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Fumando espero de Adrián Abonizio

Jueves, 17 de febrero de 2005
Los escapes de los autos hacen fumar a toda una ciudad. Los de los aviones al cielo. Las velas de los santuarios a las deidades. Tengo recuerdos de fumadores notables: sastres reflexivos barriendo sobre el paño cenizas involuntarias, apostadores de juego divertidísimos, madams perturbadoras, flacos anarquistas de corazones enormes. Todos rodeados de humo, oliendo a oficios de gente hermosa en un país posible. Estos son los recuerdos de mi vicio, abrevados en la historia y en la poética. Yo necesito fumar para pensar. Y cuando pienso, resuelvo que debería dejar de fumar, pero al instante, cuando estoy pensando, tan encantado de mi pensar estoy, que prendo otro cigarrillo. Volví a hacerlo una tarde en que estaba pescando, en paz con Natura y me sentía tan saludable que lo festejé encendiendo una brasa. Así de paradojal es la vida del fumador. Han instalado en mi un placebo para sufrir menos, una artificialidad sensorial, una droga fácil, un espíritu viajero y sensual, un modelo de universo insatisfecho solo reparable en la plenitud del humo. Al menos así lo creemos, quienes, confiados y certeros, vamos al desastre pulmonar como quien accede a un podio con guirnaldas, besos en las mejillas y aplausos. Estamos condenados al éxito del fracaso: éxito pues no le dejaremos a la Parca que se abstenga de ejercer su oficio y fracaso porque en definitiva le allanamos el camino y pagando, además.

-¿Cómo? ¿Vos fumás? ¿Y tu hijo?, interrogan espantados.

- Bien, contesto; allí en su cuna, protegido de consejos. Estoy en el camino del tabaco. Una ruta serpenteante y brumosa con carteles donde asoman los Bogarts de impermeables y las Ritas Hayworth en el lecho, siempre con un faso entre los labios. Un James Dean sombrío y una Laureen Bacaall lloviznada y despectiva por el mundo imperfecto. Un sendero de luces nocturnas y diurnas a la vez; una verdadera arteria congestionada, valga la redundancia. Claro que empecé a fumar por debilidad y por hartazgo, para demostrar algo que no tenía: placer, equilibrio, armonía, esperanzas, futuro.

Fumar era lo prohibido. Se fumaba porque sí, porque éramos nocturnos y no dormíamos, porque el sol era un enemigo y ejercíamos el arte impuro de ser jóvenes chimeneas y hacer deportes, mientras todo se deshacía en trabajos de esclavos y obligaciones morales que nunca cumpliríamos. Dicen que el tabaco atrae a otras drogas: nosotros no las conocíamos y éramos tan pobres que de haberlas seguramente nos la hubiéramos comido. Dicen que el tabaco engendra otros vicios; yo creo que es al revés: los vicios secretos e infames como son la hipocresía, el desamor, la violencia de las ideas medievales, son las que impulsan a hacer lo opuesto. Por aquello de la transgresión. Lo saben las companías tabacaleras que cuanto más adviertan sobre los males de sus productos, mucho más se querrá burlar la ley y el orden. Pero son disquisiciones que no me interesan. A mi lo que me importa es fumar. Cargando con mi paranoia criolla y errática, creo que muchos ven al fumador como a las brujas los inquisidores. Ejercen su horror preventivo por moralistas, por anorgásmicos, por cobardes, más que por cuidado del prójimo. No se lamentan por el aire viciado en pulmones ajenos sino por pánico a manchar de impurezas los suyos; defienden lo que saben es el bien propio con garras de buitres y ponen caras de asco ante el menor vientecito de tabaco.

Pero, amigos, en el fondo desconfío de tantas virtudes iluminadas y descubro al cuáquero que presiente al Demonio en cada sombra. Para darles un poco la razón considero que fumar es un placer y es un castigo. Que proferimos males y recibimos otros; que hacemos pagar al resto por el nuestro y que somos fumarolas de peste, ekekos insoportables y que con cada bocanada nos vamos tostando por dentro, cual un pequeño infierno anticipado. La gente fuma porque está sola a veces y otras para festejar la compañía. Fuman por odio y por amor. Se fuma para estar apacible y degustar un manjar inenarrable. Se fuma con rabia y se exhala odio. Se fuma para molestar y para marcar un territorio .Se fuma para pensar como yo, y terminar creyendo que el tabaco alberga propiedades filosóficas.

Voy a ser explícito: me gusta el sexo, me gusta tenerlo, salvo cuando me lo ofrecen como carnaza sobre el mármol. Me gusta el tabaco, su aroma, su emblema, no así cuando lo siento como una irreverencia. ¿Cómo entender esto? ¿Como diagnosticarlo? Se podría llamar "fumador responsable" a aquel que fuma sin molestar. Lo llamaría estilo. Pero, cavernarios e imprudentes como somos decidimos que todos se retuerzan tosiendo porque decidimos morirnos con gusto a humo en las papilas y el resto está obligado a compartirlo. Y ahora, apagando la última colilla reflexiono: ¿Son esas personas empeñadas en curarnos el vicio las mismas que harían campaña para legitimizar el uso y aprendizaje del preservativo? ¿Son las mismas que bregarían porque se sepa donde está situado el clítoris o que parte del glande resulta más placentera? ¿Son quienes aceptarían la prevención o la supresión de hijos no deseados? ¿Son quienes difunden la matanza de perros y las desforestaciones? ¿Son quienes advierten sobre los pecados de los clérigos, las tuberculosis por hambre, el oro en las estatuas sacras y los charcos podridos de los suburbios? ¿Serán los mismos que necesitan que no se fume, y tampoco se beba o se toque música o se haga el amor? Si me equivoco, mis disculpas. Si quieren polemizar conmigo, encantado. Los voy a esperar fumando.

La lengua de Sábato

Jueves, 25 de noviembre de 2004
Yo debería tener unos diecisiete o dieciocho años y comenzaban los días de plomo. Ignoraba mucho, pero presentía demasiado. Mi amigo Juan ya estaba en la leonera por ejercer su libertad. Vi una molotov caer sobre un micro y un operativo de uniformados. La gente hablaba y decía que lo que vendría habría de ser mejor. Mi estupor cabía en mi mal presentimiento: esos que asomaban sombreados tras las espaldas de los gobernantes debían ser definitivamente peor que los que estaban. Una ecuación simple, propia de una juventud inspirada en una bohemia arrancada de los libros, el huir a tiempo de la casa familiar, dormir con esperanzas y bajo otro cielo.

Yo venía leyendo mucho y desordenadamente. En esa edad uno no está para sutilezas y busca lo escabroso, lo definitivo. "Informe sobre ciegos" me sobresaltó. Luego continué con "El túnel" y "Abaddón el exterminador". "Uno y el universo" no lo entendí. Todo exudaba una angustia existencial en estado puro. Dramaturgia del dolor con fondo de un telón porteño y criminal. Locura perfumada con glicinas y gases lacrimógenos. Pasadizos de miedo, monstruos habitando bajo una piel falsamente inofensiva, mujeres caníbales.

Eso era Sábato para mí. Tal vez un escape, el saber que había alguien allí, en algún pasillo escribiendo para mí, lo que yo sentía y temía. En una revista oficialista con coristas vestidas de comandantes y editoriales antisubversivas lo descubrí. Había estado almorzando con el dictador Videla, discutiendo de los meandros de la cultura y lo terminaba considerando "un general democrático". Hoy, tras una treintena de años lo he vuelto a ver en los noticieros locales, saludado por la calle, besado por jovencitas emocionadas, conducido por una lazarilla que le dicta las respuestas al oído. Un viejito tierno que pide visitar la casa natal del Che y fotografiarse con la camiseta de Central. Y que abran las puertas del teatro El Círculo para que vaya "el pueblo" a vivarlo. Un anciano que mira concluyente y serio cómo lo aplauden, mientras que recibe de manos de Saramago una distinción. Fue piadoso el premio Nobel: omitió todo aquel asunto de la comida junto al presidente de facto con elegancia. Kirchner llegó tarde a saludar a sus Majestades: él ya está crecidito y no ignora que los Reyes son los padres, por tanto no confía en ellos. El es quien gobierna y no el Sr. Riojano, de lo contrario una apabullante tormenta se hubiese abatido sobre la ciudad en lugar de este sol obstinado y obediente que asomó durante todo el Congreso de la Lengua. O tal vez, hubiese destrozado el protocolo con sus horripilantes vestimentas. Son sólo conjeturas de uno que no participó de reunión o ponencia alguna.

Rosario está ahora en boca del mundo y sus artistas aún siguen penando por los impuestos altísimos a la hora de armar una obra, recital o cumpleaños de quince. Es buen momento para que se extingan (iba a poner "aniquilen", pero sabrán ustedes por la historia reciente, lo hecho por Luder, el Brujo y la Señora con el uso puntual de esa palabrita).

Ernesto Sábato no estuvo en el recital de cierre en el Monumento a la Bandera. Me hubiese gustado dedicarle una canción. Detrás del escenario estaba el playón junto al río en donde se alzaban los camarines para los artistas. Uno era una obra en construcción, desordenado, con agua tibia y un par de sanguchitos mustios. Pertenecía a los locales. El otro, el de los visitantes, tenía un pomposo living con ambiente africano, velas, frutas e incensarios. Hasta Sábato hubiese protestado por la injusticia, pero ya estaba lejos volando hacia sus Santos Lugares.

Mientras afinaba mi instrumento repasaba las imágenes: habían caído lágrimas en sus ojos viejos, le temblaban imperceptiblemente los dedos. Con mi arrogancia de médium de cabotaje supe lo que estaría pensando. "Jamás obtendré el Nobel, yo que he hecho ingentes esfuerzos por parecer ético; jamás podré escribir cosas nuevas; jamás conocí ni conoceré la felicidad; fui egoísta, cruel y ambicioné demasiado los premios, las alabanzas. Tuve mal carácter y tiranicé a quienes pude querer algo. Soy un esclavo de mi oscuridad, una criatura de la noche igual a los personajes que describí. Pero aún me gustan los homenajes y huelo el bronce, aunque ya es tarde para todo".

