue archivado.

Otra peli era sobre la maldición de la Momia, con Boris Karloff, así que secuestramos a la hermanita del Tony, la vendamos con una sábana, usamos su cuna invertida a modo de sarcófago y la embutimos en el ropero a esperar que resucitase. Los gritos atrajeron a los guardias que tomaban el fresco en la vereda, así que disimulamos y dijimos cualquier cosa: al fin y al cabo resultó ser una momia chapucera, bastante alcahueta. Con la Laurita intentamos una violación que copiamos de la serie La Ciudad Desnuda, pero nadie supo cómo hacerlo. De Los Tres Chiflados, Moe era el elegido: pegaba, ordenaba y se parecía un poco a Hitler. Todo iba bien hasta que al Cady se le saltaron dos dientes y no vino a jugar más. Todas estas escenas que imitábamos ocurrían en lejanas comarcas o en decorados fastuosos, de allí que reproducirlos le confería a la acción la gracia de un film dentro de otro.

Un atardecer copiamos como pudimos una toma donde una pandilla espía a una chica bañándose a través de una banderola en una terraza zigzagueante de neones. Ella tenía las tetas blancas como las amantes de los hampones pero allí las podíamos ver completas. La función terminó cuando el Flaco Paludi pisó mal y se vino abajo. A ella le dieron algunos puntos en la cabeza y al Flaco le sacaron muchos vidriecitos del estómago. Si hasta lo visitamos en el hospital como habíamos observado que hacían los camaradas de guerra entre sí y le dejamos a escondidas un paquete de Colmena. La señora no dijo nada: ella sabía que habíamos visto cómo un tipo semidesnudo que no era su esposo huía por los fondos. De ahí en más nos dejó mirar por la claraboya todo lo que quisiéramos.

En todas las de Cine de Súper Acción indefectiblemente los malos eran los árabes, los indios, los africanos de la selva, los mejicanos. Morían cientos de ellos antes que el héroe cayera herido antes de pronunciar la frase convenida: "Es solo un rasguño" y una mujer tan hermosa como anhelante le daba agua en la boca y lo cuidaba cambiándole de vez en cuando unos trapos húmedos puestos sobre su frente ardida en fiebre. Con nosotros nada de eso ocurría. Eramos blancos, ganadores, una fija completa, pero cuando volvíamos del campito nadie nos socorría. Llegábamos rengueando, con las camisetas rotas y algún ojo morado, pateando la pelota con distracción, como si arrastráramos la cuadriga de un ejército derrotado. Ellos, los demonios negros de las calles de tierra, los de habilidades envenenadas y alegría salvaje; ellos los sucios negros piojosos eran los causantes de nuestra penuria. Y los imbéciles adultos repetían la frasecita como si nada. "Y, son cosas de chicos". No, no eran cosas de chicos, eran cosas de negros de mierda ; eran cosas de seres monstruosos y gigantescos; eran desgraciados a los que los peronistas que pintaban con brea las paredes pidiendo por el Líder, denominaban excluidos, marginales. Y que nosotros padecíamos hasta la humillación más asquerosa. Ellos los defendían, pero claro, ninguno había sido escupido ni barrido a patadas por ellos. ¿Acaso Perón impidió que nos robaran la bandera y la pelota? ¿Dónde estaba el General cuando a Tiburcio lo llevaron detrás del cementerio y después de hacerle aquello lo dejaron encerrado en un panteón? ¿Volvió en su avión negro a descargar metralla dentro de sus cuevas inmundas cuando me cortaron el dedo meñique? No, no, no. Solo sé que enloquecí después de aquello y que vendado y todo asesiné gatos, ahorqué canarios, llené de bosta las ropas en las terrazas, oriné sobre los autos estacionados; largué a los cielos mi furia vengadora, mi rabia impropia de niño, mi traición de película, nuestra derrota. Aquello fue el final. Las madres no hallaron un culpable visible y juramentadas en Supremo Tribunal de Guerra comparecimos y fuimos castigados en consecuencia. Recibimos la condena ceremoniosamente, con las cabezas gachas. Pero la sentencia nos causó gracia: nos obligaban a no juntarnos en barra durante un mes.

