Fumando espero de Adrián Abonizio

Jueves, 17 de febrero de 2005
Los escapes de los autos hacen fumar a toda una ciudad. Los de los aviones al cielo. Las velas de los santuarios a las deidades. Tengo recuerdos de fumadores notables: sastres reflexivos barriendo sobre el paño cenizas involuntarias, apostadores de juego divertidísimos, madams perturbadoras, flacos anarquistas de corazones enormes. Todos rodeados de humo, oliendo a oficios de gente hermosa en un país posible. Estos son los recuerdos de mi vicio, abrevados en la historia y en la poética. Yo necesito fumar para pensar. Y cuando pienso, resuelvo que debería dejar de fumar, pero al instante, cuando estoy pensando, tan encantado de mi pensar estoy, que prendo otro cigarrillo. Volví a hacerlo una tarde en que estaba pescando, en paz con Natura y me sentía tan saludable que lo festejé encendiendo una brasa. Así de paradojal es la vida del fumador. Han instalado en mi un placebo para sufrir menos, una artificialidad sensorial, una droga fácil, un espíritu viajero y sensual, un modelo de universo insatisfecho solo reparable en la plenitud del humo. Al menos así lo creemos, quienes, confiados y certeros, vamos al desastre pulmonar como quien accede a un podio con guirnaldas, besos en las mejillas y aplausos. Estamos condenados al éxito del fracaso: éxito pues no le dejaremos a la Parca que se abstenga de ejercer su oficio y fracaso porque en definitiva le allanamos el camino y pagando, además.

-¿Cómo? ¿Vos fumás? ¿Y tu hijo?, interrogan espantados.

- Bien, contesto; allí en su cuna, protegido de consejos. Estoy en el camino del tabaco. Una ruta serpenteante y brumosa con carteles donde asoman los Bogarts de impermeables y las Ritas Hayworth en el lecho, siempre con un faso entre los labios. Un James Dean sombrío y una Laureen Bacaall lloviznada y despectiva por el mundo imperfecto. Un sendero de luces nocturnas y diurnas a la vez; una verdadera arteria congestionada, valga la redundancia. Claro que empecé a fumar por debilidad y por hartazgo, para demostrar algo que no tenía: placer, equilibrio, armonía, esperanzas, futuro.

Fumar era lo prohibido. Se fumaba porque sí, porque éramos nocturnos y no dormíamos, porque el sol era un enemigo y ejercíamos el arte impuro de ser jóvenes chimeneas y hacer deportes, mientras todo se deshacía en trabajos de esclavos y obligaciones morales que nunca cumpliríamos. Dicen que el tabaco atrae a otras drogas: nosotros no las conocíamos y éramos tan pobres que de haberlas seguramente nos la hubiéramos comido. Dicen que el tabaco engendra otros vicios; yo creo que es al revés: los vicios secretos e infames como son la hipocresía, el desamor, la violencia de las ideas medievales, son las que impulsan a hacer lo opuesto. Por aquello de la transgresión. Lo saben las companías tabacaleras que cuanto más adviertan sobre los males de sus productos, mucho más se querrá burlar la ley y el orden. Pero son disquisiciones que no me interesan. A mi lo que me importa es fumar. Cargando con mi paranoia criolla y errática, creo que muchos ven al fumador como a las brujas los inquisidores. Ejercen su horror preventivo por moralistas, por anorgásmicos, por cobardes, más que por cuidado del prójimo. No se lamentan por el aire viciado en pulmones ajenos sino por pánico a manchar de impurezas los suyos; defienden lo que saben es el bien propio con garras de buitres y ponen caras de asco ante el menor vientecito de tabaco.

Pero, amigos, en el fondo desconfío de tantas virtudes iluminadas y descubro al cuáquero que presiente al Demonio en cada sombra. Para darles un poco la razón considero que fumar es un placer y es un castigo. Que proferimos males y recibimos otros; que hacemos pagar al resto por el nuestro y que somos fumarolas de peste, ekekos insoportables y que con cada bocanada nos vamos tostando por dentro, cual un pequeño infierno anticipado. La gente fuma porque está sola a veces y otras para festejar la compañía. Fuman por odio y por amor. Se fuma para estar apacible y degustar un manjar inenarrable. Se fuma con rabia y se exhala odio. Se fuma para molestar y para marcar un territorio .Se fuma para pensar como yo, y terminar creyendo que el tabaco alberga propiedades filosóficas.

Voy a ser explícito: me gusta el sexo, me gusta tenerlo, salvo cuando me lo ofrecen como carnaza sobre el mármol. Me gusta el tabaco, su aroma, su emblema, no así cuando lo siento como una irreverencia. ¿Cómo entender esto? ¿Como diagnosticarlo? Se podría llamar "fumador responsable" a aquel que fuma sin molestar. Lo llamaría estilo. Pero, cavernarios e imprudentes como somos decidimos que todos se retuerzan tosiendo porque decidimos morirnos con gusto a humo en las papilas y el resto está obligado a compartirlo. Y ahora, apagando la última colilla reflexiono: ¿Son esas personas empeñadas en curarnos el vicio las mismas que harían campaña para legitimizar el uso y aprendizaje del preservativo? ¿Son las mismas que bregarían porque se sepa donde está situado el clítoris o que parte del glande resulta más placentera? ¿Son quienes aceptarían la prevención o la supresión de hijos no deseados? ¿Son quienes difunden la matanza de perros y las desforestaciones? ¿Son quienes advierten sobre los pecados de los clérigos, las tuberculosis por hambre, el oro en las estatuas sacras y los charcos podridos de los suburbios? ¿Serán los mismos que necesitan que no se fume, y tampoco se beba o se toque música o se haga el amor? Si me equivoco, mis disculpas. Si quieren polemizar conmigo, encantado. Los voy a esperar fumando.

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