Mientras miraba la tarde con su luz terrosa sobre las islas recordé sus pinturas oscuras tan anticipatorias de las calamidades que se habrían de desatar con más furia que nunca sobre Argentina. Su angustia removedora de pintura vieja, su rabia legítima, su prosa excelente. Todos atributos que me regaló allá, cuando yo asomaba a la vida y ya descreía de lo que veía, porque lo que veía era sólo horror. Ignoro cómo se me cruzó por la cabeza el señor Blumberg y cómo lo reuní en el mismo salón mental junto a Sábato. Debe ser el dolor destilado en alambiques parecidos. Blumberg acusó al pibe Bordón de drogadicto tras ser asesinado por policías, pero luego se retractó y les pidió perdón a sus padres. Ernesto Sábato se reunió con dictadores, pero luego se redimió patrocinando la Conadep. Compensaciones de la historia que me dejan un gusto de amargor en las comisuras.

El presidente llegó tarde a saludar a la monarquía, Rosario estalló de cultura y se palpó la sensación exultante de estar en el centro de algo, finalmente. Y yo, tras los ajetreos del festejo, tuve una larga y oscura pesadilla. Atravesaba un túnel, ciego y embarrado de pena; una mano me tendía la salvación y me abducía a la luz cotidiana. Era la mano de Sábato, un tronco sarmentoso tatuado de hermosas palabras. Tenía la forma de un corazón como los que dibujan los amantes. En él estaban encerradas las palabras felicidad, justicia, humildad, humor y coraje, pero borradas por la sal del tiempo.

Campeonatos de barrio por Adrìan Abonizio

Siempre había campeonatos en mi barrio. Por qué ocurrían, no se lo preguntaba uno, pequeño eslabón en la cadena. Sencillamente sucedían y hacia allí íbamos, atraídos por ese imán de jugar a reglamento como una postal anticipada de los partidos reales. En miniatura se reproducía lo que acontecía, allá en la altura, donde héroes y villanos batallaban todos los domingos y que la radio reproducía con denuedo. He aquí un listado:
* Campeonatos religiosos. Eran organizados por parroquia con canchita propia y muy cuidada. Anteponían la civilización a la barbarie, con premios santificados, vigilados desde la altura. Un ángel de pantalones cortos, espada contra los dragones y limpieza de pecados a través del sudor. Estaban prohibidas las malas artes, las puteadas y los apellidos judíos. Todo olía a sacro y los organizadores eran, por lo general, laicos entusiastas chupacirios gozosos en observar que, mediante el deporte, se llegaba a Dios. Intervenían colegios de nombres exóticos y casi siempre ganaban los más fervorosamente cristianos. Al final, se repartían premios, se comulgaba y se ofrecía chocolate y medallita para la indiada catequizada.
* Campeonatos malevos. En una cancha rasa, con peladuras y cascotes en las áreas. Los equipos no respetaban edades y se podía observar a pibes con barba junto a párvulos. El asunto era ganar, las patadas estaban permitidas y eran consentidas por los mayores. El árbitro, era por lo general, algún mamado que apenas caminaba y que donaba penales al local. Terminaban en batahola con intervención de adultos y el premio jamás se pudo observar, porque nunca existió y el juego de camisetas puesto de señuelo consistía en dos o tres dadas a los caciques. Tardíamente, llegaba la policía para suspender la lidia, cuando todo había pasado y la pelota estaba desaparecida.
* Ínter colegios. Sin bravura, pasión ni arte. Se armaban con lo que había, no se entrenaba y eran una buena excusa para lucirse ante alguna damita del colegio. A veces se castigaba con media falta la inasistencia si no se completaban los siete. Uno se maceraba las piernas jugando pero nadie atendía el juego: Las maestras miraban todo de lejos, el profe de Educación Física intentaba darle filo a alguna profesora y todo culminaba con algún hurra. Si se perdía, el lunes, los que habían quedado marginados por troncos tenían su venganza en la burla comadrona durante el recreo. Los que estábamos para más, veíamos a esos campeonatitos como un entrenamiento. Además, los partidos eran sobre piso embaldosado roto y las rodillas sufrían como en una guerra. Nadie ganaba y tampoco importaba. Olvidables.
* Campeonatos "Desafíos". Eran los anticipos de los partidos "chivos". Había cuatro bravos y los demás acompañaban. Se sabía de antemano la semifinal entre el cuarteto y para eso se preparaban desde ventas de choripanes hasta apuestas. Los grandes, haciendo gala de la estupidez y la codicia y algún velado fracaso sentimental, hablaban con los pibes, los arengaban como una final y terminaban patéticos, sudados: los boys solo trataban de jugar bien, divertirse. Ajenos a la timba. Corría una leyenda; siempre en esos partidos se rumoreaba que vendría alguien, de algún club grande. Cualquier intruso de sobretodo pasaba a ser el espía próspero. Se ponía garra, tesón y de ser posible, arte. Los viejos, aspiraban a algún pase suculento, salvarse de sus vidas tristes con batacazo infantil. Nunca ocurrió nada.
* Campeonatos familiares. Eran entre vecinos sin afrentas ni odios antiguos. Se hacía para confraternizar, coronando un onomástico, un homenaje y se proponía el fair play, la comida rica y el buen romance entre el día de sol peronista y las manadas reunidas: no importaba el ganador y la idea pretendía descender como un hálito hacia las camisetas jóvenes. Lo sentíamos como un insulto y solo los contagiados de este imbecilidad sin competencia, se desconcentraban y perdían. El guerrero se llevaba el premio, mordiendo aún cuando le pidieran condescendencia. Por lo general en estos encuentros, aprovechaban para hacer jugar a los relegados; un hijo del presidente del club o del bazar mayorista que había expuesto unas ollas de premio o el pibe de la tienda que daba crédito a todo el barrio.Reunión sin estirpe de lucha, solo aire familiar .Volvía uno vacío de esos sitios, por más que se trajese un trofeo envuelto en papel strassa. Se lo ocultaba detrás de los otros, los que aún destilaban a sangre fresca.
Recuerdo que los partidos importantes se charlaban, se estudiaba al rival y hasta llegué a ver una pizarra de colegio en manos de un improvisado Dt. Era como en las películas de circo romano, pibes en pugna y la noche anterior, si la confrontación lo ameritaba, ya se sentían las temidas pirañas en la panza. El insomnio, la ausencia de masturbación y el despertar de un salto dos horas antes, para hacer el bolso, esperando con impaciencia que toquen el timbre era el bagaje obligado, pues, dado que uno era un jugador de fuste, te pasaban a buscar, privilegiándote.
Hoy, en algunos domingos, mientras me preparo para salir a correr en soledad, intentando curar al sol mis dolencias, me digo que daría lo que me queda en salud, por un timbrazo corto y mi salida a la calle, donde ya me habría de estar esperando, un Ford cascarudo negro o una Estanciera con cuatro o cinco pibes dispuestos a pelear y un chofer bien dispuesto, orgulloso en su tarea de chofer de gladiadores.

Reflexiones: Plaza del Santísimo Rosario por Adrián Abonizio

Jueves, 03 de febrero de 2005
Camino junto a los bordes de esta plaza con mi hijo, quien no logra dormirse en la sobre siesta veraniega atenuada por un airecito de sudestada reconfortante. Aparento guiarlo, pero es él quien me lleva a mi, ya que su voluntad es férrea y sus mandatos irrenunciables. Los parientes viven magnificado sus talentos de tirano. ¡Con que poco tiene al pueblo cautivo!: solo reír, dormir, balbucear cosas incomprensibles le ha bastado para esclavizarme en la casa y convertirme en su ama de llaves, cochero, cocinero de palacio y madre de leche.

Lo conduzco con la delicadeza que se le debe prodigar a una Majestad, pero él ni me mira, abstraído como está en el cielo rectangular delineado de hojas que enmarca el panorama de su auriga de plata. Al llegar, unas chicas pasan dejando una estela de hormonas, perfume y bullicio: son preciosas, lo saben y yo las he descubierto sin voltearme para verlas. Saco la cuenta y me sonrojo: las tres suman mi edad.

En un rincón con penumbras de ligustro, un jovencito medita como un Cristo en extramuros: de él, de muchos como él yo admiro el tezón para seguir viviendo en un país que no los quiere. Admiro sus inocencias vestidas de rock y cerveza. Tiene a sus pies una botella vacía y quien pasase y lo contemplase admonitorio vería solamente a un pibe borrachín. Yo miro en él a millares de argentinitos fabulosos. Que trabajan de lo que pueden, que han sido echados de los colegios y a fuerza de golpes han aprendido a pensar solos, espiando entre los ligustros el rayo de sol que parece esconderse siempre en otra parte.

No somos mejor que él, me digo. Mi generación ha sido hambreada en las trincheras, aterrorizada por razzias, desaparecida en salamancas, pero también ha traicionado, especulado, digeridos fondos públicos y decapitado ideales que cuando mozos decían defender. Estos pibes no tienen nada que defender ya que nada les pertenece que valga la pena. Algunos sacan de una cajita de madera cohetes baratos para hacer ruido y algunos porros. Una mujer muy delgada pasa trotando y su perrito, una réplica, le copia el paso.

Mi hijo no se queja: el trato preferencial más la velocidad de crucero parecen agradarle. Sigue perplejo, emborrachado con luz y sombras verdes, negras, doradas, que fabrican las hojas de los plátanos. Allí hay un árbol que desentona; es un nogal gigante bajo el cual un grupito de gente está formada en arco. Me acerco y descubro que son fieles orando y que junto a ellos una virgencita del Rosario refulge presa en su jaulita de vidrio. No la ven, no ven nada más que lo que evocan sus abluciones: "...llena eres de gracia y bendito es el fruto de tu vientre Jesús".

Ahora han aparecido Las Amazonas del Espacio. Son tres hermanas en edad madura, abundantes de vida y humor negro, quienes han resuelto verse todos dos los días durante décadas. Mi admiración es por su fraternal obstinación y su leyenda. Integraron un club secreto de ocultismo denominado El Club de las Niñas Pasco y ahora, jubiladas de la magia, transfieren sus poderes a los nietos. Las han visto disfrazadas de clowns en hospitales, tomando mates con los travestís atardecidos, financiando rifas para empresas perdidas. Se admiran de la belleza real de mi Príncipe al que le auguran, luego de sondear en sus ojos grises, salud y amores varios. Alguna vez, alguien las reconocerá en la adustez de una placa de bronce que diga: "Por aquí pasó la Alegría".