Sólo nos permitirían ver Cine de Súper Acción. 13/01/05

A dúo con Abonizio


Interior Cassette Los Años felices



Tapa interna del cassette Los años Felices de Adrián Abonizio .

Abonizio con Amigos


En la Siesta Fantástica (Radio)


En voz baja por Adrián Abonizio


Diario Rosario 12

Música de Pelicula


Animales en la trampa por Adrián Abonizio


Diario Rosario 12

Abonizio en "El Altillo"


Bariloche Mon amour por Adrian Abonizio



Diario Rosario 12

Falta de emociones por Adrián Abonizio


Diario Rosario 12

Recital con Goldin en Pasaje del Sótano


Recital en el Anfiteatro Municipal


También Guionista con Postiglione y Molina


Recital en Hipódromo de Rosario


Imágen de archivo


Recital por Lalo en La Comedia


El sueño terminó por Adrián Abonizio


Recorte Diario La Capital - Rosario Ataca


Recital en Villa María - 2007


Entrevista Diario La Capital - Abril de 2002



Recorte de Abonizio enviado por fans



Recorte enviado por un fans

El Che fiel por Adrián Abonizio

Opinión20 de junio de 2008
CRONICAS ROSARINAS

El Che fiel
Por Adrián Abonizio
“Tengo unas fotos hechas postales de Zapata y del Che entrando a las ciudades conquistadas: son para recordarme si alguna vez tendré esa valentía”, susurra ella. Y enumera los gestos duros de los mexicanos, los sonrientes de los cubanos. Estamos en Rosario. Mi hijo habla del “Checobara” señalando el mástil de fierro erguido en la esquina natal de Entre Ríos y Urquiza. —“Está muy alto”… ¿De qué figurita es?”—.
Zapata tiene una mancha de café encima. Está erguido, lo van a fusilar, pero aún no lo sabe. Ernesto luce en la esquina, cien veces retratado en un afiche a triple paño: rocker de la humanidad, sexual y lejano. Alguien le ha pintado los colores auriazules de Rosario Central. No está salpicado de sangre propia y ajena como lo imagino. También está desprevenido con la muerte. Tiene spots, luces sagradas, liturgia, cáliz hecho de balas. Invita a la inauguración de una estatua a sí mismo. Fue hace una semana. Faltó el Bebe Contemponi para convocar a un Pepsi Rock.
Escribo en la portátil. Muchas veces me he preguntado ante un error propio “¿El lo hubiese hecho mejor?”. O “Si él estuviera acá, esto no pasa” ante la carnicería patria. Luego, paso a imaginarlo vivo y gordo, con ochenta. ¿Sería igual? ¿Se le perdonaría su rudimentaria estrategia, los ataques ciegos, la traición de los habitantes de la Higuera, su regreso para salvar a los heridos? ¿Los errores, su humanidad?
Era un tipo de avanzada con fallas. Miro a sus seguidores y medito qué grado de claudicación los ha convertido en cholulos. Una imagen de súper héroe papá, un culto hecho por fieles de catacumbas. Un tatuaje. Una bandera. Un padre indómito, hippie y de gatillo justiciero. El bando de irse a morir lejos para que no vean nuestras canas, para que no huelan el olor del miedo con que hedemos, para que se ignore que envejeceremos y habremos de dar piedad en los geriátricos y la caridad se nos encallará en la barca de nuestros huesos añosos.
