Instantáneas de Clonazepan
Las retorcidas palabras chuecas, las estridentes demencias de oratoria, las dudas, la paranoia, nos arrojan al dilema: estamos con o contra. Soportamos no poder ni asomarnos hasta Cañada de Gómez porque a fervorosos gauchos de encendido eléctrico se les ocurrió, en salvaguarda de la patria, impedírnoslo. Como moneda de cambio se nos ofrecía una presidenta repleta de tics que los azuzaba tratándolos de golpistas. Lock out técnico, cierto, pero una vehemencia litúrgica y exagerada también. Los mismos defensores del ambiente botniano ni mencionan al glifosato. Tampoco el gobierno. Botnia resultó un angelito al lado de Monsanto. Lo saben de ambos bandos. Lados, quise decir. Nadie dice nada. Los que van a perder su tierra no tienen voz.
No se dialoga: la Constitución permite acopiar la renta extraordinaria, los del campo apostaron y sacaron pleno: quieren todo. Bienvenidos entonces a la patria de los gritos. Se grita para razonar, para hacerse entender, para dialogar, para tener fe y para rezar. La patria del teflón, la del batón de empleada doméstica que golpea la cacerola por su ama, la de los montoneros sin y con Perón, la ridiculez de enjuiciar al gobierno por un algo izquierdoso que nunca hizo, asalariados sin salario, la de los bien intencionados y los creyentes, los dirigentes oligarcas y los maoístas, los de la solicitada a favor de Videla y los del grito de Alcorta, la de los sin casa ni agua acampados frente a la sede de la Gobernación santafesina en diagonal con el Rock and Feller Center en Rosario -ex centro de detención clandestina- y hoy elegante bar. No usan cacerolas: no tienen.
Binner habla como un Buda pronosticando tempestades y Reutemann que tercia como oposición cuidando, sin eufemismos, su campito. En el medio, una franja de grises. Vemos por tevé por vez primera las caras de algunos legisladores y me sorprendo pues no hablan tan mal como uno los imaginaba. Pero bueno, a uno lo tornan desconfiado. Taiana, con su carpeta donde dice Relaciones Comerciales aterriza en Portugal para emprender voluntariosos intercambios y se entera que mientras él volaba hacia las costas lusitanas, hubo acuerdo bilateral celebrado entre gallos y medianoche en algún galpón ribereño y entre muchachos pesados: un cargamento de más de seis toneladas de cocaína partió de Rosario hacia allá. Pavada de charlita como para romper el hielo habrá tenido el funcionario. Mientras, la Capital de los Cereales amanece bajo la niebla debatiéndose por el astro rey que no funciona más. —Importemos sol de Europa—, me dice un tipo, mientras le pega con los nudillos al diario como para amansar a las noticias que le disgustan.
Aumento del boleto de micro y el blindex o la alarma o el enrejado para los taxis. Una ciudad sitiada con un centro saturado de señores que con sus polarizados o sus matracas antediluvianas compiten por quién ocupa más espacio, camina menos y contamina más. Claro, el negocio de las maquinitas expendeboletas de estacionar es fabuloso. Y su adjudicatario es el ex menemista Manzano, aquerenciado en la ciudad. Entonces uno bebe el café abstraído y mira el cielo empollado de torres que crecen a golpe de maza y hasta puede asistir a la caída libre de algún pajarito humanoide. Pegado en una obra en construcción clausurada un afichito recuerda: “No somos suicidas, nos obligan a matarnos”, con el dibujito de un casco obrero. El D’Elía poderoso como un rey watussi, cortador de alambradas foráneas, trompeador y trompeado, con su vocecita, ha desaparecido de escena. Luis Barrionuevo asusta con otra CGT y Moyano se abraza con el gobierno en un final anunciado.
El café se enfría y uno recorre otras latitudes imaginando en qué mundo se estará mejor. Aquí dentro el ruido es insoportable: la máquina de café resopla como un toro rabioso, la música que se propaga es horrorosa, el parloteo es altísimo y la moza, hastiada, cuando corre una silla sin la gomita en la base de las patas es como si rechinara doscientas tizas sobre un pizarrón.
Mi medicación, ella me salvará. Recurro y la bebo como quien se traga una lunita mágica. —Tres sacudidas es masturbación—, decían los chistes de los mingitorios. —Tres pastillitas es adicción—, me digo. Pero son las once y mi clonazepán es el dios protector que me llevará hasta el mediodía sin taquicardia.
En la esquina me ofrecen DVDs de películas que se estrenaron anoche en las salas comerciales. También señoritas solas en sus departamentos, pero ya vi ambos films. Busco un sitio tranquilo, con aguas danzantes, aromas a mirra y silencio. Voy a la clínica.
—Está bien de la presión—, me dice el médico. —¿Está tomando lo que le indiqué?—, alarga, mientras bosteza. El también está harto de este spleeen sin ruidos de su consultorio. El hubiese querido ser investigador pero la vida lo fue cercando a este cuadrilátero de obra social donde se puede ser medianamente feliz.
—Este fin de semana me voy al country y me olvido de todo—, repite. —Usted, ¿adónde va?. —Nada, yo trabajo—, le contesto poniéndome el acorazado piloto para la garúa. Le doy la mano y se queda mirando el horizonte. —Ferraruti—, llama tarjeta en mano. —¡Ferrarutti!—, grita. Y la no llegada de Ferraruti lo desconsuela al punto de llamarme y pedirme si no le hago compañía un rato.
En la sala de espera hay una tevé que habla del dictámen de la 125 y emite señales de Poblete como un verdugo engrillado rumbeado hacia su perpetua. El doctor pone sus piernas sobre el escritorio y fuma.
—Ah, qué ganas de dormir la siesta—, alarga, mientras mira el vapor de adentro dibujado contra el de afuera, el que viene empujado por el humo de los pastizales desde las islas entrerrianas. Y, efectivamente, se queda dormido, con un fondo de patria sonora, debates, discursos, pacientes que se esfuman y clonazepanes que regala como al pan.
Autor: Adrián Abonizio
Fuente: Revista Zoom
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