Nunca será tarde, me digo, aunque siempre parece estar a punto de serlo. El príncipe de orejas de Buda me sonríe por vez primera en la tarde y se deshacen de golpe todos los pesares. Estoy sin trabajo, su madre alimenta a ambos. Ya es casi noche. Los patos en la hondura del cielo pasan en formación; mi hijo les susurra gouuuuuuuuuigiiiiiiii, que debe significar algo así como "Yo también voy a volar un día como ustedes. Mi papá antes volaba pero de a ratos parece olvidarse. No me hace faltar nada pero tiene los ojos tristes".

Ahora, ya anochecidos del todo, los fieles suman once: podrían armar el cuadro para un amistoso nocturno en cancha grande si así lo quisieran. Se van, ignorando que dejan a la virgencita tan sola como nunca a merced del Diablo del Saladillo quien, como sabemos, se aparece ni bien se pone oscuro aquí, en esta plaza al sur de la ciudad del Santísimo Rosario.

Fiesta de pobres por Adrián Abonizio

Jueves, 30 de diciembre de 2004
Fiesta de pobres

Ignoro cómo serán las fiestas actuales en un lugar donde abundan el hambre y la desazón. Imagino el calor y el olor, el espacio hostigado, la alegría exorbitante y rabiosa del que no tiene nada y nada espera, la conmoción de ver un cielo lleno de fuegos artificiales ajenos disparados por quienes se dan el lujo de gastar en eso.

Mis fiestas de pobre fueron hace tiempo e ignorábamos que lo éramos. Solo sabíamos que no andábamos por pisos de tierra y el destino podía ser mejor. No éramos "negros", ninguno cirujeaba y había honrados padres de familia con un crédito en el lomo, casa propia y un lujo extra como el tomarse vacaciones en Soldini, qué tanto. Supe que éramos pobres más tarde, en comparación y en retrospectiva. Hablo de mi familia y la de tantos que espiábamos tras los tapiales. Aquí va una reseña para identificarme: flotaba en el aire una expectación inusual, una urgencia por algo que no sabíamos pero tenía que suceder antes o después de las fiestas, como un fin del mundo en miniatura. La heladera lucía repleta de manjares nunca vistos y pesaba la pena de muerte sobre el que desarmara un plato. Nuestros padres discutían de economía airadamente como si se avecinara una guerra. Se extraía el arbolito del ropero y el pesebre, ambos cada vez más raídos. La carta a Papá Noel o Reyes era desviada en el camino o adulterada por espías: en lugar de un fuerte o un robot a pilas, llegaban una docena de soldaditos o un humillante calzoncillo. Santa Claus era un gordo farsante y el trío más mentado siempre estaba endeudado. El Niño Dios constituía un bonus track, hasta que entendimos que el premio venía unificado. Las gaseosas se racionaban con logística militar y constituían un tesoro. Al champán se lo mencionaba con un respeto hasta supersticioso y para consolarse exaltaban las virtudes de la sidra, más sana y más nuestra. Las mesas eran tablones, los cubiertos rejuntados, los vasos desiguales y no había detalles de ikebana navideña: nos lo hubiésemos comido. Las mujeres sudadas como mulas de arreo revolvían el fuego o fregaban en la pileta, mientras que los hombres venían de cazar en la selva y entraban con animales muertos sobre sus espaldas, hielos gigantescos y una transpiración con vapor de yetis. En el camino alguno de nosotros "cobraba" por el malhumor y flotaba en el aire más que un clima de celebración y concordia, uno de tribal matanza, un halo de asesinatos. Los enjuages se exponían en sordina o explotaban en burlas siempre al borde del crimen. Los buenos vecinos, juiciosos y callados, sufrían las provocaciones de algún pariente que les vociferaba su condición de patio a patio. Alguna novia de un primo mayor era acosada por algún tío bebido y no se pasaba a mayores por distracción más que por respeto.

Dos o tres hombres llegaban sobre el filo de la medianoche o bien se iban con ella: eran policías que tomarían la guardia y mandarían saludos a algún pariente infortunado que estaba entre rejas. A veces, contrariando el reglamento, disparaban al aire, feroces, contentos. Con la certeza prosaica de un tango, regresaba a la familia alguna mujer descarriada con el perdón en las manos y acompañada siempre por algún morocho adusto con cara de cafiolo. Repartía besos, nosotros le espiábamos el escote, nos llenaba las mejillas con un rouge pecaminoso y en la siesta del otro día la habríamos de evocar en grupo en la terraza mientras oíamos de fondo el parte médico de un pariente que había sido internado, sin gracias ni gloria alguna, por la comilona nocturna.

Algún pariente de sexualidad distinta sufría las mofas baratas de la mayoría, mientras que una tía vieja lo protegía; otra tía no bebía alcohol porque estaba medicada ya que sufría "de los nervios" y una tercera había enviudado recientemente por lo que vestía de negro y sonreía detrás de una máscara kabuki. Le daban el pésame y el saludo de Año Nuevo todo junto. Salíamos a ver el auto flamante de un pariente próspero, de quienes todos desconfiaban por el modo de obtenerlo: era el que "andaba en la política". Y cascoteábamos perros y abollábamos portones y sangrábamos y nos enloquecíamos y estábamos felices de esa hermandad salvaje donde todo se exponía en una noche como si fuese la última en el mundo. Se nos mezclaban los significados. ¿Qué hacía un Papá Noel congelado llegando a estas barriadas de calor africano y mosquitos? ¿El era también el Niño Dios o lo traía en una bolsa? ¿Qué papel jugaba Cristo en todo esto?

Como fuera, todo servía para embucharnos toneladas de carne y turrones de mármol, beber alcohol por vez primera en el centro de un galpón con un único ventilador que giraba esquelético derramando en el aire olores a colonia, pólvora quemada, música de cumbias, estampidos de corchos y una melancolía indefinible de estar festejando algo incierto en el lugar equivocado. Luego, con la luz de un sol de lava, todo se amainaba y se barrían a baldazos los cohetes extintos como cadáveres. Estas fueron mis fiestas pobres y, pese a todo, no las cambiaría por ninguna.

No hay Dios por Adrián Abonizio




Jueves, 16 de diciembre de 2004
En mi barrio había abrumadora mayoría católica. A los judíos los llamaban "el pueblo hebreo", que era una forma elegante de no nombrarlos. Un eufemismo piadoso que usaban los que se consideraban mejores. A los fallecidos les llamaban "disidentes" con tono neutro. Admiraban, eso sí, los jardines floridos, la pulcritud de sus lápidas y el heroísmo propagado por la radio en algún aniversario de guerra. Los judíos que yo conocía eran relojeros, fotógrafos y tenderos. Especialmente estos últimos eran gente amorosa y entrañable que me acariciaba la cabeza al verme y descubrían en mí un parecido con Tony Curtis. Mi madre sólo tenía algunas veladas quejas cuando le pagaban por el trabajo que ella hacía como costurera, pero se resarcían con un cariño inmenso hacia su hijo. Mi padre reparaba la escena diciendo que todos pagaban mal pero que los peores eran los italianos y que ya van a ver cuando vuelva Perón.

Los católicos de mi barrio parecían tener la contienda asegurada: contaban con una maquinaria bélica poderosa basada en la propaganda y en sus agentes laicos. La Iglesia estaba presente en las campanadas del disco en los domingos de mañana y en los azulejos santos o en alguna virgen tutora del hogar. En los talleres mecánicos, en el tablero de los colectivos y sobre el lecho de los esposos. Yo jugaba a la pelota en la cancha trasera de la parroquia, frente a los enfermos de tuberculosis. Se me ocurrió preguntar si alguno de ellos era judío. "Ellos van a otro lado a enfermarse", me contestó el curita que nos dirigía. Era malísimo jugando, pero sermoneaba como si fuese hábil y encima otorgaba tarjetas amarillas invisibles para todo aquel que blasfemara. En el mercado de la vuelta escuché hablar de los judíos, de sus guetos y martirios. La vereda estaba manchada con sangre bovina y unos peces de plata me miraban desde sus cajones funerarios con ojos de ahogados. Me pareció muy triste la historia aquella, pero ni en la escuela ni en catecismo se hacía mención alguna. Un compañero avanzado que esperaba el 8 de diciembre para ganar unos pesos me advirtió que a Cristo lo habían matado ellos, los judíos. Que también ellos tenían su infierno y sus leyes sagradas, pero para entrar a su religión había que tener plata y que si habían hecho tamaña salvajada eran capaces de muchas otras cosas peores. Que habían perdido con los alemanes porque no tenían patria ni ejército y que salían en todas las películas sufriendo. "Nosotros somos mejores", concluyó señalándose el pecho. "Tenemos un infierno alegre: es como un cabaret lleno de chicas desnudas". Estábamos en la entrada principal de la iglesia presidida por una deidad sobre el túmulo de piedras y coronada de espinas eléctricas que se encendían por la noche. "Mirá, hasta la virgen nuestra es linda, en cambio ellos no tienen a nadie", concluyó.

Tomé la comunión sin fervor y al recorrer la parentela disfrazado con un saco gris que picaba con el calor, repletos los bolsillos de monedas, comprendí que mi amigo tenía razón. Nuestra religión era buenísima; te dejaba una renta sin hacer nada. Ahora era libre: nunca más andaría en esos pasillos plagados de imágenes monstruosas del pecado con demonios obscenos pinchando con tridentes los trastes de los santos y aguantando a esos curitas sin oficio que te retaban pero no sabían ni pegarle de punta. Absorbido por la pasión futbolera imaginé un picado de católicos versus judíos; el que perdiera descrucificaba al Nazareno y de paso le daba una mano de pintura al madero de la nave principal. ¿Y que ganaban los judíos en la lidia?, me dije. Ya sé, me respondí: me hago del cuadro de ellos si ganan, pero primero le tienen que subir el sueldo a mi mamá. Y así transcurrían mis días bajo el cielo admonitorio y práctico del catolicismo. Me fui del club avergonzado por tanta sangre derramada, pero al otro no lo comprendía intuyendo que portaba una barbarie parecida. Ellos, los judíos, eran los contrarios, pero mi equipo era impresentable. No creí perder cuando abandoné el traje de impostor: ya no sentía nada por nada sobrenatural y la cuestión judía me apareció más clara cuando accedí a algunas lecturas políticas sobre las barbaries sobre ellos derramadas y las que luego volcaron sobre los demás. El judaísmo y el catolicismo cabeza a cabeza en la tabla, mientras que abajo estaban los cuadritos sin figuras emblemáticas y que jamás saldrían campeones de nada, con sus iglesias donde tocaban panderetas y sus rubios foráneos en bicicletas. Y lo peor es que nadie, ni aun los clubes chicos, se iban al descenso.