Vivir rápido, morir joven. Lugar común de los lugares comunes mientras atardece cerca del río de Rosario y los adoradores, la gente común, los detractores, los curiosos vienen a verlo hecho estatua, pacífico pero porfiado en mirar hacia un futuro que siempre nos queda demasiado grande y lejos. Como una prenda incómoda. El Che y un gran miedo. El no llegar ni a la altura de sus borceguíes. No es miedo bestial de las derechas antiguas, es el miedo entrañable de quienes nunca habrán de ser como él. Medito por el opuesto. ¿Se mutarán en enemigos al no poder estar a su altura? ¿Lo negarán en el patíbulo? Ser traidor antes que espectador. El Che, un terror que hermana, así se habría de llamar mi film. Y los extras seríamos todo un planeta entero. No faltarían sponsors. Llevo en la guantera el fotomontaje de mi amigo, el dibujante Manuel, sobre aquella marca de cigarrillos. Borrando el “ ster ” y la “d” final, se puede leer Che Fiel . El humor como salida ingeniosa para no angustiarse.
Los políticos apoyan el gesto, los artistas cantan, las viejas piden pan. Un cuadro del Medioevo (Morales) con la infantería decorativa, tachos humeantes, los merodeadores con souvenirs, los clowns. ¿Por qué estuvieron los funcionarios en el acto y no hace años? Es benigno salir en las fotos cuando la endemia no contagia y el mal se ha tornado inofensivo: no temáis, ya es imposible quedar pegados a subversión alguna. “El Che vuelve a su tierra” rezan las frases surrealistas. Hasta el apóstol más salvaje con la canonización se vuelve inocuo. ¿Y qué otras cosas se le pide al santo patrono más que buenas lluvias, bendiciones, salud y paz?
Hay más de cien agrupaciones que apoyaron el homenaje, el menaje-bazar. Otras lo condicionaron. Una pancarta me conmovió: “El hambre es un crimen: Queremos trabajo y ternura para todos”. Mientras De Angeli se deja arrear como vaca mala por Gendarmería, los 4.000 jovenzuelos latinoamericanos acampaban en la oligarca Sociedad Rural y por los altoparlantes se oían como en una catedral himnos patrios guevaristas. D’Elía llegaba al Monumento y se alejaba escupido. Arrecia el miércoles 18 de junio y se anticipa un acto en Plaza de Mayo, a Miguens le tiran huevos, Duhalde es el cuco del golpe, Cristina señala al Congreso y Charly compone esta pesadilla desde el loquero.
Miro hacia el quemadero de las islas entrerrianas. Hace una semana que la estatua se yergue. Como en la lápidas se me ocurren las frases: “Lo tuyo duró poco pero fue bueno” o “Te bastó una revolución para entrar en la inmortalidad” o el absurdo “!Así cualquiera!”. Con un colega recorremos el predio a la semana del acto. Pienso. “!En qué soledad nos has dejado!! No tenemos estrategias, no tenemos fe, ni horizonte!”. —Sos vos—, se ensaña cuando hablándole bajito como en un funeral le enumero mi presunción de fracaso. —Sos vos, pero tenés razón: estas cosas no hay con quien hablarlas—, termina a modo de consuelo, mientras dispara flashes en lugar de tiros. Una mujer enuncia: “Y… un poco se parece al Che… está medio amanerado, no?”. Nariz fina olfateando al oeste, donde el sol se pone, hace una semana que está emplazada. “No somos nada” me digo imprevistamente. Cuando regresamos al auto, mi hijo, quien ha estado jugando contra los vidrios con un muñeco disney, nos increpa la tardanza.
La estatua que durmió en vigilia, habrá de sufrir, alternadamente, lluvia de flores y de salivazos; graffittis variopintos, resurreción y castigo. El fotógrafo amigo me enseña en el monitor al Barney que en brazos de mi hijo parece darse un abrazo fraternal con Ernesto de fondo. Desde Cuba, Granados, su Sancho Panza, advierte: “Estos homenajes sirven para pensar que las utopías son posibles”. Cuatro extranjeros se sientan a los pies del héroe. Hace frío y vuela aún la parva de papelitos guevaristas.
—¿Ya terminaron con el Checobara?, repregunta mi hijo.
—No, mi amor, ni siquiera hemos empezado.

