Pescando tras el muro de la patria



El tipo, un cincuentón quemado por el sol; con la brasa entre los labios volvió a encarnar y arrojar la tanza lo más lejos posible. Cada atardecer, desde su viudez, ocurría lo mismo: cargaba el maletín de pesca en el renaulcito y se iba al muelle, a estrellarse en la confirmación de una liturgia del aburrimiento descolorido: ya no había pesca en el muelle de Rosario.
Tenía una manía, contar barcos. Una hora diez y 23 barcos de calado enorme. A razón de uno cada tres minutos. Ellos le estaban espantando las bogas. Habían dragado demasiado hondo para permitirles el paso a los monstruosos buques y ahora las barrancas temblaban de miedo a caerse. Y las redes finas que los pescadores menores habían puesto, luego que a ellos, desde las factorías, les habían puesto otras más finas aún para que no pase ni siquiera un feto de bagre, completaban el revés. Una guerra submarina para darle de comer a vacas de Europa, pescado nuestro aplastado, reseco. La bosta de ellas sería barrida por ignotos franceses, alemanes rudos, para ser tiradas en una acequia final. Ahí quedaba el victorioso Paraná. En esa ciénaga apartada. Los hijos del río yacían definitivamente hechos desperdicios, pero antes deberían de cruzar el océano en cubos olorosos a pez, licuados en una harina degradante.
Negó con la cabeza: no quería ver eso. Se lo imaginaba y le quemaba la razón. El Monumento a la Bandera, a su derecha, se encendió de golpe: le habían puesto una corbatita blanca consistente en una franja blanca con costados azules de neones, cosa que luciera como una bandera erguida. El puente, otro espantador de peces, también se encendió de golpe y el tipo tuvo en ese momento una nostalgia de lejanías tangueras: extrañaba lo que no conocía. Irse; ya era tarde. Conocer los puertos de mujeres exóticas y fragancias prohibidas, ya no podía. Ya no quería más desearlo porque en ello se le escapaba ese deseo de animal que olía a la esperanza por un mundo distante y tal vez inexistente, como contrapartida de éste, previsible, parado en el lanzadero sopesando que ningún tirón del otro lado de la línea le daría un vuelco en el corazón al fin y su confirmación de pescador de raza.
Los del campo estaban ahí nomás, de pie pero agazapados, las manos al frío, incomprensibles e incomprendidos, llamando a la gente junto a los guardarails y los tambores con fuego. Los del gobierno, se asentaban, cálidos en sus ministerios, tironeando una soga con olor a bosta. No se entendía el por qué de tanta saña. O sí. Uno tira diez gatos hambreados en un campito y sobreviven dos. Eso era esta guerra, la submarina y la terrestre. Comer, hartarse hasta explotar. No pensar en el mañana, engordar, morir sin morir. El que hace sufrir se muere, se solía decír para sus adentros. El era distinto. No entendía mucho pero hubiera resuelto mejor estas pendencias. No hubiese empezado la pelea o bien, hubiese sabido aplacarla con eficiencia si hacia él la dirigían.
El Rosario del General Belgrano estaba allá abajo, con sus baterías apuntando a la nada. Un gordito enfermo, loco y armando la patria de la nada, según había leído. La patria. Se le figuró un muro enorme, con agujeros de bala, pintadas y graffitis donde cada uno escribía o asesinaba o comía o hacía sus deposiciones según su credo. Pero el muro nunca se terminaba, encalado y ceniciento. Un muro que delimitaba vaya a saberse con qué cosa. Estamos encerrados en la patria, pensó. Y se sobresaltó. Dejó la caña y, como cada vez que un pensamiento gigantesco lo absorbía, tenía que sentarse y disolverlo, entrarle al centro. No era de hablar, era de pensar el tipo.
Así estaba cuando arribó al apeadero un colega. Venía de buen humor, fumándose el frío de la noche que se insinuaba. —¿Y? ¿Pican, amigo?—, le dijo sabiendo que no le contestaría, porque hace mucho tiempo que nada bueno estaba sucediendo en esas aguas con olor a sorgo descompuesto.


Autor: Adrián Abonizio

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