Toda la literatura religiosa estaba plagada de carnicerías, paranoia, hermetismo y conspiración. El verdadero amor, el amor infinito vivía en otros libros, más heréticos pero más humanos. Estaba en otro lado, en la música, en las ideas, en el fin de la esclavitud de bolsillo y de alma. Estaba en el aire, no en sus templos. Estaba en mí, que ahora había alcanzado un dios cotidiano y propio, sin tierra prometida ni ruega por nosotros pecadores. Movía montañas y era capaz de andar por el desierto para llegar a mi felicidad. El más allá en el más acá. No es fácil: es sacrificado no anestesiarse con dardos divinos ni salvaciones a medida. Si quieren de mí un creyente o un converso o lo que fuera, sólo deben demostrarme que están a la altura del Dios que dicen defender. Aún sigo esperando.

Reflexiones : Gracias no bailo

Jueves, 10 de febrero de 2005




No me avergüenza, amigos, confesar que no sé bailar. Que las fiestas, las dances y hasta los cumpleaños de quince son mis adversarios. Que si me quieren ver palidecer, estrujarme en disimulos o ponerme tieso como ante un animal feroz, sabrán que estoy palpitando la cercanía con una pista de baile y que mi fobia se hace más honda. ¿Quieren verme con arritmia? ¿Temblarme los labios, el mentón, las rodillas y correrme un sudor frío en las mejillas? ¿Quieren asistir al espectáculo de un descarado empequeñecerse? Pues invítenme a bailar, amigos, y podrán humillarme si lo quieren. Es que me avergüenza ser un bailarín anorgásmico puesto que el baile es, desde los inicios de la vida, sangre en movimiento, ritual de libertad, cortesía, disgregación de vanidades, amor de estar vivos. Me creo imposible de armar una humilde coreografía, algo hormigueante que me recorra las arterias y ponga en mi cara algo luminoso.

Yo he visto cómo la gente se embellece bailando: gorditos insignificantes se tornan atractivos con la danza; chicas más bien feas se hacen lindas con un buen movimiento que las resuma. Eso quieto que son los cuerpos nada dicen en quietud. Yo he develado incógnitas degradadas por todos, tales como el caso de una dama bellísima en compañía de un tipo feo, puesto que los descubrí bailando en las pistas de aserrín, embriagados como en estado de narcolepsia pura y así comprendí lo que los demás no pudieron: eran una pareja bailarina que no advertían los espejos ni los reglamentos, sólo se miraban en esa danza que los tenía cautivos y los tornaba superlativos. En un pueblo chico una pequeña diferencia te convierte en un sospechoso, así que siendo un tierno lobizoncito de esquina empecé a bailar para que nadie advirtiera mi secreto. Repetía lo que otros hacían y sentía una rabia sobrehumana al ver que esos desgraciados horripilantes, invisibles para las chicas siempre, adquirían ante ellas una iridiscencia de astros, un magnetismo alucinatorio. ¿A las mujeres no les importaba mi oscuridad de vate en sombras? ¿No comprendían que no quería ser Travolta sino Edgar Allan Poe? ¿Qué fuerza monstruosa me borró la alegría de un buen baile? ¿Por qué bailaba solo para proseguir con la llamada hormonal de la especie? ¿Por qué todo me hastiaba? ¿Por qué todo era un tedio y una desazón donde otros encontraban la radiante fórmula divertida?

La lectura de textos iniciáticos o la escucha de músicas exóticas trataron de justificarme: yo no bailaba porque estaba en "otra", porque era profundo y especial, porque oía a King Crimson y no a los Rolling, porque veía otras barcas en el horizontes y turbias lejanías. Porque era un pelotudo para muchos y un poco para mí también. Hubiera dado todos los Hermann Hesse y sus lobos esteparios; todos los discos de jazz, todas las pipas cortazarianas y los paseos artaudianos de manicomios, todas las chicas oscuras y fumadoras, todos los pichones montoneros y las aves spinetteanas, todas las poesías surrealistas y los realismos mágicos, a cambio de una larga noche de baile en Unión y Progreso abrazando a una morocha. Yo envidiaba a esos galanes que llegaban al boliche sabiendo quiénes eran y a lo que venían. Pelo largo ensortijado, o lacio o planchado, camisa abierta, chuequera, pantalones como otra piel y unas ganas de bailar que eran un portento. Eso que yo percibía, estoy seguro, lo habrían de olfatear las damas y en ello residían sus triunfos. Como animalitas del celo que eran, percibirían en mi el pánico de solitario sin danza y eso, que yo sabía que ellas sabían, me alejó de las pistas espantado de que me descubrieran y me abofetearan, por ejemplo. O que empezaran a gritar mi nombre y me sacaran a manotazos la remera para observar las escaras, mi epidermis de monstruo, el comienzo de unas piernas galvanizadas. Y que los galanes, para rematarme, me patearan en el piso con sus zapatos de plataforma. Esos machos que se paseaban dejando tras de sí una estela de hormonas "crandall" por siempre amarrados a una tigrecita barrial de pantalones blancos, labios estridentes y mirada somnolienta.

Había un solo islote que me hacía esperanzadora la noche: los "lentos". Allí no era tan difícil el desafío, a pesar de mi terror por que advirtieran que no sabía "llevar" y me dejaran en medio de un tema, como se abandona a una mala bestia en el monte. Yo he contestado ante una invitación femenina y en alguna fiesta con un patético "gracias, no bailo" para desconcierto de la dama y el festejo por mi transgresión, que no era otra cosa que pánico total. Me hice observador; si no bailaba observaría; luego, algún día; pasaría en limpio, me haría músico, escribiría como una dulce venganza hacia ellos, hacia mi tortura. Solo yo sé cuánto llegué a odiar con furia a los bailarines de tango, a los tíos ebrios en la Navidad, a las comparsas, a los rockanroleros. Hoy mi estigma continúa con los bailadores tropicales y hasta con los jugadores que festejan con gracia sus goles. Les pido piedad. Soy enfermo de algo imperceptible que no sé qué es. Algo melancólico y con pies de plomo. Propongo la creación de un club de patas duras, un club de fóbicos y de tímidos, una reunión periódica de solos y solas, ampollados de tanto "planchar". Por favor, créanme, se sufre mucho. Me podrán decir: hay academias que enseñan. Sí, claro, como si fuese fácil desnudar nuestra patología: la torpeza de un cuerpo castigado, dos zapallos en los pies y la sangre de plomo. Necesitamos un centro de rehabilitación, un hospital del alma para las bestias que hemos sido heridas en la confrontación por movernos tratando de obtener felicidad y no lo hemos logrado. Créanme, seguiré inválido hasta que alguien, algo, me impacte en el centro de mi locura y me libere. Hasta tanto, le estoy debiendo a la vida el baile nuestro de cada noche.

Hojas de paradojas por Adrián Abonizio

Jueves, 17 de marzo de 2005


El tipo construye canchas de tenis. Apisona los cascotes molidos, marca los límites, observa los desniveles del terreno. Sus ancestros edificaron terrazas imperiales allá en el Cuzco; él plancha la tierra hasta dejarla lisita. En sus uñas hay un depósito terroso y colorado que vive quieto desde siempre. Hace esta labor de jovencito y lo hará hasta su muerte: nunca jugó ni jugará al tenis.

Las salinas son un espejo envenenado. El sol allí se agranda y enceguece las córneas; la luna parece enfriar el sopor de ese doble fuego multiplicado. Trabajar allí es fatigoso y mal pago. Tanto que a veces falta la sal en sus mesas y se abstienen del condimento. Encuentran caracoles de cuando este piso de sal era mar. Caminan en el océano invisible y suelen ahogarse no por el agua, sino por la falta de ella.

El tipo trabaja en pompas fúnebres y ha ido construyendo un futuro trabajando para el pasado. Sus cimientos son el escombro de las vidas y el los mezcla con pasión artesanal; tanto que parece un gusto estar fallecido entre sus manos. Los cambios climáticos lo ponen de buen humor: habrá más ancianos dispuestos a partir y más niños en desventaja. Es una buena persona, pero vive la vida pensando en la muerte.

Matices de un mundo de sobrevivientes que van pisando sus sombras y tal vez no vean que la alocada brújula de las paradojas los ha llevado a ser centro de un absurdo. La sombra de una sombra. Agua en el agua y contrafuego en el incendio. Cristo, hijo de un carpintero, terminó su vida clavado sobre un madero. Ernesto Guevara fue declarado no apto para el servicio militar. Y a Da Vinci le auguraron un mal futuro como dibujante. El fuego es una rápida oxidación y la oxidación es una combustión gradual. Un escándalo que da notoriedad es una caída para arriba y el beso de la mafia sella la suerte de la víctima. Hay gente bonita con el alma descompuesta y horripilantes capaces de un acto poético tan sublime como anónimo. Me encanta esto de insistir buscando lo inverosímil que no sobresale, enquistado en las costumbres. En muchísimas terminales de este país, sitio simbólico del Viaje y el Tiempo, sus relojes o funcionan mal o brillan por su ausencia. Hay pescadores alérgicos a lo que sacan en sus redes y prostitutas que desconocen el orgasmo. Llaman "madre" a las superioras de los internados o congregaciones, justo allí donde la maternidad ha sido proscripta. Un pediatra atiende, amonesta y aconseja a los padres primerizos, pero no tiene hijos. En Auschwitz había un cartel a la entrada que rezaba: el trabajo os hará libres. Los religiosos trabajan de ello: obedecen y hacen obedecer un mandato que han obtenido cual franquicia comercial. Dicen recibir órdenes de un jefe que nunca verán. Dicen dialogar con él en el colmo de la paradoja: un enunciado que otorga jerarquía y poder a la invisibilidad. Hablan por Uno que nadie ha visto y sin embargo alegan ser sus ojos y sus oídos. El ginecólogo que trabaja donde otros se divierten; el cómico que vive amargado cuando está bajo el escenario, el meteorólogo que no lava su auto a pesar que ha pronosticado sol, la chica que limpia casas y que en el fin de semana se dedica a limpiar la suya como tarea lúdica, el boxeador al que le asusta ver sangre, todas son ramitas paradojales en el árbol de los malentendidos, en la enredadera surrealista que está en nuestras vidas asombrándonos, regalándonos una dimensión de asombro. Finalmente está la gente como este oscuro escriba, que escribe leyendo párrafos ajenos de buena pluma; lo que se dice palabra sobre palabra; componer en caliente, robar sin delatarse demasiado. Puede ser una hoja de paradojas si se lo mira magnánimamente, mas creo que es llanamente, hay que decirlo, envidia. Y de la hay que deducir en su favor que encierra una buena acción también: sirve para despertar la luz del movimiento en almas dormidas a pesar de ser un sentimiento mal nacido y en las sombras. Les dejo la última con respecto a los políticos: la gente pidió el "que se vayan todos" y de a uno están regresando. Constituye una mínima paradoja y una gran vergüenza.