Entrada al recital en La Puerta


Abonizio con Goldin en La Muestra Bar


Abonizio con Lalo de los Santos y Hugo García


Recorte de un recital en Marzo


Abonizio con Hugo García - Zapando


Abonizio en Sala Lavarden de Rosario


Rescato éste artículo por su antiguedad y porque justo ese día se moria un Rolling Stone

Abonizio en Casilda


Abonizio con Claudio Cardone y Roberto Zeballos


Reliquias del pasado, mi primer recital- 1983

La Trova cumple 15 años

30 de Octubre del 96

En Buenos Aires con Buenos Amigos


En Alta Gracia


En Venado Tuerto


Abonizio - Fandermole en La Puerta Bar


Con Fernando Montalbano


Dios y Abonizio en el Taller (una alegoría agropecuaria)

Por Paul Citraro
Finalmente, creo que vamos en sentido a convertirnos en una era matriarcal. Esa es la sensación al escuchar “Dios y el Diablo en el taller” en la versión de su autor, Adrian Abonizio. La canción encierra ningún tipo de premonición ni misterio. Es más, ha sido escrita sin otros artilugios que el simple regodeo de pasearse por una imagen sencilla y poética. Y qué contundente es. A pesar de la falta de misterios que las creencias suelen encerrar y del predominio de la razón occidental y cristiana que describen esos versos. Así fue planteada, de manera directa. Toda una confesión carente de información babélica o saturada del predominio esclavizante por figurar en las listas de éxitos del momento. Nuevamente, Abonizio, un músico de lectura comprensible, apuñala al sentido popular con una canción que al momento del pesado tránsito del tiempo, no deja de ser una canción futurista. La Composición, afortunadamente, y de seguro ajena a todo análisis al instante de la creación, se ha convertido en una retórica ingenua bajada a la asfixiante era protagonista de la desocupación y la desidia que fueron los finales de los 80. Algo parecido a ese malestar casi bizarro, nos pasa en este rato presente de aire viciado e irrespirable que nos toca protagonizar en algún punto. Desde el lugar que nos toca o hemos elegido para los que figuran en la sección; Dichosos. Esa es la intención inicial y la mirada de la creación –de esa, precisamente-, sostener la imagen de una virgen pobretona, asociada a la música como una breve descripción del matriarcado para consideraciones eclesiásticas si se quiere, o como un cierre de todo tipo de discusión social posible cuando se trata de creencias. Una mujer que al parecer, engaña, consuela, contiene y toma las riendas y manda al yugo, al Dios y al Diablo que a esa altura, eran los créditos financieros de la prole. La canción tiene unos años, unos cuantos, y de conocimiento popular es, que, el acero bueno, finalmente, tiene final de inoxidable. Era evidente y audible, ese recurso compositivo utilizado no fue nuevo, pero tampoco se agotó allí –ya lo había tratado brillantemente Discepolín, como una trama novelesca del gigante e imbatible peronismo-. Y hubo otras formas posibles y necesarias de adaptarse y readaptarse a los tiempos y seguir siendo un cronista de marras. Abonizio, una personalidad casi multifacética en el compromiso del texto, del poema proletario o de la canción testimonial, puede pasar de la seguridad absoluta del Matador cordobés a la vulnerabilidad del mocoso descalzo pidiendo un humilde milagrito. De este modo insolente y casi desde una perspectiva lateral, lleva nuevamente la canción trova al extremo de la crónica de un tiempo que vuelve a reflejarse, pero esta vez, con los vidrios rotos. Tan fugaz como el humo de su propio cigarrillo o que no es el mismo que el de los insaciables golpistas incendiarios. Y sigue haciendo de su oficio, por momentos, un lugar de tinieblas para los afónicos protagonistas del relato. Los que se quedan en silencio, sin vos y se les desvanece el sueño, entre el sudor de la bicicleta y la posibilidad perdida de la prometida esperanza industrial. Hoy, la parada del bondi sigue siendo la misma, las lágrimas y la resistencia siguen siendo las mismas, pero en otra gente. Al decir de algunos, esa gente que sólo debería ser abono para el terreno del fascismo. Mientras tanto, la palabra Mujer sobre el final de la canción, aparece como una disonancia acentuada en la esperanza de la gran mayoría. Creo que Abonizio siempre fue peronista y nunca se dio cuenta.