Grandes misterios del mundo adulto


Jueves, 10 de marzo de 2005
¿A quién le importan los pequeños misterios? ¿Quién se interesa por los enigmas devaluados? ¿Qué tienen de atractivo hoy la maldición de Tutankamón, el Triángulo de las Bermudas o la vida sexual del Yeti? Pavadas de la historia. Nomenclatura barata de mitos sin estirpe. Relatos de náufragos aburridos en bibliotecas con aromas a orines de roedores y papeles amarillentos. Ya se sabe hasta cómo pateó Cristo su primer penal, quién fue el arquero y si tomó carrera. Misterios quedan pocos y encima irrumpen en casa desde una pantalla.

Los míos son difíciles de sobrellevar en la adultez sin exponerlos al escarnio de la burla. Aquí empiezo: los jugadores en las canchas se ven chiquitos como hormigas, no obstante los relatores los reconocen en milésimas a pesar que nunca antes los habían visto. ¿Cómo diablos hacen? Los religiosos que aparecen en la medianoche seguramente grabarán sus programas todos en un mismo día; luego, al verse, ¿no les dará impresión esa ristra fatigosa de máximas y pasajes bíblicos? Yo aún me quedo absorto deduciendo por dónde entran los bichitos que yacen momificados dentro de los globos de luz. O que nunca sorprenda a los que escriben los graffitis. No poder comprobar la efectividad de esas botellas dispuestas en las veredas para que los pichichos no orinen. Ignorar si algunos policías ya nacieron con esa pinta de guardianes o el trajín los fue torneando. No encontrar el porqué de las curanderas cuando el empacho hace que la cinta métrica cada vez se acorte más. El misterio de algún artefacto que en la caja se veía esplendoroso y una vez abierto imposible de armar. Desconocer qué mecanismo mágico crece dentro del pabellón del oído de algunos mecánicos para que determinen que achaques tiene el auto con solo oírlo ronronear. Uno se golpea y le crece un chichón, ¿es el hueso que se hincha?. Uno mira la ciudad y tiene un pensamiento extraño: ¿cuántas muertes, cuántos nacimientos y orgasmos simultáneos se estarán produciendo? ¿Habrá alguna máquina para comprobarlo? ¿Por qué parece que la gente buena se muere antes que la dañina? ¿Qué significa ese cartel que nos anuncia que estamos siendo filmados para nuestra seguridad? ¿Será para identificar mejor a los cadáveres en caso de un robo violento? ¿Por qué en las tragedias viales los accidentados pierden sus zapatos? ¿Habrá que entrar a la eternidad descalzos? Debemos ser serios y no pensar en abstracciones. Debemos silenciar al pibe que se pregunta cosas, porque por algo crecimos y nuestras conversaciones deben versar ahora sobre los motores diesel o la consabida frigidez femenina. Sería suicida entrar a un bolichón de extramuros con tauras y asesinos en donde uno, además de ser un extraño, empiece a cuestionarse estos tópicos y provocando a los señores con acertijos, pullas y pedorreos. ¿Le parece peligroso? Mucho más lo es ir tapiando los enigmas, sintiéndonos mayores sólo porque nos aburrimos como ostras. Lo insano no está en exponerlo en sitios inconvenientes, sino en esconderlos en lugares convenientes. Por eso, amigos, yo ando con mi candidez ilustrada siempre a mano. Alguna noche pretendí sacar a bailar a la musa de los misterios para develar bajo su máscara de rouge la verdad de las verdades, pero tras mis pisotones me invitó a que no entre más a una milonga donde acceden sólo los buenos bailarines. ¿No son esas obras de arte modernas similares a las que realizan sin saberlo los albañiles en los laterales de edificios reparando la gusanera de la humedad, o los chapistas torciendo el metal? Hay mujeres que al besarlas evocan el gusto a malvón en sus labios y a animal marino en su sexo, y hombres que huelen a las cebollas crudas en su axila y a bosques quemados en su aliento ¿No seremos naturaleza plena y no lo admitimos? ¿No será el misterio mucho más sencillo de lo que parece pero que no conviene explicar? Yo admiro muchas cosas como un chico: el políglota es para mí un poseído; el que derrama una estrategia de ajedrez con eficacia un médium, y un semidiós al que dibuja una carambola de billar un gol prodigioso. Debo ser un imbécil que quiere creer en magias. Un bicho exótico que no encaja en el manicomio. Soy capaz de ver bella a una mujer sin fortuna ni gracia por el sólo hecho de haberme mirado de alguna forma particular. Soy capaz de admirar el sonido sinfónico que despide un matricero trabajando en una pieza. Y no crean que finjo ser un sensible permanente, amigos. Todo esto lo mastico en silencio. No me creo nada, pero creo en todo. No soy nadie porque soy muchos. Veo cosas que son sagradas y gratuitas sin pagar entrada. Oigo el mar o el viento sin salir de playa ni internarme en los bosques. Aprendí a ser callado y a disimular. Es que muchos me han llamado idiota por esto o impostor o aficionado a los brebajes alucinógenos. Sepan disculparme la arrogancia pero prefiero ser un boludo alegre a un inteligente triste.

Secretos bien guardados


Jueves, 27 de enero de 2005
Los secretos representan el arcón en cuyo fondo pueden mezclarse los vientos amables junto al olor de los antros sulfurosos. Todo secreto es un imán para la curiosidad y un enigma enterrado. Por la codicia y en su nombre se han derramado sangres inocentes, sucumbido estados, vulnerado doncellas. Por constituir una puerta al oro se han asesinado reyes, comprado voluntades, incendiado ejércitos, traicionado acuerdos. En fin, que los secretos son pesados de llevar. "Tengo un secreto que te quiero contar", me dijo un amigo. ¡Entonces no es un verdadero secreto, le retruqué!, que he sacrificado la audición de escenas tapiadas por el silencio a cambio del fundamentalismo de mi ética trasnochada. Un secreto es un secreto. Y es sagrado. Una tía mía, muy viejita y muy astuta decía conocer los misterios de una larga vida; al llegar a los cien años le empezaron a creer. Ya en el lecho de muerte, muchos interesados se acercaron para que les confesara su verdad. "No guardo ningún secreto, pero el creérmelo me hizo llegar a esta edad", dijo y se despidió.

El poder secreto del secreto, a veces, es ser ni más ni menos que una cosa que no existe. Hay algunos que abatirían un Estado o una religión y otros apenas ocultan cómo obtener el permiso ilegal para abrir un kiosco. Ignoro las dimensiones; sólo quiero repasar aquí algunos que me ha sido visto intuir, merced a la confianza exótica que inspiro en algunos que se abren como flores y vomitan los suyos. O si no lo hacen, me los imagino. Por ejemplo, ¿quién no tiene el secreto de haber votado a alguna ruina humana, algún pusilánime y nunca decirlo? ¿O quién no tuvo agachadas, o "fue para atrás" con uno mismo? ¿O quién no desconfió de alguien solo por su aspecto reconociéndose luego como una bestia montaraz y reaccionaria donde uno creía que habitaba una eminencia iluminada por la conciencia de clase y la bonhomía?

Todos tenemos algo que ocultar entre las ropas, bajo ellas, en el forro, en las manchas que el tintorero borra, anónimo y cómplice. Un sujeto ha sido ferviente católico, simpatizante de la Inquisición, el potro y la caza de brujas; ahora es agnóstico, librepensador y critica con fiereza a la señora que va a misa los domingos. Otro fue el tonto de la clase y hoy es un dirigente exitoso. Otro ha trabajado como ingeniero de la industria alimenticia y sólo él sabe lo que lleva dentro una inocente hamburguesa o dice ni ha dicho ni dirá nada, pero prohíbe a sus hijos comerlas. Secretos como raíces de yuyos que crecen dentro de nuestro vivero. Secretos como barcos muertos en el fondo del océano de nuestra almita perturbada. Secretos de moribundos y cartas quemadas; secretos de pasadizos inundados y mapas de un tesoro que no se puede nombrar.

Yo mismo amigos he decidido no tener cada vez menos: me pesan como torres de acero en mi conciencia. Yo he temblado de miedo viendo El Exorcista y mi novia quinceañera ha salido del cine envuelta en risas. Yo he dado una vuelta en círculos alrededor de cinco manzanas para evitar pasar frente a esa barra que me pronosticaba el escarnio y algún chichón. He transpirado frío en las cercanías de un cuzquito insignificante al que veía como un tirano saurio rex. Yo he debutado sexualmente tarde y mal. Yo me he desgraciado de los esfínteres en una primera cita: solo la dama y yo sabemos lo sucedido en ese noviazgo de una hora. He negado por tres veces y más mi amistad con un sujeto más valiente e idealista que yo por pánico a la cárcel. He distraído vueltos públicos y pasiones privadas. He fraguado la firma de mis padres en el boletín. Inventé una rifa fraudulenta. Falsifiqué un poema adjudicándomelo. He mirado a algunos hombres con deseo y me he acostado con mujeres indebidas. En mi adolescencia hambreada, a una de ellas hasta le robé el jornal y otras la confianza. Me dirán: no es grave. Para todo esto existe la confesión anochecida ante algún amigo, una noviecita comprensiva que nos absuelva con besos, la hipnosis de la religión o de la terapia. No me alcanza, amigos. Ahora que he volcado mis secretos reconozco que no me siento más liviano por ello. Al contrario, claudiqué en mis fuerzas y ya no tendré motivo para sentirme aprisionado en el mundo y convertirme así en un nostálgico cantor de tangos, en un escritor nocturno apesadumbrado. Llevo ahora algo peor, una paradoja. No conviene contar cosas escondidas pues podrán decir como yo: tengo el peor de los secretos, hago que tengo muchos pero ya no me queda ninguno.

Y no tener nada que mostrar es peor que esconder, créanme.

¿Como se hace? por Adrian Abonizio



Jueves, 03 de marzo de 2005
¿Cómo se hace?

Cada vez estoy más seguro de mis inseguridades. Si algo sé es que dudo. Si algo conozco es la herrumbre de la brújula, las riendas torcidas de mi cabalgadura, la mellada espada de mi saber. Cada día urdo la trama de mi retórica detrás de donde espío al enemigo que acecha. Cada vez soy más elocuente y escribo mejor: debajo de las palabras uno puede ocultarse con la inmunidad que da el oficio. Aquí va mi testimonial: un amigo de la infancia me hizo empeñar el sueldo y la fe, pero siento que lo ultrajo al decirle que me ha traicionado, pues aún lo quiero. Y humillarlo a él es hacerlo conmigo y con nuestro pasado de hermandad. Lo peor es que él lo sabe y actúa en consecuencia. Soy así de idiota. Cuando tropiezo me pregunto, con sinceridad infantil: ¿cómo se hace, cómo es, cómo era, cómo será? ¿Cómo decir que no a una reunión de ex alumnos sin que crean que soy arrogante? ¿Cómo expresarles que tengo impresión de que vean lo que ha hecho el tiempo con nosotros y que ya no somos los actores en aquella escenografía de errante y sospechada felicidad, tan irreal como antigua? ¿Cómo hacer para eludir esa charla con una ex novia que propone vernos para repasar lo actuado y uno carece de la gallardía de confesar que aquello nunca fue realmente importante para nuestro corazón? ¿Cómo explicar el amor hacia una divisa sin caer en las frases "es un sentimiento, una pasión, algo distinto"? ¿Cómo dar el pésame o una mala noticia utilizando las palabras correctas?

Qué difícil es todo. Qué fobia a la mala praxis espiritual que he desarrollado. Ay, que pavor ancestral de intuir que uno no sabe hacer nada más que lo instintivo, como el comer y el digerir; el amor físico y algunos rudimentos de la caza diaria. Amar sin presentir. Soy así de idiota. No poder evitar mirar a unas señoritas con quienes, de concretar algún encuentro amatorio, nos darían cadena perpetua como pena leve. El no dejar de sentir culpa por el pavor ante ese morocho mal entrazado que en la esquina nos pide algo, una moneda, un cigarrillo, pero no la vida. Sospechar que una obra de arte que los críticos ponderan como sublime resulta ser un bodrio, pero no opinar. Ni poder burlarnos de ese taxista verborrágico y sabiondo que aconseja cómo vivir y no atrevernos siquiera a decirle en la cara (que vendría a ser su nuca) que no lo soportamos. ¿No sería mejor confesar nuestro pánico al dentista, a los perros bravos, a las alturas o las profundidades y a las películas de terror para niños? ¿No sería más sano dejar de lado nuestra torpe elegancia, nuestro rosario de mentiras piadosas, nuestro patético escudo perdonavidas?

Muchos me creen un arrogante, otros un pusilánime; no soy ni uno ni lo otro: soy apenas uno que no sabe como actuar en ciertos casos. Se me presenta un señor de hábitos y pretende darle la extremaunción a un pariente que está al partir de donde no se vuelve. ¿Cómo disimular que estoy aturdido por el absurdo de que alguien crea ser intermediario de turismo en semejante viaje? ¿Cómo poner cara de entendido ante las explicaciones de nuestro mecánico que engorda sus honorarios pues intuye que uno apenas sabe que el auto tiene una varillita para medir el aceite y un laberinto de cosos y cositos extraños? Sólo a mí me han elegido para levantar las copas en un casamiento o aniversario y tener que desear buenos augurios que todos sabían no se cumplirían. He comido en restaurantes mucho después de haber trabajado en la cocina de muchos de ellos y para no contrariar la invitación comí disimulando la repugnancia. He entrado a concesionarias a preguntar precios de bólidos inalcanzables y a pesar de la mirada despectiva del vendedor seguir adelante cual Isidoro Cañones dilapidando fortunas. He sido sometido a entrevistas laborales en donde invariablemte debía ser agradable, sabiendo que sería imposible y que ya estaba perdiendo el puesto de antemano. He sido conminado a opinar sobre algún trabajo artístico a requerimiento de su inoportuno autor y no me he atrevido a expresar que jamás había asistido a algo tan horripilante. He asistido a reuniones de bien pensantes donde estaba mal opinar a favor de un poquito de pornografía, la mano dura de Perón o la belleza de las canciones melódicas, temiendo que a uno lo arrojen por el balcón. Alguna dama me ha inquirido en su alcoba por sus formas o su celulitis o su ropaje y en todos los casos he dicho que estaba todo en su lugar y combinaba con armonía, a pesar de ver panoramas de derrumbes. He sido abordado por un enjambre de pibes angelitos que venden porquerías en las mesas y a todos les he comprado por temor a que me vean como insensible. He tenido pensamientos funestos sobre nuestros rivales en la cancha, tales como quebraduras expuestas, descuartizamientos por perros policía, ahogamientos en el pozo, más luego, arrepentido, hasta les he deseado que nos hagan un gol.

Ay, amigos, me siento un idiota con buenos sentimientos, cobarde, mediador sin temple, esquizo del amor y del odio, verde para grandes batallas, viejo para las pequeñas. Apenas un rudimento de hombre. Siento pena por mí pero más por la especie humana. Hay que mentir, fingir con crueldad, aparentar denuedo, pasión y generosidad, tal vez me vaya mejor. Habrá que tomar con suficiencia los elogios infundados; con falsa humildad la gloria que nos adjudican y no nos pertenece; usar la condescendencia en los triunfos equivocados. Me irá un poco mejor y no tendré que andar balbuceando sobre el cómo se hacen o se dejan de hacer las cosas que no sé llevar a cabo, esta nota incluída, esta falsa modestia.

Culpemos a los otros por Adrián Abonizio

Culpemos a los otros jueves, 11 de noviembre de 2004

Hablemos de quienes hacen de su vidas un ejercicio práctico: echar la culpa a los demás de todo, sin reparar en gastos. La viga en el ojo propio. Pero un ojo de aire culto, responsable, único. Empiezan por algo grande y frondoso: nuestro país. Ellos han leído, están muy informados y se creen librepensadores. Saben del granero del mundo y del faro de América. Todo junto mezclado y en conserva. Eramos ricos y se acabó el queso, luego nos endeudamos, dilapidamos la herencia y nos rendimos ante la banca apátrida internacional. ¿Quién propició todo esto? Ellos son inocentes. Han nacido en una familia de inmigrantes enaltecidos por la prosa libertaria. Tienen un pasado obrero, un alma comunista, un origen barrero. Ellos han aprendido la historia. Juzgan con dedo acusador a los políticos y a los militares, incluidos el general Perón y la Evita capitana. Ah, si el pueblo comprendiera, se dicen. Esos desprotegidos en la estafa; los de felicidad escamoteada, los hermanados en solidaridad, los unidos del sur a quienes violaron en el cuarto oscuro. Y hablan del pueblo argentino tan conmovidos como turistas perpetuos. Algún día se liberarán, deducen. Mientras, omiten el pago en término y las reuniones sindicales en su empresita. Atormentados por una pena dulce se rasgan el pecho, lloran en los altares de sus amantes, en los confesionarios psicológicos y hacen de esta dramaturgia un buen libreto. Leen a Benedetti, se conmueven con la sensiblería arrogante de Sábato, escuchan a Víctor Heredia o a Silvio Rodríguez, se orinan por Cuba y, finalmente, luego de un paso fugaz por acuerdos, alianzas y alguna presidencia de mesa, en rencorosa resignación por haberlo intentado todo se dedican a lo suyo. Envidian a los combatientes de Sierra Maestra, pero ellos lo hubieran hecho mejor. Los desaparecidos fueron muy valientes, pero les faltó estrategia. Los líderes usan mucha demagogia. Y así continúan para sus adentros. Yo estudio a estas especies y me sube por la lámpara de la sangre como una luz de piedad. No tengo odio, solo hastío por la brutalidad de doble moral, por sus miserias de alcoba y sus terrores que disfrazan de ideología. Ellos me miran con desdén sugiriendo alguna lectura vivificante y no dudan de mi lucidez: dudan de mi pragmatismo. ¿Para qué mortificarnos si los demás hacen todo al revés? El país se les escapó en algún momento o habrá hablado como oráculo cuando ellos dormían y nadie les avisó. ¿Que la ciudad está sucia, llena de ratas y basura tirada? Obviamente, la culpa es de los demás, los que descuidan lo que es de todos, se indignan; mientras, vacían el cenicero del auto distraídamente mirando la franja marrón del río y oyen noticias desde una emisora bien pensada. No se puede ni ir a tomar un café tranquilo; a cada momento entra un pibe a pedirles una moneda. ¿La culpa? De los padres que los dejan a la buena de Dios, de esta sociedad pauperizada que los encarcela en el vino y la coyuntura. Entienden su malaria congénita pero se indignan: no los dejan abstraerse en sus meditaciones. Siguen ahora con las drogas. Tienen un hijo que anda en cosas raras: la responsable es la sociedad corrupta en modelos y los maestros sin ideas preventivas. Nunca le faltó nada y ellos en su papel rector ya les han prevenido que así, de ese modo suicida, les están haciendo el juego al imperialismo de los alcaloides y a la dominación extranjera. Comprenden su necesidad de ruptura y la búsqueda de tribus alternativas. Han intentado sobornarlos con regalos para que dejen las malas juntas, pero nunca les han hablado al alma del cachorro. Continúan con el sexo: su hija tiene un montón de cortejantes y ningún esposo. La retan, la ofenden, pero no pueden apartarla de la idea fija. Ella está embarazada. Comprenden la revolución hormonal: le han dejado en su dormitorio un video sobre el tema hace unos años. Jamás se sentarán a hablar del asunto hasta que ella no lo pida, porque respetan en exceso su libertad. Pero la terminan dejando sola. Les echan la culpa a sus esposas, presas de un modelo femenino estereotipadamente pasivo y complaciente que fue lo que impidió la enseñanza del autocuidado. Mientras, digieren aun la noticia que, ella, su “compañera” como les gusta decir, se escapó con un tipo más próspero. Seguro que el modelo burgués de una terapia de grupo o una sociedad capitalista y de consumo le están llenando la cabeza. Y cuentan toda esta letanía sin anestesia, al borde del ridículo y el cinismo. Son peores que los que critican. Se comprometen pero de mentirita. Su solidaridad es un enervamiento de ficción. Dicen ser de izquierda y actúan como de derecha. Creen ser sensibles y son bestias; van a cagar como se dice, en la casa del vecino. Una noche cualquiera matan a tiros a ese taxista que les frena delante suyo: él se la buscó. Los quince años de prisión son culpa de la Justicia enferma de este país colonial. Los mete presos a ellos y libera a los mafiosos. Son víctimas del sistema. Enferman como héroes en el exilio. Una vez muertos, la culpa es de Dios, ese opiáceo de los pueblos, por derivarlos a este corredor oscuro sin una luz decente. —Dios, ese ateo, rabian por debajo y lo acusan de hereje y si fuera necesario de judío. El solo, tiene la culpa entera de sus males. —Y así le va, dicen mientras descienden sin parar hasta el fondo del pozo de los tiempos por el peso de la piedra ilustrada que habita en sus corazones