Crónicas Rosarinas por Adrían Abonizio

CRONICAS ROSARINAS
Mis parientes, los locos, me persiguen

Los locos me persiguen.
Se quieren tomar venganza por mi huída de su ghetto consistente en camas desventradas; expuestos al viento, cigarrillos mangueados y coronitas de flores de papel de cigarrillos, al decir de Charly.
Los encuentro a la vuelta de cada esquina como quien se topa con parientes en una ciudad donde la familia ha pasado a ser el vulgo menesteroso. El abuelo fue a fosa común y los nuevos venden estampitas. El primo es aquel que vende muñequitos y el tío, el de más allá, cuida las motos. La prima lejana vende gorilas de plástico que dan vueltas. O patitos de patas giratorias en una palangana.
Están ahí. Son muchos. Es una parentela de miles. Flotan, semiahogados por debajo de los 550 pesos de indigencia obteniendo, en mugrosas oficinas, 150. Saben que 8 pibes se mueren de hambre por día. Llevan la información en la sangre mutante: están conectados allí por un vínculo indestructible. Venden biromes en las tardes anestesiadas de este otoño que presagia —lo sé, lo sabemos— un hongo venenoso consistente en una plaga de inflación o licuación del sueldo o jucio sumario y fusilamientos sin cadáveres. En las paredes hay calaveras pintadas que observan y te miran desde sus huecos: Soja Muerte . Hay leche derramada en vano y la cara de un Neustadt todavía vivo en las vidrieras muertas con televisores gigantes: Piper Dakota para de Angelis, Pueblo contra pueblo, Evasión en el campo, Daremos batalla. Titulares de films sin estreno.
Derivan trepando montañas y peldaños con una tarjeta mugrienta que exhiben en los colectivos, mientras hablan del Sida y entregan un almanaquito a cambio de ahorrar para medicamentos de tres dígitos que no existen. Abajo, por los bares, tobas de pelo que más de un Giordano quisiera para sus modelos, ofertan pajaritos multicolores por dos pesos que merecerían estar expuestos en el Malba.
Los locos están sueltos. Les faltan algunos dientes.Usan pulloveres que encontraron en bolsas. Están demasiado zarpados para vivir así. Detecto a un padrino desde el ómnibus: almuerza, merienda y cena al paso, apoyado en la barra de una cantina pero sin barman, solo en el conteinner azul, cuadrado, tan duro como el acero pero plástico: masca algo verde y marrón, que puede ser lechuga con asado, erguido arriba de su caballo pero en cuerpo de bicicleta.
Están locos, tengo miedo por ellos, porque me recluten nuevamente. Soy uno que se les ha desbandado y ya no los quiere reconocer. Viajo más o menos acolchado en mi campera evitando mirarlos a los ojos. Ya no intento hallazgos ni dejo que me expongan como carne salida de manicomio. Este nuevo amanecer me trae remembranzas fuleras: yo fui al colegio, yo tuve una vida, ¿por qué caí entonces? Ahora puedo pensar, elaborar una frase, escribirla en un cuadernito celeste mientras camino y me cruzo con un pariente que no me ve, ocupado en despiojarse. Ha madrugado el pibe alto, un primo de mano pesada que supo hacer guantes con soderos de zona sur y que a todos dejara fuera de combate. Es insomne por épocas. Limpia los vidrios de la civilización de Tribunales que, a esta hora, lleva prolijamente sus hijos al colegio. Y él con las manos en el agua helada, meta estrujar el trapo.
Otro anda por ahí, me tienen cercado. Vende praliné, pero vencido. Es el que los roba de los cines, abandonados en las butacas y al fuego de los que han dormido fuera, los calienta un poquito y los encaja a desprevenidos.
Me da verguenza haberme salido de mis cosanguíneos sin ayudarlos: si los rozo, me caigo al pozo con ellos; si me alejo, los cruzo en cualquier lado. Mejor andar callado, con el conchabo ahora y ser uno más, disimulado, conciente de su destino, uno que alcanzó el trabajo y la salud y al que ya no tocarán ni electroshock, policías o asistentes sociales.
Fue hace unos días, pesqué una buena. Me bañé, resté al canibalismo la necesidad, emboqué un triple y pegué un trabajo seguro apartándome de la selva donde ellos, pobres, todavía están dando vueltas, mareados, enfermizos y babeantes, muy serios con su inconciencia de bestias montunas y yo, esquivándolos, huyendo por ese terror helado de no ser nadie, luego de haber pertenecido a la progenie recolectora de las llanuras junto al río pardo y haber huído de los pabellones, de las lunas frías y los bancos de madera carceleros, la leonera y los huecos en los parques. Del perraje que busca para hacerte compañía como si se dieran cuenta que estás en la vía, del pegamento con que soportar todo o el 22 para llevarte a alguien con vos, a tu agujero, a tu mismo dolor por uno o dos disparos, total, pocas cosas duelen y hay que cobrarse la lastimadura con que se viene a este mundo.
Ya no soy del club ni de la familia de los enajenados: creo haberme salvado. Soy custodio de un gordo de pelo blanco. Me mandó al dentista, me dió este 38 con funda de cuero, otra para el colmillo y una obra social. No quiero saber nada más con los lunáticos.
Solo a un loco se le ocurre que eso que hacen todos los santos días de sus vidas, se le puede llamar vida.