Carnavales de alegría por Adrían Abonizio

No es verdad que los carnavales me ponen melancólico por lo que tuvieron de felices. No constituyen un pasado emblemático de alegrías pasadas ni fervor póstumo. No eran más que la vigilia de las armas en una semana de vértigo y novedad. Mi única melancolía fue comprender, en el amanecer de las cosas, que la pena verdadera estaba en el primer fracaso amoroso, la sordera de un país caníbal y que habría de caminar mucho y mal todo aquel no nacido en cuna de oro. En la escuela obligatoria y en la familia desarmada. La patria de la inocencia. La patria de las cosas mágicas. La patria del anochecer en que uno se dormía protegido por el retumbar de las comparsas que ensayaban en los barracones. Los carnavales no igualaban nada: mostraban lo que éramos.

Eran una droga poderosa: uno podía sangrar en una pelea que el Rey Momo lo curaba. A uno se le podía morir un tío que el carnaval lo amenguaba. O un padre hastiado molernos a patadas o mordernos un perro rabioso o caer por goleada que el carnaval todo lo sanaba. Ser chicos era una maldición de indiferencia. Lo único nuestro y poderoso era el juego de agua en la siesta, en que uno olvidaba masturbarse o mirar canal cinco, para salir a mojar chicas. Recuerdo que se evitaba gastar agua en las feas y ese estigma me duró hasta hoy: cuando puedo voy hacia una y le declaro un amor de paso como para redimirme. La impiedad y el sarcasmo, el erotismo, la victoria o derrota estaban en los carnavales. Algunos les ponían a las bombuchas piedritas o venenitos de paraíso para que doliera; otros pintura para que manchara y los más osados orina para que oliera. Yo despreciaba esas prácticas pero al tener una puntería endiablada, me solían contratar los más grandes como mercenario a cambio de fotos porno. Cuando me hastié del contrato vil (diez víctimas por una foto de la Sarli) escapé y allí, en el atardecer con olor de glicinas y el recio sudor que exhalaban los mayores que se habían estado corriendo con cubos de agua, descubrí la hilera de cantores que esperaban su oportunidad de inscribirse para trepar alguna noche al escenario. Cantaban cosas tremebundas, horrorosas, lúgubres, pero al ser carnaval la gente perdonaba esas letras mortuorias, esa vergüenza ajena mientras llovían serpentinas sobre sus cabezas engominadas de artistas y resonaban los compases fúnebres de sus vidas de tango.

Nada importaba, la gente era bestial pero feliz; los ignoraba o compadecía con aplausos, nada importaba y esos tipos habrían de ser prontamente olvidados en las postrimerías de una bacanal inocente y con luz de amanecer, sin sexo ni borracheras de cuchillos y en una claridad de patios mojados con la evocación de besos que no fueron. Mirábamos a esos cantores. Los veíamos pasar derrotados y pese a que veníamos de una carnicería y éramos curtidos soldados de línea, jamás se nos hubiera ocurrido burlarnos. ¡Ah esos cantores amateurs caminando la plaza del barrio cabizbajos, tomando agua de los bebederos porque no tenían ni para una gaseosa y regresaban a sus oscuros barrios metiéndose en la noche de los vencidos! ¡Ah, esos gorditos tímidos, esos flacos venosos, esos colorados refunfuñantes! Esa sí era una Señora Melancolía; era la derrota, la auténtica derrota de un pueblo. Lo comprendí después, cuando uno ya no vería jamás las cosas desde afuera. Una noche fuimos al desfile y pasaron mascaritas, marcianos con cabezas de engrudo, parsimoniosos carros con guirnaldas, triunfadoras gentiles de dientes blancos, reinas del disfraz perfecto, candomberos falsos con hollín en las caras, negros ficticios, todos seguros de sus vidas y el podio que los aguardaba. Entre la gente, cubierta su cabeza con una bolsa de nailon dura, andaba un tipo que besaba en la boca a los hombres. Aquello me sacudió, algo siniestro se estaba incubando bajo las farolas y yo lo había descubierto: era el margen, la pobreza, la miseria. Eran los cantores sin laureles, las feas a quien nadie mojaba ni sacaba a bailar, eran los mariquitas que debían esconder su cara.

Allí, en ese espacio perfumado, con estrellas simulando bombitas sentí que me alcanzó un rayo y me abrió una herida con la comprensión cabal de mi destino: jamás sería como los triunfadores, jamás me compraría un traje luminoso y jamás estaría del lado de los ganadores. Lo supe ahí, como supe también que escribiría para redimirlos. Eso marcó mi vida y signará mi muerte. Y la gente habla tontamente de los carnavales como con melancolía tenue, como la postal de un cielo perdido y maravilloso. Melancolía legítima en suma, pero no entienden la mía y es razonable: la gente en general elige a los ganadores, pero ignoran que la sombra que proyectan sobre ellos es de falso oropel, de un agua florida descompuesta y de un Rey Momo que se les está riendo en la cara desde siempre. 8 de Febrero de 2005

Somos por Adrián Abonizio


Somos la mayoría silenciosa. Los que nos hemos vuelto previsibles para evitar tener más enemigos de la cuenta. Gente muy particular, sin embargo, a la hora de retratar su espíritu. Gente que está sola y espera. Gente a la que saludan en el ascensor y despierta confianza sin andar sonriendo demasiado. Es la que asiste a todos los asados de confraternidad y la que no esconde el vino bueno. Es gente que separa a los belicosos, que no duda en acercarse a los accidentes a dar una mano ni en prestar unos pesos al que está en el naufragio, ni en llamar a la radio por alguna cosa que indigna, ni deja de creer en los misterios y en mitologías caseras. Gente que está sola y resiste. Somos los que hemos votado equivocados a sabiendas. Los que no gustan de las multitudes cuando van para el mismo lado y los que saben los distintos lados que tienen las personas. Somos los que hemos inventado o adquirido artefactos inútiles, viajes imposibles, cuentos estúpidos y lo seguiremos haciendo. Somos los que no sabemos contar chistes en las fiestas. Somos los que no claudican fácilmente pero que amainan su entusiasmo si hay traición. Somos el fruto equivocado de dioses con dispepsia y los ángeles caídos sin siquiera haber levantado el vuelo. Somos a quienes ignoran a la hora de los premios, pero a quienes llaman para una confesión. Los que ayudan al ahogado y los últimos en irse de la evacuación. Hemos asistido a entierros y velorios aun cuando odiamos esas ceremonias sólo porque nos han pedido que estemos allí. Hemos tragado sapos, comidas rápidas, placebos, malos gobernantes y horas muertas sólo porque había que hacer algo que no fuera la inmovilidad. Somos los que lloramos en los cines y siempre llevamos monedas sueltas para pagar la culpa de tener un poco. La misma que nos mueve hacia Greenpeace porque en nuestro pasado hemos interrumpido alguna cadena alimenticia y derrotado algún bello animal hoy en extinción. Somos un alfabeto para locos y muchos nos creen cuerdos. Somos a veces el felpudo de Dios y en otras Dios nos ceba mates. Somos ciclotímicos, indecisos, festivos, angustiados, solidarios. Somos cómodos y ruines en pequeñeces; sin embargo viviríamos como ascetas y seríamos capaces de ofrendar la vida por un motivo valedero. Somos los que esperamos una buena causa, el amor perfecto y un más allá pero en la tierra. Somos los dadores de ánimo y los que creemos que las felonías templan nuestra paciencia. Somos sabios pero no podemos demostrarlo: somos pudorosos en nuestros vaticinios. Conocemos el alma humana como pocos, sabemos de sus agachadas y sus virtudes, confiamos aún y sin embargo olvidamos llevar con nosotros suero antiofídico. Muchos cuentan heroísmos de sobremesa: nosotros mantenemos reserva sobre los nuestros. Muchos fracasan en nimiedades y son admirados por el valor desplegado: nosotros hemos subido y después caído de pendientes aún más altas y en secreto nos hemos lamido las heridas sin nadie cerca para consolarnos. Muchos dicen ser un mojón de integridad, honestidad e hidalguía: nosotros callamos para evitar que nos tilden de envidiosos porque a veces intuimos el fraude cercano.

Odiamos en silencio, nuestro pudor supera las broncas. Hemos regresado con el ojo mocho por defender otros destinos pero hemos atribuido el golpe a una colisión casera. También amamos en silencio pero cuando decidimos hablar ya es tarde. Nos conformamos a veces con hacer tiempo en la vida y ello nos enrojece de rabia. Queremos ser distintos que nuestros resignados vecinos pero copiamos sus fórmulas y sólo nosotros sabemos que no estamos entregados aun. Nos engañamos para no matarnos. Nos camuflamos para evitar las estridencias de las alabanzas. Nos plegamos a otros sabiéndonos mejores; que dentro nuestro no hay un apacible cordero sino un samurai a la espera. Tomamos cafés con imbéciles haciéndonos los distraídos porque hay que comer mientras que esperamos que los rayos de una justicia esquiva los partan para siempre. A ellos, los que afean el paisaje y hacen la vida más gris.