Pescando tras el muro de la Patria

CRONICAS ROSARINAS

El tipo, un cincuentón quemado por el sol; con la brasa entre los labios volvió a encarnar y arrojar la tanza lo más lejos posible. Cada atardecer, desde su viudez, ocurría lo mismo: cargaba el maletín de pesca en el renaulcito y se iba al muelle, a estrellarse en la confirmación de una liturgia del aburrimiento descolorido: ya no había pesca en el muelle de Rosario.
Tenía una manía, contar barcos. Una hora diez y 23 barcos de calado enorme. A razón de uno cada tres minutos. Ellos le estaban espantando las bogas. Habían dragado demasiado hondo para permitirles el paso a los monstruosos buques y ahora las barrancas temblaban de miedo a caerse. Y las redes finas que los pescadores menores habían puesto, luego que a ellos, desde las factorías, les habían puesto otras más finas aún para que no pase ni siquiera un feto de bagre, completaban el revés. Una guerra submarina para darle de comer a vacas de Europa, pescado nuestro aplastado, reseco. La bosta de ellas sería barrida por ignotos franceses, alemanes rudos, para ser tiradas en una acequia final. Ahí quedaba el victorioso Paraná. En esa ciénaga apartada. Los hijos del río yacían definitivamente hechos desperdicios, pero antes deberían de cruzar el océano en cubos olorosos a pez, licuados en una harina degradante.
Negó con la cabeza: no quería ver eso. Se lo imaginaba y le quemaba la razón. El Monumento a la Bandera, a su derecha, se encendió de golpe: le habían puesto una corbatita blanca consistente en una franja blanca con costados azules de neones, cosa que luciera como una bandera erguida. El puente, otro espantador de peces, tambien se encendió de golpe y el tipo tuvo en ese momento una nostalgia de lejanías tangueras: extrañaba lo que no conocía. Irse; ya era tarde. Conocer los puertos de mujeres exóticas y fragancias prohibidas, ya no podía. Ya no quería más desearlo porque en ello se le escapaba ese deseo de animal que olía a la esperanza por un mundo distante y tal vez inexistente, como contrapartida de éste, previsible, parado en el lanzadero sopesando que ningún tirón del otro lado de la línea le daría un vuelco en el corazón al fin y su confirmación de pescador de raza.
Los del campo estaban ahí nomás, de pie pero agazapados, las manos al frío, incomprensibles e incomprendidos, llamando a la gente junto a los guardarails y los tambores con fuego. Los del gobierno, se asentaban, cálidos en sus ministerios, tironeando una soga con olor a bosta. No se entendía el por qué de tanta saña. O sí. Uno tira diez gatos hambreados en un campito y sobreviven dos. Eso era esta guerra, la submarina y la terrestre. Comer, hartarse hasta explotar. No pensar en el mañana, engordar, morir sin morir. El que hace sufrir se muere, se solía decír para sus adentros. El era distinto. No entendía mucho pero hubiera resuelto mejor estas pendencias. No hubiese empezado la pelea o bien, hubiese sabido aplacarla con eficiencia si hacia él la dirigían.
El Rosario del General Belgrano estaba allá abajo, con sus baterías apuntando a la nada. Un gordito enfermo, loco y armando la patria de la nada, según había leído. La patria. Se le figuró un muro enorme, con agujeros de bala, pintadas y graffitis donde cada uno escribía o asesinaba o comía o hacía su deposiciones según su credo. Pero el muro nunca se terminaba, encalado y ceniciento. Un muro que delimitaba vaya a saberse con qué cosa. Estamos encerrados en la patria, pensó. Y se sobresaltó. Dejó la caña y, como cada vez que un pensamiento gigantesco lo absorbía, tenía que sentarse y disolverlo, entrarle al centro. No era de hablar, era de pensar el tipo.
Así estaba cuando arribó al apeadero un colega. Venía de buen humor, fumándose el frío de la noche que se insinuaba. —¿Y? ¿Pican, amigo?—, le dijo sabiendo que no le contestaría, porque hace mucho tiempo que nada bueno estaba sucediendo en esas aguas con olor a sorgo descompuesto.

Otras letras consagradas

* Miedo del Miedo - Disco Rock Rosario 83´ - 1983
* De Mami - Disco ¡Mami! - 1988 Baglietto
* Costitución de noche - Disco Ayudame a mirar - 1991 Baglietto
* Alguien que ve mas lejos - Disco Ayudame a mirar - 1991 Baglietto
* Todo a mi favor - Disco Ayudame a mirar - 1991 Baglietto
* Corazón de barco - Disco Corazón de barco -1995 -J.C. Baglietto
* Amor siciliano - Disco Corazón de barco -1995 -J.C.Baglietto
* Fuí mujer - Disco Corazón de barco - 1995 -J.C.Baglietto
* Cuento de gallegos - Disco Corazón de barco -1995 -J.C.Baglietto
* Y ahora - Disco Rosarinos - 1997
* Un discepolin sin arrabal - (Lalo de lo Santos - Abonizio )Disco Rosarinos -1997 -Dedicado a Fito Paez
* Postales del alma (Vitale-Gonzalez-Abonizio) Disco Postales del alma -1999- J.C.Baglietto
* Principe del manicomio - Disco Baglietto-Vitale - 2001- J.C.Baglietto
* Canción esdrújula - Disco Baglietto-Vitale - 2001 - J.C.Baglietto

Cualquier tren a ningún lado


1- No estamos a salvo
2- Carta de un ladrón
3- Descreo
4- Naranjas
5- Noche
6- Pibe del sur
7- Volar
8- Oración del remanso
9- La sombra de la guitarra
10- Tus brazos en la cruz
11- Fauna marina
12- Cualquier tren a ningún lado
13- La negrita de morón
14- Esta velocidad
15- El como y el porque
16- Historia de mate cosido