Soñamos con un regreso a la naturaleza pero somos alérgicos a los mosquitos. Somos cautivantes con nuestras derrotas y es el humor negro lo que nos redime de crucifixiones. Somos almas en tragedia y bufones ante la desgracia. Somos políticamente correctos y equivocadamente liberados. Creímos en el peronismo, en el bien común, en el psicoanálisis y hasta en Fito Páez hasta que entendimos cómo es todo. Creíamos en tantísimas cosas que pasaron a ser sólo cosas. Somos machistas y feministas a la vez. Somos homosexuales sin serlo; retrógrados sin caverna; perdonavidas que son perdonamuertes. Leemos a escondidas libros sobre horóscopos y miramos novelones y pornografía y oímos música no permitida. No somos la madre de todos los prejuicios, pero sí sus parientes cercanos. A veces creemos haber nacido en el cuerpo equivocado: tendríamos que vivir cerca del mar y escribir a nuestros amigos sobre el pigmento de los corales y las bocas de los tiburones azules.

Pero somos de acá. Esta es nuestra migraña y nuestra cabeza feliz, nuestra frontera y nuestro horizonte sin fin, nuestra taquicardia y nuestro fervoroso corazón. A veces en la noche sentimos pasar un tren y nos oprime el alma algo poderoso con gusto a escarcha y noche. Quisiéramos no estar más con nosotros, huir, ser otros, olvidar que somos la mayoría silenciosa, que estamos solos.

Y que no entendemos si ya es tarde para todo o será que todavía no hemos empezado.4 de Noviembre de 2004

Cine de Super Acción por Adrían Abonizio

Recuerdo haber sido chico y sentirme muchos a la vez. Recuerdo pedir un vaso de agua (no llegaba a la pileta de la cocina) y empinarlo de un sorbo con gesto suficiente a pesar que ese trago ardía. Recuerdo limpiarme la boca con el antebrazo. Recuerdo estar lleno de polvo del desierto y dispararle a mi madre por la espalda. Luego que la bala atravesaba el cuerpo del villano, un killer discreto como yo, ordenaba whisky para todos y que siguiera la música. Recuerdo haber visto huir a mi perra hasta un caserón vecino porque se negaba a tropezar caracoleando como los caballos de los cowboys, mientras era apedreada. En Mundo Insólito describían a las tortugas marinas gigantes relatando que ni una bala de fusil podría atravesar sus caparazones. Tomé el Maheli 5 y 1/2 de aire comprimido y la perforé: más que apenado por la tragedia estaba ofuscado por el embuste. Al tiempo el olor cadavérico me delató pero mi mamá adujo una cierta inimputabilidad que me salvó. Corzo, un gordito retraído, cayó al otro día a un zanjón y se rompió una pierna: habíamos visto en la pantalla cómo un pibe rubio, pero en blanco y negro, se estrellaba contra unas rocas empujado por un amiguito.

También por esos días aparecieron unas series sobre Hombres Mosca que se deslizaban por los edificios para destripar cajas fuertes: con el Chino trepamos el frente inmaculado de los Cusumano, dejando las huellas de nuestras manos y pies en el lugar del crimen. No había nadie en esa casa pero el dueño nos buscó durante una semana. Cosa de chicos, dijeron muchos y el caso fue archivado.

Otra peli era sobre la maldición de la Momia, con Boris Karloff, así que secuestramos a la hermanita del Tony, la vendamos con una sábana, usamos su cuna invertida a modo de sarcófago y la embutimos en el ropero a esperar que resucitase. Los gritos atrajeron a los guardias que tomaban el fresco en la vereda, así que disimulamos y dijimos cualquier cosa: al fin y al cabo resultó ser una momia chapucera, bastante alcahueta. Con la Laurita intentamos una violación que copiamos de la serie La Ciudad Desnuda, pero nadie supo cómo hacerlo. De Los Tres Chiflados, Moe era el elegido: pegaba, ordenaba y se parecía un poco a Hitler. Todo iba bien hasta que al Cady se le saltaron dos dientes y no vino a jugar más. Todas estas escenas que imitábamos ocurrían en lejanas comarcas o en decorados fastuosos, de allí que reproducirlos le confería a la acción la gracia de un film dentro de otro.

Un atardecer copiamos como pudimos una toma donde una pandilla espía a una chica bañándose a través de una banderola en una terraza zigzagueante de neones. Ella tenía las tetas blancas como las amantes de los hampones pero allí las podíamos ver completas. La función terminó cuando el Flaco Paludi pisó mal y se vino abajo. A ella le dieron algunos puntos en la cabeza y al Flaco le sacaron muchos vidriecitos del estómago. Si hasta lo visitamos en el hospital como habíamos observado que hacían los camaradas de guerra entre sí y le dejamos a escondidas un paquete de Colmena. La señora no dijo nada: ella sabía que habíamos visto cómo un tipo semidesnudo que no era su esposo huía por los fondos. De ahí en más nos dejó mirar por la claraboya todo lo que quisiéramos.

En todas las de Cine de Súper Acción indefectiblemente los malos eran los árabes, los indios, los africanos de la selva, los mejicanos. Morían cientos de ellos antes que el héroe cayera herido antes de pronunciar la frase convenida: "Es solo un rasguño" y una mujer tan hermosa como anhelante le daba agua en la boca y lo cuidaba cambiándole de vez en cuando unos trapos húmedos puestos sobre su frente ardida en fiebre. Con nosotros nada de eso ocurría. Eramos blancos, ganadores, una fija completa, pero cuando volvíamos del campito nadie nos socorría. Llegábamos rengueando, con las camisetas rotas y algún ojo morado, pateando la pelota con distracción, como si arrastráramos la cuadriga de un ejército derrotado. Ellos, los demonios negros de las calles de tierra, los de habilidades envenenadas y alegría salvaje; ellos los sucios negros piojosos eran los causantes de nuestra penuria. Y los imbéciles adultos repetían la frasecita como si nada. "Y, son cosas de chicos". No, no eran cosas de chicos, eran cosas de negros de mierda ; eran cosas de seres monstruosos y gigantescos; eran desgraciados a los que los peronistas que pintaban con brea las paredes pidiendo por el Líder, denominaban excluidos, marginales. Y que nosotros padecíamos hasta la humillación más asquerosa. Ellos los defendían, pero claro, ninguno había sido escupido ni barrido a patadas por ellos. ¿Acaso Perón impidió que nos robaran la bandera y la pelota? ¿Dónde estaba el General cuando a Tiburcio lo llevaron detrás del cementerio y después de hacerle aquello lo dejaron encerrado en un panteón? ¿Volvió en su avión negro a descargar metralla dentro de sus cuevas inmundas cuando me cortaron el dedo meñique? No, no, no. Solo sé que enloquecí después de aquello y que vendado y todo asesiné gatos, ahorqué canarios, llené de bosta las ropas en las terrazas, oriné sobre los autos estacionados; largué a los cielos mi furia vengadora, mi rabia impropia de niño, mi traición de película, nuestra derrota. Aquello fue el final. Las madres no hallaron un culpable visible y juramentadas en Supremo Tribunal de Guerra comparecimos y fuimos castigados en consecuencia. Recibimos la condena ceremoniosamente, con las cabezas gachas. Pero la sentencia nos causó gracia: nos obligaban a no juntarnos en barra durante un mes.

Sólo nos permitirían ver Cine de Súper Acción. 13/01/05

Dios y Abonizio en el Taller (una alegoría agropecuaria)

Por Paul Citraro
Finalmente, creo que vamos en sentido a convertirnos en una era matriarcal. Esa es la sensación al escuchar “Dios y el Diablo en el taller” en la versión de su autor, Adrian Abonizio. La canción encierra ningún tipo de premonición ni misterio. Es más, ha sido escrita sin otros artilugios que el simple regodeo de pasearse por una imagen sencilla y poética. Y qué contundente es. A pesar de la falta de misterios que las creencias suelen encerrar y del predominio de la razón occidental y cristiana que describen esos versos. Así fue planteada, de manera directa. Toda una confesión carente de información babélica o saturada del predominio esclavizante por figurar en las listas de éxitos del momento. Nuevamente, Abonizio, un músico de lectura comprensible, apuñala al sentido popular con una canción que al momento del pesado tránsito del tiempo, no deja de ser una canción futurista. La Composición, afortunadamente, y de seguro ajena a todo análisis al instante de la creación, se ha convertido en una retórica ingenua bajada a la asfixiante era protagonista de la desocupación y la desidia que fueron los finales de los 80. Algo parecido a ese malestar casi bizarro, nos pasa en este rato presente de aire viciado e irrespirable que nos toca protagonizar en algún punto. Desde el lugar que nos toca o hemos elegido para los que figuran en la sección; Dichosos. Esa es la intención inicial y la mirada de la creación –de esa, precisamente-, sostener la imagen de una virgen pobretona, asociada a la música como una breve descripción del matriarcado para consideraciones eclesiásticas si se quiere, o como un cierre de todo tipo de discusión social posible cuando se trata de creencias. Una mujer que al parecer, engaña, consuela, contiene y toma las riendas y manda al yugo, al Dios y al Diablo que a esa altura, eran los créditos financieros de la prole. La canción tiene unos años, unos cuantos, y de conocimiento popular es, que, el acero bueno, finalmente, tiene final de inoxidable. Era evidente y audible, ese recurso compositivo utilizado no fue nuevo, pero tampoco se agotó allí –ya lo había tratado brillantemente Discepolín, como una trama novelesca del gigante e imbatible peronismo-. Y hubo otras formas posibles y necesarias de adaptarse y readaptarse a los tiempos y seguir siendo un cronista de marras. Abonizio, una personalidad casi multifacética en el compromiso del texto, del poema proletario o de la canción testimonial, puede pasar de la seguridad absoluta del Matador cordobés a la vulnerabilidad del mocoso descalzo pidiendo un humilde milagrito. De este modo insolente y casi desde una perspectiva lateral, lleva nuevamente la canción trova al extremo de la crónica de un tiempo que vuelve a reflejarse, pero esta vez, con los vidrios rotos. Tan fugaz como el humo de su propio cigarrillo o que no es el mismo que el de los insaciables golpistas incendiarios. Y sigue haciendo de su oficio, por momentos, un lugar de tinieblas para los afónicos protagonistas del relato. Los que se quedan en silencio, sin vos y se les desvanece el sueño, entre el sudor de la bicicleta y la posibilidad perdida de la prometida esperanza industrial. Hoy, la parada del bondi sigue siendo la misma, las lágrimas y la resistencia siguen siendo las mismas, pero en otra gente. Al decir de algunos, esa gente que sólo debería ser abono para el terreno del fascismo. Mientras tanto, la palabra Mujer sobre el final de la canción, aparece como una disonancia acentuada en la esperanza de la gran mayoría. Creo que Abonizio siempre fue peronista y nunca se dio cuenta.